Vio a Antonio, y, demasiado anonadado para entender nada, hizo ademán de levantarse. Pero el viejo, apenas le hubo reconocido, se puso a echar espumarajos como una bestia rabiosa.
Farfullaba:
—¡Ah, cerdo, cerdo, así que no te has muerto aún! Quieres denunciarme, ¿eh?…, pues, espera, espera…
Y, abalanzándose sobre el alemán, acometió con toda la fuerza de sus dos brazos con la horquilla enristrada como una lanza, y le hundió hasta el mango en el pecho los cuatro dientes de hierro.
El soldado cayó de espaldas lanzando un largo suspiro de muerte, mientras el viejo campesino retiraba su arma de las heridas para clavársela de nuevo, una vez tras otra, en la panza, en el estómago, en la garganta, lanzando golpes como un loco, acribillando de pies a cabeza el cuerpo palpitante del que brotaba la sangre a borbotones.
Luego se detuvo, sofocado por lo violento de su tarea, tomando aire a grandes bocanadas, aplacado por el crimen consumado.
Entonces, cuando cantaban los gallos en los gallineros e iba a despuntar el día, se puso manos a la obra para enterrar el cadáver.
Abrió un hoyo en el estiércol, encontró tierra, excavó más hondo aún, trabajando sin ningún orden, en un arrebato enérgico con furiosos movimientos de brazos y de todo el cuerpo.
Cuando el hoyo fue lo bastante profundo, hizo rodar con la horquilla el cadáver en su interior, lo rellenó con la tierra y la apisonó largo rato; luego colocó de nuevo en su sitio el estiércol, y al ver que la espesa nieve completaba su tarea, y cubría las huellas con su blanco manto, sonrió.
Luego volvió a hincar la horquilla sobre el montón de inmundicia y entró de nuevo en su casa. Su botella medio llena aún de aguardiente había quedado sobre una mesa. La vació de un trago, se tumbó en la cama y se durmió con un sueño profundo.
Se despertó lúcido, con el ánimo sereno y alerta, capaz de juzgar lo sucedido y de prever los acontecimientos.
Al cabo de una hora corría al pueblo a pedir por todas partes noticias de su soldado. Fue a ver a los oficiales para saber, decía, por qué se habían llevado a su hombre.
Como conocían su relación, no sospecharon de él; e incluso dirigió las labores de búsqueda afirmando que el prusiano se iba cada noche de picos pardos.
Un viejo gendarme retirado, que tenía una posada en el pueblo vecino y una bonita hija, fue detenido y fusilado.
A Robert Pinchon
Desde su entrada en Francia con el ejército invasor, Walter Schnaffs se consideraba el más desdichado de los hombres. Era gordo, andaba con esfuerzo, resoplaba mucho y sufría espantosamente de los pies que tenía muy planos y grandes. Era, además, pacífico y bonachón, nada magnánimo o sanguinario, padre de cuatro niños a los que adoraba y estaba casado con una joven rubia, cuyo cariño, pequeñas atenciones y besos echaba desesperadamente de menos cada noche. Le gustaba levantarse tarde y acostarse temprano, comer despacio cosas buenas y tomar cerveza en las cervecerías. Pensaba, además, que todo lo que es agradable de la vida acaba con ésta; y sentía en su corazón un odio terrible, instintivo y racional al mismo tiempo, hacia los cañones, los fusiles, los revólveres y los sables, pero sobre todo hacia las bayonetas, incapaz como se sentía de manejar lo bastante diestramente esa arma rápida para defender su barrigón.
Y, cuando, al caer la noche, se acostaba en el suelo envuelto en su capote al lado de sus camaradas que roncaban, pensaba un buen rato en sus seres queridos de los que estaba tan lejos y en los peligros de que estaba sembrado su camino: «Si me matasen, ¿qué sería de mis pequeños? ¿Quién los criaría y educaría? Y no son ricos además, a pesar de las deudas que contraje al partir para dejarles algún dinero». Y Walter Schnaffs lloraba a veces.
Al comienzo de las batallas sentía tal flojera en las piernas que se habría dejado caer al suelo de no haber pensado que todo el ejército le pasaría por encima. Cuando oía silbar las balas se le ponía la piel de gallina.
Desde hacía meses vivía así en medio del terror y de la angustia.
El cuerpo del ejército al que pertenecía avanzaba hacia Normandía; y un buen día fue mandado en una misión de reconocimiento con un escaso destacamento que debía limitarse a explorar una parte de la región y replegarse acto seguido. Todo parecía en calma en los campos; nada indicaba una resistencia organizada.
Ahora bien, cuando los prusianos bajaban tranquilamente por un pequeño valle, que cortaban unos barrancos profundos, una violenta descarga de fusilería les hizo detenerse en seco, abatiendo a una veintena de ellos; y una escuadra de francotiradores, saliendo de pronto de un bosquecillo grande como la palma de una mano, se lanzó hacia delante, con la bayoneta calada.
En un primero momento Walter Schnaffs se quedó inmóvil, tan sorprendido y desesperado que ya no pensaba siquiera en huir. Luego le dominó un deseo loco de poner pies en polvorosa; pero enseguida pensó que corría como una tortuga en comparación con los delgados franceses que llegaban dando saltos como un rebaño de cabras. Viendo entonces a seis pasos delante de él un ancho hoyo lleno de maleza cubierta de hojas secas, saltó dentro a pie juntillas, sin pensar siquiera en lo profundo que pudiera ser, como se salta de un puente a un río.
Pasó, como una flecha, a través de una espesa capa de bejucos y zarzas pinchudas que le rasguñaron cara y manos, yendo a caer pesadamente de culo sobre un lecho de piedras.
Alzando al punto los ojos, vio el cielo por el agujero que había hecho. Aquel agujero revelador podía delatarle, por lo que se arrastró con precaución, gateando, hasta el fondo de aquella cavidad, bajo la techumbre de ramaje entrelazado, yendo lo más rápidamente posible, alejándose del lugar del combate. Luego se detuvo y se sentó de nuevo, agazapado como una liebre en medio de las altas hierbas secas.
Durante un rato siguió oyendo algunas detonaciones, gritos y lamentos. Luego el clamor de la lucha se debilitó. Todo se volvió de nuevo mudo y calmo.
Algo se movió de repente junto a él. Tuvo un sobresalto espantoso. Era un pajarillo que, tras haberse posado sobre una rama, hacía agitarse unas hojas secas. Durante cerca de una hora, el corazón de Walter Schnaffs latió con grandes palpitaciones aceleradas.
Caía la noche, cubriendo el barranco de sombra. Y el soldado se puso a pensar. ¿Qué haría? ¿Qué iba a ser de él? ¿Reunirse con su ejército?… Pero ¿cómo? Pero ¿por dónde? ¡Tendría que empezar de nuevo la horrible vida de angustias, de espantos, de fatigas y de sufrimientos que llevaba desde el comienzo de la guerra! ¡No! ¡Ya no se sentía con valor para ello! Ya no tendría la energía que se requería para soportar las marchas y afrontar los peligros de cada minuto.
Pero ¿qué hacer? No podía quedarse en aquel barranco y ocultarse hasta el final de las hostilidades. No, por supuesto. De no haber tenido que comer, esa perspectiva no le habría aterrado demasiado; pero comer había que comer, y además todos los días.
Y se encontraba así totalmente solo, armado, en uniforme, en territorio enemigo, lejos de los que podían defenderle. Unos escalofríos recorrían su espinazo.
De repente pensó: «¡Si al menos fuera prisionero!», y su corazón se estremeció de deseo, de un deseo violento y desmedido, de ser prisionero de los franceses. ¡Prisionero! Estaría salvado, alimentado, alojado, al abrigo de las balas y de los sables, sin recelo posible, en una buena prisión bien protegida. ¡Prisionero! ¡Qué sueño!
Y tomó inmediatamente una decisión: «Voy a entregarme».
Se levantó, decidido a llevar a cabo su plan sin pérdida de tiempo. Pero se quedó inmóvil, asaltado de pronto por reflexiones molestas y por nuevos terrores.
¿Dónde se entregaría prisionero? ¿Y cómo? ¿Por qué lado? Y unas imágenes espantosas, imágenes de muerte, atenazaron su alma.
Iba a correr peligros terribles aventurándose solo, por los campos, con su casco en punta.
¿Y si se encontraba con unos campesinos? ¡Esos campesinos, al ver a un prusiano perdido, a un prusiano inerme, le matarían como a un perro vagabundo! ¡Le masacrarían con sus horcas, sus picos, sus hoces, sus palas! Le harían picadillo, papilla, con el encarnizamiento de los vencidos exasperados.
¿Y si se encontraba con unos francotiradores? Esos francotiradores, unos desalmados sin ley ni disciplina, le fusilarían por simple diversión, para pasar una hora riéndose en sus barbas. Y se veía ya de espaldas contra el muro, delante de doce cañones de fusil que parecían mirarle con sus bocachas negras y redondas.
¿Y si se encontraba con el ejército francés? Los hombres de la vanguardia le tomarían por un explorador, por un soldado astuto y audaz que había ido solo de reconocimiento, y le dispararían. Oía ya las detonaciones intermitentes de los soldados tendidos entre los matorrales, mientras él, de pie en medio de un campo, se desplomaba, acribillado como un cedazo por las balas que sentía penetrar en sus carnes.
Desesperado, volvió a sentarse. Le parecía estar realmente en un callejón sin salida.
Era ya noche cerrada, una noche negra y silenciosa. Ya no se movía y se estremecía a cada ruido desconocido y ligero que cruzaba las tinieblas. Un conejo, al golpear con su trasero el borde de la madriguera, a punto estuvo de hacerle huir. Los chillidos de las lechuzas le partían el alma, provocándole miedos repentinos, dolorosos como heridas. Desorbitaba los ojos para tratar de ver en la sombra; y se imaginaba en todo momento que oía andar cerca de él.
Al cabo de interminables horas y de angustias de condenado, percibió, a través de su techumbre, que el cielo empezaba a clarear. Le embargó entonces un inmenso alivio; sus miembros se relajaron, descansados de repente; su corazón se apaciguó; sus ojos se cerraron. Se durmió.
Al despertar, le pareció que el sol había llegado a su cenit; debía de ser mediodía. Ningún ruido turbaba la paz mortecina de los campos; y Walter Schnaffs se dio cuenta de que tenía un hambre canina.
Bostezaba, se le hacía la boca agua sólo de pensar en el salchichón, en el buen salchichón de los soldados; y le dolía el estómago.
Se levantó, dio unos pasos, sintió flojera en las piernas y volvió a sentarse para pensar. Durante dos o tres horas más sopesó los pros y los contras, dividido entre las más opuestas ideas.
Finalmente prevaleció una decisión que encontró lógica y práctica: esperar a que pasara un campesino, solo, desarmado y sin peligrosas herramientas de trabajo, correr a su encuentro y ponerse en sus manos, haciéndole ver inequívocamente que se rendía.
Entonces se quitó el casco, que con su punta podía delatarle, y, con infinitas precauciones, asomó la cabeza fuera de su agujero.
No se veía alrededor ni un alma. Al fondo a la derecha, un pueblecito mandaba hacia el cielo el humo de sus tejados, ¡el humo de las cocinas! Al fondo a la izquierda, en el extremo de una avenida arbolada, divisó un gran castillo flanqueado por unas torrecillas.
Esperó hasta el atardecer, entre atroces padecimientos, viendo sólo vuelos de cuervos, oyendo únicamente los sordos quejidos de sus entrañas.
Una vez más la noche descendió sobre él.
Se tumbó al fondo de su refugio y se durmió con un sueño febril, poblado de pesadillas, el sueño de un hombre famélico.
Se alzó la aurora de nuevo sobre su cabeza. Reanudó la observación. Pero el campo estaba vacío como el día anterior; y entonces otro miedo se apoderó de Walter Schnaffs, ¡el miedo a morir de hambre! Se veía tumbado al fondo de su agujero, tendido de espaldas, con los ojos cerrados. Luego unas bestias, bestezuelas de todo tipo se acercaban a su cadáver y empezaban a comérselo, atacándole por todas partes a la vez, introduciéndose en sus ropas para morder su piel fría. Y un gran cuervo le picaba en los ojos con su afilado pico.
Entonces enloqueció, imaginándose que se desvanecería de debilidad y no podría ya caminar. Y se disponía a lanzarse hacia el pueblo, resuelto a atreverse a todo, a arrostrarlo todo, cuando vio a tres campesinos que iban a los campos con sus horcas al hombro, y se volvió a meter en su escondite.
Pero, cuando la noche oscureció la llanura, salió lentamente del agujero y se puso en camino, encorvado, temeroso, con el corazón palpitándole, hacia el castillo lejano, prefiriendo entrar allí que en el pueblo, que le parecía temible como una guarida llena de tigres.
Había luz en las ventanas de la planta baja. Una de ellas estaba incluso abierta; y un fuerte olor a carne asada salía de allí, un olor que penetró bruscamente en la nariz y hasta el fondo del estómago de Walter Schnaffs, que le crispó, le hizo jadear, atrayéndole irresistiblemente, infundiéndole en el corazón una audacia desesperada.
Y brusca e irreflexivamente apareció, con el casco puesto, en el marco de la ventana.
Ocho criados estaban cenando en una gran mesa. Pero de pronto una criada se quedó boquiabierta, dejando caer su vaso, con la mirada fija. ¡Todas las miradas siguieron a la suya!
¡Vieron al enemigo!
¡Señor mío! ¡Los prusianos atacaban el castillo!…
Primero se oyó un grito, un solo grito, formado de ocho gritos lanzados en ocho tonos distintos, un grito de espanto horrible, luego un levantarse tumultuoso, alboroto, confusión, una huida desesperada hacia la puerta del fondo. Las sillas caían, los hombres derribaban a las mujeres y pasaban por encima de ellas. En dos segundos, la estancia quedó vacía, abandonada, con la mesa cubierta de manduca delante de un Walter Schnaffs estupefacto, que seguía de pie ante la ventana.
Tras unos instantes de vacilación, salvó el pretil y avanzó hacia los platos. Su hambre excitada le hacía temblar como quien tiene fiebre: pero un terror le refrenaba, le paralizaba aún. Escuchó. Toda la casa parecía temblar; puertas que se cerraban, correr de pasos apresurados por el piso de arriba. Inquieto, el prusiano aguzaba el oído a esos confusos sonidos; luego oyó unos sordos ruidos como si unos cuerpos hubieran caído en la blanda tierra, al pie de los muros, cuerpos humanos saltando desde la primera planta.
Después cesaron todo movimiento, toda agitación, y en el gran castillo reinó un silencio sepulcral.
Walter Schnaffs se sentó delante de un plato que había quedado intacto y se puso a comer. Comía a grandes bocados como si temiera verse interrumpido demasiado pronto y no poder tragar lo bastante. Se llevaba los bocados con ambas manos a su boca abierta como una trampilla; y un montón de comida iba a parar una y otra vez a su estómago, hinchando al pasar su garganta. A veces se interrumpía, a punto de reventar como un tubo demasiado lleno. Entonces cogía la jarra de sidra y se destaponaba el esófago igual que se desemboza un conducto obturado.
Vació todos los platos, todas las fuentes y todas las botellas; luego, saciado de comida y de bebida, atontado, rojo, sacudido por los hipos, trastornada la cabeza y la boca grasienta, se desabrochó el uniforme para respirar, incapaz por otra parte de dar un paso. Sus ojos se cerraban, tenía la mente embotada; apoyó su frente que le pesaba entre los brazos cruzados sobre la mesa, y poco a poco perdió la noción de las cosas y de los hechos.
La luna en cuarto menguante iluminaba vagamente el horizonte por encima de los árboles del parque. Era la hora de frío que precede al día.
Numerosas y mudas sombras se deslizaban por la espesura; y a veces un rayo de luna hacía relucir en la sombra una punta de acero.
El tranquilo castillo alzaba su gran silueta oscura. Sólo en dos ventanas había luz aún en la planta baja.
De repente, una voz tonante gritó:
—¡Adelante, al asalto, muchachos!
Entonces, en cuestión de segundos, las puertas, los postigos y los cristales se hundieron ante la marea de hombres que se lanzaron, rompiéndolo, aplastándolo todo, e invadieron la casa. En un instante cincuenta soldados armados hasta los dientes se plantaron en la cocina donde descansaba pacíficamente Walter Schnaffs, y, apuntándole en el pecho cincuenta fusiles cargados, le derribaron, haciéndole rodar, le apresaron, le ataron de pies a cabeza.
Él jadeaba de asombro, demasiado atontado para entender, golpeado, pateado y loco de miedo.
Y de repente, un militar gordo recargado de entorchados le plantó un pie sobre la panza vociferando:
—¡Es usted mi prisionero, ríndase!
El prusiano comprendió sólo la palabra «prisionero» y gimió:
Ya, ya, ya
.
Fue levantado, atado a una silla y examinado con viva curiosidad por sus vencedores que resoplaban como ballenas. Varios se sentaron, extenuados por la emoción y el cansancio.
¡Él sonreía, ahora sonreía, convencido como estaba de haber sido hecho al fin prisionero!
Entró otro oficial y dijo:
—Mi coronel, los enemigos han escapado; varios parecen haber sido heridos. Tenemos el control de la situación.