A Octave Mirbeau
Las dos chozas estaban una al lado de la otra, al pie de una colina, en las cercanías de una pequeña ciudad balnearia. Los dos campesinos trabajaban duramente la tierra infecunda para mantener a todos sus hijos. Cada familia tenía cuatro. Delante de las dos puertas contiguas, toda aquella chiquillería era un hervidero de la mañana a la noche. Los dos mayores tenían seis años y los más pequeños en torno a los quince meses: los matrimonios y luego los nacimientos se habían producido casi simultáneamente en ambas casas.
Las dos madres apenas si eran capaces de reconocer a sus retoños en medio de aquel montón; y los padres los confundían totalmente. Sus ocho nombres les bailaban en la cabeza, mezclándose de continuo; y los hombres, cuando tenían que llamar a uno, a menudo gritaban tres nombres, antes de acertar con el verdadero.
La primera de las dos casas, según se llegaba de la estación termal de Rolleport, estaba ocupada por los Tuvache, que tenían tres hembras y un varón; en la otra cabaña vivían los Vallin, con una hembra y tres varones.
Todos vivían a duras penas a base de sopas, patatas y aire libre. A las siete de la mañana, luego al mediodía y seguidamente a las seis de la tarde, las amas de casa reunían a sus hijos para darles de comer, como los que crían ocas reúnen a sus aves. Los niños estaban sentados, por orden de edad, delante de la mesa de madera, lustrosa por cincuenta años de uso. El último chiquillo apenas si llegaba con la boca a la altura de la mesa. Delante de cada uno de ellos se ponía una escudilla llena de pan remojado en agua en la que habían cocido las patatas, media col y tres cebollas, y toda la fila comía hasta saciarse. La madre atiborraba por su cuenta al más pequeño. Un poco de carne de cocido, los domingos, era una fiesta para todos; y ese día el padre se quedaba más rato en la mesa repitiendo: «Firmaría por comer todos los días así».
Una tarde de agosto, un carruaje ligero se detuvo bruscamente delante de las dos cabañas, y una joven, que conducía ella misma, le dijo al señor que iba sentado a su lado:
—¡Oh, mira, Henri, ese montón de niños! ¡Qué monada de criaturas revolcándose así en el polvo!
El hombre no respondió, habituado a semejantes expresiones de admiración que para él eran un motivo de pesar y casi un reproche hacia él.
La joven añadió:
—¡Tengo que darles un beso! ¡Ah, cómo me gustaría tener uno como ése, el más chiquitín!
Y, tras saltar del coche, corrió hacia los niños, cogió a uno de los dos últimos, el de los Tuvache, y, alzándolo en brazos, le besó efusivamente en sus sucias mejillas, en su rubio pelo rizado y pegoteado de tierra, en sus manitas que él agitaba para liberarse de aquellas fastidiosas caricias.
Luego volvió a montar en su coche y partió al trote largo. Pero a la semana siguiente volvió, se sentó en el suelo, cogió al chiquillo entre los brazos, lo atiborró de dulces y dio caramelos a todos los demás; jugó con ellos como una chiquilla, mientras su marido esperaba pacientemente en su endeble coche.
Volvió de nuevo, trabó conocimiento con los padres, luego vino todos los días, con los bolsillos llenos de dulces y de dinero.
Se llamaba señora de Henri de Hubières.
Una mañana, recién llegados, su marido se apeó con ella; y sin pararse donde estaban los niños, que ahora ya la conocían bien, entró en casa de los campesinos.
Éstos estaban cortando leña para cocer las sopas; se enderezaron sorprendidos, les invitaron a sentarse y esperaron. Entonces la joven, con voz entrecortada y temblorosa, comenzó diciendo:
—Buenas gentes, vengo a verles porque querría…, querría llevarme conmigo a su…, a su hijo más pequeño.
Los campesinos, estupefactos y sin saber qué pensar, no respondieron.
Ella recuperó el aliento y continuó:
—No tenemos hijos; mi marido y yo estamos solos… Lo tendríamos con nosotros…, ¿quieren?
La campesina comenzaba a comprender. Preguntó:
—¿Quieren quedarse con Charlot? ¡Ah, no!, por supuesto que no.
Entonces intervino el señor de Hubières:
—Mi mujer se ha explicado mal. Nosotros quisiéramos adoptarlo, pero vendría a verles. Si la cosa fuese bien, como todo hace suponer, será nuestro heredero. Si, por casualidad, tuviéramos hijos propios, compartiría igualmente la herencia con ellos. Pero, si no respondiera a nuestras atenciones, le entregaríamos, cuando fuera mayor, veinte mil francos, que serán inmediatamente depositados a su nombre ante un notario. Y, como hemos pensado también en ustedes, tendrán hasta su muerte una renta de cien francos mensuales. ¿Han comprendido lo que acabo de explicarles?
El ama de casa se levantó, hecha una furia.
—¿Quieren ustedes que les vendamos a Charlot? ¡Ah, eso nunca! No son cosas que se piden a una madre. ¡Ah, eso nunca! Sería algo indigno.
El hombre no decía nada, serio y pensativo; pero daba su aprobación a su mujer con un continuo cabeceo.
La señora de Hubières, fuera de sí, se echó a llorar, y, volviéndose hacia su marido, con voz sollozante, una voz de niña cuyos más mínimos deseos son siempre satisfechos, balbució:
—¡No quieren, Henri, no quieren!
Hicieron un último intento.
—Pero, amigos míos, piensen en el futuro de su hijo, en su felicidad, en…
La campesina, exasperada, la interrumpió:
—Está todo visto, entendido y pensado… Lárguense y que no les volvamos a ver nunca más por aquí. ¡Es intolerable que quieran llevarse a un niño así!
Entonces, la señora de Hubières, al salir, se percató de que había dos pequeños, y preguntó lagrimeando, con una tenacidad de mujer testaruda y mimada a quien no le gusta esperar nunca:
—Pero ¿el otro niño no es suyo?
Tuvache padre respondió:
—No, es de los vecinos; vayan, si quieren, a verles.
Y regresó a casa, donde resonaba la voz indignada de su mujer.
Los Vallin estaban en la mesa, comiendo lentamente rebanadas de pan en las que untaban un poco de manteca que cogían con la punta del cuchillo de un plato colocado entre ambos.
El señor de Hubières empezó de nuevo a hacer su propuesta, esta vez de modo más insinuante, con más precauciones oratorias, con más astucia.
Los dos campesinos meneaban la cabeza en señal de rechazo; pero cuando supieron que recibirían cien francos mensuales, se miraron indecisos, consultándose con la mirada.
Se quedaron largo rato en silencio, torturados, dubitativos. Finalmente, la mujer preguntó:
—¿Qué dices tú a eso, marido mío?
Él manifestó con tono sentencioso:
—No me parece que sea algo de despreciar.
Entonces la señora de Hubières, temblando de ansiedad, habló del futuro del pequeño, de su felicidad y de todo el dinero que podría darles a sus padres más tarde.
El campesino preguntó:
—¿Esta renta de mil doscientos francos será escriturada ante notario?
El señor de Hubières respondió:
—Por supuesto, a partir de mañana mismo.
El ama de casa, que estaba reflexionando, añadió:
—Cien francos mensuales no son suficientes para que nos desprendamos del pequeño; dentro de unos años podrá trabajar: tienen que ser ciento veinte francos.
La señora de Hubières, que pataleaba de la impaciencia, se lo concedió al instante; y, como quería llevarse al niño, dio cien francos de gratificación mientras su marido preparaba el documento acreditativo. El alcalde y un vecino, llamados de inmediato, hicieron de buen grado de testigos.
Y la joven, exultante, se llevó al chiquillo que chillaba, como se lleva uno una figurita deseada de una tienda.
Los Tuvache, en su puerta, les miraban partir, mudos, severos, lamentando tal vez su negativa.
No se oyó hablar más del pequeño Jean Vallin. Todos los meses los padres recibían del notario los ciento veinte francos; y estaban disgustados con sus vecinos porque la madre Tuvache les cubría de improperios, repitiendo sin cesar de puerta a puerta que había que ser un desnaturalizado para vender a su hijo, que era un horror, una asquerosidad, un acto de corrupción.
A veces tomaba en sus brazos con ostentación a su Charlot, gritándole, como si hubiera podido comprenderla:
—Yo no te he vendido, no te he vendido, pequeño mío. Yo no soy de esas que venden hijos. No soy rica, pero no por eso vendo a mis hijos.
Durante años y años, cada día fue así; cada día groseras alusiones que eran vociferadas delante de la puerta, para que así entraran en la casa vecina. La madre de los Tuvache había terminado por creerse superior a todas las madres de la región, porque no había vendido a Charlot. Quien hablaba de ella decía:
—Sin duda, habría sido una tentación para cualquiera, pero a pesar de ello se ha comportado como una buena madre.
La citaban a menudo como un ejemplo; y Charlot, que iba a cumplir ya los dieciocho años, criado en esta idea que le repetían sin descanso, se creía él mismo superior a sus compañeros, porque no había sido vendido.
Los Vallin iban tirando sin estrecheces, gracias a la pensión. Tal era la razón de la implacable rabia de los Tuvache, que se habían quedado en la miseria.
Su hijo mayor sentó plaza de soldado. El segundo murió; y Charlot se quedó solo para ayudar a su viejo padre a dar de comer a la madre y a las dos hermanas menores que tenía.
Contaba veintiún años cuando, una mañana, un espléndido coche se detuvo delante de las dos cabañas. Un joven señor, con una bonita cadena de reloj de oro, bajó dando la mano a una señora mayor, de cabellos blancos. Ésta le dijo:
—Ésa es, hijo mío, la segunda casa.
Él entró en la casucha de los Vallin como si hubiera sido su casa.
La anciana madre estaba lavando unos delantales; el padre, valetudinario, dormitaba junto al hogar. Los dos levantaron la cabeza, mientras el joven decía:
—Buenos días, papá; buenos días, mamá.
Los dos se pusieron en pie trastornados. A la campesina, emocionada, se le cayó el jabón dentro del agua y balbució:
—¿Eres tú, hijo mío? ¿Eres tú, hijo mío?
Él la estrechó entre sus brazos y la besó, repitiendo: «Buenos días, mamá». Y mientras tanto el viejo, tembloroso, decía con el tono sereno que siempre tenía: «¿Así que has vuelto, Jean?» como si le hubiera visto el mes anterior.
Dicho esto, los padres quisieron salir enseguida para que todo el pueblo viera a su hijo. Le llevaron a casa del alcalde, del vicealcalde, del párroco, del maestro.
Charlot, de pie en el umbral de su choza, le miraba pasar.
Por la noche, a la hora de la cena, dijo a sus ancianos padres:
—¡Hay que haber sido estúpidos para dejar que se llevaran al hijo de los Vallin!
Su madre respondió, obstinada:
—¡No queríamos vender a nuestro hijo!
El padre callaba.
—¡Es una desgracia haber sido sacrificado de ese modo!
Entonces Tuvache padre dijo, con tono colérico:
—¿Acaso pretendes reprocharnos el haberte mantenido a nuestro lado?
El joven respondió brutalmente:
—Sí, os lo reprocho, no valéis para nada. Padres como vosotros son la desgracia de los hijos. Os merecerías que me fuese.
La anciana mujer lloraba sobre su plato. Gimió, mientras seguía tragando cucharadas de sopa, derramando la mitad.
—¡Y una se mata para sacar adelante a los hijos!
El joven dijo con aspereza:
—Para lo que soy, más habría valido no haber nacido. Apenas he visto a ese otro, me ha hervido la sangre y he pensado: «¡Y ahora yo sería así!».
Se levantó.
—Oídme, pienso que lo mejor que podría hacer es no quedarme aquí, porque os lo reprocharía de la mañana a la noche y os haría la vida imposible. Porque, oídme bien, ¡no podré perdonároslo nunca!
Los dos viejos no decían nada, atemorizados y llorosos.
Él continuó:
—No, sería demasiado duro, con este pensamiento en la cabeza. ¡Mejor será que me vaya en busca de fortuna a cualquier otra parte!
Abrió la puerta. Entró un ruido de voces. Los Vallin estaban agasajando a su hijo que había vuelto.
Entonces Charlot dio una pataleta y, volviéndose hacia sus padres, gritó:
—¡Palurdos, iros al diablo!
Y desapareció en la oscuridad de la noche.
Yo conocía a aquel grandullón que se llamaba René de Bourneval. Era persona de trato amable, aunque un poco tristón, parecía de vuelta de todo, muy escéptico, de un escepticismo riguroso y mordaz, especialmente hábil en desmontar con una palabra las hipocresías mundanas. Repetía a menudo: «No existen personas honestas; o, si existen, es comparadas con los facinerosos».
Tenía dos hermanos, los señores de Courcils, con los que no se trataba. Yo creía que era hijo de otro matrimonio, dado que sus apellidos eran distintos. Me habían comentado en varias ocasiones que había ocurrido una extraña historia en esa familia, pero sin entrar en detalles.
Hacía buenas migas con aquel hombre, y pronto entablamos amistad. Una noche, en su casa, tras haber cenado a solas le pregunté como quien no quiere la cosa:
—¿Es usted hijo del primer o del segundo matrimonio de su madre?
Le vi palidecer ligeramente, y acto seguido ruborizarse; y se quedó unos segundos en silencio, visiblemente confuso. Luego sonrió, de esa manera suya melancólica y amable, y dijo:
—Mi querido amigo, si no le aburro, quisiera darle detalles muy curiosos sobre mi origen. Sé que es usted persona inteligente, por lo que creo que nuestra amistad no se resentirá por ello, y, si así fuera, entonces no me interesaría tenerle ya como amigo.
*
Mi madre, la señora de Courcils, era una pobre mujercita tímida, con un marido que se había casado con ella por su fortuna. Toda su vida fue un martirio. De natural cariñoso, medroso, delicado, fue maltratada de forma continua por aquel que hubiera debido de ser mi padre, uno de esos rústicos que responden al nombre de hidalgos campesinos. Al cabo de un mes de matrimonio, vivía ya con una sirvienta. Tuvo, además, como queridas a las mujeres y a las hijas de sus colonos; lo que no fue óbice para que tuviera dos hijos de su mujer; debería decir tres, contándome también a mí. Mi madre callaba; vivía en esa casa siempre ruidosa como esos ratoncillos que corretean por debajo de los muebles. Olvidada, como si no estuviera, temblorosa, miraba a la gente con sus ojos inquietos y claros, siempre vagarosos, los ojos de una persona perdida, dominada continuamente por el miedo. Y, sin embargo, era bonita, muy bonita, muy rubia, de un rubio ceniza, de un rubio tímido; como si sus cabellos se hubieran descolorido un poco por sus continuos temores.
Entre los amigos del señor de Courcils que venían constantemente al castillo, había un ex oficial de caballería, viudo, hombre temido, afectuoso y violento, capaz de las más enérgicas decisiones, el señor de Bourneval, cuyo apellido llevo. Era un real mozo alto, flaco, con unos grandes bigotes negros. Yo me le parezco mucho. Este hombre era persona leída, y no pensaba en absoluto como los de su clase. Su bisabuela había sido amiga de Jean-Jacques Rousseau y se habría dicho que había heredado algo de esa relación de una antepasada. Se sabía de memoria
El contrato social
,
La nueva Eloísa
y todos esos libros de filosofía que prepararon a distancia el futuro trastorno de nuestras antiguas costumbres, de nuestros prejuicios, de nuestras leyes caducas, de nuestra estúpida moral.
Amó a mi madre, según parece, y fue correspondido. Sus lazos fueron tan secretos que nadie sospechó nada. La pobre mujer, abandonada y triste, tuvo que apegarse desesperadamente a él y, frecuentándolo, se le pegó su manera de pensar, las teorías del sentimiento libre, las audacias del amor sin barreras; pero, como era tan temerosa que no se atrevía a hablar nunca en voz alta, todo eso se vio reprimido, condensado y encerrado en su corazón, que no se abrió jamás.
Mis dos hermanos eran duros con ella como su padre, no le demostraron nunca afecto y, habituados a ver que en casa era un cero a la izquierda, la trataban poco menos que como a una criada.
Yo fui el único de sus hijos que la quiso de verdad y al que ella quiso.
Falleció. Yo tenía por entonces dieciocho años. Debo añadir, para que pueda comprender lo que seguirá, que a su marido se le había impuesto una tutela judicial, que se había pronunciado una separación de bienes a favor de mi madre, la cual había mantenido, gracias a las argucias legales y a los inteligentes desvelos de un notario, el derecho a testar libremente.
Se nos avisó, pues, de que había depositado en aquella notaría un testamento, y fuimos invitados a asistir a su lectura.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Fue una escena grandiosa, dramática, burlesca, sorprendente, provocada por la rebelión póstuma de la difunta, por su grito de libertad, por la reivindicación desde el fondo de la tumba de esa mártir oprimida, en vida, por nuestras costumbres, la cual hacía, desde su ataúd cerrado, una desesperada invocación a la independencia.
Aquel que creía era mi padre, un hombretón sanguíneo que hacía pensar en un matarife, y mis hermanos, dos robustos jóvenes de veinte y veintidós años, esperaban, sentados tranquilamente. El señor de Bourneval, que había sido invitado a presentarse, entró y se puso detrás de mí. Ceñido en su levita, muy pálido, se mordisqueaba repetidamente los bigotes, ya un poco canos. Sin duda imaginaba lo que estaba a punto de suceder.
El notario cerró la puerta con doble vuelta de llave y dio comienzo a la lectura, tras haber abierto delante de nosotros el sobre sellado con lacre rojo, cuyo contenido ignoraba.
Bruscamente, mi amigo se calló, se levantó, luego fue a coger de su secreter un viejo papel, lo desplegó, lo besó largamente y prosiguió:
He aquí el testamento de mi querida madre:
«Yo, la abajo firmante, Anne-Catherine-Geneviève-Mathilde de Croixluce, esposa legítima de Jean-Léopold-Joseph-Gontran de Courcils, hallándome sana de cuerpo y de mente, expongo aquí mis últimas voluntades.
»En primer lugar, pido perdón a Dios, y luego a mi querido hijo René, del acto que voy a llevar a cabo. Creo que mi hijo tiene el suficiente corazón para comprenderme y perdonarme. He sufrido durante toda mi vida. Contraje un matrimonio de conveniencia por parte de mi marido y luego fui despreciada, ignorada, oprimida, engañada continuamente por él.
»Le perdono, pero nada le debo.
»Mi hijos mayores no me quisieron nunca y a duras penas si me han tratado como a una madre.
»En vida, hice por ellos cuanto debía hacer; tras mi muerte, ya nada les debo. Los lazos de sangre no pueden existir sin el afecto permanente y sagrado de cada día. Un hijo ingrato es menos que un extraño: es culpable, porque no tiene derecho a mostrarse indiferente para con su madre.
»Siempre he temblado delante de los hombres, delante de sus leyes inicuas, de sus costumbres inhumanas, de sus infames prejuicios. Delante de Dios, nada temo ya. Muerta, rechazo de mí la vergonzosa hipocresía; me atrevo a decir lo que pienso, a confesar y firmar el secreto de mi corazón.
»Así pues, dejo en usufructo toda la parte de mi fortuna de que me permite disponer la ley a mi querido amante Pierre-Germer-Simon de Bourneval, para que a continuación vaya a parar a nuestro querido hijo René.
(Esta disposición está, además, formulada, más detalladamente, en una escritura notarial.)
»Delante del Juez Supremo que me está escuchando afirmo que habría maldecido al cielo y la vida de no haber contado con el amor profundo, devoto, tierno, inquebrantable de mi amante, de no haber comprendido en sus brazos que el Creador hizo a los seres humanos para amarse, prestarse apoyo, consolarse y llorar juntos en las horas de aflicción.
»Mis dos hijos mayores tienen por padre al señor de Courcils, sólo René debe la vida al señor de Bourneval. Suplico al Supremo Hacedor de los hombres y de sus destinos que sitúe por encima de los prejuicios sociales al padre y al hijo, que les haga quererse hasta el día de su muerte y sigan queriéndome a mí en la tumba.
»Tal es mi último pensamiento y mi última voluntad.
Mathilde de Croixluce
»
El señor de Courcils, que se había puesto en pie, gritó: «¡Éste es el testamento de una loca!». Entonces el señor de Bourneval dio un paso adelante y declaró con voz fuerte, con voz tajante: «Yo, Simon de Bourneval, declaro que este escrito no contiene sino la pura verdad. Estoy dispuesto a defenderlo delante de quien sea y a probarlo incluso con las cartas que obran en mi poder».
Entonces el señor de Courcils se fue directo hacia él. Creí que iban a tener una agarrada. Se plantaron cara temblando, altos los dos, el uno gordo, el otro flaco. El marido de mi madre articuló, balbuceando: «¡Es usted un miserable!». El otro replicó, con el mismo tono enérgico y seco: «Nos veremos las caras en otra parte, caballero. Hace tiempo que le habría abofeteado y provocado, si no me hubiera importado ante todo, mientras vivió, la tranquilidad de la pobre mujer a la que usted tanto hizo sufrir».
Luego se volvió hacia mí: «Es usted mi hijo. ¿Quiere venir conmigo? No tengo derecho a llevármelo, pero le aceptaré si usted quiere venir conmigo».
Le di un apretón de manos sin responder. Y salimos juntos. Ciertamente, yo estaba medio enloquecido.
Dos días después, el señor de Bourneval mataba en duelo al señor de Courcils. Mis hermanos, por temor a un terrible escándalo, guardaron silencio. Les cedí, y ellos lo aceptaron, la mitad del patrimonio dejado por mi madre.
Tomé el apellido de mi verdadero padre, renunciando al que me atribuía la ley, y que no era el mío.
El señor de Bourneval murió hace cinco años. Todavía no me he consolado de su pérdida.
*
Se levantó, dio unos pasos y, poniéndose delante de mí, dijo:
—Pues bien, afirmo que el testamento de mi madre es una de las cosas más hermosas, más leales y más grandes que una mujer puede hacer. ¿No está de acuerdo?
Le tendí las dos manos:
—Sí, sin duda, amigo mío.