Pero mientras me perdía en otra zona de aquella gran ciudad de difuntos, vi de pronto, en el extremo de una estrecha avenida de cruces, viniendo hacia mí, a una pareja de luto riguroso, el hombre y la mujer. ¡Oh estupor! Cuando se acercaron, la reconocí. ¡Era ella!
Me vio, se sonrojó y, cuando me rocé con ella al cruzarnos, me hizo una pequeña señal, una miradita que quería decir: «No me reconozca»; pero que parecía decir también: «Venga a verme, querido mío».
El hombre era de buena presencia, distinguido, elegante, oficial de la Legión de Honor, de unos cincuenta años de edad.
Y la sostenía como la había sostenido también yo al abandonar el cementerio.
Yo me fui estupefacto, haciendo cábalas sobre lo que acababa de ver, preguntándome a qué raza de gente pertenecía aquella cazadora sepulcral. ¿Era una simple mujerzuela, una prostituta inspirada que iba a pescar junto a las tumbas a los hombres tristes, obsesionados por una mujer, esposa o querida, y turbados aún por el recuerdo de las caricias esfumadas? ¿Era la única? ¿Son varias? ¿Es una profesión? ¿Trabajan en el cementerio lo mismo que hacen la calle? ¡Las sepulcrales! ¿O bien sólo ella había tenido esa idea admirable, de una filosofía profunda, de explotar las penas de amor que se reavivan en esos fúnebres lugares?
Y también me hubiera gustado saber de quién había enviudado aquel día.
¡Por fin! ¡Por fin! Honor a la justicia de nuestro país; resulta casi asombrosa. En quince días, ha practicado dos detenciones sorprendentes.
Ha condenado a un año de cárcel a una joven furia que había desfigurado con vitriolo el rostro de su rival.
Luego, ocho días después, aplicó idéntico castigo a un marido, primero complaciente, luego celoso, que había alojado una bala de revólver en el vientre de su feliz competidor.
Esta nueva forma de apreciar este tipo de delitos es seguramente preferible a la antigua. Pero deja aún que desear.
En el primer caso, un médico, que hacía la corte a dos mujeres, es la causa de esta espantosa venganza, peor que la misma muerte. Una pobre muchacha, desfigurada, vuelta repulsiva, llevará hasta el final de sus días las marcas horribles de la infidelidad perfectamente excusable de un hombre.
¿Quién es, por tanto, el culpable, si es que lo hay? ¡Seguro que el hombre!
Viene, como testigo, a deponer sobre los hechos.
Pues bien, la única, la verdadera condenada, la gran castigada, es la inocente.
Un año de cárcel, muy bien. No es nada. Por un año de cárcel, se puede privar de nariz y orejas y abrasar los ojos a una rival cuya belleza os molesta. ¿Acaso la única forma de castigar esta confusión en la elección de la víctima y este error sobre el culpable no sería condenar a una reparación pecuniaria, la única a la que se muestra profundamente sensible la Humanidad? ¿No debería ordenarse que, durante diez, veinte años, hasta la muerte, ya que las atroces heridas duran hasta la descomposición final, que, hasta la muerte, la que ha mutilado así a su rival, en vez de castigar al amante, le pague una pensión, le pase una renta, le dé, si es una trabajadora, la mitad de lo que gana y, si es rica, una suma considerable?
La otra podría donarlo a los pobres, si tal es su deseo.
En el segundo caso, el marido, un obrero, había tolerado todas las aventuras de su mujer. Diez veces la recuperó y diez veces volvió ella a irse. Llevó su complacencia hasta el punto de decirle al abrir la puerta: «Te concedo ocho días, no más. En ocho días, tienes tiempo de satisfacer tu capricho. Luego debes volver y portarte con sensatez».
Ella respondió: «Sí, mi querido ogro». Hizo su petate para una semana, y luego se puso en camino, muy contenta, porque él había confiado en la palabra dada.
Al entrar en casa de su amigo, ella le dijo sin duda: «¿Sabes?, dispongo de ocho días».
El otro debió de responder: «¡Vaya, pues muy bien! Tu marido es muy amable. Le invitaré a una copa la próxima vez que le vea».
También ese hombre dormía tranquilo. Ahora bien, una mañana, se topa con el marido. Va a su encuentro, le da la mano, para proponerle que entren en la taberna de enfrente. ¿Qué podía temerse? ¡Aún tenía tres días por delante!
Pero el marido, faltando a su palabra, violando el acuerdo al que había llegado con su mujer, traidor como un general que, durante el armisticio, mientras ondea la bandera blanca sobre las murallas, dispara contra el enemigo confiado e inerme, el marido le dio la mano, pero la mano armada con un revólver e hizo fuego.
Veamos, ¿es esto honesto y leal?
Y la culpable, la única, la verdadera culpable, la esposa infiel, vuelve tan tranquila al domicilio conyugal. ¡Por si fuera poco, va a tener un año de libertad! ¡Los señores miembros del jurado acaban, finalmente, por recompensarla! ¡El marido le concedía ocho días, ellos le conceden un año! ¡Pero, en tales condiciones, todo son ventajas al engañar al marido! Cuántas mujeres conozco que reflexionarán… y tal vez…
No conviene olvidar, sin embargo, que, desde hace seis meses, la moral ha cambiado en Francia. Las jóvenes que recurren al vitriolo y los maridos que recurren a la pistola están expuestos actualmente a ir a dormir durante un tiempo sobre la paja húmeda de una mazmorra. ¡Bueno, mejor así!
¿Quién sabe? Tal vez, dentro de un año, se les condene a trabajos forzados, y, dentro de cinco, al no estar ya el señor Grévy, se les guillotine.
De modo que lo que era perfectamente excusable hace poco, ya no lo es. Mejor no caer jamás bajo las garras de la justicia, hermanos.
Lo que resultaría interesante, por ejemplo, es saber cómo actuarían, ante los mismos casos y en las mismas circunstancias, los jueces de los principales pueblos del mundo.
¿Cómo sería tratado ese marido veleidoso e imprevisible por un tribunal inglés, por un tribunal español, por los tribunales italianos, alemanes, rusos, musulmanes, daneses o escandinavos?
Apostaría ciento contra uno a que el mismo hombre, por ese idéntico crimen, sería condenado a muerte aquí, puesto en libertad allá, simplemente apercibido en tal latitud y felicitado en tal otra.
La acción es la misma, pero la manera de juzgar difiere tanto, por tantas razones, según los lugares y las costumbres, que el Judío Errante, por ejemplo, no debe de saber nunca si ha hecho algo bueno o malo, si merece ser alentado o bien castigado.
Recuerdo haber leído un día el relato de un crimen espantoso, de un crimen contra natura, cometido en Italia, y se me ocurrió pensar, mientras leía los horribles detalles, que era un delito muy italiano, el fruto que puede dar la herencia de una raza.
Un criminal inglés, un criminal francés, no menos feroces, pero diferentes, éste con un escepticismo insolente, aquél con un cinismo sombrío, no habrían tenido esa suerte de fanatismo supersticioso, esa crueldad convencida.
Me dirigía yo de Génova a Marsella, solo en mi vagón. Era en primavera, hacía calor. Los deliciosos aromas de los naranjos, de los limoneros y de los rosales de que está cubierta esa costa, entraban, adormecedores y embriagadores, por las ventanillas bajadas.
Dos señoras, que se habían apeado en Bordighera, habían dejado en el asiento un viejo periódico desgarrado, un periódico italiano, del mes de agosto de 1882.
Lo cogí, sin ninguna intención, y me puse a hojearlo. Y he aquí que encontré este artículo de la crónica negra:
En los alrededores de San Remo vivía una viuda con su único hijo. La mujer era una persona de edad, de condición humilde, y quería a su pequeño como a lo único que tenía en este mundo.
Cayó enfermo, de una enfermedad desconocida, que los médicos fueron incapaces de diagnosticar. Se desmejoraba, cada día más pálido y débil. Se moría.
Finalmente, fue declarado incurable, desahuciado sin esperanza. La madre, loca de dolor, había llamado a todos los curanderos de la región, rezado a todas las Vírgenes, dicho rosarios en todas las capillas.
Por último, fue a ver a una especie de brujo, un anciano temido que echaba suertes, practicaba la magia negra y la medicina, prestaba clandestinamente a la gente todas las ayudas perseguidas por la ley, y que conocía, decían, remedios secretos maravillosos.
Ella le suplicó que fuera con ella, prometiéndole que si curaba a su pobre hijo, le daría todo cuanto le pidiera, todo, incluso su vida, prodigando las más exaltadas promesas, tan fáciles de hacer en los momentos de enloquecimiento, y, por otra parte, tan propias del amable pueblo italiano, que recurre en toda ocasión a los adjetivos calificativos más expresivos.
El brujo la siguió. Y, ya sea porque fue más clarividente que los médicos, ya porque tuvo la suerte de cara, lo cierto es que el niño se curó, gracias a sus cuidados o, quizá, a pesar de ellos.
Cuando ella le vio de nuevo levantarse, caminar, correr y alegre como en otro tiempo, la madre, delirando de alegría, volvió a ver al salvador: «Vengo a mantener mi promesa —dijo—; ¿qué quiere que le dé?».
Él exigió todo cuanto poseía, todo. Campo, huerto, casa, mobiliario, dinero, todo, excepto lo que llevaban puesto la mujer y su chiquillo.
Ella se quedó aterrada ante aquella imprevista y terrible pretensión.
«¡Pero todo no puedo dárselo! Pues soy vieja y no puedo trabajar. Él es demasiado joven aún para hacer nada. ¿Es que vamos a tener que mendigar?»
Ella le suplicó, le demostró que para ellos suponía la muerte: para ella debilitada, para su hijo recién curado; que no podía llevárselo así por los caminos, pidiendo, sin un techo para pasar la noche, sin una silla para sentarse, sin una mesa para comer.
Ella le ofreció la mitad de sus bienes, las tres cuartas partes, reservándose tan sólo lo imprescindible para vivir durante unos años, hasta que el pequeño fuera mayor.
El hombre, obstinado, inflexible, se negó y la echó amenazándola con su próxima venganza, «que la haría llorar sangre», decía.
Y ella regresó a su casa espantada.
Algunos días más tarde, le trajeron a su hijo agonizante, retorciéndose de unos dolores espantosos. Murió tras haber balbuceado que el brujo, habiéndole encontrado por la calle, le había hecho ingerir unas grageas.
El hombre fue detenido. Confesó su crimen con aplomo, con orgullo.
«Sí —dijo—, le envenené. Me pertenecía, puesto que yo le había salvado. ¿Qué pueden reprocharme? La madre no mantuvo su promesa: por lo que yo deshice lo que había hecho, le arrebaté la vida de su hijo que ella me debía. Estaba en mi derecho.»
Trataron de hacerle comprender la horrible, la monstruosa acción que había cometido.
Permaneció inconmovible en su razonamiento.
«El niño me pertenecía, puesto que yo le había salvado.»
No sé cuál fue el fallo al haber aplazado el tribunal para ocho días más tarde la sentencia.
Una causa similar se habría convertido, en Francia, en una causa célebre, como la de La Pommerais o la de la señora Lafarge. En Italia pasó inadvertida. Entre nosotros, este hombre habría sido sin duda condenado a muerte. Allí, quizá ha sido condenado a un año de cárcel como lo han sido aquí este mes la mujer del vitriolo o el marido armado.
(1)
Perfume a base de flores de azahar, rosa, sándalo, lavanda, verbena, más bergamota, clavel, canela y otras esencias, que se decía era parecido al olor de la piel humana.
(N. del T.)
(2)
La línea París-Lyon-Marsella, construida entre 1842 y 1852.
(N. del T.)
(*)
«Boitelle»,
L’Écho de Paris
, 22 de enero de 1889; incluido en
La main gauche
(1889).
(*)
«Boule de suif», aparecido en el volumen colectivo
Les Soirées de Médan
(1880).
(1)
Juego de palabras con el doble sentido equívoco de Loiseau (
l’oiseau
, «el pájaro») y
voler
(«volar» y «robar»).
(N. del T.)
(2)
Día de la proclamación de la República.
(N. del T.)
(3)
Badinguet es el nombre de un albañil que, en 1846, cedió al futuro emperador Napoleón III, prisionero a la sazón en Ham, el traje que le permitió evadirse.
(N. del T.)
(4)
Como ya ha hecho con los nombres de Cornudet (especie de diminutivo de «cornudo») y de Loiseau, Maupassant bromea con el nombre del hotelero. Follenvie equivale a «Ganas locas».
(N. del T.)
(*)
«Châli»,
Gil Blas
, 15 de abril de 1884, firmado Maufrigneuse; incluido en
Les soeurs Rondoli
(1884).
(*)
«Coco»,
Le Gaulois
, 21 de enero de 1884; incluido en
Contes du jour et de la nuit
(1885).
(*)
«Confessions d’une femme»,
Gil Blas
, 28 de junio de 1882, firmado Maufrigneuse; incluido en el volumen póstumo
Le père Milon
(1899).
(*)
«Conflits pour rire»,
Gil Blas
, 1 de mayo de 1882, firmado Maufrigneuse; incluido por primera vez en la edición Forestier.
(1)
Ernest Pinard (1822-1909), fue ministro del Interior y de una gran intransigencia con la prensa. Jacques Bétolaud (1828-1925), uno de los más brillantes abogados de finales de siglo.
(N. del T.)
(*)
«Chronique»,
Le Gaulois
, 14 de abril de 1884; incluido por primera vez en la edición Forrestier.
(*)
«En voyage»,
Gil Blas
, 10 de mayo de 1882, firmado Maufrigneuse; incluido en apéndice de la edición Conard de
Clair de lune
(1888).
(*)
«Denis»,
Le Gaulois
, 28 de junio de 1883; incluido en
Miss Harriet
(1884).
(1)
Esencia de alquitrán usada como antiséptico y desinfectante.
(N. del T.)
(*)
«Deux amis»,
Gil Blas
, 5 de febrero de 1883, firmado Maufrigneuse; incluido en la segunda edición de
Mademoiselle Fifi
(1883).
(*)
«Le noyé»,
Le Gaulois
, 16 de agosto de 1888; incluido en
L’Inutile Beauté
(1890).
(*)
«L’auberge»,
Les Lettres et les arts
, 1 de septiembre de 1886; incluido en
Le Horla
(1887).
(*)
«L’ami Joseph»,
Le Gaulois
, 3 de junio de 1883; incluido en
Le père Milon
(1899).
(1)
En la división administrativa francesa, persona que gobierna varios pueblos de un mismo cantón.
(N. del T.)
(2)
Todos periódicos republicanos.
(N. del T.)
(3)
Radical y socialista.
(N. del T.)
(4)
Henri Rochefort (1831-1913), condenado por la Comuna, fundador de
L’Intransigeant
, violento y polemista.
(N. del T.)
(5)
Dos periódicos monárquicos.
(N. del T.)
(*)
«Le fermier»,
Le Gaulois
, 11 de octubre de 1886; incluido en el volumen póstumo
Le colporteur
(1900).
(*)
«L’armoire»,
Gil Blas
, 16 de diciembre de 1884, firmado Maufrigneuse; incluido en
Toine
(1886).
(*)
«Le baptême»,
Gil Blas
, 13 de enero de 1885; incluido en
Monsieur Parent
(1885).
(*)
«L’ivrogne»,
Le Gaulois
, 20 de abril de 1884; incluido en
Contes du jour et de la nuit
(1885).
(*)
«Le cas de Mme. Luneau»,
Gil Blas
, 21 de agosto de 1883, firmado Maufrigneuse; incluido en
Les soeurs Rondoli
(1884).
(*)
«Le verrou»,
Gil Blas
, 25 de julio de 1882, firmado Maufrigneuse; incluido en
Les soeurs Rondoli
(1884).
(1)
Dispositivo situado a la entrada de los hospicios de niños encontrados para acoger a los que se quería abandonar sin darse a conocer.
(N. del T.)
(2)
La mujer, ¡criatura enferma y doce veces impura!
(N. del T.)
(*)
«L’aveugle»,
Le Gaulois
, 31 de marzo de 1882; incluido en el volumen póstumo
Le père Milon
(1899).
(*)
«La parure»,
Le Gaulois
, 17 de febrero de 1884; incluido en
Contes du jour et de la nuit
(1885).
(*)
«Le père Milon»,
Le Gaulois
, 22 de mayo de 1883, firmado Maufrigneuse; incluido en
Les soeurs Rondoli
(1884).
(*)
«La ficelle»,
Le Gaulois
, 25 de noviembre de 1883; incluido en
Miss Harriet
(1884).
(*)
«Le Horla»,
Gil Blas
, 26 de octubre de 1886; incluido por primera vez en la edición Conard en apéndice a
Le Horla
.
(1)
Nombre inventado, que M.-C. Banquart considera formado «a partir del alemán
Her[r]
, «señor», «amo», y
aus
, «fuera». Herestauss es el
Horla
, el que «viene de fuera». Pero esta etimología, como recuerda L. Forestier, es discutible.
(N. del T.)
(*)
«Le Horla» da título a la colección publicada por la editorial Ollendorf en mayo de 1887.
(1)
La escuela de Nancy había sido fundada en 1866 por A. Liébeaut y continuada, en tiempos de Maupassant, por H. Beaunis y por H. Bernheim. Los médicos de esta escuela se oponían, en la definición y en la práctica del hipnotismo, a Charcot, que en la Salpêtrière practicaba el
grand hypnotisme
.
(N. del T.)
(2)
Variedad de laurel también conocido como «comandante Barthélemy». Da flores rojas perfumadas, a veces listadas de blanco.
(N. del T.)
(*)
«L’orphelin»,
Le Gaulois
, 15 de junio de 1883; incluido en
Le père Milon
(1899).
(*)
«Petit soldat»,
Le Figaro
, 13 de abril de 1885; incluido en
Monsieur Parent
(1885).
(*)
«Le loup»,
Le Gaulois
, 14 de noviembre de 1882; incluido en
Clair de lune
(1884).
(1)
La festividad de este santo, patrón de los cazadores.
(N. del T.)
(2)
El toque de acoso, que anuncia la inminente captura, y por tanto la muerte, del animal cazado.
(N. del T.)
(3)
Trampa formada con losas pequeñas.
(N. del T.)
(*)
«Le marquis de Fumerol»,
Gil Blas
, 5 de octubre de 1886; incluido en
Le Horla
(1887).
(1)
El último de los Borbones, el conde de Chambord, había muerto, sin descendencia, en 1883. Desde ese momento, había quedado como pretendiente al trono de Francia la rama de los Orleans, con el conde de París.
(N. del T.)
(*)
«La peur»,
Le Gaulois
, 23 de octubre de 1882; incluido en
Contes de la bécasse
(1883).
(*)
«Le champ d’oliviers»,
Le Figaro
, del 19 al 23 de febrero de 1890; incluido en
L’Inutile Beauté
(1890).
(*)
«L’ordonnance»,
Gil Blas
, 23 de agosto de 1887; incluido en
La main gauche
(1889).
(*)
«Le papa de Simon»,
La Réforme politique et littéraire
, 1 de diciembre de 1879; incluido en
La Maison Tellier
(1881).
(*)
«Le gâteau»,
Gil Blas
, 19 de enero de 1882; incluido en el volumen póstumo
Le père Milon
(1899).
(*)
«L’épave»,
Le Gaulois
, 1 de enero de 1886; incluido en
La petite Roque
(1886).
(1)
Referencia a cuatro soldados franceses afiliados al carbonarismo, que, tras haber participado en 1822 en las tentativas de derrocar la monarquía, ese mismo año fueron condenados a muerte.
(N. del T.)
(*)
«Le pardon»,
Le Gaulois
, 16 de octubre de 1882; incluido en
Clair de lune
(1884).
(*)
«Le protecteur»,
Gil Blas
, 5 de febrero de 1884, firmado Maufrigneuse; incluido en
Toine
(1886).
(1)
Nombres ridículos por su falta de eufonía, como Lerepère, o por su sentido, como Savon («jabón»), Petitpas («pasito») y, más adelante, Ceinture («cintura»).
(N. del T.)
(*)
«Le port»,
L’Écho de Paris
, 15 de marzo de 1889; incluido en
La main gauche
(1889).
(*)
«Le Saut du berger»,
Gil Blas
, 9 de marzo de 1882, firmado Maufrigneuse; incluido en el volumen póstumo
Le père Milon
(1899).
(*)
«Monsieur Parent» da título a la colección publicada por la casa editora Ollendorff. La fecha del depósito legal (18 de febrero de 1886) no concuerda con la aparición en librerías del volumen, atestiguada en la prensa desde diciembre de 1885.
(*)
«Le testament»,
Gil Blas
, 7 de noviembre de 1882; incluido en
Contes de la bécasse
(1883).
(*)
«Le vagabond»,
La Nouvelle Revue
, 1 de enero de 1887; incluido en
Le Horla
(1887).
(1)
¡Ah, qué placentero, qué placentero es recoger fresas!
(N. del T.)
(*)
«La veillée»,
Gil Blas
, 7 de junio de 1882, firmado Maufrigneuse; incluido en el volumen póstumo
Le père Milon
(1899).
(*)
«Le vengeur»,
Gil Blas
, 6 de noviembre de 1883, firmado Maufrigneuse; incluido en el volumen póstumo
Le colporteur
(1900).
(*)
«Au bois»,
Gil Blas
, 22 de junio de 1886; incluido en
Le Horla
(1887).
(*)
«Aux champs»,
Le Gaulois
, 31 de octubre de 1882; incluido en
Contes de la bécasse
(1883).
(*)
«En mer»,
Gil Blas
, 12 de febrero de 1883, firmado Maufrigneuse; incluido en
Contes de la bécasse
(1883).
(1)
La gangrena.
(N. del T.)
(*)
«En famille»,
La Nouvelle Revue
, 15 de febrero de 1881; incluido en
La Maison Tellier
(1881).
(1)
Existían en la época los periódicos de opinión, más minoritarios, y los periódicos de gran tirada (
feuilles d’un sou
), que tiraban 500.000 ejemplares. Maupassant indica con el precio, pues, una cierta categoría social.
(N. del T.)
(2)
Juego muy en boga consistente en una bola de madera agujereada y sostenida con una cuerda a un mango puntiagudo; la bola lanzada al aire debe insertarse en el mango.
(N. del T.)
(*)
«Ce cochon de Morin»,
Gil Blas
, 21 de noviembre de 1882, firmado Maufrigneuse; incluido en
Contes de la bécasse
(1883).
(1)
Para la cabal comprensión de la situación, hay que tener presente que los trenes de la época, al ser de vagones separados, no podían recorrerse en un sentido longitudinal, pues sólo se podía acceder a los compartimientos desde el andén.
(N. del T.)
(*)
«Hautot père et fils»,
L’Écho de Paris
, 5 de enero de 1889; incluido en
La main gauche
(1889).
(*)
«Histoire d’une fille de ferme»,
Revue politique et littéraire
, 26 de marzo de 1881; incluido en
La Maison Tellier
(1881).
(*)
«Idylle»,
Gil Blas
, 12 de febrero de 1884, firmado Maufrigneuse; incluido en
Miss Harriet
(1884).
(*)
«L’enfant»,
Gil Blas
, 18 de septiembre de 1883, firmado Maufrigneuse; incluido en apéndice en la edición Conard de
Clair de lune
(1888).
(1)
Catalina la Grande, emperatriz de Rusia (1729-1796).
(N. del T.)
(*)
«L’endormeuse»,
L’Écho de Paris
, 16 de septiembre de 1889; incluido por primera vez en la edición Conard, en apéndice a
La main gauche
.
(1)
La reseda es una planta sedativa, como revela su nombre, que viene del latín
resedare
.
(N. del T.)
(2)
El término
endormeuse
encierra un juego de palabras. En francés tiene una doble acepción: persona que es hábil en adormecer, como un hipnotizador, o que engaña, como un charlatán. Además, la palabra
endormeuse
contiene el término
dormeuse
con el que se designaba una silla o tumbona destinada al descanso diurno en el siglo
XVIII
. Ambas acepciones se funden en el término elegido por el autor como título de su relato.
(N. del T.)
(*)
«L’aventure de Walter Schnaffs»,
Le Gaulois
, 11 de abril de 1883; incluido en
Contes de la bécasse
(1883).
(*)
«Le lit 29»,
Gil Blas
, 8 de julio de 1884, firmado Maufrigneuse; incluido en
Toine
(1886).
(1)
Charles Bourbaki (1816-1897) se había dado a conocer por sus hazañas durante la guerra de Crimea. En enero de 1871, como jefe del ejército del Este, había tenido que refugiarse en Suiza. Por el deshonor, había intentado suicidarse.
(N. del T.)