—¡Oh, Dios mío! —Y retrocedió para que entrase. Él cerró la puerta y la siguió.
Entonces vio a un niño pequeño de unos cuatro o cinco años, que estaba jugando con un gato, sentado en el suelo delante de un horno del que subía un humo de platos mantenidos calientes.
—Siéntese —dijo ella.
Y se sentó… Ella preguntó:
—¿Y bien?
Él no se atrevía a hablar, con los ojos clavados en la mesa puesta en medio del piso y en la que había tres cubiertos, uno de ellos para un niño. Miraba la silla vuelta de espaldas al fuego, el plato, la servilleta, los vasos, la botella de vino tinto empezada y la botella de vino blanco intacta. ¡Era el lugar de su padre, de espaldas al fuego! Le esperaban. Era su pan el que veía, que reconocía al lado del tenedor, pues le habían quitado la corteza debido a los malos dientes de Hautot. Luego, alzando la vista, vio, en la pared, su retrato, la gran fotografía hecha en París el año de la Exposición, la misma que colgaba encima de la cabecera en el dormitorio de Ainville.
La joven prosiguió:
—¿Y bien, señor César?
Él la miró. La angustia la había hecho ponerse lívida y esperaba con las manos temblándole de miedo.
Entonces él se atrevió.
—Pues bien, señorita, papá murió el domingo, mientras cazaba.
Ella se sintió tan trastornada que se quedó inmóvil. Tras unos instantes de silencio, murmuró con voz casi inaudible:
—¡Oh, no es posible!
Luego, de repente, asomaron unas lágrimas a sus ojos, y levantando sus manos se cubrió el rostro y empezó a sollozar.
Entonces, el pequeño volvió la cabeza y, al ver derramar unas lágrimas a su madre, se puso a berrear. Pero luego, comprendiendo que esa tristeza repentina tenía por causa a ese desconocido, se abalanzó sobre César, asió con una mano su pantalón y con la otra le pegó en el muslo con todas sus fuerzas. Y César se quedó desconcertado, emocionado, entre aquella mujer que lloraba a su padre y ese niño que defendía a su madre. Él mismo se sentía dominado por la emoción, con los ojos henchidos de lágrimas por la tristeza; y, para recobrar el dominio de sí, comenzó a hablar.
—Sí —dijo—, la desgracia ocurrió el domingo por la mañana, a eso de las ocho… —Y contó, como si ella escuchara, sin olvidar ningún detalle, refiriendo las más pequeñas cosas con una minuciosidad de campesino. Y el pequeño le seguía pegando, propinándole ahora puntapiés en los tobillos.
Cuando llegó al momento en que Hautot padre le había hablado de ella, oyó su nombre, descubrió su rostro y preguntó:
—Perdón, no le seguía, quisiera saber… Si no le importa volver a empezar.
Él volvió a empezar con los mismos términos: «La desgracia ocurrió el domingo por la mañana a eso de las ocho…».
Lo contó todo, detenidamente, con interrupciones, recapitulaciones, ocasionales reflexiones propias. Ella le escuchaba con avidez, percibiendo con su sensibilidad nerviosa de mujer todas las peripecias que contaba y estremeciéndose de horror, mientras decía a veces: «¡Oh, Dios mío!». El pequeño, creyendo que se había calmado, había dejado de pegarle a César para coger la mano de su madre, y también escuchaba, como si hubiera comprendido.
Terminado el relato, Hautot hijo prosiguió:
—Ahora, vamos a arreglar las cosas entre usted y yo, de acuerdo con su deseo. Escuche, yo tengo una posición desahogada, me ha dejado un cierto patrimonio. No quiero que tenga usted motivos de queja…
Pero ella le interrumpió vivamente.
—Oh, señor César, señor César, hoy no. Tengo el corazón destrozado… Otro día será, otro día… No, hoy no… Si lo acepto, sepa… que no es por mí…, no, no, no, se lo juro, sino por este pequeño. Por lo demás, lo pondremos a su nombre.
Entonces César, aterrado, intuyó y dijo entre balbuceos:
—Así pues…, ¿el pequeño… es de él?
—Sí —dijo ella.
Y Hautot hijo miró a su hermanito con una emoción confusa, intensa y penosa.
Tras un largo silencio, pues ella lloraba de nuevo, César, muy incómodo, prosiguió:
—Bien, pues entonces, señorita Donet, voy a irme. Cuando usted quiera hablaremos del asunto.
Ella exclamó:
—¡Oh, no, no se vaya, no se vaya, no me deje completamente sola con Émile! Me moriría de tristeza. Ahora no tengo a nadie más que a mi pequeño. ¡Oh, qué triste vida, qué triste vida, señor César! Venga, siéntese. Siga hablándome. Cuénteme qué hacía él, allí, durante toda la semana.
Y César se sentó, acostumbrado como estaba a obedecer.
Ella acercó, para sí, otra silla a la suya, delante del horno donde los platos seguían calentándose, cogió a Émile sobre sus rodillas y le preguntó a César mil cosas sobre su padre, cosas íntimas que dejaban entrever lo mucho que había querido a Hautot con todo su pobre corazón de mujer.
Él, por una concatenación natural de sus ideas, más bien escasas, volvió al accidente y empezó a contarlo de nuevo con los mismos detalles.
Cuando dijo: «Tenía un agujero tan grande en el estómago que habrían cabido las dos manos», ella soltó una especie de grito y de nuevo los sollozos le hicieron brotar las lágrimas de los ojos. Contagiado, también César rompió a llorar, y dado que las lágrimas tocan siempre la fibra sensible, se inclinó hacia Émile cuya frente tenía al alcance de la boca y le dio un beso.
La madre, recobrando el aliento, murmuró:
—Pobre niño, ahora es huérfano…
—También yo —dijo César.
No dijeron nada más.
Pero de repente, el instinto práctico del ama de casa, habituada a pensar en todo, se despertó en la joven.
—Tal vez no ha tomado nada desde la mañana, señor César.
—No, señorita.
—¡Oh!, debe de tener hambre. Tomará usted un bocado.
—Gracias —dijo—, pero no tengo hambre, estoy demasiado apenado.
Ella prosiguió:
—¡A pesar de la pena, la vida sigue, y no puede decirme usted que no! Y luego se quedará un ratito más. Cuando se vaya, no sé lo que será de mí.
Él cedió, tras cierta resistencia aún, y, sentándose de espaldas al fuego, enfrente de ella, se comió un plato de callos que crepitaban en el horno y se tomó un vaso de vino tinto. Pero no permitió que descorchara el blanco.
Repetidas veces él le limpió la boca al pequeño, que se había manchado de salsa toda la barbilla.
Cuando se levantaba para irse, preguntó:
—¿Cuándo quiere que vuelva para hablar del asunto, señorita Donet?
—Si no tiene inconveniente, el próximo jueves, señor César. Así no perderé tiempo. Tengo siempre los jueves libres.
—El jueves próximo me va bien.
—Vendrá usted a comer, ¿no?
—¡Oh!, en cuanto a eso, no puedo prometérselo.
—Es que se charla mejor comiendo. Se dispone además de más tiempo.
—Bien, de acuerdo. Hasta mediodía, entonces.
Y se fue después de haber besado otra vez al pequeño Émile y estrechado la mano de la señorita Donet.
III
La semana se le hizo larga a César Hautot. Nunca se había encontrado solo y el aislamiento le parecía insoportable. Hasta entonces, vivía al lado de su padre, como si fuera su sombra, le seguía a los campos, vigilaba el cumplimiento de sus órdenes y, cuando se había separado de él durante largas horas, volvía a verle para cenar. Pasaban las veladas fumando con sus pipas el uno enfrente del otro, charlando de caballos, de vacas y de corderos; y el apretón de manos que se daban al despertar parecía el intercambio de un afecto familiar y profundo.
Ahora César estaba solo. Vagaba por las tierras labrantías del otoño, esperando siempre ver alzarse en el extremo de un llano la gran silueta gesticulante de su padre. Para matar el tiempo, entraba en casa de los vecinos, contaba el accidente a todos los que todavía no lo habían oído contar, lo repetía a veces a los demás. Luego, sin tener ya nada que hacer ni en que pensar, se sentaba a la vera de un camino preguntándose si aquella vida iba a durar por mucho tiempo.
Pensó a menudo en la señorita Donet. Le había gustado. Le había parecido una persona formal, dulce y buena muchacha, como había dicho su padre. Sí, una buena muchacha de verdad. Había decidido hacer las cosas a lo grande y concederle dos mil francos de renta, poniendo el capital a nombre del niño. Sentía incluso un cierto placer en pensar que el jueves siguiente volvería a verla y solventarían las cosas conjuntamente. Y, además, la idea de aquel hermanito, de aquel niño de cinco años, que era hijo de su padre, le atormentaba, no dejaba de causarle una cierta incomodidad, pero al mismo tiempo le infundía calor humano. Aquel hijo clandestino que nunca se llamaría Hautot era para él como una familia, una familia que podía coger o dejar, a su antojo, pero que le recordaba a su padre.
Así, el jueves por la mañana, al verse de camino a Ruán, llevado por el trote resonante de Graindorge, sentía más ligero y apaciguado su corazón de lo que lo había sentido desde su desgracia.
Al entrar en el piso de la señorita Donet, vio la mesa puesta como el jueves anterior, con la sola diferencia de que al pan no le había sido quitada la corteza.
Estrechó la mano de la joven, besó a Émile en las mejillas y se sentó, un poco como si estuviera en su casa, aunque con el corazón algo oprimido. Encontró a la señorita Donet ligeramente más delgada y un tanto pálida. Debía de haber llorado mucho. Tenía ahora ante él un aire de incomodidad como si hubiera comprendido lo que no había sentido la semana anterior ante la primera impresión de su desgracia, y le trataba con excesivos miramientos, con una humildad penosa y unas atenciones conmovedoras como para pagarle en deferencias y abnegación las bondades que tenía con ella. La comida se prolongó durante largas horas, hablando del asunto que motivaba la visita. Ella no quería tanto dinero. Era demasiado, demasiado. Ganaba lo suficiente para vivir, y únicamente deseaba que Émile se encontrara con un poco de dinero cuando fuera mayor. César se resistió a ello, y añadió también un regalo de mil francos para ella, para el luto.
Después del café, ella preguntó:
—¿Fuma usted?
—Sí…, tengo mi pipa.
Se rebuscó en el bolsillo. ¡Canastos, la había olvidado! Empezaba a sentirse contrariado, cuando ella le ofreció una pipa de su padre que guardaba en un armario. Él aceptó el ofrecimiento, la cogió, la reconoció, la olfateó, proclamó su calidad con voz emocionada, la rellenó de tabaco y la encendió. A continuación puso a Émile a horcajadas sobre una de sus piernas y le hizo jugar al caballito mientras ella recogía la mesa y guardaba, en la parte baja del aparador, la vajilla sucia para lavarla después, cuando él se hubiera ido.
Hacia las tres, él se levantó a su pesar, disgustado por la idea de tener que irse.
—Bien, señorita Donet —dijo—, que tenga un buen día, ha sido un placer conocerla.
Ella permanecía delante de él, colorada, muy emocionada, y le miraba pensando en el otro.
—¿No volveremos a vernos más? —preguntó ella.
Él se limitó a responder:
—Sí, señorita, si usted gusta.
—Por supuesto, señor César. Entonces, el jueves próximo, ¿le iría bien?
—Sí, señorita Donet.
—¿Le parece bien venir a comer?
—Pues… si usted quiere, no digo que no.
—De acuerdo, señor César, el próximo jueves a mediodía, como hoy.
—¡Hasta el próximo jueves a mediodía, señorita Donet!
A Robert Pinchon
El compadre Boitelle (Antoine) estaba especializado, en toda la región, en tareas de limpiar inmundicias. Cada vez que había que limpiar una zanja, un estercolero, un pozo negro, una cloaca, un hoyo fangoso era a él a quien llamaban.
Llegaba con sus útiles de pocero y sus zuecos mugrientos, y se ponía a la tarea sin dejar de quejarse de su oficio. Cuando le preguntaban por qué, pues, se dedicaba a aquel trabajo repugnante, él respondía con resignación:
—¿Por qué va a ser? Por mis hijos a los que tengo que dar de comer. Con esto se gana más que con otra cosa.
Tenía, en efecto, catorce hijos. Si le preguntaban qué había sido de ellos, respondía con tono indiferente:
—En casa no quedan más que ocho. Uno está en el servicio y cinco se han casado.
Si le preguntaban si se habían casado bien, añadía con vehemencia:
—Yo no me he opuesto. No me he opuesto a nada. Se han casado con quien ellos han querido. No hay que oponerse a las inclinaciones de cada uno, pues si no la cosa acaba mal. Si yo soy un limpiamierdas es porque mis padres se opusieron a mis inclinaciones. De lo contrario, habría sido un obrero como los demás.
He aquí en qué sus padres no habían accedido a sus inclinaciones.
Soldado a la sazón, prestaba servicio en Le Havre, ni más tonto ni más listo que cualquier otro, pero, eso sí, un poco simplón. Durante las horas de salida, su mayor placer consistía en pasear por el muelle, a lo largo de los puestos de los pajareros. Unas veces solo, otras con un paisano, pasaba despacio por delante de las jaulas donde los papagayos de dorso verde y cabeza amarilla de la Amazonia, los papagayos de dorso gris y cabeza roja del Senegal, los enormes guacamayos con su aspecto de aves criadas en cautividad, con su plumaje florido, sus penachos y copetes, las cotorras de todo tamaño, que se dirían coloreadas con minucioso cuidado por un Dios miniaturista, y las pequeñas, pequeñísimas avecillas saltarinas, rojas, amarillas, azules y de colores abigarrados, mezclando sus chillidos al ruido del muelle, añaden al estruendo de los barcos descargados, de los paseantes y de los carruajes, una algarabía estridente, aguda, chillona, ensordecedora, de bosque lejano y sobrenatural.
Boitelle se paraba, con ojos como platos y la boca abierta, sonriente y embelesado, enseñando sus dientes a las cacatúas prisioneras que saludaban con su copete blanco o amarillo al rojo resplandeciente de su pantalón y al cobre de su cinturón. Cuando daba con un pájaro parlero, le hacía preguntas; y si el ave estaba ese día dispuesta a responder y a dialogar con él, se sentía feliz y contento hasta la noche. También le divertía muchísimo mirar a los monos, siendo para él el mayor lujo de un hombre rico tener uno de esos animales, lo mismo que se tienen perros y gatos. Aquel gusto, el gusto por lo exótico, lo llevaba en la sangre como se lleva el de la caza, de la medicina o del sacerdocio. Cada vez que se abrían las puertas del cuartel, no podía dejar de volver al muelle como arrastrado por un fuerte deseo.
Pues bien, en una ocasión, tras haberse detenido casi en éxtasis delante de una arara monstruosa que ahuecaba su plumaje, se inclinaba, se enderezaba, parecía hacer reverencias cortesanas del país de los papagayos, vio abrirse la puerta de un cafetín contiguo a la pajarería, y apareció una joven negra, tocada con un pañuelo rojo, que barría hacia la calle corchos y arenilla del establecimiento.
La atención de Boitelle se vio al punto dividida entre el pájaro y la mujer, y no habría sabido decir realmente a cuál de estos dos seres contemplaba con más asombro y placer.
La negra, tras haber echado fuera las barreduras del café, alzó la vista y quedó a su vez deslumbrada por el uniforme del soldado. Permanecía de pie, enfrente de él, con su escoba en las manos como si sostuviera un fusil, mientras que la arara continuaba con sus inclinaciones. Ahora bien, al cabo de unos instantes el soldado se sintió incómodo por aquella atención y se fue andando despacio para no dar la impresión de que se batía en retirada.
Pero volvió. Pasó casi a diario por delante del Café des Colonies, y vio a menudo a través de los cristales a la moza de negra piel que servía cañas o aguardiente a los marineros del puerto. Tampoco era raro que ella saliera al verle; y pronto, sin haber cruzado nunca una palabra, se sonreían como verdaderos conocidos; y Boitelle sentía que se le aceleraba el corazón al ver relucir de repente, entre los oscuros labios de la muchacha, la hilera resplandeciente de sus dientes. Hasta que, un buen día, entró por fin, y se quedó muy sorprendido al comprobar que hablaba francés como todo el mundo. La botella de limonada, de la que ella aceptó tomarse un vaso, quedó grabada, en la memoria del soldado, como algo memorablemente delicioso; y adquirió así la costumbre de ir a sorber, en aquel cafetín del puerto, todos los líquidos dulces que le permitía su bolsillo.
Era para él una fiesta, un motivo de felicidad en el que pensaba sin cesar, mirar la mano negra de la moza sirviéndole algo en su vaso, mientras los dientes reían, más claros que los ojos. Al cabo de dos meses de frecuentación, se hicieron buenos amigos, y Boitelle, tras la primera sorpresa de ver que las ideas de aquella negra no diferían de las buenas ideas de las chicas del lugar, que sentía respeto por el ahorro, el trabajo, la religión y la buena conducta, la quiso más por ello, enamorándose hasta el punto de querer hacerla su esposa.
Él le comunicó sus planes, cosa que la hizo bailar de alegría. Por lo demás, ella contaba con algún dinero, dinero que le había dejado una vendedora de ostras que la había recogido al ser abandonada en el muelle de Le Havre por un capitán americano. Dicho capitán la había conocido a la edad de aproximadamente seis años, acurrucada sobre unas balas de algodón en la bodega de su barco, unas horas después de zarpar de Nueva York. Al recalar en Le Havre, dejó a los cuidados de esa ostrera compasiva a aquella bestezuela negra escondida a bordo, no sabía por quién ni cómo. Tras morir la vendedora de ostras, la moza se había convertido en camarera del Café des Colonies.
Antoine Boitelle añadió:
—Así se hará siempre y cuando mis padres no se opongan a ello. ¡Has de saber que nunca haré nada que ellos no quieran, nunca! La próxima vez que vaya al pueblo les hablaré del asunto.
A la semana siguiente, tras obtener un permiso de veinticuatro horas, se fue a ver a su familia, que cultivaba una pequeña hacienda en Tourteville, cerca de Yvetot.
Esperó al final de la comida, al momento en que el café, bautizado con aguardiente, volvía más abiertos los corazones, para informar a sus ascendientes de que había encontrado a una muchacha que respondía tan plenamente a sus expectativas, a todas, que no podía haber sobre la faz de la tierra otra que le conviniera tanto como ella.
Al oír esto, los viejos adoptaron enseguida una actitud circunspecta y pidieron explicaciones. Él no ocultó nada, por lo demás, salvo el color de su piel.
Era una criada, sin muchos posibles, pero hacendosa, ahorradora, aseada, de buena conducta y juiciosa. Cosas todas ellas que valían mucho más que el dinero que pudiera tener una mala ama de casa. Tenía algún dinero por lo demás, dinero que le había dejado la mujer que la había criado, una buena suma, casi una pequeña dote, mil quinientos francos en la caja de ahorros. Los viejos, conquistados por sus palabras, confiando por lo demás en su buen juicio, iban cediendo poco a poco, cuando llegó al punto delicado. Riendo con una risa un poco forzada, dijo:
—Sólo hay una cosa que podría contrariaros. Es que no es ni pizca blanca.
Como ellos no comprendían, tuvo que explicarles largamente con mil precauciones, para no ponerles a la defensiva, que pertenecía a la raza negra cuyas muestras sólo habían visto en las estampas populares.
Entonces ellos se mostraron inquietos, perplejos, temerosos, como si les hubiera propuesto una unión con el mismísimo diablo.
La madre decía:
—¿Negra? Pero ¿cómo de negra? ¿Del todo?
Él respondía:
—Por supuesto: ¡del todo, como tú eres blanca del todo!
El padre proseguía:
—¿Negra? ¿Negra como el carbón?
El hijo respondía:
—¡Tal vez un poquito menos! Es negra, aunque no de un negro que resulte desagradable. La sotana del señor cura bien negra que es, pero no por ello es más fea que un roquete blanco.
El padre decía:
—En su país, ¿las hay más negras que ella?
El hijo, convencido, respondía:
—¡Seguro que las hay!
El viejo meneaba la cabeza:
—Debe de ser desagradable.
A lo que replicaba el hijo:
—No es más desagradable que cualquier otra cosa, porque te acostumbras enseguida.
La madre preguntaba:
—¿No ensucian esas pieles la ropa blanca más que las demás?
—No más que la tuya, ya que es su color.
Así pues, tras muchas preguntas más, convinieron en que los padres conocerían a esa muchacha antes de tomar una decisión, y que él, que iba a terminar el servicio militar dentro de un mes, la traería a casa para que pudieran examinarla y decidir, charlando con ella, si no era demasiado negra para entrar a formar parte de la familia de los Boitelle.
Entonces Antoine anunció que el domingo 22 de mayo, día de su licenciamiento, partiría para Tourteville con su enamorada.
Ella se había puesto para aquel viaje a casa de los padres de su enamorado sus mejores y más llamativas galas, en las que dominaban el amarillo, el rojo y el azul, de suerte que tenía el aspecto de haberse engalanado para una fiesta nacional.
En la estación, a la salida de Le Havre, la gente no le quitó los ojos de encima, y Boitelle estaba orgulloso de dar el brazo a una persona que llamaba tanto la atención. Luego, en el vagón de tercera clase, donde ella ocupó un asiento a su lado, fue tal la sorpresa que causó a los campesinos, que los de los compartimientos contiguos se subieron a sus asientos para examinarla por encima del tabique de madera que dividía la caja rodante. Ante su aspecto, un niño se puso a berrear del miedo, otro escondió el rostro en el delantal de su madre.
Todo discurrió a pedir de boca, sin embargo, hasta la estación de llegada. Pero cuando el tren demoró su marcha al acercarse a Yvetot, Antoine se sintió incómodo, como en el momento de una inspección cuando no se sabía la teórica. Luego, asomándose a la ventanilla, reconoció a lo lejos a su padre, que sujetaba de la brida al caballo enganchado al carricoche, y a su madre, que se había acercado hasta la reja que contenía a los curiosos.
Él bajó el primero, tendió la mano a su enamorada, y, erguido, como si escoltara a un general, se fue en dirección a su familia.
Al ver llegar a aquella dama negra y abigarrada en compañía de su hijo, la madre se quedó tan atónita que era incapaz de abrir la boca, y el padre apenas si conseguía sujetar al caballo al que hacían encabritarse alternativamente la locomotora o la negra. Pero Antoine, dominado de pronto por la sincera alegría de volver a ver a sus padres, se lanzó con los brazos abiertos, besó a su madre, besó a su padre a pesar del espanto del rocín y luego, volviéndose hacia su compañera, que los viandantes, embobados, se paraban a mirar, se explicó:
—¡Aquí la tenéis! Ya os dije que resultaba a primera vista una pizca defraudante, pero en cuanto se la conoce, de veras, no hay nada más encantador sobre la tierra. Saludadla, para que no se sienta violenta.
Entonces la señora Boitelle, intimidada hasta el punto de perder la razón, hizo una especie de reverencia, mientras el padre se quitaba la gorra murmurando: «Le deseo que pase un buen día». Luego, sin pérdida de tiempo, subieron al carricoche, las dos mujeres en el fondo en unas sillas que las hacían saltar por los aires a cada bache que encontraba la rueda, y los dos hombres delante, en la banqueta.
Nadie decía nada. Antoine, inquieto, silbaba una canción cuartelera, el padre fustigaba a la jaca, y la madre miraba de reojo, lanzando ojeadas de garduña a la negra, cuya frente y pómulos relucían bajo el sol como zapatos bien lustrados.
Queriendo romper el hielo, Antoine se volvió.
—Bien —dijo—, ¿no se charla?
—Se requiere tiempo —respondió la vieja.
Él prosiguió:
—Vamos, cuenta la anécdota de tu gallina de los ocho huevos.
Era una bufonada célebre en la familia. Pero como su madre seguía callada, paralizada por la emoción, tomó él mismo la palabra y contó, entre muchas risas, la memorable aventura. El padre, que se la sabía de memoria, desfrunció el ceño a las primeras palabras; su mujer no tardó en seguir su ejemplo, y la propia negra, en el momento más gracioso, estalló de súbito en una carcajada tan ruidosa, contagiosa y torrencial, que el excitado caballo emprendió por unos momentos el galope.
Habían entablado relación. Charlaron.
Una vez que hubieron llegado y se hubieron apeado todos, y Antoine hubo llevado a su enamorada a la habitación para que se quitara el vestido que podía mancharse cocinando una de sus especialidades destinada a ganarse a los viejos por el estómago, se llevó a sus padres delante de la puerta y les preguntó con el corazón palpitándole:
—Bien, ¿qué os parece?
El padre guardó silencio. La madre, más atrevida, manifestó:
—¡Es demasiado negra! Sí, la verdad, lo es demasiado. Me ha helado la sangre.
—Os acostumbraréis —dijo Antoine.
—Es posible, pero no por el momento.
Entraron y la buena de la mujer se emocionó al ver cocinar a la negra. Entonces ella la ayudó, arremangándose la falda, activa pese a sus años.
La comida fue buena, larga, alegre. Cuando fueron a dar todos juntos un paseo, Antoine hizo un aparte con su padre:
—Entonces, papá, ¿qué me dices?
El campesino no se comprometía nunca.
—Yo no digo nada. Pregúntale a tu madre.
Entonces Antoine se acercó a su madre, haciendo un aparte con ella:
—¿Qué, madre? ¿Qué te parece?
—Pobre muchacho, la verdad es que es demasiado negra. Si lo fuera un poquito menos, no me opondría, pero lo es demasiado. ¡Si parece el mismísimo demonio!
Él no insistió, sabiendo que la vieja no daba nunca su brazo a torcer, pero sentía su corazón embargado de una tempestad de tristeza. Pensaba qué podía hacer, qué podía inventarse, sorprendido, por otra parte, por el hecho de que ella no les hubiera conquistado lo mismo que le había conquistado a él. Y andaban los cuatro a paso lento por entre los trigales, habiendo vuelto poco a poco a caer en el silencio. Cuando bordeaban un vallado, los campesinos se acercaban a la cancela, los niños trepaban a los ribazos, todo el mundo corría hacia el camino para ver pasar a la «negra» que se había traído el hijo de los Boitelle. A lo lejos se veía correr gente campo a traviesa, como se acude cuando bate el tambor anunciando los fenómenos de feria. El padre y la madre Boitelle, espantados por esta curiosidad que iban sembrando por los campos a medida que se acercaban, apresuraban el paso, lado a lado, precediendo de lejos a su hijo, a quien su compañera preguntaba qué pensaban sus padres de ella.