Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
—¡El mismo! ¡Es una voz que he oído mucho, pero mucho!
—Sí, y una voz querida…
—Y de mujer…
—Muerta ya…
Coincidíamos de un modo alarmante. Lo que él observaba era
exactamente
lo que sentía yo, y viceversa. Estábamos sinceramente inquietos. Cada vez que el muchacho decía algo —con sus inflexiones falseadas de voz que está cambiando— tornábamos a mirarnos. ¡Pero dónde, dónde la habíamos oído! Yo había evocado ya en un segundo todas las voces más o menos queridas, y es de suponer que Arriola no había hecho cosa distinta. Y no la hallábamos. Mas a cada palabra del chico sentíamos que nuestros corazones se abrían estremecidos de par en par a esa voz que remontaba. ¿De dónde?
Había algo más: ¿por qué ambos sentíamos lo mismo? Bien comprensible que él o yo hubiéramos amado mucho a una persona muerta cuya voz renacía en la garganta de muchacho débil. Pero los dos, al mismo tiempo…
—¡Qué notable! —murmuraba Arriola, sin apartar sus ojos de los míos, mientras oíamos—. ¡Estoy seguro de que he querido locamente esa voz!
—Yo, igual. ¿Cómo diablos hemos amado a la misma?…
Consideramos todo lo que es posible de tal rareza, y cuando tres días después llegábamos a Buenos Aires, Arriola se separaba de mí con la certeza de que en la bella mirada del chico había algo más.
Como, en concepto general, dudo de las manifestaciones de Arriola cuando son excesivas, no sé hasta qué punto pudo él haber oído la imploración de su alma a esa muerta voz de amor que llegaba otra vez a acariciarla. Pero sé de mí que mi corazón habíase abierto con ansiosa sed de toda la dicha que ya conocía y tornaba a prometerle su inflexión.
Yo no recordaba ninguna mujer que hubiera tenido ese timbre. Haberla amado en una existencia anterior, y justamente en compañía de mi amigo, era bastante inadmisible, tanto como en esta suposición: la personita —debiendo haber sido mujer, predestinada a un cuádruple amor, de Arriola y yo a ella y de ella a ambos— había nacido equivocadamente varón.
Mas corrieron veinte días. Arriola había vuelto a Corrientes, y haciéndolo yo a casa, una tarde, vi pasar al muchacho en cuestión. Lo llamé.
—¡Buenas tardes, compañero de viaje! ¿Te acuerdas de mí?
El chico se puso colorado, muy contento.
—Sí; usted venía con un señor…
—¿…?
—De voz muy gruesa…
—Eso es. ¿Vives aquí?
—En Barracas…
Díjele que fuera a verme a casa al día siguiente, y esa noche telegrafié a Arriola:
Encontré muchacho. Voz igual.
Y la respuesta:
Alégrome. No olvido impresión. Averigüe algo.
Tenía probablemente más interés que él de saber. Había vuelto a sentir la sacudida primera y, para mayor turbación, a las respuestas del muchacho mi alma respondía con un eco de amor, como si antes, antes hubiera tenido las mismas de ella.
No es, sin embargo, sensato permitir que el propio corazón cree y llore por su cuenta amores que ignoramos en absoluto. Decidí hacer hablar al chico y que me mirara bien con sus bellos ojos… ¡Sus ojos!… Me detuve bruscamente. ¡Eran ojos de mujer, sin duda! Y si su hermana tiene la misma voz y la misma mirada… Una predestinación de raciocinio, en verdad. Pero claro se nota que el nuevo giro —pudiendo ser tan absurdo como los anteriores— era al menos extraordinariamente agradable.
Un día después el chico venía a verme. Supe que eran pobres, que él se emplearía, por supuesto, si no debiera trabajar mucho porque no era fuerte, y que en efecto tenía una hermana.
Cuatro horas más tarde llegaba a su casa, dos pobres piezas en Barracas. La madre mostrose muy agradecida a mi solicitud, pero la muchacha no tenía los ojos del hermano —dueña, en cambio, como de una enagua de bombasí, de una doméstica y robusta voz.
Al oír mi nombre, la madre mirome con atención y discreto cariño.
—Perdóneme la indiscreción, señor Correa: ¿su familia es de Mercedes?
—Sí, señora.
Volvió a observarme detenidamente.
—He conocido mucho a su papá…
Salí lleno de curiosidad por el inesperado giro de mi amor muerto, y torné al telegrama, esta vez a mi madre:
¿Conoces familia R.? Escríbeme enseguida.
La carta llegó, bastante agria, por otro lado, para la aludida. La familia había vivido en mi pueblo natal, más o menos en la época del nacimiento de mi amiguito, y ella, mi madre, no tenía fuertes motivos para querer a la del chico.
¡Roto, mi encanto! Mi alma se había equivocado buenamente, sintiendo dulzuras de amor femenino en las inflexiones de una voz que no era sino hermana suya.
Y en ese momento me acordé de golpe: ¿Y Arriola? ¿Qué tenía que ver Arriola con todo esto, y por qué él también había sentido?…
Como se ve, la nueva complicación era suficientemente grotesca para motivar otro telegrama, esta vez urgente y recomendado:
Muchacho acaso pariente mío. ¿Qué hacemos de usted?
A lo que Arriola respondió:
No sea estúpido. Abrazos.
Si se debiera juzgar del valor de los sentimientos por su intensidad, ninguno tan rico como el miedo. El amor y la cólera, profundamente trastornantes, no tienen ni con mucho la facultad absorbente de aquél, siendo éste por naturaleza el más íntimo y vital, pues es el que mejor defiende la vida. Instinto, lógica, intuición, todo se sublima de golpe. El frío medular, la angustia relajadora hasta convertir en pasta inerte nuestros músculos, lo horrible inminente, nos dicen únicamente que tenemos miedo,
miedo
; esto solo basta. Por otro lado, su reacción, cuando felizmente llega, es el mayor estimulante de energía física que se conozca. Un amante desesperado o un hombre ardiendo en ira forzarán al cuerpo humano a que entregue su último átomo de fuerza; pero a todos consta que si a aquéllos el paroxismo de su pasión es capaz de hacerles correr cien metros en diez segundos, el simple miedo les hará correr ciento diez.
Estas conclusiones habían sido sacadas por Carassale de charla al respecto y éramos cuatro en un café de estación: el deductor; Fernández, muchacho de cara maculada con opalinas cicatrices de granos y gruesa nariz, cuyos ojos muy juntos brillaban como cuentas en la raíz de aquélla; Estradé, estudiante de ingeniería casi siempre, y gran jugador de carreras cuando no sabía qué hacer, y yo.
Fernández conoce poco a Carassale. He dado a la consideración de éste un tono dogmático —forzado por razones de brevedad— de que está muy lejos el discreto amigo. Aun así, Fernández lo miró con juvenil y alegre impertinencia.
—¿Usted es miedoso? —preguntole.
—Creo que no, no mucho; a veces, de nada, pero otras, sí.
—¿Pero miedo, no?
—Sí, miedo.
Ahora bien; es también sabido que en amor y valor no son aquellos que se dicen ungidos de gracia los más afortunados. Mas Fernández era muy joven aún para tener discreción en lo primero, y ya sobrado viejo para ser sincero en lo otro. Estradé apoyó a Carassale.
—Sí, yo también. Por mi parte, a excepción de los miedos formidables como el de una criatura que abrazada a su madre siente forzar las cerraduras de la quinta asaltada, creo que los miedos reales pervierten mucho menos la inteligencia que aquellos absurdos. Uno de mis recuerdos más fuertes proviene de esto. En fin…
—No, no; cuente.
—Sería menester haberlo pasado; pero de todos modos ahí va.
»Ustedes saben que soy uruguayo. De San Eugenio, en el norte. Voy allá —o mejor dicho, iba todos los veranos. Tengo allí dos hermanas solteras aún, que viven con mi tía. Creo que ahora la familia ha hecho edificar algo conveniente, pero entonces la casa era mísera. El cuarto que yo ocupaba en esas ocasiones estaba aislado y lejos del grupo, gracias a una de esas anomalías de las casas de pueblo, por las cuales la cocina queda sola y perdida en el fondo. De modo que como yo solía volver tarde de noche, y mis pasos no han sido nunca leves, prefería hacerlo por la barraca, lindante con la casa de familia, como es natural. Entraba así por atrás, sin incomodar a nadie. Mi tío hacía a menudo lo mismo, pero él por vía de reconocimiento final.
»La travesía era bastante larga. Primero el almacén, después el depósito, luego el sitio para los carros y por fin un galpón con cueros.
»Una noche volvía a casa a la una de la mañana. Excuso comprobarles el silencio de un San Eugenio a esa hora y sobre todo en aquella época. Había una luna admirable. Atravesé almacén y depósito a oscuras, pues conocía de sobra el camino. Pero en el galpón era distinto. Los cueros se caían a veces y las garras de los otros rozaban la cara mucho más de lo necesario.
»Abrí la puerta, cerrela, y como siempre, me detuve a encender un fósforo. Pero apenas brilló la luz, se apagó. Quedé inmóvil, el corazón suspenso. No había adentro el menor soplo de viento, ni mi mano había tropezado con nada. Estaba absolutamente aislado en la oscuridad. Pero había tenido la sensación neta de que me habían apagado el fósforo; alguien había soplado la llama.
»Tenso, volví suavemente la cabeza a la izquierda, luego a la derecha: no veía nada, las tinieblas eran absolutas; apenas allá en el fondo y a ras del suelo filtraban entre las tablas finas rayas de luz.
»En el recinto, sin embargo, estaba el soplo que me había apagado el fósforo. ¿Por qué? Con un esfuerzo de serenidad, logré reaccionar y abrir de nuevo la caja para encender otro. Túvelo ya presto sobre el frotador. ¿Y si me lo soplaban de nuevo? Comprendí que el frío, el terrible frío en la médula me subiría hasta el pelo si me lo apagaban otra vez… Aparté la mano: ¡ya había admitido la posibilidad de que a mi frente, a mi lado, detrás de mí hubiera, en la oscuridad, un ser que en fúnebre familiaridad conmigo estaba ya inclinado para soplar de nuevo e impedirme que viera!
»No podía quedarme más; rompí la angustia avanzando a tientas. Supondrán la impresión que sentí al tocar con la mano algo como garra de cuero. Tropecé, arañeme la cara, pero después de veinte metros recorridos con esa lentitud de miedo que está ya a punto de ser disparada delirante, llegué a la puerta opuesta y salí, con un hondo suspiro. Entré en mi cuarto, leí hasta las tres y media, atento sin querer al mínimo ruido. Es una de las noches más duras que he tenido…
—Sin embargo —lo interrumpió Carassale—, la impresión fue corta.
—No tanto. A la noche siguiente mi tío fue muerto de una puñalada al entrar en el galpón. El hombre, que esperaba a mi tío, me había soplado el fósforo para que no lo viera.
El individuo se enfermó. Llegó a la casa con atroz dolor de cabeza y náuseas. Acostose enseguida, y en la sombría quietud de su cuarto sintió sin duda alivio. Mas a las tres horas aquello recrudeció de tal modo que comenzó a quejarse a labio apretado. Vino el médico, ya de noche, y pronto el enfermo quedó a oscuras, con bolsas de hielo sobre la frente.
Las hijas de la casa, naturalmente excitadas, contáronnos en voz todavía baja, en el comedor, que era un ataque cerebral, pero que por suerte había sido contrarrestado a tiempo. La mayor de ellas, sobre todo, una muchacha fuertemente nerviosa, anémica y desaliñada, cuyos ojos se sobreabrían al menor relato criminal, estaba muy impresionada. Fijaba la mirada en cada una de sus hermanas que se quitaban mutuamente la palabra para repetir lo mismo.
—¿Y usted, Desdémona, no lo ha visto? —preguntole alguno.
—¡No, no! Se queja horriblemente… ¿Está pálido? —se volvió a Ofelia.
—Sí, pero al principio no… Ahora tiene los labios negros.
Las chicas prosiguieron, y de nuevo los ojos dilatados de Desdémona iban de la una a la otra.
Supongo que el enfermo pasó estrictamente mal la noche, pues al día siguiente hallé el comedor agitado. Lo que tenía el huésped no era ataque cerebral sino viruela. Mas como para el diagnóstico anterior, las chicas ardían de optimismo.
—Por suerte, es un caso sumamente benigno. El mismo médico le dijo a la madre: «No se aflija, señora, es un caso sumamente benigno».
Ofelia accionaba bien, y Artemisa secundaba su seguridad. La hermana mayor, en cambio, estaba muda, más pálida y despeinada que de costumbre, pendiente de los ojos del que tenía la palabra.
—Y la viruela no se cura, ¿no? —atreviose a preguntar, ansiosa en el fondo de que no se curara y aun hubiera cosas mucho más desesperantes.
—¡Es un caso completamente benigno! —repitieron las hermanas, rosadas de espíritu profético. Si bien horas después llevábanse al enfermo y su contagio a la Casa de Aislamiento. Supimos de noche que seguía mal, con la más fúnebre viruela negra que es posible adquirir en la Aduana. Al día siguiente fueron hombres a desinfectar la pieza donde había incubado la terrible cosa, y tres días después el individuo moría, licuado en hemorragias.
Bien que nuestro contacto con el mortal hubiera sido mínimo, no vivimos del todo tranquilos hasta pasados siete días. Fatalmente surgía a diario, en el comedor, el sepulcral tema, y como en la mesa había quienes conocían a los microbios, éstos tornaron sospechosa toda agua, aire y tacto.
La muerte, ya habitual seguramente en los terrores nerviosos de Desdémona, cobró esta vez forma más tangible en la persona de sus sutiles nietos.
—¡Oh, qué horror, los microbios! —apretábase los ojos—. Pensar que uno está lleno de ellos…
—Tenga cuidado con sus manos, y descartará muchas probabilidades —compadeciola uno.
—No tanto —arguyó otro—. Ha habido contagios por carta. ¿A quién se le va a ocurrir lavarse las manos para abrir un sobre?
Los ojos desmesurados de Ofelia quedáronse fijos en el último. Los otros hablaban, pero éste había sugerido cosas maravillosamente lúgubres para que la mirada de la joven se apartara de él. Después de un rato de inmóvil ensueño terrorífico, mirose bruscamente las manos. No sé quién tuvo entonces la desdicha de azuzarla.
—Llegará a verlos. La insistencia en mirarse las manos desarrolla la vista en modo tal que poco a poco se llega a ver trepar los microbios por ella…
—¡Qué horror! ¡Cállese! —gritó Desdémona.
Pero ya el trastorno estaba producido. Días después dejaba yo de comer allá, y un año más tarde fui un anochecer a ver a la gente aquella. Extrañome el silencio de la casa; hallé a todos reunidos en el comedor, silenciosos y los ojos enrojecidos; Desdémona había muerto dos días antes. Enseguida recordé al individuo de la viruela; tenía por qué, sin darme cuenta.