Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
En casa de Foxterrier no había estufa. Como esos días fueron crudos, encendiéronse en su cuarto dos o tres lámparas, que no se apagaron más hasta que murió. Sus compañeros no le dejaron un momento, turnándose, llenos de triste serenidad fraternal ante ese sacrificio que compartía su apostolado común. Algo más grave debía ser para nosotros la academia reunida.
La quinina fue nuestro tormento continuo con el hielo de su presencia, enfriándonos, deteniendo nuestra vertiginosa reproducción. Y el suero, el maldito suero claro, ampliando una energía cardiaca tan ridícula como desesperada, sosteniendo la corriente, barriendo nuestra obra con su estéril purificación. Los baños, el café, los paños fríos, sostenían a su vez la química. Luego, los riñones eliminaban demasiado… De modo que a la mañana siguiente, último día de Foxterrier, decidimos subir la temperatura y sostenerla a toda costa. Lo primero, indudablemente, era no localizarnos, a pesar de que una espléndida bronconeumonía nos tentaba como en una criatura. Ya la trementina inyectada a nuestro paso había sido nuestro martirio, en razón de su reducción casi irresistible. Hubiera sido una locura fijarnos, y sobre todo una crueldad más con Foxterrier, ya que nuestra excitación debía de todos modos concluir con él.
No puedo recordar las últimas horas sin un violento escalofrío que Foxterrier había compartido ya. En efecto, a las tres, Foxterrier tenía 41,5 grados de fiebre. Resistió un momento aún, pues si en el mundo que abandonó con nosotros hubo un cerebro claro, fue el de Eduardo. A las cuatro, la temperatura subió a 42 grados y se rindió en franco delirio. No hubo ya esperanza; el pulso no daba más, a pesar de las estricninas y los aceites. A las cinco cayó en coma y la fiebre subió a 42,4 grados. En este momento tuvimos recién la idea de nuestro propio peligro. Hubo una voz de alarma, sin duda, que salió de lo profundo de nuestra angustia: ¡la temperatura, la temperatura! ¿Pero qué podíamos hacer? Tan grande había sido y era nuestra exasperación, que nuestras toxinas se tornaban luminosas. Ni aun podíamos detenernos, en una violencia de secreción meditada dos meses enteros. A las cinco y cuarto, Foxterrier tenía 43,1 grados y murió. Fue en balde nuestra desesperación. Continuamos multiplicándonos, secretando nuevos ríos de toxinas, subiendo, subiendo siempre la temperatura. A la media hora llegó a 44,5 grados.
La mitad de la colonia murió. Un ambiente de fuego, asfixia y honra comprometida se llevó los últimos restos de nuestra actividad, y mis recuerdos se cortan aquí, a la hora y doce minutos de haber muerto Foxterrier.
Una noche en que no teníamos sueño, salimos afuera y nos sentamos. El triste silencio del campo plateado por la luna se hizo al fin tan cargante que dejamos de hablar, mirando vagamente a todos lados. De pronto Elisa volvió la cabeza.
—¿Tiene miedo? —le preguntamos.
—¡Miedo! ¿De qué?
—¡Tendría que ver! —se rió Casacuberta—. A menos…
Esta vez todos sentimos ruido. Dingo, uno de los perros que dormían, se había levantado sobre las patas delanteras, con un gruñido sordo. Miraba inmóvil, las orejas paradas.
—Es en el ombú —dijo el dueño de casa, siguiendo la mirada del animal. La sombra negra del árbol, a treinta metros, nos impedía ver nada. Dingo se tranquilizó.
—Estos animales son locos —replicó Casacuberta—, tienen particular odio a las sombras…
Por segunda vez el gruñido sonó, pero entonces fue doble. Los perros se levantaron de un salto, tendieron el hocico, y se lanzaron hacia el ombú, con pequeños gemidos de premura y esperanza. Enseguida sentimos las sacudidas de la lucha.
Las muchachas dieron un grito, las polleras en la mano, prontas para correr.
—Debe ser un zorro. ¡Por favor, no es nada! ¡Toca, toca! —animó Casacuberta a sus perros.
Y conmigo y Vivas corrió al campo de batalla. Al llegar, un animal salió a escape, seguido de los perros.
—¡Es un chancho de casa! —gritó aquél riéndose. Yo también me reí. Pero Vivas sacó rápidamente el revólver, y cuando el animal pasó delante de él lo mató de un tiro.
Con razón esta vez, los gritos femeninos fueron tales, que tuvimos necesidad de gritar a nuestro turno explicándoles lo que había pasado. En el primer momento Vivas se disculpó calurosamente con Casacuberta, muy contrariado por no haberse podido dominar. Cuando el grupo se rehízo, ávido de curiosidad, nos contó lo que sigue. Como no recuerdo las palabras justas, la forma es indudablemente algo distinta.
—Ante todo —comenzó— confieso que desde el primer gruñido de Dingo preví lo que iba a pasar. No dije nada, porque era una idea estúpida. Por eso cuando lo vi salir corriendo, una coincidencia terrible me tentó y no fui dueño de mí. He aquí el motivo.
»Pasé, hace tiempo, marzo y abril en una estancia del Uruguay, al norte. Mis correrías por el monte familiarizáronme con algunos peones, no obstante la obligada prevención a mi facha urbana. Supe así un día que uno de los peones, alto, amarillo y flaco, era lobisón. Ustedes tal vez no lo sepan: en el Uruguay se llama así a un individuo que de noche se transforma en perro o cualquier bestia terrible, con ideas de muerte.
»De vuelta a la estancia fui al encuentro de Gabino, el peón aludido. Le hice el cuento y se rió. Comentamos con mil bromas el cargo que pesaba sobre él. Me pareció bastante más inteligente que sus compañeros. Desde entonces éstos desconfiaron de mi inocente temeridad. Uno de ellos me lo hizo notar, con su sonrisita compasiva de campero:
»—Tenga cuidao, patrón…
»Durante varios días lo fastidié con bromas al terrible huésped que tenían. Gabino se reía cuando lo saludaba de lejos con algún gesto demostrativo.
»En la estancia, situado exactamente como éste, había un ombú. Una noche me despertó la atroz gritería de los perros. Miré desde la puerta y los sentí en la sombra del árbol destrozando rabiosamente a un enemigo común. Fui y no hallé nada. Los perros volvieron con el pelo erizado.
»Al día siguiente los peones confirmaron mis recuerdos de muchacho: cuando los perros pelean a alguna cosa en el aire, es porque el lobisón invisible está allí.
»Bromeé con Gabino.
»—¡Cuidado! Si los bull-terriers lo pescan, no va a ser nada agradable.
»—¡Cierto! —me respondió en igual tono—. Voy a tener que fijarme.
»El tímido sujeto me había cobrado cariño, sin enojarse remotamente por mis zonceras. Él mismo a veces abordaba el tema para oírme hablar y reírse hasta las lágrimas.
»Un mes después me invitó a su casamiento; la novia vivía en el puesto de la estancia lindera. Aunque no ignoraban allá la fama de Gabino, no creían, sobre todo ella.
»—No cree —me dijo maliciosamente. Ya lejos, volvió la cabeza y se rió conmigo.
»El día indicado marché; ningún peón quiso ir. Tuve en el puesto el inesperado encuentro de los dueños de la estancia, o mejor dicho, de la madre y sus dos hijas, a quienes conocía. Como el padre de la novia era hombre de toda confianza, habían decidido ir, divirtiéndose con la escapatoria. Les conté la terrible aventura que corría la novia con tal marido.
»—¡Verdad! ¡La va a comer, mamá! ¡La va a comer! —rompieron las muchachas—. ¡Qué lindo! ¡Va a pelear con los perros! ¡Los va a comer a todos! —palmoteaban alegremente.
»En ese tono ya, proseguimos forzando la broma hasta tal punto que, cuando los novios se retiraron del baile, nos quedamos en silencio, esperando. Fui a decir algo, pero las muchachas se llevaron el dedo a la boca.
»Y de pronto un alarido de terror salió del fondo del patio. Las muchachas lanzaron un grito, mirándome espantadas. Los peones oyeron también y la guitarra cesó. Sentí una llamarada de locura, como una fatalidad que hubiera estado jugando conmigo mucho tiempo. Otro alarido de terror llegó, y el pelo se me erizó hasta la raíz. Dije no sé qué a las mujeres despavoridas y me precipité locamente. Los peones corrían ya. Otro grito de agonía nos sacudió, e hicimos saltar la puerta de un empujón: sobre el catre, a los pies de la pobre muchacha desmayada, un chancho enorme gruñía. Al vernos saltó al suelo, firme en las patas, con el pelo erizado y los belfos retraídos. Miró rápidamente a todos y al fin fijó los ojos en mí con una expresión de profunda rabia y rencor. Durante cinco segundos me quemó con su odio. Precipitose enseguida sobre el grupo, disparando al campo. Los perros lo siguieron mucho tiempo.
»Éste es el episodio; claro es que ante todo está la hipótesis de que Gabino hubiera salido por cualquier motivo, entrando en su lugar el chancho. Es posible. Pero les aseguro que la cosa fue fuerte, sobre todo con la desaparición para siempre de Gabino.
»Este recuerdo me turbó por completo hace un rato, sobre todo por una coincidencia ridícula que ustedes habrán notado: a pesar de las terribles mordidas de los perros —y contra toda su costumbre— el animal de esta noche no gruñó ni gritó una sola vez.
La serpiente de cascabel es un animal bastante tonto y ciego. Ve apenas, y a muy corta distancia. Es pesada, somnolienta, sin iniciativa alguna para el ataque; de modo que nada más fácil que evitar sus mordeduras, a pesar del terrible veneno que la asiste. Los peones correntinos, que bien la conocen, suelen divertirse a su costa, hostigándola con el dedo que dirigen rápidamente a uno y otro lado de la cabeza. La serpiente se vuelve sin cesar hacia donde siente la acometida, rabiosa. Si el hombre no la mata, permanece varias horas erguida, atenta al menor ruido.
Su defensa es a veces bastante rara. Cierto día un boyero me dijo que en el hueco de un lapacho quemado —a media cuadra de casa— había una enorme. Fui a verla: dormía profundamente. Apoyé un palo en medio de su cuerpo, y la apreté todo lo que pude contra el fondo de su hueco. Enseguida sacudió el cascabel, se irguió y tiró tres rápidos mordiscos al tronco, no a mi vara que la oprimía sino a un punto cualquiera del lapacho. ¿Cómo no se dio cuenta de que su enemigo, a quien debía atacar, era el palo que le estaba rompiendo las vértebras? Tenía 1,45 metros. Aunque grande, no era excesiva; pero como estos animales son extraordinariamente gruesos, el boyerito, que la vio arrollada, tuvo una idea enorme de su tamaño.
Otra de las rarezas, en lo que se refiere a esta serpiente, es el ruido de su cascabel. A pesar de las zoologías y los naturalistas más o menos de oídas, el ruido aquel no se parece absolutamente al de un cascabel: es una vibración opaca y precipitada, muy igual a la que produce un despertador cuya campanilla se aprieta con la mano, o, mejor aún, a un escape de cuerda de reloj. Esto del escape de cuerda suscita uno de los porvenires más turbios que haya tenido, y fue origen de la muerte de uno de mis aguarás. La cosa fue así: una tarde de septiembre, en el interior del Chaco, fui al arroyo a sacar algunas vistas fotográficas. Hacía mucho calor. El agua, tersa por la calma del atardecer, reflejaba inmóviles las palmeras. Llevaba en una mano la maquinaria, y en la otra el winchester, pues los yacarés comenzaban a revivir con la primavera. Mi compañero llevaba el machete.
El pajonal, quemado y maltrecho en la orilla, facilitaba mi campaña fotográfica. Me alejé buscando un punto de vista, lo hallé, y al afirmar el trípode sentí un ruido estridente, como el que producen en verano ciertas langostitas verdes. Miré alrededor: no hallé nada. El suelo estaba ya bastante oscuro. Como el ruido seguía, fijándome bien vi detrás de mí a un metro, una tortuga enorme. Como me pareció raro el ruido que hacía, me incliné sobre ella: no era tortuga sino una serpiente de cascabel, a cuya cabeza levantada, pronta para morder, había acercado curiosamente la cara.
Era la primera vez que veía tal animal, y menos aún tenía idea de esa vibración seca, a no ser el bonito cascabeleo que nos cuentan las Historias Naturales. Di un salto atrás, y le atravesé el cuello de un balazo. Mi compañero, lejos, me preguntó a gritos qué era.
—¡Una víbora de cascabel! —le grité a mi vez. Y un poco brutalmente, seguí haciendo fuego sobre ella hasta deshacerle la cabeza.
Yo tenía entonces ideas muy positivas sobre la bravura y acometida de esa culebra; si a esto se añade la sacudida que acababa de tener, se comprenderá mi ensañamiento. Medía 1,60 metros, terminando en ocho cascabeles, es decir, ocho piezas. Este parece ser el número común, no obstante decirse que cada año el animal adquiere un nuevo disco.
Mi compañero llegó; gozaba de un fuerte espanto tropical. Atamos la serpiente al cañón del winchester, y marchamos a casa. Ya era de noche. La tendimos en el suelo, y los peones, que vinieron a verla, me enteraron de lo siguiente: si uno mata una víbora de cascabel, la compañera lo sigue a uno hasta vengarse.
—Te sigue, che, patrón.
Los peones evitan por su parte esta dantesca persecución, no incurriendo casi nunca en el agravio de matar víboras.
Fui a lavarme las manos. Mi compañero entró en el rancho a dejar la máquina en un rincón, y enseguida oí su voz.
—¿Qué tiene el obturador?
—¿Qué cosa? —le respondí desde afuera.
—El obturador. Está dando vueltas el resorte.
Presté oído, y sentí, como una pesadilla, la misma vibración estridente y seca que acababa de oír en el arroyo.
—¡Cuidado! —le grité tirando el jabón—. ¡Es una víbora de cascabel!
Corrí, porque sabía de sobra que el animal cascabelea solamente cuando siente el enemigo al lado. Pero ya mi compañero había tirado máquina y todo, y salía de adentro con los ojos de fuera.
En esa época el rancho no estaba concluido, y a guisa de pared habíamos recostado contra la cumbrera sur dos o tres chapas de cinc. Entre éstas y el banco de carpintero debía estar el animal. Ya no se movía más. Di una patada en el cinc, y el cascabel sonó de nuevo. Por dentro era imposible atacarla, pues el banco nos cerraba el camino. Descolgué cautelosamente la escopeta del rincón oscuro, mi compañero encendió el farol de viento, y dimos vuelta al rancho. Hicimos saltar el puntal que sostenía las chapas, y éstas cayeron hacia atrás. Instantáneamente, sobre el fondo oscuro, apareció la cabeza iluminada de la serpiente, en alto y mirándonos. Mi compañero se colocó detrás de mí con el farol alzado para poder apuntar, e hice fuego. El cartucho tenía nueve balines; le llevaron la cabeza.
Sabida es la fama del Chaco, en cuanto a víboras. Había llegado en invierno, sin hallar una. Y he aquí que el primer día de calor, en el intervalo de quince minutos, dos fatales serpientes de cascabel, y una de ellas dentro de casa…