—Condúceme a los proyectores de pensamiento —ordenó.
Como había esperado, el robot se limitó a contestar, sin moverse:
—No comprendo.
Peyton se sintió animado al verse nuevamente dueño de la situación.
—Ven aquí y no vuelvas a moverte hasta que te lo ordene.
Los sectores y relés del robot consideraron las instrucciones. No pudieron encontrar ninguna contraorden. La pequeña máquina rodó despacio hacia delante. Se había comprometido; ya no podía volverse atrás. Tampoco podría moverse de nuevo hasta que Peyton se lo ordenase o algo anulase sus órdenes. La hipnosis del robot era un truco muy viejo, muy apreciado por los niños traviesos.
Peyton vació rápidamente la bolsa de herramientas que siempre llevaban consigo los ingenieros: el destornillador universal, la llave inglesa extensible, el taladro automático y, sobre todo, el cortafrío atómico capaz de seccionar las más gruesas planchas de metal en pocos segundos. Después, con la facilidad que se consigue con una larga práctica, empezó a trabajar en la incauta máquina.
Afortunadamente el robot había sido construido para un servicio sencillo y podía abrirse sin gran dificultad. No había nada desconocido en sus controles y Peyton tardó muy poco en descubrir el mecanismo locomotor. Ahora, pasara lo que pasase, la máquina no podría escapar. Estaba paralizada.
Después la cegó, y uno a uno, fue descubriendo sus otros sentidos eléctricos y los inutilizó. Pronto la pequeña máquina no fue más que un cilindro lleno de complicados pero estropeados aparatos. Se sintió como un niño que acabase de hacer un estropicio en un indefenso reloj de pared. Seguidamente se sentó a esperar lo que sabía que tenía que ocurrir.
Era un poco desconsiderado por su parte sabotear el robot tan lejos de los talleres principales. El transporte tardó cerca de quince minutos en subir de las profundidades.
Peyton oyó el ruido de sus ruedas a lo lejos y vio que sus cálculos habían sido correctos. El equipo de reparación estaba en camino.
El transportador era una máquina sencilla, con un par de brazos que podían agarrar y sujetar a un robot averiado. Parecía ciego, aunque sin duda sus sentidos especiales eran más que suficientes para su fin.
Peyton esperó a que la máquina recogiese al desgraciado A-Cinco. Entonces saltó sobre el transportador, manteniéndose fuera del alcance de los brazos mecánicos. No deseaba que lo confundiesen con otro robot estropeado. Por fortuna, la gran máquina no se fijó absolutamente en él.
Así fue descendiendo las distintas plantas del gran edificio, dejando atrás las residencias, la primera habitación donde había estado y otros pisos inferiores que nunca había visto. Mientras descendía, el carácter de la ciudad fue cambiando a su alrededor.
Habían desaparecido el lujo y la opulencia de los niveles superiores y ahora se hallaba en una tierra de nadie de grises pasadizos que apenas eran otra cosa que conductos gigantescos de cables. Pero también éstos terminaron. El transportador pasó por una serie de grandes puertas deslizantes y llegó al fin a su destino.
Las hileras de paneles de relés y de mecanismos selectores parecían interminables. Aunque estuvo tentado de saltar de su inconsciente montura, Peyton esperó a ver los principales paneles de control. Entonces se apeó del transportador y lo vio desaparecer a lo lejos, hacia alguna parte todavía más remota de la ciudad.
Se preguntó cuánto tardaría el superautómata en reparar A-Cinco. Su sabotaje había sido muy concienzudo, y pensó que lo más probable era que la pequeña máquina fuese llevada al montón de chatarra. Entonces, como un hombre muerto de hambre invitado de pronto a un banquete, empezó a examinar las maravillas de la ciudad.
Durante las cinco horas siguientes, sólo se detuvo una vez para enviar la señal de rutina a sus amigos. Deseaba poder contarles su éxito, pero el riesgo era demasiado grande. Después de prodigiosas investigaciones en los circuitos, había descubierto las funciones de las unidades principales, y empezaba a investigar algo de los equipos secundarios.
Era exactamente lo que había esperado. Los analizadores y proyectores de pensamiento estaban en el piso inmediatamente superior, y podían controlarse desde esta instalación central. En cuanto a su manera de funcionar, no tenía la menor idea: se podía tardar meses en descubrir todos sus secretos, pero los había identificado y creía que podría desconectarlos si fuese necesario.
Un poco más tarde descubrió el monitor de pensamientos. Era una máquina pequeña, bastante parecida a una antigua centralita telefónica, pero mucho más complicada. El asiento del operador era una estructura muy curiosa, aislada del suelo y cubierta por una red de alambres y barras de cristal. Era la primera máquina, de entre todas las que había visto, que estaba destinada sin duda a un uso humano directo. Probablemente, los ingenieros la habían construido para montar el equipo en los primeros días de la ciudad.
Peyton no se habría atrevido a emplear el monitor de pensamiento si no hubiesen estado impresas con detalle las instrucciones en su panel de control. Después de algunas pruebas, conectó uno de lo circuitos y aumentó lentamente la fuerza, manteniendo el control de intensidad muy por debajo de la señal roja de peligro.
Fue una buena precaución pues la sensación que experimentó fue tremenda. Todavía conservaba su personalidad, pero ideas e imágenes totalmente extrañas para él se superponían a sus propios pensamientos. Estaba contemplando otro mundo a través de las ventanas de una mente ajena.
Era como si su cuerpo estuviese en dos lugares al mismo tiempo, aunque las sensaciones de su segunda personalidad eran mucho menos vividas que las del verdadero Richard Peyton III. Ahora comprendió el significado de la línea de peligro. Si el control de intensidad de pensamiento era demasiado elevado, ocasionaría sin duda la locura.
Peyton cerró el instrumento para poder pensar sin interrupción. Ahora comprendía lo que había querido decir el robot cuando había respondido que los otros habitantes de la ciudad estaban durmiendo. Había otros hombres en Comarre, yaciendo en trance bajo los proyectores de pensamiento.
Su mente volvió al largo pasillo y a sus cientos de puertas metálicas. Durante su descenso había cruzado muchas galerías parecidas, y era evidente que la mayor parte de la ciudad no era más que una vasta colmena de cámaras en las que miles de hombres podían soñar sus vidas.
Uno tras otro, fue comprobando los circuitos en el tablero. La inmensa mayoría de ellos estaban parados, pero aún funcionaban unos cincuenta, y cada uno de ellos transmitía todos los pensamientos, deseos y emociones de la mente humana.
Ahora que estaba plenamente consciente, comprendió cómo había sido engañado, pero esto le sirvió de poco consuelo. Podía ver los fallos de estos mundos sintéticos, podía observar cómo eran paralizadas todas las facultades críticas de la mente mientras se vertía en ella un torrente interminable de sencillas pero vividas emociones.
Ahora, todo parecía muy sencillo. Pero no alteraba el echo de que este mundo artificial era completamente real para el que lo experimentaba, tan real que el dolor de abandonarlo aún persistía en su propia mente.
Durante casi una hora exploró los mundos de las cincuenta mentes dormidas. Era una investigación fascinadora, repulsiva. En aquella hora aprendió más del cerebro humano y de sus sistemas ocultos de lo que nunca hubiera podido imaginar. Cuando hubo terminado, permaneció durante mucho tiempo sentado e inmóvil ante los controles de la máquina, analizando su conocimiento recién descubierto. Había ganado muchos años en sabiduría y su juventud le pareció de pronto muy lejana.
Por primera vez conoció directamente el hecho de que los malos y perversos deseos que a veces afloraban en la superficie de su propia mente eran compartidos por todos los seres humanos. Los constructores de Comarre no se habían preocupado del bien ni del mal, y las máquinas habían sido sus fieles servidores.
Era agradable saber que sus teorías habían sido correctas. Peyton comprendía ahora que se había librado por muy poco. Si volvía a dormirse dentro de estas paredes, tal vez no despertaría nunca más. La casualidad lo había salvado una vez, pero no volvería a hacerlo.
Los proyectores de pensamiento tenían que ser inutilizados de manera que los robots no pudiesen repararlos nunca. Aunque podían arreglar las averías normales, les sería imposible reparar un sabotaje deliberado a la escala que Peyton se proponía. Cuando hubiese terminado, Comarre dejaría de ser una amenaza. Nunca volvería a atrapar su mente ni las de futuros visitantes que pudiesen llegar por el mismo camino.
Pero primero tenía que localizar a los durmientes y reanimarlos. Podía ser una larga tarea, pero afortunadamente el lugar donde se hallaban las máquinas estaba equipado con un aparato corriente de monovisión. Con él podía ver y oír lo que pasaba en cualquier parte de la ciudad, enfocando simplemente los rayos sobre el sitio que hiciera falta. Incluso podía proyectar su voz en caso necesario, pero no su imagen. Aquel tipo de máquina no había sido de uso general hasta después de la construcción de Comarre.
Tardó un poco en dominar los controles, y al principio el rayo se paseó errático por toda la ciudad. Peyton se encontró mirando un serie de lugares sorprendentes, y en una ocasión vio incluso el bosque..., aunque invertido. Se preguntó si Leo andaría todavía por allí, y con cierta dificultad localizó la entrada.
Sí, allí estaba, tal como la había visto el día anterior. Y a unos pocos metros se hallaba tumbado el fiel Leo de cara a la ciudad y con una expresión preocupada en el semblante. Peyton se sintió profundamente conmovido. Se preguntó si podría hacer entrar al león en Comarre. Su apoyo moral sería valioso y empezaba a sentir la necesidad de compañía después de las experiencias de la noche pasada.
Recorrió metódicamente el muro de la ciudad y se alegró al descubrir varias entradas disimuladas al nivel del suelo. Se había preguntado cómo iba a marcharse de allí. Aunque pudiese hacer funcionar a la inversa el transmisor de materia, la perspectiva no era muy atractiva; prefería, con mucho, el anticuado movimiento físico a través del espacio.
Todas las aberturas estaban cerradas, y por un momento se sintió desconcertado. Entonces empezó a buscar un robot. Al cabo de un rato descubrió uno de los gemelos de A-Cinco que rodaba a lo largo de un pasillo, realizando alguna misteriosa misión. Se sintió aliviado cuando obedeció su orden sin discutir y abrió la puerta.
Peyton dirigió de nuevo el rayo a través de las paredes y lo enfocó muy cerca de Leo. Entonces lo llamó a media voz:
-¡Leo!
El león levantó la cabeza, sorprendido.
—¡Hola, Leo! Soy yo, Peyton.
El león, con aire desconcertado, caminó despacio en círculo. Después desistió y se sentó indeciso.
Peyton consiguió persuadir a Leo con mucha paciencia de que se acercase a la entrada. El león reconocía su voz y parecía dispuesto a obedecerle, pero estaba terriblemente confuso y bastante nervioso. Vaciló un rato en la abertura, desconfiando de Comarre y del silencioso robot que lo estaba esperando.
Peyton insistió a Leo para que siguiese al robot. Repitió sus instrucciones con palabras diferentes hasta que estuvo seguro de que el león comprendía. Entonces habló directamente a la máquina y le ordenó que guiase al león hasta la cámara de control. Se quedó un momento observando para comprobar que Leo le seguía. Después, con unas palabras de ánimo, abandonó a la extraña pareja.
Fue bastante enojoso descubrir que no podía ver el interior de ninguna de las habitaciones cerradas y señaladas con el símbolo de la amapola. O bien estaban protegidas del rayo, o bien los controles habían sido dispuestos de manera que no pudiera emplearse el monovisor para escudriñar dentro de aquellos espacios.
Peyton no se desanimó. Los durmientes se despertarían bruscamente, lo mismo que se había despertado él. Después de mirar en sus mundos privados, sintió poca simpatía por ellos; sólo un sentimiento del deber le impulsaba a despertarles. No eran dignos de consideración.
Lo asaltó una terrible idea. ¿Qué habían inculcado los proyectores en su propia mente en respuesta a sus deseos, en aquel olvidado idilio del que de tan mala gana había retornado? ¿Habían sido sus pensamientos ocultos tan vergonzosos como los de los otros soñadores?
Era una idea incómoda, y la apartó a un lado al sentarse de nuevo ante el tablero central. Primero desconectaría los circuitos y después sabotearía los proyectores de manera que no pudiesen ser utilizados de nuevo. El hechizo de Comarre sobre tantas mentes quedaría roto para siempre.
Peyton alargó los brazos para accionar los múltiples cortocircuitos, pero nunca terminó su movimiento. Suavemente, pero con firmeza, cuatro brazos de metal agarraron su cuerpo desde atrás. Pataleando y debatiéndose, fue levantado en el aire, lejos de los controles, y llevado al centro de la habitación. Allí le dejaron de nuevo y le soltaron los brazos de metal.
Más enojado que alarmado, Peyton se volvió en redondo para enfrentarse con su aprehensor. El robot más complicado que jamás había visto lo estaba mirando desde unos pocos metros de distancia. Tenía algo más de dos metros de estatura y descansaba sobre una docena de gruesos neumáticos.
Desde varias partes de su chasis metálico se proyectaban en todas direcciones tentáculos, brazos, varillas y otros mecanismos menos fáciles de describir. En dos lugares, grupos de miembros estaban desmontando o reparando afanosamente piezas de maquinaria que Peyton reconoció con una súbita sensación de culpabilidad.
Peyton consideró en silencio a su adversario. Era sin duda un robot de máxima categoría. Pero había empleado la fuerza física contra él, y ningún robot podía hacer esto contra un hombre aunque se negase a obedecer sus órdenes. Sólo bajo el control directo de la mente de un hombre podía cometer un robot semejante acción. Por consiguiente, había vida en alguna parte de la ciudad, una vida consciente y hostil.
—¿Quién eres? —exclamó Peyton al fin, dirigiéndose no al robot sino a quien lo controlaba.
La máquina respondió inmediatamente con una voz precisa y automática que no parecía una mera voz humana amplificada:
—Soy el Ingeniero.
—Entonces, sal y deja que te vea.
—Me estás viendo.
El tono inhumano de la voz, tanto como las propias palabras, transformaron al instante la cólera de Peyton en una impresión de incrédulo asombro.