Sin añadir palabra, la pequeña máquina giró en redondo sobre sus ruedas y salió de la habitación. El pasillo por el que condujo a Peyton terminaba en una puerta bellamente tallada que éste había tratado en vano de abrir. Por lo visto A-Cinco conocía su secreto, pues cuando se acercaron, la gruesa placa de metal se deslizó sin ruido hacia un lado. El robot siguió adelante y entró en una pequeña cámara parecida a una caja.
Peyton se preguntó si habría entrado en otro transmisor de materia, pero descubrió rápidamente que no era más que un ascensor. A juzgar por lo que duró la subida, debió de haberlos llevado casi hasta la cima de la ciudad. Cuando se abrieron las puertas, tuvo la impresión de hallarse en otro mundo.
Los pasillos en que había estado primero eran grises y no estaban decorados; eran meramente utilitarios. En contraste con ellos, los espaciosos vestíbulos y salones estaban amueblados casi con lujo. El siglo XXVI había sido un período de decoración florida y multicolor, muy despreciada en los siglos siguientes. Pero los Decadentes se habían adelantado mucho a su propio período. Se habían valido de los recuerdos de la psicología y del arte para diseñar Comarre.
Se habría podido pasar toda una vida sin acabar de ver todos los murales, las tallas, las pinturas y los complejos tapices que parecían conservar el brillo de cuando fueron confeccionados. Parecía absurdo que un lugar tan maravilloso estuviese desierto y oculto al mundo. Peyton casi se olvidó de su interés científico, corriendo como un chiquillo de un maravilla a otra.
Había obras geniales, tal vez tan grandes como las mejores que hubiese conocido el mundo. Pero era una genialidad enfermiza y desesperada, como si hubiese perdido la fe en sí misma, aunque conservaba una enorme habilidad técnica. Por primera vez comprendió por qué habían recibido aquel nombre los constructores de Comarre.
El arte de los Decadentes le repelía y fascinaba al mismo tiempo. No era maligno, pues estaba completamente al margen de las normas morales. Tal vez su característica más destacada era el cansancio y la desilusión. Al cabo de un rato, Peyton, que nunca se había considerado muy sensible en cuestiones de arte visual, empezó a sentirse embargado por una sutil depresión. Pero era completamente incapaz de sobreponerse a ella.
Por fin se volvió de nuevo al robot.
—¿Vive gente aquí?
—Sí.
—¿Dónde están?
—Durmiendo.
Parecía una respuesta perfectamente natural. Peyton se sentía muy cansado. La última hora se había esforzado por mantenerse despierto. Algo parecía obligarlo a dormir, imponiéndose a su voluntad. Mañana tendría tiempo sobrado de averiguar los secretos que había venido a descubrir. De momento, sólo tenía ganas de dormir.
Siguió automáticamente al robot cuando éste lo sacó de los espaciosos salones y lo condujo a un largo pasillo flanqueado por puertas metálicas, cada una de ellas señalada con un signo que le resultaba algo familiar pero que no acababa de reconocer. Su mente soñolienta aún estaba luchando sin mucho entusiasmo con el problema, cuando la máquina se detuvo delante de una de las puertas, que se abrió sin ruido.
La cama, cubierta con una gruesa colcha, era irresistible. Peyton se dirigió automáticamente a ella, tambaleándose. Al tumbarse para dormir, un destello de satisfacción alertó su mente. Había reconocido el símbolo de la puerta, aunque su cerebro estaba demasiado fatigado para comprender su significado.
No había engaño ni malevolencia en el funcionamiento de la ciudad. De manera impersonal, estaba realizando las tareas para las que había sido destinada. Todos los que habían entrado en Comarre habían aceptado sus dones de buen grado. Este visitante era el primero que los había desdeñado.
Los interrogadores habían estado preparados durante horas, pero la inquieta y curiosa mente los había eludido. No obstante podían esperar, como lo habían hecho durante los últimos quinientos años.
Y ahora las defensas de esta mente extrañamente obstinada se estaba derrumbando al hundirse tranquilamente Richard Peyton en el sueño. Lejos y abajo, en el corazón de Comarre, saltó un resorte, y unas corrientes complejas y lentamente fluctuantes empezaron a fluir y refluir a través de una serie de tubos vacíos. La conciencia que había sido Richard Peyton
III
dejó de existir
.
Peyton se había dormido al instante. Durante un rato cayó en un completo olvido. Después volvió a experimentar breves ráfagas de conciencia. Y entonces, como siempre, empezó a soñar.
Era extraño que su sueño predilecto acudiese a su mente y fuese ahora más vivido de lo que había sido nunca. Durante toda su vida había adorado el mar, y en una ocasión había visto la increíble belleza de las islas del Pacífico desde la cabina de observación de una aeronave que volaba bajo. Nunca las había visitado, pero con frecuencia había deseado pasar la vida en alguna remota y tranquila isla, sin preocuparse del futuro ni del mundo.
Era un sueño que casi todos los hombres habían tenido en alguna época de sus vidas, pero Peyton era lo bastante sensato como para darse cuenta de que dos meses de semejante existencia lo habrían llevado de nuevo a la civilización, medio loco de aburrimiento. Sin embargo, sus sueños nunca le habían preocupado por estas consideraciones y, una vez más, yacía al pie de palmeras ondulantes mientras el oleaje batía el arrecife de más allá de la laguna que enmarcaba el sol con un espejo de azur.
El sueño era tan extraordinariamente vivido, que Peyton pensó, incluso durmiendo que ningún sueño tenía derecho a ser tan real. Entonces cesó tan súbitamente que parecía como si hubiera una fisura en sus pensamientos. La interrupción lo trajo de nuevo al estado consciente.
Amargamente decepcionado, permaneció acostado durante un rato con los ojos cerrados, tratando de recuperar el paraíso perdido. Pero fue en vano. Algo repicaba en su cerebro, impidiéndole dormir. Además, la cama se había vuelto de pronto muy dura e incómoda. Y de mala gana volvió a pensar en aquella interrupción.
Peyton había sido siempre realista y nunca le habían inquietado las dudas filosóficas, por lo que su impresión fue mucho mayor que la que habrían experimentado muchas mentes menos inteligentes. Hasta ahora jamás había dudado de su propia cordura, pero en ese momento la puso en duda pues el ruido que lo había despertado había sido, en efecto, el de las olas contra el arrecife. Estaba tumbado en la arena dorada, junto a la laguna. A su alrededor, el viento suspiraba entre las palmeras, acariciándolo con sus cálidos dedos.
De momento, Peyton sólo pudo imaginarse que aún estaba soñando. Pero esta vez no cabía duda. Cuando uno está cuerdo, la realidad nunca puede confundirse con un sueño. Y esto era real, si había algo real en el universo.
Poco a poco empezó a desvanecerse su impresión de asombro. Se puso en pie y la arena se desprendió de su cuerpo como una llovizna de oro. Resguardándose los ojos contra el sol, miró a lo largo de la playa.
No se entretuvo en preguntarse por qué le resultaba tan familiar aquel lugar. Parecía bastante natural saber que el pueblo estaba un poco más lejos, siguiendo la orilla de la bahía. Ahora se reuniría con sus amigos, de los que se había separado durante un rato en un mundo que estaba olvidando rápidamente.
Tenía el vago recuerdo de un joven ingeniero (ni siquiera recordaba su nombre) que un día había aspirado a la sabiduría y a la fama. En aquella otra vida, había conocido bien a aquella persona, pero ahora no podría explicarle jamás la vanidad de sus ambiciones.
Empezó a pasear perezosamente a lo largo de la playa, con los últimos y vagos recuerdos de su vida en la sombra desprendiéndose de él a cada paso, como se desvanecen los detalles de un sueño a la luz del día.
Al otro lado del mundo, tres científicos muy preocupados estaban esperando en un laboratorio abandonado, con la mirada fija en un comunicador de múltiples canales y de diseño insólito. La máquina había guardado silencio durante nueve horas. Nadie había esperado un mensaje durante las primeras ocho, pero en ese momento la señal convenida llevaba más de una hora de retraso.
Alan Henson se puso en pie de un salto, llevado de su impaciencia.
—¡Tenemos que hacer algo! Voy a llamarle.
Los otros dos científicos se miraron inquietos.
—¡Podrían localizar la llamada!
—No, a menos que nos estuviesen observando. Pero aun así, no diré nada fuera de lo corriente. Peyton comprenderá, si es que puede responder...
Si Richard Peyton había conocido el tiempo, ahora había olvidado este conocimiento. Sólo el presente era real, pues tanto el pasado como el futuro estaban ocultos detrás de una pantalla impenetrable, como una lluvia espesa que oculta un gran paisaje.
Disfrutando del presente, Peyton se sentía absolutamente satisfecho. Nada quedaba del espíritu inquieto que lo había lanzado una vez, con cierta incertidumbre, a conquistar nuevos campos de conocimiento. Ahora, el conocimiento de nada le servía.
Más tarde no pudo recordar nada de su vida en la isla. Había conocido a muchos compañeros, pero sus nombres y sus caras se habían borrado de su memoria. Amor, paz mental, felicidad: todo esto fue suyo por un breve instante. Y sin embargo, sólo podía recordar los últimos momentos de su vida en el paraíso. Es extraño que todo terminase como había empezado. De nuevo estaba junto a la laguna, pero ahora era de noche y no se hallaba solo. La luna, que siempre parecía llena, estaba baja sobre el océano y su larga cinta de plata se extendía hasta el borde del mundo.
Las estrellas, que nunca cambiaban de sitio, resplandecían en el cielo sin pestañear, como brillantes joyas, más radiantes que los astros olvidados de la Tierra.
Pero Peyton pensaba más en otra belleza, y se inclinó de nuevo hacia la figura que yacía sobre la arena que no era más dorada que los cabellos extendidos descuidadamente sobre ella.
Entonces tembló el paraíso y se disolvió a su alrededor. Peyton lanzó un grito angustioso al serle arrebatado todo lo que amaba. Sólo la rapidez de la transición salvó su mente. Después se sintió como debió sentirse Adán cuando las puertas del paraíso se cerraron detrás de él.
Pero el sonido que lo había sacado de aquella situación era el más vulgar del mundo. Tal vez ningún otro habría podido alcanzar su mente en un lugar tan escondido. No era más que la llamada estridente de su comunicador colocado en el suelo junto a la cama, en la oscura habitación de la ciudad de Comarre.
El sonido se extinguió al alargar automáticamente la mano para apretar el botón del receptor. Debió contestar algo que satisfizo al desconocido que le llamaba (¿quién era Alan Henson?), pues después de un instante enmudeció el circuito. Peyton se sentó en la cama, todavía aturdido, sujetándose la cabeza con las manos y tratando de orientar nuevamente su vida.
No había estado soñando; estaba seguro de ello. Más bien era como si hubiese vivido una segunda vida y ahora volviese a su antigua existencia, como recobrándose de un ataque de amnesia. Aunque seguía aturdido, en su mente se formó una clara convicción: nunca debía volver a dormir en Comarre.
La voluntad y el carácter de Richard Peyton III volvieron lentamente de su destierro. Se puso en pie tambaleándose y salió de la habitación. De nuevo se encontró en el largo pasillo con sus cientos de puertas idénticas. Con una nueva comprensión, miró al símbolo tallado en ellas.
Apenas se daba cuenta de adonde iba. Su mente estaba fija en el problema inmediato. Mientras caminaba, se fue despejando su cerebro y, poco a poco, fue comprendiendo mejor. De momento sólo era una teoría, pero pronto la pondría a prueba.
La mente humana era una cosa delicada y recluida, sin contacto directo con el mundo, que obtenía todos sus conocimientos y experiencia a través de los sentidos corporales. Era posible registrar y almacenar ideas y emociones, del mismo modo que los hombres de una era anterior habían registrado el sonido transmitido por kilómetros de alambre.
Si aquellas ideas eran proyectadas a otra mente, cuando el cuerpo estaba inconsciente y con todos los sentidos embotados, aquel cerebro creería estar experimentando la realidad. No podía detectar en modo alguno el engaño, como no se podía distinguir una sinfonía perfectamente grabada de la interpretación original.
Todo esto se conocía desde hacía siglos, pero los constructores de Comarre habían utilizado este conocimiento como no lo había hecho nadie en el mundo hasta entonces. En alguna parte de la ciudad debía haber máquinas que podían analizar todos los pensamientos y deseos de los que entraban en ella. En otro lugar, los creadores de la ciudad debían haber almacenado todas las sensaciones y experiencias que podía concebir la mente humana. A partir de esta materia prima podían construirse todos los futuros posibles.
Peyton comprendió al fin toda la importancia del genio puesto a contribución para construir Comarre. Las máquinas habían analizado sus más profundos pensamientos y construido para él un mundo fundado en sus deseos subconscientes. Entonces, cuando se había presentado la oportunidad, habían tomado el control de su mente e inyectado en ella todo lo que había experimentado.
No era de extrañar que todo lo que había deseado hubiese sido suyo en aquel paraíso ya medio olvidado. Y no era de extrañar que, a través de los siglos, hubiesen sido tantos los que habían buscado la paz que sólo Comarre podía darles.
Cuando Peyton volvía a ser el de siempre, el sonido de unas ruedas hizo que mirase por encima del hombre. El pequeño robot que le había servido de guía regresaba. Sin duda las grandes máquinas que lo controlaban se estaban preguntando qué le había ocurrido al hombre que tenía a su cargo. Peyton esperó, mientras se estaba formando lentamente una idea en su mente.
A-Cinco empezó de nuevo con su lenguaje programado. Parecía incongruente encontrar una máquina tan sencilla en un lugar donde el automatismo había alcanzado el último grado de perfección. Peyton pensó entonces que tal vez el robot era tan poco complicado, deliberadamente. Habría sido inútil emplear una máquina compleja, si otra sencilla podía servir tan bien..., o mejor.
Peyton prescindió del ya familiar discurso de la máquina. Sabía que todos los robots debían obedecer las órdenes de los humanos, a menos que otros hombres les hubiesen dado anteriormente instrucciones de que no lo hiciesen. Incluso los proyectores de la ciudad, pensó irónicamente, habían obedecido las desconocidas y mudas órdenes de su mente subconsciente.