Cuentos de invierno (24 page)

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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

BOOK: Cuentos de invierno
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—Siempre que tengáis tiempo: sois un compatriota; necesitáis hablar de nuestra Patria común; yo también lo necesito. Así es que podéis venir todos los días. Estamos siempre en casa a esta hora.

Y nos despedimos, llevando yo no sé si la felicidad o la muerte en el alma. Di la mano a Atenea con timidez y respeto. Ella me la estrechó, como una amiga afectuosa. ¿Será su manera? ¿Cómo saberlo?

Pero después de todo, ¿qué importa un apretón de mano más o menos estrecho? Sólo un delirante como yo, puede dar importancia a un detalle tan común en Europa. Además, este apretón de mano puede sólo haber existido en mi imaginación.

—¿Qué os parecen vuestra compatriota y su hija? —me preguntó el doctor al salir.

—Estoy encantado, doctor; la señora es un ángel; la joven, una maga.

—Peligrosa, ¿es verdad? Pero a bien que estáis perfectamente blindado contra esa influencia. El pesar es una cota de bronce.

¡Ay! ¡El doctor no sabía, o aparentaba no saber, cuán débil es el corazón apesadumbrado!

Volví a mi alojamiento en el estado que ya he descrito. Pero logré dormir; el sueño de la embriaguez y de la fatiga.

Ayer pasé la mañana meditabundo y triste, ansioso de soledad y de silencio. He recordado una y cien veces las menores palabras de Atenea, su acento, sus miradas, su actitud. Todo lo he comentado de mil maneras, desde la más natural hasta la más extravagante; desde creer que está enamorada del banquero hasta pensar que no le he sido indiferente y que va a abrirse para mí una era de lucha y de felicidad.

¡Presunción y locura muy explicables! Todos los enamorados proceden así. Mientras ignoran, la felicidad se acerca a ellos o se aleja, como los mirajes que finge en el desierto la imaginación calenturienta.

En la tarde vino el doctor y yo le consulté seriamente si podría visitar también esta noche a nuestras amigas.

—Es claro, amigo mío, puesto que os han autorizado y lo deseáis…

—Nada me será más grato, doctor. Yo no voy al teatro ni tengo aún conocimientos en Venecia; y aun cuando los tuviera, no los encontraría tan encantadores, como éste que vuestra bondad me ha proporcionado.

—Pues bien, iremos, después de comer y de hacer un paseo; podréis entretanto recorrer esta poética ciudad, poco a poco.

Efectivamente, hicimos nuestra visita, y como la noche anterior, fui recibido cordialmente.

Pero encontramos mayor concurrencia; había varias señoras a quienes fui presentado. Atenea tocó en el piano admirablemente y en diversas ocasiones el banquero, que parece ser un aficionado, estuvo cerca de ella, volteando las hojas del papel de música.

¡Oh!, ¡Qué odio me inspiró la música!

Al fin Atenea me consagró unos instantes.

—Perdonad —me dijo—; anoche creí encontrar en algunas palabras del doctor Gerard la seguridad de que no erais un proscrito político, como yo me figuraba…

—Efectivamente, no estoy proscrito de mi país.

—Y por otra parte, debí haberlo comprendido desde luego, por vuestra resolución de residir definitivamente en Venecia. Los proscritos políticos viajan —añadió sonriendo—, mientras que sus enemigos dominan; pero se mantienen siempre pendientes de sus esperanzas, y no bien cae el gobierno proscriptor, cuando vuelan a su país.

—Es cierto, y yo no pienso volver al mío.

—Pero entonces, ¿habéis sufrido algún inmenso pesar que os hace buscar el olvido, en tierra extranjera…?

—El olvido no sería bastante…

—Pues entonces…

—Habría algo más definitivo y más eficaz.

—¡La muerte! —exclamó palideciendo y asombrada— Pero ésa es la desesperación…

—Es simplemente la convicción; es el tedio. El tedio es como un océano amargo, cuyas ondas, al llegar a los labios, hacen desear la muerte, como un refugio.

—¡Me espantáis…! Y no me atrevo a preguntaros la causa de tan terrible dolor, pero me interesa vivamente.

—Y sin embargo, señorita, nada hay más sencillo y menos misterioso… y que menos pudiera impresionaros. Os puedo contar todo, a vos, un ángel.

—¡Ah!, contadme, contadme, pero no ahora, hay muchas gentes; nos distraerían y la confidencia es un misterio sagrado. ¿Podéis venir mañana en la tarde? Estaremos solas mi madre y yo. Me interesa vuestra historia.

—Pero, os repito, no es una historia de complicación romanesca, ni de peripecias dramáticas… es una historia íntima, callada, oscura, en que no hay más resortes que el sentimiento, ni más personajes que dos corazones que se aman, ni más tiranos que el Destino.

—¡Ah!, ¡y decís que no es interesante! Pero con eso sólo se hacían las tragedias antiguas y se hacen las historias que conmueven. Yo creí que en nuestro siglo no existía ya eso, sino en la imaginación de los poetas. Pero vosotros los americanos tenéis cosas nuevas; sois primitivos; es preciso conoceros para creer en sentimientos que han desaparecido de nuestro viejo suelo de Europa, agotado por la civilización.

—No opino yo así, señorita, y atribuyo vuestro modo de ver a vuestra juventud y tal vez a vuestra educación elevadísima, al medio en que habéis vivido, a vuestra inexperiencia complicada con vuestra instrucción. El amor vive aún en Europa, como dondequiera…

—Bien: ya hablaremos de eso; vendréis mañana ¿no es verdad?

—Vendré, aunque no sea más que por la esperanza de que creáis en la realidad, al mirarla en el fondo del abismo.

—Y aunque no soy un ángel, como decís… yo procuraré, que recorráis conmigo las alturas serenas de otra región en que no domina.

—¿El amor?

—El amor, es posible; pero no la desesperación.

Y se separó de mí, con una sonrisa de diosa.

¿Será verdad lo que el doctor me ha dicho?

¡Oh! Pero esta mujer es una niña. No ha sentido, y eso es todo.

¿Qué va a decirme a mí, al tronco carbonizado por el fuego?

Tengo impaciencia por verla esta tarde.

X

Venecia, 26 de mayo.

La he visto y le he hablado. Estaba sola con su madre, que nos abandonó un gran rato, diciéndonos que necesitaba escribir.

Le he relatado mis sufrimientos. Los ha escuchado atenta y pensativa. A veces sus ojos se han llenado de lágrimas, pero otras, sus labios, esos labios benévolos y risueños se han plegado con un gesto de amargura y de contrariedad. ¿Qué puede haberla disgustado? Y sin embargo, nada hay innoble, ni pequeño, ni mezquino en cuanto le he contado. ¿Será que esta historia echa por tierra sus teorías? ¿Será que encuentra demasiado frágil el corazón de la mujer, y que esto le causa pena?

No lo sé, pero la impresión que le ha quedado es indescifrable. No sé qué idea tiene de mí. Tal vez en el fondo me juzga un loco, un visionario.

Nos despedimos al oscurecerse la tarde, y ella me habló poco; parecía taciturna y se excusó de no hablarme acerca de la filosofía especial del amor, porque se sentía mal de la cabeza.

Yo sentí oprimido el corazón. Algo me dice que la historia íntima de mis pesares no satisfizo el interés que ella mostraba por oírla. Fue vulgar, quizá, en su concepto.

No iré esta noche a verla, como es natural, después de haber pasado con ella la tarde, y sabiendo que sufre de su neuralgia y me acuesto contrariado y sin apetito. Después de todo, Venecia para morir es igual a cualquier otra población. ¡y si escogiera yo Roma!

XI

Venecia, 27 de mayo.

Acabo de llegar de su casa. Estaba concurrida como la última noche. Había varios jóvenes, entre ellos un poeta que recitó bellísimos versos que ella aplaudió bastante.

Estuvo alegre, decidora, dulcemente irónica y hasta burlona. Hizo mil distinciones al banquero, que se manifestó muy sensible, y cuyas esperanzas tuvieron una alza que él se encargó de hacer perceptible a todos.

Yo me encontraba hablando con la señora.

Al despedirnos, más temprano que de costumbre y dejando allí al banquero y a los demás, ella me dio la mano fríamente. No era aprehensión mía su apretón de las noches anteriores, porque hoy, disgustada conmigo, me dio la mano con flojedad y la retiró con rapidez.

Decididamente salgo de Venecia porque no me siento con fuerza para esta nueva lucha.

XII

Venecia, 30 de mayo.

…Pero anunciarles que parto para Roma, después de haber asegurado que mi resolución inquebrantable era la de residir aquí hasta morir, francamente es ridículo.

Tengo que asistir, pues, todavía durante muchos meses a este combate en que yo hago el papel de vencido sin haber entrado en lucha.

Ha vuelto mi apatía y con ella mi esperanza de morir pronto. Ahora lo querría más que nunca.

XIII

Venecia, 31 de mayo.

—Os veo triste y enflaquecido —me dijo anoche, llevándome a una ventana, mientras tocaba al piano una de sus amigas—. ¿Acaso seguís minado por la desesperación?

—Por el tedio, Atenea —le respondí—; en las resoluciones impremeditadas se corre siempre el riesgo de engañarse. Yo no conocía Venecia y creí que era la ciudad que me convenía para pasar los últimos días de silencio y de quietud.

—Y ¿no os encontráis a gusto?

—Encuentro que esta ciudad es como otra cualquiera de las de Europa. Sólo tiene diverso el ruido de las calles. Por lo demás, igual bullicio, iguales exigencias de vida social. Y es que para los anacoretas de la religión o del fastidio, sólo convienen los desiertos.

—Efectivamente, y lo que es ahora, difícilmente encontraríais en los desiertos mismos de Asia o de África ese silencio absoluto —añadió con cierto tono burlón—. De modo que para el caso, lo mismo es Venecia que cualquier otro punto de la tierra. Quedaos y os convenceré de que si sufrís así, lo debéis a vos mismo, a vuestra imaginación privilegiadamente exaltada y, sobre todo, a una circunstancia en que he pensado mucho…

—¿A cuál? —pregunté ansioso.

—Temo decíroslo, pero razonamos como fisiologistas y me lo perdonaréis: Si vuestro amor hubiera sido ideal, si hubiera tenido las puras alas del espíritu con las que se eleva hasta las alturas celestes, si no hubierais hecho consistir vuestra felicidad en los goces pasajeros de la tierra, las esperanzas de la unión eterna impedirían con un rocío benéfico que se secara vuestra existencia, abrasada hoy por la desesperación.

—Pero, ¿qué queréis decirme? ¿Que mi amor ha sido sólo sensual, sólo impuro, que he sacrificado a un ídolo de barro?

—Yo digo que la intimidad en que vivisteis, que la contracción de todos vuestros sentimientos, de todas vuestras creencias en ese amor absorbente y dominador, ha sido causa de que al desaparecer el objeto único de vuestras aspiraciones, os deje como un árbol sin savia… No habéis alimentado en el alma nada que fuera inmortal, como ella, y que viviera en vos todavía, consolándoos y aun haciéndoos partícipe de felicidades que no conocéis, porque no las habéis buscado.

—Atenea —le respondí—, tenéis ideas acerca del amor muy singulares. De seguro no lo conocéis; puesto que habláis así. Lo habéis visto en vuestros libros y tal vez en vuestro pensamiento de niña; pero no lo habéis sentido jamás.

—Es cierto… jamás lo he sentido. Pero así lo concibo solamente.

—El mundo y el tiempo se encargarán de modificar vuestras opiniones.

—Y bien: ¿queréis que hagamos una cosa? No podemos hablar aquí de esa materia largamente. Escribidme vuestras teorías; tendré gusto en discutir con vos y os escribiré a mi vez mis opiniones. Yo soy una estudiosa y si no os parece extravagante mi petición, obsequiadla. ¿Me escribiréis?

—Os lo prometo.

—¿Cuándo?

—Muy pronto. Es demasiada honra la que me hacéis, para declinarla, y la acepto, aunque tengo miedo de confirmar la mala impresión que os he causado con mi confidencia.

—¿A mí?

—A vos; he creído descubrir en vuestra conducta para conmigo y a pesar de la admirable delicadeza con que la habéis velado, un sentimiento de disgusto, algo glacial que me ha llegado aquí —dije señalando el corazón.

—¡Oh!, ¿yo disgustada? —me respondió con sorpresa—. Seguramente no lo habéis comprendido. ¡Dios mío! ¿y habéis estado estos días bajo semejante impresión?

—Sí, ¡impresión indecible! —añadí tartamudeando—. Me perdía…

—Mirad —me dijo tratando de separase—. En todo caso, no es disgusto lo que vuestra confidencia me ha causado. Ha sido asombro; ha sido una revolución completa en mis ideas preconcebidas, ¡qué sé yo…! Perdonadme, podéis causarme terror, pero nunca disgusto… Escribidme y traedme vuestra carta en la tarde.

—Pero, ¿no me escribiréis vos también?

—También, pero necesito hablaros antes.

Y me dejó sumergido más que nunca en un océano de reflexiones.

Para no dar pábulo a las observaciones, sobre todo del banquero con mi taciturnidad, hice señas al doctor y nos despedimos, no sin que Atenea al apretarme la mano, me dijera:

—Pronto, ¿no es verdad?

—Muy pronto —repetí.

XIV

Venecia, 2 de junio.

¡Qué singular capricho! Discutir conmigo acerca del amor. Es casi una extravagancia de su parte. ¿Exigirá lo mismo de todos sus amigos? ¿Pensará reunir en un volumen todas las opiniones acerca del amor? Esta sería una obra como la del cardenal Bembo. Sin embargo, yo sentiré placer en esta correspondencia y la comienzo. Es una manera de hablar con ella frecuentemente.

He aquí mi primera carta:

Atenea:

No habéis amado nunca y esto me coloca en un terreno estrecho y difícil para hablaros de amor. Queréis conocer mis ideas acerca de este gran asunto de la vida, y ya habéis sabido antes no sólo cuál es mi teoría, sino cuál ha sido la terrible realidad de que he sido prueba, a costa seguramente de mi existencia toda.

Es decir, queréis que yo haga correr el raudal de mi pensamiento por el angosto y suave cauce que hay que recorrer para llegar hasta vuestra juventud y vuestra inexperiencia, cuando necesita el hondísimo y ancho que lo conduzca hasta despeñarse como catarata incontenible. No puede ser, y no escribiría si no fuese porque deseo siquiera desvanecer en parte, la idea que hayáis tenido de mi carácter, que creéis culpable por causa de mí mismo.

Me resigno pues, y hago un esfuerzo comprendiendo que no puedo deciros todo. No sois más que una niña, a pesar de vuestros estudios, de vuestro talento que quizá os lleva hasta la adivinación; a pesar de vuestra edad en la que podríais estar iniciada en los misterios de la vida; os lo repito: no habéis amado nunca y sois una niña. La teoría, pues, con vos, no puede ser un estudio fisiológico; tiene que limitarse a ser una exposición razonada y débil sin el apoyo de la experiencia; primer fundamento de la convicción.

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