Read Cuentos de invierno Online
Authors: Ignacio Manuel Altamirano
Jam lucis orto sidere
Deum precemur supplices
Ut in diurnis actibus
Nos servet a nocentibus, etc.
,
…después de lo cual salíamos a los corredores a murmurar con voz soñolienta y tiritando de frío, nuestra lección del día. A las siete, poco más o menos, otro campanazo nos mandaba ir a misa. Bajábamos a la capilla de dos en dos, en silencio, y con una compunción que nos habría envidiado un claustro de capuchinos. En la capilla nos aguardaba ya el capellán, revestido y acompañado de sus acólitos, muchachuelos escogidos entre los más decentes del colegio. Nos poníamos de rodillas bajo la mirada paternal y tierna del prefecto, y presenciábamos el
santo sacrificio
, sin que nos fuera dado sentarnos una vez siquiera en las bancas, que para mortificar nuestro miserable cuerpo se colocaban a nuestro lado. Algunas pelotillas de pan lanzadas por alguna mano irreverente sobre el augusto altar, y que por acaso solían pegar en el cerviguillo del venerable ministro, eran un pretexto suficiente para castigar al colegio privándolo del desayuno. Estos castigos eran las gangas de la mayordomía.
De misa, cuando no había castigo, pasábamos al refectorio. El padre maestro decía el
benedicete
, y luego nos sentábamos; circulaban entonces los portaviandas con las jícaras de chocolate, de un chocolate suculento de pepita de calabaza, capaz de nutrir el estómago más rebelde; un panecillo sabroso e invariable, era el compañero del fingido soconusco, y después de devorar todo eso, salíamos a hacer nuestra
toilette
que consistía, como es de suponerse, en arreglarnos pasablemente los cabellos, y en anudárnoslo más graciosamente posible el descolorido arambel que nos servía de corbata.
Después, la campana otra vez nos prescribía el estudio. ¡El estudio! ¡Ah! entonces sí que se estudiaba; entonces sí que se conocían los buenos libros, y no se era, como ahora,
erudito a la violeta
. Los estudios preparatorios debían ser, y eran, en todos los colegios, los siguientes: gramática latina, por Nebrija o por Iriarte; este estudio estaba dividido en cuatro clases, a saber: mínimos, menores, medianos y mayores. Todo hombre que deseara tener una carrera científica, debía comenzar entonces por saber latín. El latín era indispensable, y aun los ricos, los viejos ricos que pretendían hacer de sus herederos alguna cosa grande en el mundo, opinaban como el Mr. de la Jeannotiére de Voltaire, que debían éstos saber su poco de latín. Por supuesto que el tal latín no era el conocimiento de la literatura latina, ¡ca! no; reducíase a algunas traduccioncillas que se aprendían automáticamente, a algunos retruécanos que venían repitiéndose desde el tiempo de Luis Vives, y algunos diálogos que hubieran hecho exclamar a Pedro Gringoire, con más razón que en los tribunales del viejo París:
¡Eheu! ibassa latinitas!
Del latín se pasaba al estudio de la lógica.
Stuart Mill no había aún publicado su método, y si hubiera sido conocido, habría quedado quemado por la mano del portero, entre la rechifla de aquellos grandes sabios. Se estudiaba entonces Lógica por Jacquier; por Bouvin; y los más ilustrados profesores escogían por texto la
Lógica de Heineccius
. Aquello sí que enseñaba a discurrir. Meses enteros se consagraba uno a la gravísima cuestión de las ideas innatas, resolviéndola lindamente por medio de los silogismos en Bárbara o en Celarent, Darii, Feriioque, Baralipton. El
ergotismo
enfrentaba los indiscretos ímpetus del espíritu, y entonces sí que no se conocía la palabrería de la actualidad; la charla estaba proscrita, y al concluir el estudio de la lógica podía uno muy bien vanagloriarse de no haber fatigado en vano ni su lengua ni su garguero.
Ya que estaba uno convertido en
cocuyo
con la luz de la lógica, se lanzaba atrevidamente en los tenebrosos abismos de la metafísica. ¡Oh, la metafísica! ¡Qué ciencia tan positiva y tan útil! ¡Cómo siento que nuestros legisladores inficionados por el veneno de los principios modernos, hayan suprimido en las escuelas nacionales el estudio de la metafísica que por tantos años había sido la antorcha del género humano! ¡Qué discusiones aquéllas sobre los
entes
! ¡Qué argumentos en favor de la existencia de Dios, como que sin ellos era imposible decir una palabra razonable sobre el asunto! ¿Y la Psicología? Si después de aquellas lecciones sentía uno de veras el alma del cuerpo… ¿y el tratado de los ángeles? ¿y el otro sobre el alma de las bestias? Todo era admirable. Medio año se empleaba en adquirir tan bellos conocimientos, y aún parecía poco; así lo decían los profesores, así lo repiten aún hoy los espíritus ilustrados que han emprendido la buena obra de querer volvernos a aquellos tiempos, y así lo creo yo también, que me hallo muy satisfecho de haber consagrado los mejores días de mi juventud a esas graves materias, de que saqué un indisputable provecho.
Por este orden seguían los demás estudios: la Moral, la Ideología, un poquillo de Matemáticas, como que era lo que menos se necesitaba para ser ilustrado en aquel tiempo, y aún hoy, según he oído decir recientemente a algunos diputados en el Congreso de la Unión. Así opinaba el excelente ayo de Jeannot, hijo. Después venían la Física en dosis homeopática y sin necesidad de tener un gabinete; la Geografía en diez lecciones, y no más. Tales eran los estudios preparatorios, de los cuales he querido hablar porque la historia que va a seguir tuvo su curso durante ellos; de modo que los recuerdos del colegio en esa época, están inevitablemente ligados con los recuerdos de una mujer y de una serie de sucesos íntimos inolvidables.
Pero aún no está concluida la descripción de la vida de colegio.
Quedamos en el estudio de la mañana. Una vez concluido éste, entrábamos a cátedra. Allí un profesor lleno de sabiduría nos explicaba el texto bostezando, y nos ponía de rodillas de cuando en cuando, si no sabíamos la clase, o bien nos hacía encerrar en una cárcel, o nos ponía a pan y agua. En algunos Colegios, como en San Gregario, el castigo era todavía más enérgico. Se aplicaban al alumno, cualquiera que fuese su edad, sendos latigazos, correctivo de que, sea dicho en verdad, no tuvimos el gusto de ser partícipes.
De cátedra salíamos a tener un rato de solaz. Se conversaba entonces, se reía, se jugaba. Algunos muchachos que amaban la lectura sacaban entonces librillos sabrosos para devorarlos; novelillas francesas, y algunos poetas españoles hacían el gasto. En casi todos los colegios había una biblioteca más o menos grande y buena, pero en ninguna de ellas se permitía leer a los estudiantes un solo libro. ¡Feliz aquél que a hurtadillas podía recrearse con un clásico, griego o latino! Los estudiantes no debían saber más que lo que se les quería enseñar. Recuerdo que una vez, durante nuestro estudio de latinidad, un amigo mío fue encontrado leyendo un bello ejemplar de Tibulo. ¡Horror! El libro le fue arrebatado de las manos, y el pequeño criminal fue encerrado, ni más ni menos que como un conspirador contra el orden público. El rector creía muy peligrosas para la imaginación de un joven, las ardientes elegías consagradas por el más sensible de los poetas del tiempo de Augusto a la hermosa Delia. En cambio, nada encontraba el severo pedagogo de reprensible en la famosa bucólica de Virgilio, que comienza:
Formosus pastor Corydon ardebat Alexim
Delicias domini, ne quid speraret habebat.
Y tenía razón, puesto que una mano venerable y consagrada había colocado expresamente este bello modelo en la colección de los autores latinos, que se había escogido, como el mejor texto, para la juventud.
Al mediodía, otra vez la campana invitaba al colegio a pasar al refectorio, donde una comida suculenta esperaba al alumno para restaurar sus fuerzas. La bondad de este banquete diario es todavía un motivo de recuerdo delicioso y grato para los que se educaron en otro tiempo. En la cuaresma se comía rigurosamente de vigilia, como era debido.
Después de comer se estudiaba, porque precisamente a esa hora el espíritu, sobre el cual para nada influye la materia, se hallaba en la mayor aptitud para pensar y retener. Las cátedras vespertinas eran iguales a las de la mañana. En la noche se escuchaba devotamente en la capilla la vida del
santo del día
, después de la cual se rezaba el rosario con su correspondiente letanía, antífonas, etc., etc. Con esta devoción se cerraban los trabajos del día y se acostaba uno a las nueve o diez de la noche en medio del mayor recogimiento.
Los domingos se salía a la calle después de misa, y se entraba al colegio a las oraciones de la noche. Afortunadamente los días de fiesta eran frecuentísimos, de modo que en todos ellos se encontraba el apetecido descanso. Cada mes se comulgaba, consagrándose dos días antes a preparar la conciencia, a cuyo efecto se ponía en manos de los jóvenes el piadoso libro del padre Jaen, cuyas lecciones acababan de aclarar prontamente las dudas que hubieran podido abrigar los muchachos sobre ciertas materias. Los ejemplos del padre Jaen completaban en castellano las lecciones latinas de Virgilio, y aun ilustraban la conciencia juvenil sobre nuevos y más complicados asuntos.
De esta manera se iba ascendiendo en la escala de los conocimientos humanos, y pasando de la infancia a la adolescencia, de la adolescencia a la pubertad. Cuando solía uno entrar en los círculos mundanos, ya iba armado con un arsenal de teorías. La imaginación podía descarriarse antes de la salida al mundo, pero la devoción había sido enseñada como un antídoto infalible, de modo que entonces la inmoralidad no hacía estragos, y si los hacía, quedaban conjurados con las poderosas armas de la fe.
No debe olvidarse que estoy hablando de un colegio tal como era antes de 1857, época en que, sin embargo, ya los principios modernos habían inficionado la enseñanza. Allá, al comenzar el siglo, el régimen escolar era todavía más agradable, y sobre todo, más ajustado a las santas reglas de la honestidad.
Como unos diez años antes de ese famoso en que se proclamó la Constitución, y como lo he dicho en otra parte, poco después de la invasión norteamericana, yo hacía mis estudios preparatorios en el colegio de… en la manera y forma que dejo apuntadas.
Mi padre, previendo que yo necesitaría en México de algún amparo, y sobre todo, de una persona a quien respetar y a quien acudir en demanda de consejo, me recomendó, al dejarme en el colegio, a un pariente suyo, eclesiástico venerable y que por su saber y sus virtudes había obtenido una canongía en la
Colegiata de Guadalupe
.
Este santo personaje, que había sido cura en el Estado de Veracruz hacía cosa de treinta años, poseía junto a mi pueblo precisamente, un rancho de los mejores del rumbo y unos grandes terrenos en que sembraba tabaco, todo lo cual había sido el fruto de sus trabajos en el cuidado de las almas.
Como el canónigo residía en México, había confiado a extrañas manos la administración de aquellos cuantiosos bienes que le producían una renta pingüe, pero había tenido que acudir muchas veces a la honradez de mi padre para que en su calidad de inteligente campesino, ranchero, y pariente suyo, le arreglase varias dificultades y ejerciera cierta vigilancia sobre los administradores. Así es que debía grandes consideraciones a mi padre, y éste pudo, en esa virtud, solicitar de su respetable pariente protección para mí.
El señor prebendado la ofreció muy amplia, no sin exigir de mi padre que cuidase, a su vez, de los becerros, de la ordeña, del herradero y de las cosechas de tabaco. Así es que en virtud de este contrato
facio ut facias
, como diría un jurista, hubo encargo recíproco de tutelas, y yo quedé bajo la del piadoso sacerdote.
Era éste un grave personaje de cincuenta y tantos años, de elevada talla, robusto, coloradote y bien conservado. Mantenía, como todos los hombres de su profesión y de su posición, numerosas relaciones en México con las grandes familias y los más famosos próceres de la política. Así es que, cuando él no pasaba el día en el seno de una familia aristocrática, recibía en su casa a un gran número de personas: generales, senadores, diputados, jueces, ricos tenderos españoles, agiotistas célebres, opulentas y viejas devotas, y otras muchas gentes de ambos sexos.
De manera que en las primeras visitas que le hice, me formé una gran idea de su influencia y de su saber, y desde su antesala, en que aguardaba con mi timidez de catorce años a que me llamara para disfrutar el honor de… saludarle, y viendo pasar delante de mí a una tan abigarrada falange de cortesanos y cortesanas, me figuré buenamente que el señor canónigo era un semidios.
Por supuesto que las audiencias que me concedía eran brevísimas, y en ellas respondía yo en pie a las tres o cuatro preguntas que hacía sobre mis estudios y alimentos, después de lo cual me observaba un momento fijando en mí una mirada altanera a través de sus oscuros anteojos de oro y bajo sus espesas cejas grises, y concluía recomendándome que fuese devoto, y amenazándome con la ira de mi padre si no obedecía.
¡Qué impresión tan terrible me producían estas audiencias! El canónigo me inspiraba al principio una especie de terror místico. Yo comprendo que esto provenía de su sequedad al hablarme y del aparato de que le veía yo rodeado, porque me recibía en su gabinete de estudio, que estaba arreglado a la manera eclesiástica. Era amplio, pero iluminado débilmente por una ventana estrecha y cuyos cristales estaban cubiertos con cortinas descoloridas y sucias; el tapiz era también oscuro y viejo; el mueblaje consistía en seis grandes libreros de madera negra llenos de pergaminos
in folio
y de otros libros viejos eclesiásticos de pastas desagradables. Algunos sillones antiguos de cuero mostraban sus cojines y respaldos destripados junto a una gran mesa cubierta con una carpeta de bayeta verde, sobre la cual se mostraba el enorme e indispensable tintero de plomo o de cobre con su haz de plumas de ave, y en medio de libros colocados simétricamente, y de papeles, y de cuadernos forrados en badana oscura, se destacaba un enorme crucifijo de madera chorreando sangre, pero adornado con su corona y potencias de plata, con su cendal de lino, encarrujado y sucio, y sus flores de trapo manchadas de tinta. Esta mesa estaba colocada junto a un librero, y entre éste y ella se hallaba el gran sillón del canónigo, en el que se mostraba el austero personaje medio oculto entre las sombras de aquel santuario. Descansaba generalmente los brazos sobre una carpeta de hule, a cuyas orillas se mostraba abierta una petaquita grasienta rellena de grandes tabacos, o bien una gran caja de oro para polvos, el braserillo de plata con su pequeño cono de ceniza ocultando la braza, y junto a él un gato enorme, el favorito de su reverencia.