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Authors: Geoffrey Chaucer
La ira maligna es de dos clases, a saber: súbita o arrebatada, sin advertencia o consentimiento de la razón. El significado o sentido de esto es que la razón humana no asiente a esta ira arrebatada, y, por consiguiente, es pecado venial. Otra ira —muy aviesa por cierto— es la derivada de la crueldad del corazón, con premeditación y deliberación, con maligna intención de venganza. Y si la razón consiente, entonces se comete pecado mortal. Esta ira no resulta muy agradable a los ojos de Dios: perturba su morada y expulsa al Espíritu Santo del corazón del hombre, y aniquila y destruye la semejanza con Dios —es decir, la gracia que reside en el alma humana— e inserta en él la semejanza con el diablo, alejando al hombre del Creador, su legítimo dueño.
Esta ira otorga al diablo verdadero placer: es el horno demoníaco que se enciende con el fuego del infierno. Pues, sin duda, así como el fuego resulta más eficaz que cualquier otro medio para destruir los objetos materiales, así la ira es poderosa para aniquilar todas las cosas espirituales. Considera cómo esa hoguera de pequeñas ascuas casi amortiguadas bajo las cenizas se reaviva en contacto con el azufre. Así, igualmente, la ira se avivará de nuevo en contacto con el orgullo que recubre el corazón humano. Pues, evidentemente, el fuego no se origina de la nada, sino que reside en la misma cosa de forma natural: el fuego se obtiene del pedernal y del hierro.
De igual suerte acontece con el orgullo: a menudo origina la ira, como el rencor la alimenta y fomenta. Hay una especie de árbol, afirma San Isidoro
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, que cuando el hombre hace fuego con él, y recubre sus carbones con cenizas, la hoguera dura un año o más. Así acontece con el rencor. Cuando anida en el corazón del hombre, dura ciertamente quizá de una a otra Pascua o más. Pero sin duda que semejante hombre, durante este periodo, está muy alejado de la misericordia de Dios.
La anteriormente mencionada hoguera diabólica está alimentada por tres malvados: el orgullo, que siempre enciende y aviva el fuego con palabras aviesas y contenciosas; sigue la envidia, que mantiene un hierro candente en el corazón humano con un par de largas tenazas de hondo rencor; y finalmente, el pecado de rebelión, o pendencia y querella, que lo azuza y forja con aviesos reproches.
Este maldito pecado perjudica tanto al hombre mismo como a su prójimo. Pues, sin duda, casi todo el daño que el hombre ocasiona a su prójimo proviene de la ira. En verdad, la ira desatada hace ejecutar todo lo que el diablo ordena, pues no deja a salvo ni a Cristo ni a su dulce Madre.
Y, por desgracia, con este enfado o ira desatados, muchos sienten su corazón lleno de inquina hacia Jesucristo y hacia sus santos. ¿No es éste acaso un pecado perverso? Ciertamente lo es. Por desgracia, priva al hombre de su entendimiento y razón, y de toda la bondad de su vida espiritual que debería proteger a su alma. Sin duda, también le arrebata el debido señorío del bien, que reside en el alma del hombre, y el amor al prójimo. Asimismo lucha siempre de continuo contra la verdad, le roba la paz de su corazón y trastorna su alma.
De la ira se originan esos pestilentes engendros. En primer lugar, el odio, que es la antigua ira; luego, la discordia, por la cual uno deja a su antiguo amigo al que ha amado tanto tiempo. A continuación vienen las guerras, y todos los perjuicios —tanto corporales como materiales— que uno ocasiona al prójimo.
De este maldito pecado de ira también proceden los homicidios. Comprended que el homicidio, es decir, el asesinato, se ejecuta de formas diversas. Algunos homicidios son espirituales; otros, corporales.
El homicidio espiritual es de tres especies. La primera procede del odio. Tal como afirma San Juan: «El que odia a su hermano es un homicida»
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. La difamación es también homicidio. De los maledicentes afirma Salomón
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que tienen dos espadas con las cuales exterminan a sus prójimos. Pues, sin duda, tan avieso resulta arrebatar su buen nombre como su vida. También es homicidio el dar un consejo malvado y fraudulento y el imponer impuestos y tributos dañinos. Sobre ello afirma Salomón: «Estos crueles señoríos son como leones rugientes y hambrientos»
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, pues retienen o recortan las pagas, salarios o gajes de sus sirvientes, o también practican la usura o se abstienen de dar limosnas a los menesterosos. Por ello, el hombre sabio
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afirma: «Alimentad a aquel que está a punto de perecer de hambre»; si no lo alimentas, lo sacrificas. Y todos éstos son pecados mortales.
El homicidio corporal se produce de cuatro formas. Uno es legal: la justicia condena a muerte a un culpable. Sin embargo, cuide la justicia en obrar correctamente, y que no lo haga por el placer de verter sangre, sino para mantener la ley. El segundo homicidio es el de necesidad. En tal caso uno mata a otro —no hay otro modo de evitar la muerte— en defensa propia. Pero resulta indudable que si se puede uno escapar sin dar muerte a su atacante y lo mata, comete pecado, y deberá hacer penitencia por pecado mortal.
También si un hombre por azar o por casualidad lanza una piedra con la que mata a un hombre, es un homicida. Igualmente, si una mujer se acuesta sobre su hijo durante la noche por negligencia, es una homicida y comete pecado mortal. Asimismo si uno impide la concepción de un ser, y vuelve estéril a una mujer mediante brebajes de hierbas venenosas —por culpa de ellas no puede concebir— o da muerte a un niño con brebajes emponzoñados, o introduce ciertos objetos en sus partes privadas para matar al feto, o peca contra la Naturaleza —el hombre o mujer arroja el esperma de modo o lugar que la concepción no se pueda llevar a cabo—, o si una mujer que ha concebido asesina a su hijo dañándose a sí misma, es homicida.
¿Qué decir también de las preñadas que asesinan a sus hijos por el temor del qué dirán? Sin duda, es un horrendo homicidio. También es homicidio si un hombre se acerca a una mujer con deseos lujuriosos, y por ello el niño perece, o también si golpea a sabiendas a una mujer, lo que ocasiona la muerte del niño. Todos estos actos son homicidios y horrendos pecados mortales.
De la ira también se derivan muchos otros pecados, tanto de palabra como de pensamiento y obra. Por ejemplo, aquel que vitupera a Dios, o le echa las culpas por algo de lo que sólo él es culpable, o desprecia a Dios y a sus santos, como hacen esos malditos jugadores en numerosas comarcas. Cometen este maligno pecado cuando albergan en su corazón sentimientos de entera maldad hacia Dios y sus santos. También, cuando tratan de forma irreverente al sacramento eucarístico: este pecado es de tal gravedad, que a duras penas puede ser perdonado, si no fuese que la misericordia de Dios sobrepasa a todas las acciones. Tan grande y benigno es Él.
De la ira también se deriva la furia venenosa. Cuando a uno se le amonesta en la confesión a abandonar el pecado, entonces se pone iracundo y contesta con menosprecio y enfado, y defiende y excusa su pecado por la debilidad de su carne, o por haber pecado para congraciarse con sus camaradas, o también, dice, porque el maligno le sedujo; o que lo hizo por su juventud, o porque era de temperamento tan fogoso que no se pudo controlar, o que tal es su destino a cierta edad; o porque asegura se deriva de la casta de sus antepasados y otras cosas por el estilo.
La gente de tal clase se recubre de tal forma con sus pecados, que no quiere desembarazarse de ellos. Pues, sin duda, ninguna persona que se autoexcusa arteramente de sus pecados podrá liberarse de ellos hasta que los reconozca humildemente.
Después de este pecado viene el de jurar, que va directamente contra el mandamiento de Dios: esto acontece a menudo por ira y por cólera. Dios declara: «No tomarás el nombre de Dios en vano»
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. También Nuestro Señor Jesucristo afirma en palabras de San Mateo: «No juréis de ninguna manera: ni por el Cielo, pues es el trono de Dios, ni por la Tierra, pues es el escabel de sus pies, ni por Jesucristo, pues es la ciudad del gran Rey. Ni tampoco juréis por vuestra cabeza, pues no está en vuestra mano el hacer blanco o negro un solo cabello. Sea, pues, vuestro modo de hablar sí sí, no no; que lo que pase de esto, de mal principio proviene»
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Por amor de Cristo no juréis tan pecaminosamente de modo que desmembréis de modo inicuo el alma, corazón, huesos y cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Pues, ciertamente, parece que os figuráis que los malvados judíos no desmembraron ya suficientemente la preciada persona de Cristo para que todavía lo hagáis vosotros.
Si aconteciera que la ley os impeliera a prestar juramento, guiaros entonces por la ley de Dios, tal como dice Jeremías en el capítulo cuarto: «Observarás tres condiciones: jurarás con verdad, con justicia y con rectitud»
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. Es decir, jurarás en verdad, pues toda mentira va contra Jesucristo, ya que Cristo es la verdad misma. Y piensas bien esto: que todo aquel que jura sin estar obligado por la ley conservará en su casa esta plaga mientras cometa juramentos ilegítimos.
Jurarás también con justicia cuando estés obligado por tu juez a ser testigo de la verdad. Tampoco jurarás ni por envidia, ni por favor, ni por soborno, sino por rectitud y para declarar, para gloria de Dios y ayuda de los cristianos. Y, en consecuencia, todo hombre que toma el nombre de Dios en vano, jura de palabra en falso, toma sobre sí mismo el nombre de Cristo para llamarse cristiano, y no vive de acuerdo con los ejemplos de Cristo y sus enseñanzas, toma el nombre de Dios en vano.
Considera también lo que San Pedro afirma en los
Hechos
(cap. IV):
Non est aliud nomen sub coelo
, etc. «No hay otro nombre —afirma San Pedro—— bajo el cielo dado a los hombres por el cual puedan ser salvos.» Es decir, por el nombre de Jesucristo. Considerad también cómo por el preciado nombre de Cristo, como afirma San Pablo en su Epístola a los filipenses (cap. II): E nomine Jesu, etc. «
Que al nombre de Jesús se doblen todas las rodillas de los seres celestiales, o terrenos, o de los infiernos, pues es tan sublime y digno de reverencia, que el maligno en los infiernos tiembla al oírlo
»
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Entonces parece que los hombres juran tan horriblemente por su nombre, lo desprecian todavía con más atrevimiento que los malvados judíos, o incluso el diablo, que al oír su nombre tiembla.
Así, pues, ya que el jurar, a menos que sea en juicio, está tan terminantemente prohibido, mucho peor será el hacerlo en falso y sin necesidad. ¿Qué vamos a decir de aquellos que se deleitan en jurar y consideran esa costumbre como varonil y novedosa y que no cesan de formular grandes juramentos, aunque sea por una causa fútil? Sin duda, es éste un horrible pecado.
El jurar repetidamente sin premeditación es también pecado. Pero consideremos ahora el horrendo pecado del exorcismo y del conjuro, tal como hacen esos falsos exorcistas y practicantes de la nigromancia en baldes de agua o sobre objetos relucientes, círculos, o sobre la hoguera o un omóplato de oveja. Sólo puedo afirmar que obran con maldad y de modo condenable en contra de Cristo y de la fe de la Santa Iglesia.
¿Qué vamos a decir de los que creen en las adivinaciones a través del canto o del vuelo de los pájaros, o de las bestias, o en el echar suertes, o en el chirriar de las puertas o en el crujir de las casas, en las roeduras de los ratones y otras vilezas semejantes? Ciertamente, todo esto lo prohíbe Dios y la Santa Iglesia. Todos los que se adhieren a estas inmundas creencias están recusados hasta que se enmienden. Los hechizos para las heridas y enfermedades humanas o animales, caso de surtir algún efecto, es por un azar tolerante de Dios, por lo que la gente debería dar más crédito y reverencia a su nombre.
Mencionaré, acto seguido, a la mentira que, por lo común, resulta de utilizar una palabra con falso significado con el propósito de engañar a los correligionarios. Algunas mentiras no producen ventaja alguna a nadie; otras originan bienestar y provecho a uno y malestar y perjuicio a otro. Otras veces se miente para salvaguardar la vida o la hacienda. Otras se miente por el placer de mentir, y, a tal efecto, urdirán una larga trama que adornarán con todo detalle, a pesar de que todo es falso. Otras mentiras se derivan del mantener la palabra; otras, de la ligereza impremeditada y cosas por el estilo.
Vayamos ahora al vicio de la adulación, que no fluye voluntariamente a no ser por temor o por codicia.
La adulación consiste en una falsa alabanza. Los aduladores son las nodrizas diabólicas que alimentan a sus hijos con la leche de la lisonja. Pues es verdad que Salomón afirma que la lisonja es peor que la detracción. A veces la detracción convierte en más humilde a un hombre arrogante por temor a la misma detracción. Es cierto que la adulación vuelve al hombre más altanero de pensamiento y de porte. Los aduladores son los hechiceros diabólicos, pues hacen pensar a uno de si mismo que no hay nadie comparable a él. Son como judas: traicionan a uno para venderlo a sus enemigos, es decir, al diablo. Los aduladores son los capellanes diabólicos que cantan el Placebo. Detecto la adulación en los pecados de ira, pues, a menudo, si un hombre está encolerizado con otro, entonces adulará a alguien para que le apoye en su lucha.
Mencionaremos a continuación las maldiciones que brotan de un corazón iracundo. En general, la maldición consiste en todo género de potencia dañina. El maldecir de este modo despoja al hombre, tal como afirma San Pablo, del reino de Dios
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. Y muy a menudo, ésta recae sobre el mismo maledicente, cual pájaro que regresa de nuevo a su mismo nido. En particular, los hombres han de evitar maldecir a sus hijos y entregar su propia prole al diablo, en cuanto a ellos corresponda: el hacerlo es ciertamente peligroso y constituye pecado grave.
Hablemos a continuación de la querella y de los reproches, que constituyen gravísimas heridas en el corazón humano, pues deshacen las costuras de la amistad en el corazón del hombre. Porque, en efecto, a duras penas puede alguien estar de acuerdo con aquel que, mediante la calumnia, le ha injuriado e increpado abiertamente. Como afirma Jesús en el Evangelio, es gravísimo pecado
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Y considérese igualmente al que censura a los demás o reprocha a otra persona algún triste defecto corporal, como «leproso», «jorobado», «villano» o algún pecado cometido. Si le reprocha el daño que sufre, entonces dirige la reprimenda a Jesucristo Nuestro Señor, pues el mal es fruto de un justo y consentido mensaje divino, sea la lepra, lesión o enfermedad.