Cuentos de Canterbury (61 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Luego, aquel que estaba sin pecado, fue azotado. Y, finalmente, murió crucificado. A continuación se cumplió la profecía del profeta Isaías
[553]
, cuando afirma que fue herido por nuestros pecados y mancillado por nuestras felonías. En resumen, ya que Jesucristo cargó sobre sí el dolor de toda nuestra maldad, el hombre pecador debe llorar mucho y lamentarse, pues por sus pecados el Hijo del Dios de los Cielos habría estado sometido a todos estos sufrimientos.

La sexta cosa que debe incitar al hombre a la contrición es la espera de tres logros, a saber: el perdón de los pecados, la gracia de Dios para alcanzarlo y la gloria del cielo con la cual Dios recompensará al hombre por sus buenas obras. Y porque Jesucristo nos otorga estos dones a causa de su magnanimidad y bondad soberanas, por eso se le llama:
Jesús Nazarenus rex Iudeorum
.
Iesus
, decir, «salvador» o salvación, en el cual los hombres cifran alcanzar el perdón de los pecados, que es propiamente la salvación de los mismos. Y, por consiguiente, dijo el ángel a José: «Le pondrás por nombre Jesús, pues Él salvará a su pueblo de sus pecados. No se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos ser salvados»
[554]
.

Sobre este tema afirma San Pedro: «No existe nombre bajo el cielo que se pueda dar a un hombre mediante el cual uno pueda ser salvo, excepto Jesús»
[555]
Nazarenus
equivale a «floreciente»; a través de El la Humanidad espera la remisión de los pecados y la concesión de la correspondiente gracia para lograrlo. Pues la esperanza del fruto en el momento adecuado reside en la flor, y en el perdón de los pecados la esperanza de la gracia para lograrlo: «He aquí que estoy a la puerta, y llamo —afirma Jesús—. Si alguno escuchare mi voz y me abriese la puerta, tendrá el perdón de sus pecados, y entraré a él y cenaré con él»
[556]
, por las buenas obras que realizará; esas obras constituyen el alimento de Dios, «y cenará conmigo» por la inmensa alegría que le proporcionaré. Así el hombre esperará que Dios le otorgue su reino, tal como afirma en el Evangelio, por sus obras de penitencia.

Ahora sabrás de qué forma. Afirmo que el arrepentimiento debe ser universal y total, es decir, uno deberá tener sincero arrepentimiento de todos sus pecados de pensamiento con delactación sensual, pues tal deleite es sumamente peligroso. Dos son los modos de consentir. Uno de ellos recibe el nombre de consentimiento afectivo; en tal caso una persona se inclina a pecar y se refocila pensando en dicho pecado: detecta perfectamente que ha quebrantado la ley de Dios, y, con todo, su razón no aparta este malvado deleite o apetito, aunque uno sea consciente de que le aleja del temor de Dios. Por más que la razón sea plenamente consciente de este quebrantamiento a la ley de Dios, no rechaza este deleite o apetito pecaminoso. A pesar de que la razón no consienta en cometer este pecado de obra, algunos doctores afirman que semejante delectación prolongada, aunque nimia, se toma muy peligrosa.

Asimismo uno debería arrepentirse, especialmente por todo lo que ha deseado en contra de la ley de Dios con perfecto consentimiento de su razón, pues no existe duda de ello: el consentir constituye pecado mortal. Ciertamente, no existe pecado mortal que no se albergue primeramente en el pensamiento y después en la delectación, y luego en el consentimiento, para acabar en la acción. Por consiguiente, afirmo que muchos hombres jamás se arrepienten de tales pensamientos y delectaciones: solamente se confiesan de los pecados externos de obra. En consecuencia, afirmo que tales malvados pensamientos y delectaciones constituyen sutiles engaños de aquellos que se condenarán.

Aún más: el hombre debe arrepentirse tanto de sus malas palabras como de sus perversas acciones, pues, ciertamente, el arrepentimiento de un solo pecado sin el de los restantes, o el hacerlo de los restantes y no de uno singular, de nada sirve. Estad plenamente convencidos: el Dios Todopoderoso está lleno de bondad y, por ende, perdona todos los pecados, o en caso contrario no lo está.

Al respecto afirma San Agustín: «Sé con certeza que Dios es enemigo de todo pecador.» ¿Y cómo, pues el que se esclaviza a un pecado obtendrá el perdón de los restantes? No. Por otra parte, la contrición debería ser extremadamente penosa y llena de angustia. Y, en consecuencia, Dios le otorga la plenitud de su misericordia. Así, «cuando mi alma estaba poseída por la angustia, recordé a Dios para que le llegase mi súplica»
[557]

Todavía más: la contrición deber ser perseverante y uno debe tener el firme propósito de confesarse y de enmendar su conducta. Pues, ciertamente, mientras procure la contrición siempre se puede esperar el perdón. Y de él se deriva la aversión al pecado que destruye el poder de la culpa tanto en uno mismo como en otros. Por lo cual afirma David: «Los que amáis a Dios, odiáis la maldad.» Pues estad seguros, amar a Dios significa amar lo que Él ama y odiar lo que Él odias
[558]
.

La última cosa que el hombre entenderá por penitencia es ésta: ¿para qué sirve la contrición? Afirmo que a veces la contrición limpia al hombre de pecado. Sobre ello sentencia David: «Me formulé el propósito de confesarme, y Tú, Dios, me absolviste de mi pecado»
[559]
Y así como la contrición no sirve para nada sin el firme propósito de confesarse, si uno tiene la oportunidad, así la confesión o absolución sin contrición de nada vale. Incluso más: la contrición destruye las cárceles del infierno y transforma en débil y frágil toda la fortaleza demoníaca, y restablece los dones del Espíritu Santo y todas las virtudes; también limpia al alma de pecado, la libera de las penas del infierno, de la compañía del diablo, de la esclavitud del pecado, y establece todos los bienes espirituales y la unión y comunión con la Santa Iglesia. Más aún: transforma al pecador de hijo de ira en hijo de Dios.

Todas estas afirmaciones se prueban por las Escrituras. En consecuencia, el que quiera comprender estas cosas, prudente es, ya que verdaderamente carecerá de fuerzas para pecar durante toda su vida: al contrario, se abandonará en cuerpo y alma al servicio de Jesucristo, y, al hacerlo, le rendirá homenaje. Pues, ciertamente, nuestro dulce Señor Jesucristo nos ha librado tan graciosamente de nuestras locuras, que si Él no tuviese misericordia de nuestras almas, entonaríamos todos una triste canción.

FINALIZA LA PRIMERA PARTE DE LA PENITENCIA Y SIGUE LA SEGUNDA.

La segunda parte de la penitencia consiste en la confesión, signo de la contrición. A continuación deberéis captar en qué consiste, si debe o no debe hacerse, y cuáles son los requisitos apropiados a una verdadera confesión.

En primer lugar debéis saber que la confesión consiste en la sincera manifestación de los pecados a un sacerdote. Es decir, «sincera», pues se debe confesar a él todas las circunstancias inherentes a su pecado en cuanto sea posible. Todo debe decirse, sin paliativos, ni amagos, ni edulcorantes; sin envanecerse de las buenas acciones. Incluso más: es preciso comprender el origen de los pecados, cómo se reiteran y su naturaleza.

Sobre el origen de los pecados San Pablo afirma lo siguiente: que así como el pecado entró en este mundo a través de un hombre, y por él la muerte, así, del mismo modo, la muerte entró en todos los hombres que pecaron. Y este hombre era Adán, a través del cual, cuando rompió el mandato divino, el pecado entró en este mundo. Y, por consiguiente, aquel que primeramente fue tan poderoso que no debería haber muerto se convirtió en uno necesariamente sujeto a la muerte, independientemente de su voluntad, y con él toda su progenie de este mundo que en tal hombre pecó. Considera el estado de inocencia cuando Adán y Eva deambulaban por el Paraíso desnudos, sin sentirse para nada avergonzados, cómo la serpiente, el más astuto de los animales que Dios había creado, le dijo a la mujer:

—¿Conque os ha mandado Dios que no comáis frutos de todos los árboles del Paraíso?

—Del fruto de los árboles que hay en el Paraíso sí comemos —replicó la mujer—. Mas del fruto del árbol que está en medio del Paraíso mandónos Dios que no comiéramos ni lo tocásemos, para que no muramos.

—¡Oh! Ciertamente no moriréis —dijo la serpiente—. Sabe Dios que el día que comiéreis de él se os abrirán vuestros ojos: seréis como dioses, conocedores del bien y del mal
[560]
.

La mujer vio, pues, que el fruto del árbol era bueno para comer, bello a los ojos, y de hermoso aspecto. Cogió del fruto y lo comió, y dio de él a su marido, el cual también comió y al instante se les abrieron a entrambos los ojos; y como echasen de ver que estaban desnudos, asieron unas hojas de higuera y se hicieron unos delantales para camuflar sus órganos genitales.

De todo ello se puede colegir que el pecado mortal se inicia con una sugerencia del diablo, representado aquí por la serpiente; y luego, la delectación carnal, simbolizada en este caso por Eva; y a continuación, el consentimiento de la mente, figurada aquí por Adán.

Medítalo bien. Aunque sea cierto que el maligno tentase a Eva, es decir, la carne, y la carne se deleitase en la hermosura del fruto prohibido, con todo, ciertamente, hasta que la mente, es decir, Adán, consintió en comer del fruto, conservó su estado de inocencia original.

Del mismo Adán quedamos contagiados del pecado original, pues él es el progenitor fisico de todos nosotros: somos engendrados de una sustancia vil y corrupta. Y cuando a nuestro cuerpo se le insufla el alma, inmediatamente contraemos el pecado original, y lo que al principio fue solamente aflicción de la concupiscencia se convierte en aflicción y pecado. Y, por consiguiente, todos hemos nacido hijos de la ira y de eterna condenación, si no fuera por el bautismo que recibimos y nos redime de la culpa. Pero, en verdad, el tormento que permanece en nosotros recibe el nombre de concupiscencia. Y esta concupiscencia, cuando radica en el alma de modo desordenado y mal dispuesto, le hace apetecer, a través del apetito camal, los pecados de la carne por la visión de los objetos terrenales, y el apetito de honores mediante el orgullo de corazón.

Por lo que respecta al primer apetito, es decir, a la concupiscencia derivada de las exigencias de nuestros órganos genitales, que fueron legítimamente creados por el recto juicio de Dios, afirmo que cuando el hombre no obedece a Dios, su Señor, entonces la carne se rebela contra él mediante la concupiscencia, que alimenta y da pie al pecado. Por consiguiente, mientras uno se sienta acuciado por la concupiscencia resulta imposible que no sea tentado y su carne no le incline a pecar.

Y así será mientras viva. Puede que el poder del bautismo y de la gracia a través de la penitencia refuerce esta debilidad y fragilidad, pero aunque quede refrenado por la enfermedad, o por el mal obrar de hechicería o bebidas frías, la concupiscencia jamás será saciada.

Mira lo que San Pablo afirma al respecto: «Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne, como que son cosas entre sí opuestas; por cuyo motivo no hacéis vosotros todo lo que queréis»
[561]
. El mismo San Pablo, después de sus sufrimientos en el mar y en tierra firme —en el mar, un día y una noche con grandes peligros y sufrimientos; en tierra firme, hambre, sed, frío, desnudez— y apedreamiento casi hasta morir, dijo con todo: «¡Oh, qué hombre tan infeliz soy! ¿Quién me libertará de este cuerpo tan miserable?»
[562]
Y San Jerónimo
[563]
, después de haber morado largo tiempo en el desierto donde no tenía otra compañía que los animales salvajes, donde su único alimento eran las hierbas y su única bebida el agua, su lecho, la desnuda tierra, por lo que su piel se tornó negra como la de un etíope a causa del calor y casi agrietada por la intemperie, a pesar de todo afirmaba que sentía bullir en su cuerpo el fervor de la lascivia.

Por consiguiente, sé con toda seguridad que se engañan los que afirman que no son tentados en su cuerpo. Comprueba el testimonio del apóstol Santiago cuando afirma que «cada uno es tentado por su propia concupiscencia»
[564]
; es decir, que cada uno tiene motivo y ocasión de ser tentado por este incentivo pecaminoso que radica en nuestro cuerpo. Por ello afirma San Juan Evangelista: «Si afirmamos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no radica en nosotros»
[565]
.

Ahora os enteraréis de qué modo ese pecado se incrementa o crece en el hombre.

La primera cosa se refiere al acicate pecaminoso que he mencionado anteriormente: la concupiscencia camal. Su secuela es la sujeción al demonio, es decir, a los fuelles diabólicos con los que él insufla en el hombre el fuego de la concupiscencia camal. Y después de ello, el hombre sopesa si hará o no aquello que ha sido objeto de tentación. A continuación, si uno se resiste y capea la primera acometida de su carne y del diablo, entonces no peca. En caso contrario, siente entonces las llamaradas del placer. Acto seguido bien le valdría ser cauto y cuidadoso, no fuera que entonces consintiera en pecar; y después lo haría si tuviera ocasión y tiempo propicios.

Moisés opina al respecto, a través del diablo: «El diablo lo dice: Acosaré y perseguiré al hombre con tentaciones malignas, y le apresaré acuciándole e instigándole a pecar. Escogeré mi presa o mi víctima con deliberación, y mi deseo se verá logrado a través del placer sexual. Esgrimiré mi espada en el consentimiento»
[566]
. Pues, ciertamente, así como una espada escinde algo en dos, así el consentimiento aleja al hombre de Dios. «Y entonces le haré perecer con mi propio brazo haciéndole pecan»; así afirma el diabólico. De hecho, en tales circunstancias, la muerte se enseñorea del alma del hombre. Y de este modo cae en pecado mediante la tentación, la delectación y el consentimiento. En tal caso el pecado se llama actual.

Hay dos clases de pecado: mortal y venial.

Cuando uno ama a una criatura más que a Jesucristo nuestro Creador, entonces se comete pecado mortal. Se comete pecado venial cuando se ama a Jesucristo menos de lo debido. Pues, en verdad, el cometer un pecado venial es muy peligroso, ya que disminuye el siempre creciente amor que los hombres debieran profesar a Dios. Y por ello, si un hombre comete muchos pecados veniales, seguramente, a menos que él de vez en cuando los borre mediante la confesión, le pueden muy fácilmente disminuir el amor que profesaba a Jesucristo Nuestro Señor. Y así se desliza uno del pecado venial al mortal.

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