Cuentos completos (82 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Blaustein preguntó:

—¿Y cómo podrían terminarlo? ¿Tiene usted idea de cómo hacerlo?

—Me pregunta cómo se proponen terminarlo. Mire a su alrededor en el mundo de hoy y seguirá preguntándose qué puede acabar con nuestra época tecnológica. Toda la Tierra teme una guerra atómica y haría cualquier cosa para evitarla; sin embargo, toda la Tierra sospecha que la guerra atómica es inevitable.

—En otras palabras, que los que experimentan organizaran una guerra atómica, queramos o no, para destruir la era tecnológica en que nos encontramos y empezar de nuevo. ¿No es así?

—Sí. Y es lógico. Cuando esterilizamos un instrumento, ¿conocen los gérmenes de dónde viene el calor que los mata? ¿O qué lo ha provocado? Los experimentadores tienen medios para elevar la temperatura de nuestras emociones; un modo de manejarnos que sobrepasa nuestra comprensión.

—Dígame, ¿es por esta razón por la que quiere morir? —rogó Blaustein—. ¿Porque piensa que la destrucción de la civilización se acerca y no puede detenerse?

—Yo no quiero morir —protestó Ralson, con la tortura reflejada en sus ojos—. Es que debo morir. Doctor, si tuviera usted un cultivo de gérmenes altamente peligrosos que tuviera que mantener bajo absoluto control, ¿no tendría un medio agar impregnado de, digamos, penicilina, en un círculo y a cierta distancia del centro de inoculación? Todo germen que se alejara demasiado del centro, moriría. No sentiría nada por los gérmenes que murieran, ni siquiera tendría por qué saber, en principio, que ciertos gérmenes se habrían alejado tanto. Todo seria puramente automático.

»Doctor, hay un círculo de penicilina alrededor de nuestro intelecto. Cuando nos alejamos demasiado, cuando penetramos el verdadero sentido de nuestra propia existencia, hemos alcanzado la penicilina y debemos morir. Es lento…, pero es duro, seguir viviendo. —Inició una breve sonrisa triste. Después añadió—: ¿Puedo volver a mi habitación ahora, doctor?

El doctor Blaustein fue a la habitación de Ralson al día siguiente a mediodía. Era una habitación pequeña y sin carácter, de paredes grises y acolchadas. Dos pequeñas ventanas se abrían en lo alto de uno de los muros y era imposible llegar a ellas. El colchón estaba directamente colocado encima del suelo, acolchado también. No había nada de metal en la estancia; nada que pudiera utilizarse para arrancar la vida corporal. Incluso las uñas de Ralson estaban muy cortadas.

—¡Hola! —exclamó Ralson incorporándose.

—Hola, doctor Ralson. ¿Puedo hablar con usted?

—¿Aquí? No puedo ofrecerle ni siquiera un asiento.

—No importa. Me quedaré de pie. Mi trabajo es sedentario y es bueno para mí estar de pie algún tiempo. Durante toda la noche he estado pensando en lo que me dijo ayer y los días anteriores.

—Y ahora va a aplicarme un tratamiento para que me desprenda de lo que usted piensa que son delirios.

—No. Sólo deseo hacerle unas preguntas y quizás indicarle algunas consecuencias de sus teorías que…, ¿me perdonará…?, tal vez no se le hayan ocurrido.

—¿Oh?

—Verá, doctor Ralson, desde que me explicó sus teorías yo también sé lo que usted sabe. Pero en cambio, no pienso en el suicidio.

—Creer es algo más que intelectual, doctor. Tendría que creer esto con todas sus consecuencias, lo que no es así.

—¿No piensa usted que quizá sea más bien un fenómeno de adaptación?

—¿Qué quiere decir?

—Doctor Ralson, usted no es realmente un biólogo. Y aunque es usted muy brillante en Física, no piensa en todo con relación a esos cultivos de bacterias que utiliza como analogía. Sabe que es posible producir unos tipos de bacterias que son resistentes a la penicilina, a cualquier veneno o a otras bacterias.

—¿Y bien?

—Los experimentadores que nos han creado han estado trabajando varias generaciones con la Humanidad, ¿no? Y ese tipo que ha estado cultivando por espacio de dos siglos no da señales de que vaya a morir espontáneamente. En realidad, es un tipo vigoroso y muy infeccioso. Otros tipos de cultivos más antiguos fueron confinados a ciudades únicas o a pequeñas áreas y duraron sólo una o dos generaciones. La de ahora, se está extendiendo por todo el mundo. Es un tipo muy infeccioso. ¿No cree que pueda haberse hecho inmune a la penicilina? En otras palabras, los métodos que los experimentadores utilizan para eliminar los cultivos pueden haber dejado de funcionar, ¿no cree?

Ralson movió la cabeza:

—Es lo que me preocupa.

—Quizá no sea usted inmune. O puede haber tropezado con una fuerte concentración de penicilina. Piense en toda la gente que ha estado tratando de eliminar la lucha atómica y establecer cierta forma de gobierno y una paz duradera. El esfuerzo ha aumentado recientemente, sin resultados demasiado desastrosos.

—Pero esto no va a impedir la guerra atómica que se acerca.

—No, pero quizás un pequeño esfuerzo más es todo lo que hace falta. Los abogados de la paz no se matan entre sí. Más y más humanos son inmunes a los investigadores. ¿Sabe lo que están haciendo ahora en el laboratorio?

—No quiero saberlo.

—Debe saberlo. Están tratando de inventar un campo de energía que detenga la bomba atómica. Doctor Ralson, si yo estoy cultivando una bacteria virulenta y patológica, puede ocurrir que, por más precauciones que tome, en un momento u otro inicie una plaga. Puede que para ellos seamos bacterias, pero somos peligrosos para ellos también o no tratarían de eliminarnos tan cuidadosamente después de cada experimento.

—Son lentos, ¿no? Para ellos mil años son como un día. Para cuando se den cuenta que estamos fuera del cultivo, más allá de la penicilina, será demasiado tarde para que puedan pararnos. Nos han llevado al átomo, y si tan sólo podemos evitar utilizarlo en contra nuestra, podemos resultar muy difíciles incluso para los investigadores.

Ralson se puso en pie. Aunque era pequeño, su estatura sobrepasaba en unos centímetros a Blaustein. De repente preguntó:

—¿Trabajan realmente en un campo de energía?

—Lo están intentando. Pero le necesitan.

—No. No puedo.

—Lo necesitan a fin de que usted pueda ver lo que es tan obvio para usted, y que para ellos no lo es. Recuérdelo, o su ayuda o la derrota del hombre por los investigadores.

Ralson se alejó unos pasos, contemplando la pared desnuda, acolchada. Masculló entre dientes:

—Pero es necesaria la derrota. Si construyen un campo de energía significa la muerte de todos ellos antes de que lo terminen.

—Algunos de ellos, o todos, pueden ser inmunes, ¿no cree? Y, en todo caso, morirán todos. Lo están intentando.

—Trataré de ayudarles —dijo Ralson.

—¿Aún quiere matarse?

—Sí.

—Pero tratará de no hacerlo, ¿verdad?

—Lo intentaré, doctor. —Le temblaron los labios—. Tendrán que vigilarme.

Blaustein subió la escalera y presentó el pase al guardia del vestíbulo. Ya había sido registrado en la verja exterior, pero ahora él, su pase y la firma volvían a ser revisados. Un instante después, el guardia se retiró a su cabina y llamó por teléfono. La respuesta le satisfizo. Blaustein se sentó y al cabo de medio minuto volvía a estar de pie y estrechaba la mano del doctor Grant.

—El Presidente de los Estados Unidos tendría dificultades para entrar aquí, ¿no? —preguntó Blaustein.

—Tiene razón —sonrió el físico—, sobre todo si llega sin avisar.

Tomaron un ascensor y subieron doce pisos. El despacho al que Grant le condujo tenía ventanales en tres direcciones. Estaba insonorizado y con aire acondicionado. Su mobiliario de nogal estaba finamente tallado.

—¡Cielos! —exclamó Blaustein—. Es como el despacho del presidente de un Consejo de Administración. La ciencia se está volviendo un gran negocio.

Grant pareció turbado.

—Sí, claro, pero el dinero del Gobierno mana fácilmente y es difícil persuadir a un congresista de que el trabajo de uno es importante a menos que pueda ver, oler y tocar la madera tallada.

Blaustein se sentó y sintió que se hundía blandamente. Dijo:

—El doctor Elwood Ralson ha accedido a volver a trabajar.

—Estupendo. Esperaba que me lo dijera. Esperaba que ésta fuera la razón de su visita.

Como inspirado por la noticia, Grant ofreció un puro al psiquiatra, que lo rehusó.

—Sin embargo —dijo Blaustein—, sigue siendo un hombre muy enfermo. Tendrán que tratarle con suma delicadeza y comprensión.

—Claro. Naturalmente.

—No es tan sencillo como parece creer. Quiero contarle algo de los problemas de Ralson, para que comprenda en toda su realidad lo delicada que es la situación.

Siguió hablando y Grant le escuchó primero preocupado, luego estupefacto.

—Pero este hombre ha perdido la cabeza, doctor Blaustein. No nos será de ninguna utilidad. Está loco.

—Depende de lo que usted entienda por «loco» —replicó Blaustein encogiéndose de hombros—. Es una palabra fea; no la emplee. Divaga, eso es todo. Que eso pueda o no afectar sus especiales talentos, no puede saberse.

—Pero es obvio que ningún hombre en sus cabales podría…

—¡Por favor! ¡Por favor! No nos metamos en discusiones sobre definiciones psiquiátricas de locura. El hombre tiene delirios y, generalmente, no me molestaría en considerarlos. El caso es que se me ha dado a entender que la especial habilidad del hombre reside en su modo de proceder a la solución de un problema que, al parecer, está fuera de la razón normal. Es así, ¿no?

—Sí. Debo admitirlo.

—¿Cómo juzgar el valor de una de sus conclusiones? Déjeme que le pregunte, ¿tiene usted impulsos suicidas últimamente?

—No, claro que no.

—¿Y alguno de los científicos de aquí?

—Creo que no.

—No obstante, le sugiero que mientras se lleva a cabo la investigación del campo de energía, los científicos involucrados sean vigilados aquí y en sus casas. Incluso sería una buena idea que no fueran a sus casas. En dependencias como éstas es fácil organizar un pequeño dormitorio…

—¡Dormir donde se trabaja! Nunca conseguirá que lo acepten.

—¡Oh, sí! Si no les dice la verdadera razón y les asegura que es por motivos de seguridad, lo aceptarán. «Motivos de seguridad» es una frase maravillosa hoy en día, ¿no cree? Ralson debe ser vigilado más y mejor que nadie.

—Naturalmente.

—Pero nada de eso tiene importancia. Es algo que hay que hacer para tranquilizar mi conciencia en caso de que las teorías de Ralson sean correctas. En realidad no creo en ellas. Son delirios, pero una vez aceptados, es necesario preguntarse cuáles son las causas de esos delirios. ¿Que hay en la mente de Ralson? ¿Qué hay en su pasado? ¿Qué hay en su vida que hace necesario que tenga esos delirios? Es algo que no se puede contestar sencillamente. Tal vez tardaríamos años en constantes psicoanálisis para descubrir la respuesta. Y, hasta que no consigamos la respuesta, no se curará.

»Entretanto podemos adelantar alguna conjetura. Ha tenido una infancia desgraciada que, de un modo u otro, le ha hecho enfrentarse con la muerte de una forma muy desagradable. Además, nunca ha sido capaz de asociarse con otros niños ni, al hacerse mayor, con otros hombres. Siempre ha demostrado impaciencia ante los razonamientos lentos. Cualquier diferencia existente entre su mente y la de los demás, ha creado entre él y la sociedad un muro tan fuerte como el campo de energía que tratan de proyectar. Y por razones similares ha sido incapaz de disfrutar de una vida sexual normal. Jamás se ha casado, jamás ha tenido novias.

»Es fácil adivinar que podría fácilmente compensarse de todo ello, de su fracaso en ser aceptado por su medio social, refugiándose en la idea de que los otros seres humanos son inferiores a él. Lo cual es cierto, claro, en lo que se refiere a su mentalidad. Hay, naturalmente, muchas facetas en la personalidad humana y en algunas de ellas no es superior. Nadie lo es. Pero hay otros, como él, más proclives a ver sólo lo que es inferior, y que no aceptarían ver afectada su posición preeminente. Le considerarían peculiar, incluso cómico, lo que provocaría que Ralson creyera de suma importancia demostrar lo pobre e inferior que es la especie humana. ¿Cómo podría mostrárnoslo mejor que demostrando que la Humanidad es simplemente un tipo de bacterias para otros seres superiores que experimentan con ella? Así sus impulsos suicidas no serían sino un deseo loco de apartarse por completo de ser hombre, de detener esta identificación con la especie miserable que ha creado en su mente. ¿Se da cuenta?

Grant asintió:

—Pobre hombre.

—Sí, es una lástima. Si en su infancia se le hubiera tratado debidamente… Bien, en todo caso, es mejor que el doctor Ralson no tenga el menor contacto con los otros hombres de aquí. Está demasiado enfermo para dejarle con ellos. Usted debe arreglárselas para ser el único que le vea, que hable con él. El doctor Ralson lo ha aceptado. Al parecer, cree que usted no es tan estúpido como los otros.

Grant sonrió débilmente.

—Bien, me conviene.

—Por supuesto, deberá ser muy cuidadoso. Yo no discutiría de nada con él, excepto de su trabajo. Si voluntariamente le informa de sus teorías, que no lo creo, limítese a vaguedades y márchese. Y en todo momento, esconda lo que sea cortante o puntiagudo. No le deje acercarse a las ventanas. Trate de que sus manos estén siempre a la vista. Sé que me comprende. Dejo a mi paciente en sus manos, doctor Grant.

—Lo haré lo mejor que pueda, doctor Blaustein.

Dos meses enteros vivió Ralson en un rincón del despacho de Grant, y Grant con él. Se pusieron rejas en las ventanas, se retiraron los muebles de madera y se cambiaron por sofás acolchados. Ralson pensaba en el sofá y escribía sobre una carpeta apoyada a un almohadón. El «Prohibida la entrada» era un letrero fijo en el exterior del despacho. Las comidas se las dejaban fuera. El cuarto de baño adyacente se reservaba para uso particular y se retiró la puerta que comunicaba con el despacho. Grant se afeitaba con maquinilla eléctrica. Comprobaba que Ralson tomara pastillas para dormir todas las noches, y esperaba a que se durmiera antes de dormirse él. Todos los informes se entregaban a Ralson. Los leía mientras Grant vigilaba aparentando no hacerlo. Luego Ralson los dejaba caer y se quedaba mirando al techo, cubriéndose los ojos con una mano.

—¿Algo? —preguntaba Grant. Ralson meneaba negativamente la cabeza. Grant le dijo:

—Oiga, haré que se vacíe el edificio en el cambio de turno. Es muy importante que vea alguno de los aparatos experimentales que hemos estado montando.

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