Cuentos completos (7 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Foster le asió súbita y firmemente por los hombros.

—¿Cree usted que no lo he hecho? —gritó con vehemencia—. ¿Piensa que se lo habría contado todo sin antes comprobarlo por todos los medios a mi alcance? He construido uno. Ahí lo tiene. ¡Mire!

Corrió hacia los conmutadores y palancas de potencia, los manipuló uno por uno, hizo girar una resistencia, ajustó unos botones y apagó la luz del sótano.

—Espere un momento —advirtió—. Debe calentarse.

Se produjo un pequeño fulgor cerca del centro de una de las paredes. Potterley farfulló algo ininteligible, mientras que Foster insistía:

—¡Mire!

La luz se intensificó y abrillantó, y aparecieron formas en claroscuro. ¡Hombres y mujeres! Imágenes empañadas, vagas, con brazos y piernas que semejaban simples rayas. Pasó un coche de antiguo modelo, difuso también, pero reconocible como perteneciente a los que usaban motor de combustión interna por gasolina.

Foster comentó:

—Mediados del siglo XX, en algún lugar indeterminado. No he captado aún sonido alguno, pero existe la posibilidad de añadirlo. De todos modos, la mitad del siglo XX es lo más lejos que se puede llegar. Créame, es el mejor enfoque a nuestro alcance.

—Construya un aparato mayor —insistió Potterley—. Más potencia. Mejore sus circuitos.

—No se puede vencer el principio de indeterminación, de la misma manera que no se puede vivir en el Sol. Existen unos límites físicos imposibles de traspasar.

—Está usted mintiendo. No le creo. Yo…

Sonó una nueva voz, que se alzó estridente para hacerse oír:

—¡Arnold! ¡Doctor Foster!

El joven físico se volvió al instante. El doctor Potterley se quedó paralizado un largo rato, y luego dijo sin volverse:

—¿Qué pasa, Caroline? ¡Déjanos!

—¡No! —replicó la señora Potterley descendiendo la escalera—. Lo he oído todo. No pude resistir la tentación de escuchar… ¿Es verdad que tiene un visor del tiempo aquí, doctor Foster? ¿Aquí en el sótano?

—Pues sí, señora Potterley. Una especie de visor del tiempo, aunque no resulta gran cosa. Aún no he obtenido el sonido y las imágenes aparecen empañadas. De todos modos, funciona.

La señora Potterley entrelazó las manos y las mantuvo estrechamente apretadas contra su pecho.

—¡Qué maravilloso! ¡Qué maravilloso! —exclamaba, en una especie de arrobo.

—No tiene nada de maravilloso —rezongó Potterley con acento burlón—. Este joven necio es incapaz de llegar más allá de…

—¡Oiga…! —profirió exasperado Foster.

—¡Por favor! —gritó la señora Potterley—. Escúchame, Arnold. ¿No te das cuenta que, con sólo que alcance veinte años, podremos ver de nuevo a Laurel? ¿Qué nos importan a nosotros Cartago y los tiempos antiguos? Podremos ver a Laurel. Volverá a renacer para nosotros. Deje la máquina aquí, doctor Foster. Enséñenos cómo funciona…

Foster miró con fijeza a la señora Potterley y después a su marido, cuyo rostro se había tornado blanco.

Y aunque la voz de éste seguía siendo baja y uniforme, su calma se había desvanecido en parte cuando barbotó por fin:

—¡Eres una estúpida!

—¡Arnold! —protestó débilmente Caroline.

—Sí, una estúpida, he dicho. ¿Qué es lo que quieres ver? El pasado…, el pasado muerto. ¿Hizo Laurel algo que no debiera? ¿Quieres ver algo acaso que no debieras haber visto? ¿Quieres pasar de nuevo tres años contemplando a una chiquilla que jamás volverá a crecer por mucho que la mires?

Su voz estuvo a punto de quebrarse, pero se contuvo. Se aproximó más a su esposa y, posando una mano sobre su hombro, la sacudió con energía, diciendo a la par:

—¿Es que no sabes lo que te sucederá si lo haces? Vendrán a buscarte porque te habrás vuelto loca. Sí, loca. ¿Quieres un tratamiento mental? ¿Deseas someterte a la prueba psíquica?

La señora Potterley se desasió. No había en ella resto alguno de blandura o de vaguedad. Por el contrario, se había convertido en una marimacho, clamando:

—¡Quiero ver a mi hija, Arnold! Ella está en esa máquina y la quiero ver.

—No está en esa máquina. Su imagen quizá… ¿Cómo no lo comprendes? ¡Una imagen! Algo carente de realidad…

—¡Pues yo quiero a mi pequeña! —repuso con terquedad la señora Potterley—. ¿Me oyes? —Se abalanzó hacia su marido, chillando y con los puños contraídos—. ¡Quiero ver a mi pequeña!

El historiador retrocedió ante la furia del asalto, dejando escapar una exclamación, mientras Foster se adelantaba para interponerse entre ambos. De pronto, la señora Potterley, sollozando violentamente, cayó desplomada al suelo.

Potterley se volvió. Sus ojos parecían buscar algo con desespero. Con súbito movimiento, asió un tirante del aparato, arrancándolo de su base, y esgrimiéndolo remolineante ante Foster —perplejo ante lo que sucedía—, le contuvo amenazador, al tiempo que decía jadeante:

—¡Atrás! Si da un paso más, le mato. ¡Lo juro!

Blandió su arma enérgicamente. Foster se echó en efecto hacia atrás. Potterley se volvió furioso a la máquina y, tras el primer chasquido del cristal, el físico se quedó mirándole atónito. Potterley descargó su rabia sobre cada parte del aparato y, por último, permaneció inmóvil, rodeado de cascotes y astillas, empuñando aún su tirante, ya roto también.

—Y ahora, salga de aquí —dijo en un murmullo—. ¡Y no vuelva nunca más! Si le costó algo esto, envíeme una factura y se la pagaré… Hasta el doble de su valor.

Foster se encogió de hombros, se puso la chaqueta y se dirigió a la escalera del sótano, oyendo los fuertes sollozos de la señora Potterley. Al llegar al rellano, volvió la cabeza y, en una rápida ojeada, vio al doctor Potterley inclinándose sobre su esposa, con el rostro convulso por la pena.

Dos días después, cuando finalizaba la jornada escolar, Foster buscaba aburrido algunos datos para sus proyectos recientemente aprobados, datos que deseaba llevar a su apartamento para su posterior estudio.

De pronto, apareció el doctor Potterley.

El historiador iba vestido con mayor pulcritud que nunca. Alzó su mano en un gesto muy vago para significar un saludo y demasiado rudimentario para suponer un ruego. Foster se le quedó mirando con asombrada fijeza.

—He esperado hasta las cinco, hasta que usted estuviera… —manifestó indeciso el doctor Potterley desde el dintel de la abierta puerta del despacho—. ¿Puedo entrar?

Foster hizo con la cabeza un ademán de asentimiento.

—Supongo que debo excusarme por mi conducta —comenzó Potterley—. Me sentí tan horriblemente decepcionado que perdí el dominio de mí mismo. Fue inexcusable…

—Acepto sus excusas —respondió Foster—. ¿Es eso todo?

—Mi esposa le llamó a usted, creo.

—Así es, en efecto.

—Se ha dejado dominar completamente por la histeria. Me dijo que lo hizo, pero yo no estaba seguro…

—Pues sí, me llamó.

—Quisiera saber… ¿Sería tan amable de decirme qué deseaba?

—Quería un cronoscopio… Al parecer, disponía de algún dinero propio. Y estaba dispuesta a pagar.

—¿Y se comprometió usted a algo?

—Le respondí que no me ocupaba de negocios de fabricación.

—Bien —respiró Potterley, y su pecho se expandió en un suspiro de alivio—. Por favor, no haga caso a ninguna de sus llamadas. Todavía no está…, no está del todo…

—Mire, doctor Potterley —manifestó Foster—. No voy a meterme en sus querellas domésticas, pero haría usted mejor en prepararse. Construir un cronoscopio se halla al alcance de cualquiera. Disponiendo de unas cuantas piezas sencillas, adquiridas por medio de un centro de ventas, puede ser hecho en un taller casero. Las partes del vídeo, en todo caso.

—Pero nadie, aparte de usted, ha pensado en ello, ¿no es así? Nadie lo ha hecho.

—No es mi intención mantenerlo en secreto.

—¡Pero no puede publicarlo! ¡Es una investigación ilegal!

—Eso ya no tiene ninguna importancia, doctor Potterley. Si pierdo mis subvenciones, perdidas están. Si a la universidad no le place, dimitiré. No, no tiene importancia alguna.

—¡Usted no puede hacer eso!

—Hasta ahora, no le había importado que perdiese subvenciones y posición. ¿Por qué se ha vuelto tan tierno ahora? Permítame explicarle algo. Cuando me abordó usted por vez primera, yo creía en la investigación organizada y directa, en otras palabras, en la situación establecida. Le consideré a usted un intelectual anarquista, doctor Potterley, y peligroso. Ahora bien, por una razón que ignoro, me he dejado arrastrar a la anarquía, y durante meses he realizado grandes cosas. Tales cosas no fueron ejecutadas debido a que yo sea un brillante científico. En absoluto. Simplemente, al ser dirigida la investigación científica desde arriba, habían quedado lagunas fáciles de colmar por quienquiera que mirase en la dirección debida. Y cualquiera lo hubiera hecho de no interponerse activamente el gobierno… Y ahora compréndame. Sigo creyendo en la utilidad de la investigación dirigida. No estoy en favor de un retroceso a la anarquía total. Mas debe haber una zona intermedia. La investigación dirigida puede tener cierta flexibilidad. Debe permitirse a un científico que sacie su curiosidad, al menos durante su tiempo libre.

Potterley tomó asiento y dijo conciliador:

—Discutamos eso, Foster. Aprecio su idealismo. Usted es joven, y desea la Luna. Pero no se destruya a sí mismo defendiendo nociones fantásticas sobre lo que debe ser la investigación. Yo le metí en esto. Soy el responsable y me lo reprocho amargamente. Actué de manera emocional. Mi interés por Cartago me cegó y me convertí en un maldito estúpido.

Foster le interrumpió:

—¿Quiere usted decir que ha cambiado por completo de opinión en dos días? ¿Que Cartago no significa nada? ¿Que los obstáculos del gobierno a la investigación no son nada?

—Hasta un solemne necio como yo puede aprender, Foster. Mi mujer me enseñó algo. Comprendo ahora la razón para la supresión de la neutrínica por parte del gobierno. Hace dos días, no lo sabía. Y comprendiéndolo, lo apruebo. Ya vio la manera en que mi esposa reaccionó ante la noticia que había un cronoscopio en el sótano. Me había imaginado un cronoscopio empleado de manera exclusiva en la investigación. Todo cuanto ella vio fue el neurótico placer de retornar a un pasado personal, a un pasado muerto. El investigador puro, Foster, forma parte de una minoría. Las personas como mi mujer nos abrumarían numéricamente. Para el gobierno, alentar la cronoscopía significaría la posibilidad para cualquiera de conocer el pasado de cualquiera. Los funcionarios del gobierno se verían expuestos al chantaje y a una indecorosa presión. ¿Existe alguien en el mundo con un pasado absolutamente limpio? Se habría hecho imposible un gobierno organizado.

Foster se pasó la lengua por los labios.

—Tal vez —dijo—. Quizá el gobierno tiene una justificación a sus propios ojos. Sin embargo, hay un importante principio implicado en la cuestión. ¿Quién sabe qué otros avances científicos se hallan coartados debido a que se impone a los hombres de ciencia el caminar por un estrecho sendero? Aunque el cronoscopio se convierta en el terror de unos cuantos políticos, merece la pena pagar ese precio. El público debe percatarse que la ciencia debe ser libre. Y no veo un medio más espectacular de hacerlo que publicando mi descubrimiento del modo que sea, legal o ilegalmente.

La frente de Potterley estaba sudorosa, pero su voz siguió inalterable al responder:

—No sólo unos cuantos políticos, doctor Foster. No piense eso. También yo me sentiría aterrorizado. Mi mujer se pasaría el tiempo con nuestra hija muerta. Se retiraría cada vez más de la realidad. Y se volvería loca viendo repetidamente las mismas escenas. Y no sería yo el único aterrorizado. Lo estarían también otras personas, pues mi mujer no constituiría el único caso. Criaturas buscando a sus padres fallecidos, o gente reviviendo su propia juventud. Tendríamos a todo el mundo refugiándose en el pasado.

—No permitiré que los juicios morales se interpongan en mi camino —replicó Foster—. En ninguna época de la historia se dio progreso alguno, sin que el hombre tuviera la ingenuidad de falsearlo. Así que la Humanidad debe tener también la ingenuidad de prevenir. En cuanto al cronoscopio, sus sondeadores del pasado muerto se cansarían pronto. Captarían a sus amados padres en algunas de las cosas que hicieron y perderían su entusiasmo. Bien, todo esto resulta demasiado trivial. En lo que a mí respecta, se trata de un principio importante.

—Olvide su principio. ¿Por qué no considera a los hombres y mujeres también como principio? ¿No comprende que mi esposa revivirá el incendio que mató a nuestra pequeña? No podrá evitarlo. La conozco. Lo seguirá paso a paso, intentando impedirlo. Lo vivirá una y otra vez, esperando cada una de ellas que no suceda. ¿Cuántas veces quiere usted matar a Laurel…?

La voz del profesor se había tornado algo ronca. Un astuto pensamiento atravesó la mente de Foster.

—¿Qué es lo que teme usted que sepa su mujer, doctor Potterley? ¿Qué sucedió la noche del incendio?

Las manos del historiador se alzaron súbitamente para cubrir su cara. Estalló en secos sollozos. Foster se volvió, desasosegado, y se puso a mirar por la ventana.

Al cabo de un rato, dijo Potterley:

—Hacía ya mucho tiempo que no pensaba en ello… Caroline había salido. Yo cuidaba de la pequeña. Entré en su dormitorio, ya anochecido, para ver si se había destapado. Llevaba el cigarrillo encendido… En aquella época fumaba. Debí haberlo aplastado antes de dejarlo en el cenicero, sobre la cómoda. Normalmente prestaba atención a ese detalle. La chiquilla estaba bien. Volví a la sala de estar y me quedé dormido ante el vídeo. Me desperté sofocado, rodeado de fuego. No sé cómo se inició.

—Pero teme que lo provocara la colilla de su cigarrillo, ¿no es eso? —dijo Foster—. Un cigarrillo que, por una vez, se descuidó de apagar…

—No lo sé. Intenté salvarla, pero estaba ya muerta cuando la saqué en mis brazos.

—Y supongo que no confesó usted nunca a su esposa el detalle.

Potterley negó con la cabeza.

—Pero tuve que vivir con el recuerdo.

—Y ahora, ella lo descubrirá si tiene acceso a un cronoscopio… Quizá no fuera el pitillo. Tal vez lo apagó usted bien. ¿No es también posible?

Las lágrimas se habían secado en el rostro de Potterley, y el rojo de sus mejillas se iba desvaneciendo.

—No puedo correr ese riesgo —dijo—. Pero no se trata sólo de mí, Foster. El pasado contiene terrores para la mayoría de la gente. No los desencadene sobre la raza humana.

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