Cuentos completos (548 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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»Otra vez, una mujer me presentó de un modo muy pedestre…, cosa a la que estoy acostumbrado. Se oyó un suave aplauso y yo me levanté con objeto de comenzar, en cuanto éste hubiera culminado, a fin de empezar con la autohipnosis del público a mi favor. Sólo que la mujer que me presentó, y puede ser que ella tenga un lugar especial en el infierno algún día, comenzó a gritarles a los retrasados que había sillas al lado. Continuó hasta que cesaron los aplausos y yo tuve que dirigirme a una audiencia muerta. No acabé de animarlos del todo.

»Luego está el gracioso. Tuve uno que dio una charla de quince minutos como presentación. ¡Quince minutos! Lo comprobé con el reloj. Y él fue cómico,
realmente
cómico. Tenía al público tronchándose y no cobraba ni un penique. Yo tuve que seguirle y me di cuenta de que el público me iba a considerar a mí mucho menos divertido… y a un precio exorbitante. Estaba pensando en perder el dinero y marcharme, cuando mi presentador concluyó diciendo: «Pero no dejen que les dé la impresión de que Mr. Hume puede hacer
cualquier cosa.
Ocurre que sé que nunca ha cantado el papel del duque en
Rigoletto».
Y se sentó, en medio de grandes risas.

»Lo que él no sabía era que me lo había servido en bandeja.

Me levanté, esperé que el aplauso de rutina se extinguiera del todo y, en medio de un silencio sepulcral, canté con mi potente voz de tenor
Bella figlia dell'amore,
las primeras notas de la contribución del duque al famoso cuarteto. El público se tambaleó con la risa más fuerte de la noche, y yo me lo gané.

»Tuve que dar una conferencia doce horas antes de tener un ataque al corazón, y luego otra doce horas después del ataque. Por fortuna, no sabía en aquel momento que se trataba de un ataque cardíaco. La segunda charla estaba dirigida a un grupo de cardiólogos, y ninguno de ellos…

Gonzalo interrumpió:

—Espere un momento.
¡Espere!

Hume se calló y pareció sorprendido.

—Le ruego que me disculpe —dijo Gonzalo—. Yo le
creo
a usted cuando afirma que puede hablar, improvisando, sin previo aviso; pero usted no ha captado mi pregunta.

—Usted me preguntó si yo había tenido algunas experiencias chocantes, ¿no?

—Sí; pero yo no me refería a experiencias graciosas, cómicas… Yo quería decir extrañas o sorprendentes. Pretendía saber si le habían ocurrido cosas
raras.

Hume se frotó la nariz y continuó:

—¿Podría usted concretar más, Mr. Gonzalo?

—Yo quería decir, algo que usted no pudiera explicar. Un enigma. Un
misterio.

Avalon bajó la palma de la mano hasta la mesa y dio un fuerte golpe.

—Mario, propongo que le expulsemos a usted de la sociedad.

—No puede hacerlo —protestó Gonzalo, con disgusto—. No existen restricciones sobre las preguntas que hacemos.

—Excepto los cánones del buen gusto. ¡Por el amor de Dios!

—¿Qué hay de mal gusto en pedir un misterio? A mí me gustan los misterios. Si él no tiene ninguno, puede manifestarlo y ya está. —Se volvió a Hume, frunciendo el ceño, y con voz claramente autoritaria inquirió—: Bien, ¿ha tenido usted alguna especie de misterio en conexión con sus contratos de orador?

Pasó las palmas de las manos por las mangas de su chaqueta de terciopelo rojo, como si barriera todas las objeciones triviales a la pregunta.

Hume sonreía encantado.

—¡Claro que sí! En efecto, los he tenido. Es extraño que usted pregunte una cosa semejante. Fue hace años, naturalmente, pero se trató de un misterio auténtico. No teníamos ni la más ligera idea de a dónde se había ido aquel tipo… ¿Quiere usted oírla?

Gonzalo se levantó de la silla y declaró:


Yo
sí, pero me gustaría someterlo a votación. ¿Hay alguien que
no
quiera oírlo?

Todos permanecieron silenciosos; entonces, Avalon declaró:

—Bien, Mario, escucharemos.

Gonzalo asintió enfáticamente con la cabeza.

—Muy bien. Mr. Hume, tiene usted el derecho de hablar.

Hume dijo en tono suave:

—Me alegrará hacerlo. Pero, ¿van ustedes a interrumpirme a la mitad, o se me permitirá hablar libremente?

—Yo le garantizo, Mr. Hume —contestó Avalon—, que a usted se le permitirá hablar. Roger, como anfitrión, tendrá un control absoluto sobre la conversación y, cuando diga «hablen», hablaremos, y cuando diga «no hablen», permaneceremos callados. ¿De acuerdo, Roger?

—De acuerdo —convino Halsted.

—Empezaré —dijo Hume—, y confío en tener suerte. La historia comienza hace algunos años, cuando fui invitado a dar una charla en Seattle. Aquello significaba que tendría que ir en avión, y a mí no me gusta mucho volar. Nunca lo hago por mi voluntad; y menos en enero. Y, lo que es más, el precio ofrecido era bastante menor del que a mí me gustaba. Así que, para arreglarlo todo de una vez, dije que no.

»Y fue una buena cosa que lo hiciera, porque sucedió que el Noroeste fue invadido por una niebla tenaz justo el día en el cual yo habría llegado. Incluso suponiendo que aterrizara con toda normalidad, muy pocos aviones partieron de Seattle durante la semana siguiente, y me habría quedado embarrancado. Eso me habría perturbado, dado que tenía trabajo que hacer en casa, y habría molestado también a mi jefe. A la empresa no le importan mis conferencias, puesto que suelo intercalar en ellas uno o dos anuncios, y a mis directivos les parece bueno que esté preocupado por el futuro y hallarse ellos relacionados con él. De todos modos, que yo estuviera fuera una semana les habría parecido abusivo.

»Todo eso carece de importancia. Lo importante es que el caballero que estaba en el otro extremo del teléfono no aceptó mi negativa. Él y sus socios aprovecharon el milagro de la comunicación moderna y volvieron a mí con la sugerencia de que me quedara en Nueva York y me sometiera a una entrevista de televisión de veinte minutos. La entrevista sería grabada y luego proyectada para un público al que se presumía ansioso de escucharme.

»El precio seguía siendo menor del que a mí me gustaba; pero me halagó su insistencia. Entonces, tampoco tendría que viajar. La entrevista se realizaría en un sitio del centro, a una distancia que representaba un paseo desde mi apartamento, si el tiempo era pasable, cosa que no es en absoluto previsible en diciembre. Acepté.

»El caballero que me invitó, cuyo nombre he olvidado; pero no tiene importancia, le llamaré Smith, notó en mí un residuo de falta de entusiasmo e intentó asegurarme que todo se haría de la manera que me resultara más cómoda. Me dijo que vendría a buscarme en un taxi a las nueve y veinte de la mañana con objeto de llevarme allí a las nueve treinta. El cámara, que se había planeado que estuviera poco después de las nueve de la mañana, lo tendría todo a punto y estaría dispuesto cuando yo llegara.

»Ésa era una cuestión importante para mí. Yo he hecho trabajos de televisión, con las cámaras preparadas para una entrevista en alguna habitación de hotel, por ejemplo, y déjenme decirles que no hay manera más fácil de volverse loco. La televisión existe desde hace unos cuarenta años; pero los cámaras todavía no han encontrado un sistema de poner las luces de manera que el sujeto esté bien iluminado y sin sombras perturbadoras.

»Además, todos ellos se consideran unos artistas y, al parecer, existe una especie de ley que impulsa a los artistas a no estar nunca contentos. Cada ajuste que hacen aquí, implica alguna cosa allí. Necesitan horas para llegar a un punto de casi satisfacción. Y entonces, cuando te sientas, se dan cuenta de que llevas gafas, y de que esa gafas pueden producir un efecto no deseable… Todo el trabajo comienza de nuevo.

»Pregunté:

»—¿Está usted seguro de que el cámara se hallará a punto y de que todo lo que tendré que hacer será sentarme?

»—Seguro —afirmó. Y eso lo decidió todo.

»Llegó el día. Smith llegó en su taxi a la hora convenida y nos marchamos. A los diez minutos, estábamos en el lugar. Cuando salimos del coche, Smith me dijo:

»—Todo estará listo para nosotros.

»Yo intenté que no se trasluciera mi pesimismo. Estoy convencido de que los cámaras no están listos en ningún momento para nada ni para nadie.

»—Bien —convine.

»Subimos a uno de los pisos superiores y pasamos al despacho un poquitín antes de las nueve y media. Habíamos entrado en las oficinas de una empresa de abogados muy grande, en la cual un viejo compañero del Ejército de Smith era un miembro senior. Llamémosle Jones, porque tampoco recuerdo su nombre. Ellos nos prestaban la sala de conferencias.

»Smith dijo jovialmente al recepcionista:

»—Hola, soy Smith, y este señor es Mr. Hume. Estamos aquí para efectuar la grabación de televisión. Supongo que el cámara ha llegado y está instalado.

»El recepcionista explicó con bastante indiferencia:

»—No he visto a ningún cámara, señor.

»—¿Cómo? —se sorprendió Smith—. ¿Ningún cámara?

»—No, señor —dijo el recepcionista.

»Smith frunció el ceño, pero decidió ser invenciblemente optimista.

»—No puede ser —contestó—. Nos está esperando.

»Pero no lo estaba. Entramos en la sala de conferencias y se hallaba tan vacía como un escenario de Shakespeare.

»—¿Dónde está? —pregunté.

»—No lo sé —repuso Smith.

»Entonces, bajó el compañero de Smith, Jones, me dio la mano y le dijo a Smith:

»—Bien, ¿dónde está?

»—No lo sé —volvió a decir Smith.

»Yo insinué:

»—Será mejor que llamemos a su despacho.

»Pero Smith explicó:

»—Su despacho está en Indianápolis.

»Yo, muy perplejo, pregunté:

»—¿Es que no hay ningún cámara en Nueva York? ¿Por qué hay que traer uno de Indianápolis?

»Smith se encogió de hombros.

»—Es la empresa con la que siempre trabajamos.

»Jones señaló un teléfono que estaba en el rincón y se dirigió a Smith:

»—Aprieta cualquier botón del fondo que no esté encendído; luego, presiona el ocho y espera que vuelvan a dar la señal para marcar, aprieta el uno, el código de la zona y el número.

»Aguardé, paciente. Algo sorprendente, pues la única cosa que me pone furioso es tener que esperar. Puede salir mal cualquier cosa, y yo soy la paciencia personificada. Todo el mundo reconoce lo apacible que soy. Pero sí alguien no aparece en el instante acordado, se me arruga la frente. Y, a los cinco minutos, me sale humo por las orejas.

»El tiempo pasaba; era casi la hora en la que yo contaba con haber
terminado
la entrevista, y el cámara ni siquiera había aparecido. Sin embargo, no me alteré lo más mínimo. Había un misterio en ello y me sentí interesado.

»Smith regresó del teléfono e informó:

»—Vino para acá ayer; y el gerente dice que tenía el nombre correcto, la dirección correcta y que todo era como tenía que ser. Además, el gerente afirma que el cámara que nos han asignado es conocido como
El Viejo Infalible.
Ha trabajado por todo el mundo y nunca falta a una cita.

»—Ha faltado a ésta —observé—. ¿Dónde tendría que estar hoy, pues, si se marchó ayer?

»—En un hotel —contestó Smith.

»—¿Estuvo allí alguna vez? —pregunté.

»Volvió al teléfono y, después de un rato, Smith aclaró:

»—Se inscribió la noche pasada.

»Jones sugirió:

»—Sin duda él tomó un taxi, el taxista se dio cuenta de que era forastero y lo trajo a este lugar a través del barrio de Yonkers. Ya se sabe que los taxistas hacen esas cosas.

»—Es imposible —opinó Smith con una intensa irritación—. Él se halla alojado en el «New York Hilton». ¿No está en este mismo barrio?

»Jones pareció muy perplejo.

»—¿El «New York Hilton»? Sí, lo está. Se encuentra enfrente. Todo lo que tiene que hacer es cruzar la Calle 54.

»—Así que no tendría que coger un taxi, ¿verdad?

»—Creo que no. —contestó—. La dirección del hotel es Sexta Avenida 1335, y estamos en Sexta Avenida 1345. La persona menos experimentada del mundo no habría tomado un taxi para recorrer diez números de una calle concreta en la que sabe que está, y este tipo es una persona que ha viajado por todo el mundo y al que llaman
el Viejo Infalible.

»Sentí que me inundaba una oleada de pesimismo, y sugerí:

»—Así que
el Viejo Infalible
está aquí en la gran ciudad. Ha cogido una trompa, se lo ha llevado a casa una joven bondadosa y está durmiendo la mona.

»Smith parecía indignado:

»—Vamos, el gerente dijo que tenía cuarenta y ocho años.

No es un muchacho alocado.

»—Tampoco es un fósil —repliqué—. Yo soy mayor que él y podría hacerlo con facilidad. Quiero decir, no es que lo haga, pero podría hacerlo si quisiera.

—»Bien, él no lo haría si tuviera que acudir a una cita por la mañana. Es un profesional.

»—Muy bien —acepté—. Usted se está preguntando si él habrá tenido un ataque al corazón por la noche; si en este momento puede estar tumbado en la cama de ese hotel, muriéndose, o quizá muerto.

»Smith y Jones parecían incómodos. Smith preguntó de modo inseguro:

»—¿Usted cree que deberíamos llamar a la Policía?

»Jones opinó:

»—No antes de que alguien vaya a mirar en su habitación.

»Jones fue al teléfono esta vez. Habló crispadamente y luego colgó. Todos nosotros mantuvimos un silencio preocupado durante un rato.

»Smith inquirió:

»—¿Usted cree que ha venido a este edificio y no ha podido entrar? Me imagino que la seguridad es rígida y que, en estos momentos, puede estar dando vueltas por el vestíbulo.

»—La seguridad es rígida, cierto… —convino Jones—; pero le entregaron un pase la noche anterior. No debería tener ninguna dificultad en entrar.

»—Quizá no se lo dieron —sugerí yo, siempre pesimista—, y no ha podido pasar del vestíbulo.

»Jones dijo:

»—Enviaré a alguien a la entrada para mirar.

»El teléfono sonó. Jones lo atendió, habló un rato y volvió para decir:

»—La seguridad del hotel ha ido a su habitación. Su equipaje se encuentra allí, pero él no está. Y no hay ningún equipo de cámara. Así que se marchó con sus bártulos.

»—Entonces, ¿dónde está? —pregunté yo.

»No hubo respuesta, por supuesto. Jones pensó un poco y añadió:

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