Cuentos completos (490 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Evans sacudió la cabeza con obstinación.

—No hay nada que indique que Williams fue un fumador.

—¿Seguro? —dijo Henry—. ¿Acaso es sensato, señor, que usted se concentre de tal modo en una variedad en particular del modo de comportarse cuando entrevista a un candidato? ¿No podría pasársele por alto algo crucial que no integra el modo de comportarse inmediato que usted estudia?

—No —dijo Evans con frialdad.

—Usted observaba el cigarrillo, señor, y nada más —dijo Henry—. No observaba el fósforo con el que lo encendieron. Usted dijo que oyó raspar el fósforo, no lo vio.

—Sí, ¿y con eso qué?

—En estos días, sólo se emplean los fósforos para los cigarrillos —dijo Henry—. Alguien que no fuma en una era en que la electricidad lo hace todo y hasta las cocinas a gas tienen llama piloto, puede pasar fácilmente años sin raspar un fósforo. De eso se desprende que un no fumador que no puede inhalar humo sin toser no puede manejar una caja de fósforos con destreza. Sin embargo usted describió a Williams como que sostenía el cigarrillo con la mano derecha y empleaba sólo la izquierda para encenderlo.

—Sí.

—Un fumador poco hábil —dijo Henry—, con seguridad habría usado las dos manos para encender el cigarrillo, una para sostener la caja de fósforos y una para sacar el fósforo y frotarlo contra la parte áspera. Un fumador habilidoso que fingiera ser poco hábil podría concentrarse tanto en asegurarse que manejaba el cigarrillo con el correspondiente toque de aficionado como para olvidarse de hacer lo mismo con el fósforo. En verdad, olvidándose por completo del fósforo, podría, abstraído, emplear el tipo de técnica que sólo un consumado fumador podría haber aprendido y encender el fósforo con una sola mano. Le he visto hacer algo semejante al doctor Drake.

Drake, que durante el último minuto había reído para sus adentros hasta provocarse un ataque de tos, logró decir:

—Ya no lo hago con frecuencia, porque ahora uso encendedor, pero es algo así.

Sostuvo una caja de fósforos en la mano izquierda, dobló en dos uno de los fósforos con el pulgar izquierdo para que la cabeza entrara en contacto con la parte áspera de la caja. Un rápido golpe lo encendió.

—Eso es lo que tiene que haber hecho Williams —dijo Henry—, y ese modo de encender el fósforo con una sola mano señala a un fumador consumado con mucho mayor seguridad que aquella con la que cualquier cantidad de datos pueda separar a un no fumador. Si la policía investiga lo suficiente en su vida pasada, llegarán a una época en que fumaba. Su actuación en su oficina, señor Evans, parecerá entonces exactamente lo que fue: una actuación.

—Por Dios, sí —dijo Trumbull—, y puede preservar el carácter confidencial del club. Sólo cuéntele a la policía lo que usted recuerda: lo que recuerda realmente, lo que nos contó esta noche.

—Pero no haberme dado cuenta de eso —dijo Evans, confundido—, me hará parecer más tonto Que nunca.

—No —dijo Henry con suavidad—, si su declaración lleva a la solución del crimen.

Postfacio

“Prohibido fumar”, apareció en el número de diciembre de 1974 del
Ellery Queen's Mystery Magazine
con el título de “Confesiones de un fumador de cigarrillos norteamericano”.

Cada vez soy más fanático en el asunto de los cigarrillos. En este relato Trumbull expresa mis puntos de vista. No permito que se fume ni en mi departamento ni en mi oficina, pero uno se ve limitado en sus poderes dictatoriales en otros sitios. A decir verdad las reuniones del club Arañas Puerta-Trampa son espantosas por el humo… como casi todas las reuniones a las que asisto.

Como es lógico, no hay nada que yo pueda hacer directamente, salvo quejarme cuando la ley me apoya. (Una vez le arrebaté el cigarrillo de la mano a una mujer que fumaba bajo un cartel de “Prohibido fumar” en un ascensor y que no quiso apagarlo cuando le pedí, cortésmente, que lo hiciera). Sin embargo ayuda un poco escribir un relato que expresa mis puntos de vista.

¡Felicidades! (1976)

“Season”s Greetings!”

Thomas Trumbull, cuya posición exacta en el departamento de inteligencia del gobierno no era conocida por los demás socios del club, arrugó la cara en una expresión de desdén agónico, se inclinó hacia Roger Halsted, y susurró:

—¿Tarjetas de felicitación?

—¿Por qué no? —preguntó Halsted, cuyas cejas alzadas se adentraron en la rosada extensión de su frente—. Es una ocupación honesta.

Trumbull había llegado tarde al banquete mensual del club de los Viudos Negros y le habían presentado al invitado de la noche mientras Henry, el mozo-maravilla, le colocaba el whisky con soda en la curva formada por sus dedos anhelantes. El invitado, Rexford Brown, tenía rostro notablemente rectangular, boca jovial, un mechón bien corto de cabello canoso, voz suave y una expresión paciente.

—Es la temporada justa ya que la semana que viene es Navidad —dijo Trumbull, descontento—; te lo reconozco. Aún así significa que tendremos que quedarnos sentados y oír cómo Manny Rubin nos dice lo que piensa sobre las tarjetas de felicitación.

—Quien sabe —dijo Halsted—. Podemos descubrir que él mismo ha escrito tarjetas de felicitación. Cualquiera que haya sido evangelista de chico…

Emmanuel Rubin, escritor y erudito enciclopédico, tenía, como era bien sabido, una increíble agudeza de oído cuando se lo mencionaba, por tangencial que fuera la mención. Se acercó y dijo:

—¿Escrito qué?

—Poemitas para tarjetas de felicitación —dijo Halsted—. Ya sabes: “Había tres magos viajeros, que en una grandiosa ocasión…”

—Nada de limericks
[33]
, maldito seas —exclamó Trumbull.

Geoffrey Avalon alzó la cabeza en la otra punta de la habitación y dijo con su voz más austera de barítono:

—Caballeros, creo que Henry desea informar que podemos sentarnos.

Mario Gonzalo, el artista del club, ya había terminado el bosquejo del invitado con admirable economía de trazos y dijo, perezoso:

—He estado pensando en los limericks de Roger. De acuerdo, son bastante abominables, pero aún así pueden ser útiles.

—Si los imprimieras en papel higiénico… —empezó Trumbull.

—Me refiero al dinero —dijo Gonzalo—. Oigan, estos banquetes cuestan, ¿verdad? Sería bueno que pudieran autofinanciarse, y Manny conoce a media docena de editores que publicarían cualquier cosa si publican su basura…

Drake, mientras apagaba el cigarrillo con una mano, colocó la otra sobre la boca de Mario.

—No le hagamos perder las casillas a Manny.

Pero Rubin, que aspiraba el aroma de la ternera a la italiana con todos los indicios del placer olfativo, dijo:

—Deja que hable, Jim. Estoy seguro de que tiene una idea que agregará nuevas dimensiones al concepto mismo de basura.

—¿Qué les parece un Libro de Limericks de los Viudos Negros?

—¿Un qué? —dijo Trumbull, estupefacto.

—Bueno, todos conocemos algunos limericks. Tengo uno que dice: “Había una dama de Sydney que podía recibir…”

—Lo conocemos —dijo Avalon, ceñudo.

—Y… “Había un tipo de Juilliard con una…”

—Ese también lo conocemos.

—Sí —dijo Gonzalo—, pero el gran público no. Si incluimos todos los que inventamos y todos los que podamos recordar, como el limerick de Jim sobre la muchacha de Yap, ése que rima “intersticios” con “vientos alisios”…

—No aceptaré —dijo Trumbull—, que el nombre más o menos respetable del club de los Viudos Negros sea contaminado con cualquier proyecto de inutilidad tan infinita.

—¿Qué les dije sobre la basura? —dijo Rubin. Gonzalo parecía herido.

—¿Qué tiene de malo la idea? Podríamos ganar un dólar honesto. Hasta podríamos incluir algunos decentes. Los de Roger son todos decentes.

—Porque enseña en una escuela secundaria —dijo Drake, con una risita.

—Tendrían que oír algunos de los que recitan los chicos —dijo Halsted—. ¿Cuántos están a favor de un Libro de Limericks de los Viudos Negros?

La mano de Gonzalo se elevó en solitario esplendor. Halsted pareció a punto de unírsele; su brazo tembló… pero no se alzó.

—¿Puedo votar? —preguntó Rexford Brown con suavidad.

—Depende —dijo Trumbull, suspicaz—. ¿Está a favor o no?

—Oh, estoy a favor.

—Entonces no puede votar.

—Bueno, de todos modos no cambiaría el resultado, pero apoyo todo lo que proporcione momentos de placer. No abundan.

—Tom nunca tuvo uno —dijo Gonzalo, con la boca llena—. ¿Cómo podría saberlo?

Rubin, con un esfuerzo evidente por no sonar sardónico, y con un fracaso evidente en lograrlo, dijo:

—¿Son esos momentos de placer los que justifican que usted dedique su vida al negocio de las tarjetas de felicitación, señor Brown?

—Es una de las maneras —dijo Brown.

—Tranquilo, Manny —dijo Avalon—. Esperemos el café.

La conversación se hizo entonces general, aunque Gonzalo mantuvo un silencio enfurruñado y pudo observarse que jugueteaba con la servilleta, sobre la que escribió, con prolijas letras góticas: “Había un grupo de plomos bastardos…” pero nunca llegó a una segunda línea.

Cuando se sirvió el café, Halsted dijo:

—Está bien, Manny, casi lo hiciste antes, así que ¿por qué no empiezas tú el interrogatorio?

Rubin, que tenía la mano alzada para indicarle a Henry que ya tenía bastante café por el momento, izó la cabeza, con los ojos de búho tras los gruesos lentes de los anteojos y la barba rala temblando.

—Señor Brown —dijo—, ¿cómo justifica su existencia?

Brown sonrió y dijo:

—Muy bueno el café. Me proporciona un momento de placer y también lo hace una tarjeta de felicitación. Pero aguarden, eso no es todo. Hay más aún. Tal vez uno no extraiga placer de lo que considera trivial o de un sentimentalismo lagrimoso o de un ingenio gastado. Eso pasa con uno, pero uno no es como todos. La tarjeta de felicitación ya preparada es útil para aquellos que no pueden escribir cartas o que carecen de tiempo para hacerlo o que sólo desean mantener un contacto mínimo. Responde a las necesidades de aquellos para quienes lo trivial es un poema conmovedor, para quienes el sentimentalismo es una emoción auténtica, para quienes el ingenio, por escaso que sea, aún no está gastado.

—¿Cuál es su función en relación a ellas? ¿Las fabrica, las despacha, las diseña, escribe los poemas?

—Fundamentalmente las fabrico, pero contribuyo en cada una de las categorías, y más también.

—¿Se especializa en alguna variedad?

—No demasiado, aunque tengo poco material en el renglón cómico. Esas son áreas especializadas. Sin embargo debo decir que la discusión sobre limericks me interesó. No estoy enterado de que los limericks se hayan empleado alguna vez en las tarjetas de felicitación. ¿Cómo decía el tuyo, Roger?

—Sólo improvisaba —dijo Halsted—. Veamos, “Había tres magos viajeros, que en una grandiosa ocasión…”

—Rima imperfecta —dijo Trumbull.

—De acuerdo —dijo Halsted—. La necesidad tiene cara de hereje. Veamos. Veamos…

Pensó un instante y dijo:

—Había tres magos viajeros, Que en una grandiosa ocasión Dejaron sus regalos Con suave obediencia Al Rey de la israelí nación.

—Rey de los judíos —murmuró Avalon en voz baja.

—¿Acabas de inventarlo? —preguntó Brown. Roger se ruborizó un poco.

—Resulta fácil cuando se tiene el metro bien establecido en la cabeza.

—No creo que sea utilizable —dijo Brown—, pero vendo un par de modelos no muy lejanos de ese tipo de cosas.

—Me gustaría que hubiese traído algunas muestras —dijo Avalon, con un matiz de insatisfacción en el rostro apuesto, de sienes morenas.

—No sabía que se trataba del tipo de cenas donde puede esperarse eso —dijo Brown—. Sin embargo si desea muestras, mi esposa es la persona indicada. Clara es la verdadera experta.

—¿También se dedica a las tarjetas de felicitación? —preguntó Gonzalo, con los ojos grandes, levemente saltones, llenos de interés.

—No, en realidad no. Se interesó gracias a mí —dijo Brown—. Empezó a coleccionar las interesantes, y después sus amigos empezaron a coleccionarlas y enviárselas. Durante los diez o doce últimos años el asunto se ha ido complicando cada vez más. Sobre todo en Navidad, desde luego, porque es la época de las tarjetas de felicitación por excelencia. Sin embargo no hay una festividad en la que ella no reciba una carga de tarjetas fuera de lo común. Por dar un ejemplo, en setiembre pasado recibimos cuarenta y dos tarjetas sobre el Año Nuevo Judío, y somos Metodistas.

—Por lo común las tarjetas del Año Nuevo Judío son bastante insípidas —dijo Rubin.

—Por lo común, pero la gente logró encontrar algunas rarezas. Ella las colocó sobre la repisa de la chimenea y es difícil que haya una colección más vistosa de las variaciones del tema de la Estrella de David y las Tablas de la Ley. Pero lo que cuenta es Navidad. Ella prácticamente empapela las paredes con tarjetas y el departamento se convierte en una especie de país encantado, si puedo emplear el término sin que me malinterpreten.

»En realidad, caballeros, si les interesa realmente ver muestras de tarjetas de felicitación extraordinarias, quedan invitados a mi departamento. Recibimos a quien quiera visitarnos desde una semana antes de Navidad. Todas las personas que enviaron tarjetas vienen para ver dónde y cómo contribuyen las de ellos. También vienen prácticamente todos los del edificio, y es bastante grande… para no mencionar al mecánico, el portero, el cartero, los mandaderos, y sólo Dios sabe cuántas personas más de cuadras a la redonda. Yo le digo con frecuencia que tendríamos que hacer que el departamento fuese declarado zona de interés nacional.

—Me da pena el cartero —dijo Drake con su suave voz ronca de fumador.

—No se preocupe —dijo Brown—. Se toma un interés de propietario y nos brinda tratamiento especial. Nunca deja nuestra correspondencia en el casillero… aunque quepa en él. Siempre la sube en el ascensor después de distribuir el resto de la correspondencia, y nos la entrega en persona. Si no hay nadie en casa, vuelve a bajar y se la deja al portero.

—Eso suena a que ustedes le dan una buena propina en Navidad —dijo Drake.

—Muy suculenta —dijo Brown. Rió entre dientes—. Justamente ayer tuve que tranquilizarlo al respecto.

—¿Sobre que le iban a dar propina?

—Sí. Clara y yo teníamos que almorzar afuera y se nos había hecho tarde, lo que era una molestia porque yo le había quitado tiempo al trabajo para asistir y salimos corriendo del ascensor en la planta baja en el momento en que el cartero estaba por entrar a él con nuestra correspondencia. Clara la reconoció, como es lógico (siempre tiene el grosor de un diccionario sin abreviar, en diciembre) y dijo: “Yo la llevo, Paul, gracias” y se alejó. El pobre tipo se quedó parado, tan sorprendido y chocado que le dije: “No se preocupe, Paul, eso no disminuye la propina en un centavo”. ¡Pobre Clara! —volvió a reír entre dientes.

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