Cuentos completos (399 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Pero, realmente, lo peor de todo se produjo en nochebuena. Ya se había colocado el árbol y yo me encontraba agotado. No poseíamos un tipo de situación en que una caja automatizada de adornos pudiese colocarse en un árbol electrónico, y que con sólo apretar un botón se obtuviese como resultado una instantánea y perfecta distribución de los adornos. En nuestro árbol (confeccionado de un ordinario y anticuado plástico), los adornos debían colocarse uno a uno, y a mano.

Hortense pareció trastornada, pero yo dije:

—En realidad, Hortense, esto significa que puedes mostrarte creativa y realizar una disposición del conjunto completamente propia.

Hortense hizo unos ruidos con las narices, que más bien parecieron el rascar de unas garras sobre una pared burdamente encalada, y salió de la habitación con una expresión del todo obvia de náuseas en su rostro. Me incliné hacia su espalda en retirada, contento de ver cómo se marchaba, y luego comenzó la tediosa tarea de escuchar las instrucciones de Rodney e irselas pasando a Rambo.

Cuando todo acabó, decidí descansar mis doloridos pies y mente, sentándome en un butacón en un rincón alejado y poco iluminado de la estancia. Casi había conseguido acomodar mi reventado cuerpo en el sillón, cuando entró el pequeño LeRoy. Supongo que no me vio, o, una vez más, me había simplemente ignorado como si yo constituyese sólo la parte menos importante e interesante de los muebles que alhajaban la habitación.

Lanzó una mirada desdeñosa hacia el árbol, y le dijo a Rambo:

—Oye, ¿dónde están los regalos de navidad? Supongo que el abuelito y la abuelita me han preparado unos de los más piojosos, pero no quiero tener que esperar hasta mañana por la mañana para tenerlos.

Rambo respondió:

—No sé dónde están, amito.

—¡Vaya! —repuso LeRoy.

Volviéndose hacia Rodney, le dijo:

—Y qué pasa contigo, cara sucia. ¿Sabes dónde se encuentran los regalos?

Rodney se hubiera encontrado en los límites de su programación de haberse negado a contestar a una pregunta, basándose en no saber que se estaban dirigiendo a él, puesto que su nombre era el de Rodney. Y no el de Cara sucia. Estoy casi seguro de que ésta podría haber sido la actitud de Rambo. Sin embargo, Rodney estaba hecho de otra pasta.

Respondió educadamente:

—Sí, lo sé, amito.

—¿Así que dónde están, vomitona rancia?

Rodney replicó:

—No creo que sea prudente el decírtelo, amito. Eso disgustaría a Gracie y a Howard, a los que les gustaría entregarte los regalos personalmente mañana por la mañana.

—Escucha —le dijo el pequeño LeRoy—, ¿quién te crees que eres para hablarme de esa manera, robot idiota? Te acabo de dar una orden. Y tienes que traerme esos regalos.

Y en un intento de mostrar a Rodney quién era realmente el amo, propinó al robot una patada en la espinilla.

Aquello fue un error. Yo lo había previsto un segundo antes de que ocurriera, y aquél fue un segundo de lo más delicioso. A fin de cuentas, el pequeño LeRoy ya estaba preparado para irse a la cama (aunque dudaba de que nunca estuviese preparado para irse a la cama antes de hallarse a gusto y dispuesto a ello). Por lo tanto, llevaba zapatillas. Y lo que es más, la zapatilla se le salió del pie al dar la patada, por lo que acabó estrellando con toda la fuerza los desnudos dedos de su pie contra el sólido metal de acero cromado que constituía la espinilla del robot.

Se cayó al suelo aullando, y al instante se presentó allí su madre:

—¿Qué pasa, LeRoy? ¿Qué te ocurre?

En aquel momento el pequeño LeRoy tuvo la inmortal cara dura de gritar:

—Me ha golpeado. Ese viejo monstruo de robot me ha golpeado.

Hortense empezó a chillar. Me vio y me vociferó:

—Hay que destruir ese robot tuyo.

—Vamos, Hortense —repliqué—. Un robot no puede golpear a un niño. Lo prohíbe la Primera Ley de la Robótica.

—Pero se trata de un robot viejo, de un robot estropeado. LeRoy lo dice.

—LeRoy miente. No existe ningún robot, por viejo o estropeado que pueda estar, que llegue a golpear a un niño.

—Él lo hizo. Abuelito, él lo hizo —aulló LeRoy.

—Quisiera haberlo hecho yo mismo —respondí en voz baja—, pero ningún robot me lo hubiera permitido. Pregúntalo tú misma. Pregúntale a Rambo si se hubiera quedado quieto, en el caso de que Rodney o yo hubiésemos pegado a tu hijo. ¡Rambo!

Di la orden y Rambo contestó:

—Yo no hubiera permitido que se le hubiese hecho ningún daño al amito, señoras, pero no sé tampoco qué se proponía. Le propinó a Rodney una patada en la espinilla con el pie desnudo, señora.

Hortense jadeó y los ojos casi se le salieron de las órbitas, tal era su furia.

—En ese caso, habría alguna buena razón para hacerlo. Sigo queriendo que se destruya tu robot.

—Vamos, Hortense. A menos que quieras estropear la eficiencia de tu robot intentándolo reprogramar para mentir, será un excelente testigo de todo cuanto precedió al puntapié. Lo cual no ha dejado de ser un gran placer para mí.

Hortense se fue al día siguiente, llevándose con ella a un LeRoy con el rostro pálido (resultó que se había roto un dedo del pie, algo que no había dejado de tener bien merecido), y del siempre privado del habla DeLancey.

Gracie se retorció las manos y les imploró que se quedasen, pero yo observé su marcha sin la menor emoción. No, esto es mentira. Miré cómo se iban con montañas de emociones y todas ellas placenteras.

Más tarde le dije a Rodney, cuando Gracie no se hallaba presente:

—Lo siento, Rodney. Han sido unas navidades horribles, y todo ello porque hemos intentado pasarlas sin ti. Te prometo que eso no sucederá nunca más.

—Gracias, señor —repuso Rodney—. Debo admitir que ha habido varias veces durante esos días en que deseé con todas mis fuerzas que no existiesen las Leyes de la Robótica.

Sonreí y asentí con la cabeza, pero aquella noche me desperté en lo más profundo de mis sueños y comencé a preocuparme. Y he estado preocupándome a partir de entonces.

Admito que Rodney se vio probado al máximo, pero un robot no puede desear que las leyes de la Robótica no existan. No puede hacerlo, sean cuales sean las circunstancias.

Si informo de esto, indudablemente Rodney será desmontado, y si como recompensa nos facilitan un robot nuevo, Gracie, simplemente, nunca me lo perdonaría. ¡Nunca! Un robot, por nuevo que fuese, por talento que tuviese, no llegaría jamás a remplazar a Rodney en su afecto.

En realidad, nunca me perdonaría a mí mismo. Dejando aparte mi propia relación con Rodney, no podría soportar el conceder a Hortense semejante satisfacción.

Pero, si no hago nada, viviré con un robot capaz de desear que no existan las leyes de la Robótica. Desde el momento de desear que no existan a obrar como si realmente no existiesen, sólo existe un paso. ¿En qué momento dará ese paso y en qué forma revelará que ya lo ha dado?

¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?

¡Muy Mal! (1989)

“Too Bad!”

Las Tres Leyes de la robótica
:

  1. Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
  2. Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.
  3. Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.

Gregory Arnfeld en realidad no se estaba muriendo, pero sin duda existía un claro límite a lo que le quedaba de vida. Tenía un cáncer inoperable y había rechazado, enérgicamente, toda sugerencia de tratamientos químicos o terapia radiactiva.

Apoyado contra las almohadas, sonrió a su mujer y dijo:

—Soy el caso perfecto. Lo llevarán Tertia y Mike.

Tertia no sonrió. Parecía terriblemente preocupada.

—Hay tantas cosas que se pueden hacer, Gregory. Sin duda Mike es un último recurso. Puedes no necesitar esa cosa.

—No, no. Para cuando me hubiesen atiborrado de sustancias químicas y remojado con radiación, haría tanto tiempo que me habría ido que no existiría una prueba razonable… Y por favor no llames a Mike «cosa».

—Estamos en el siglo XXII, Greg. Hay muchos medios para tratar el cáncer.

—Sí, pero Mike es uno de ellos, y creo que el mejor. Estamos en el siglo XXII, y sabemos lo que pueden hacer los robots. Ciertamente, yo lo sé. He tratado más a Mike que a cualquier otro. Tú lo sabes.

—Pero no puedes pretender utilizarlo sólo para enorgullecerte del proyecto. Además, ¿hasta qué punto estás seguro de la miniaturización? Es una técnica incluso más nueva que la robótica.

Arnfeld asintió.

—De acuerdo, Tertia. Pero los muchachos de la miniaturización parecen seguros. Pueden reducir o restablecer constantes de Planck de una forma según ellos razonablemente segura, y los controles que lo hacen posible están introducidos en Mike. Puede disminuir y aumentar de tamaño a voluntad sin que su entorno se vea afectado.

—Razonablemente seguros —dijo Tertia con ligera amargura.

—Esto es todo lo que se puede pedir, sin duda. Piensa en ello, Tertia. Soy privilegiado por formar parte del experimento. Pasaré a la historia como el principal proyectista de Mike, pero esto será secundario. Mi mayor hazaña será el haber sido tratado con éxito por un minirrobot; por elección propia, por iniciativa propia.

—Ya sabes que es peligroso.

—Todo tiene sus peligros. Las sustancias químicas y la radiación tienen efectos secundarios. No pueden trabajar a un ritmo lento sin pararse. Me pueden permitir vivir una especie de semivida aburrida. Y el no hacer nada ciertamente me matará. Si Mike hace su trabajo convenientemente, me curaré del todo, y si se reproduce de nuevo —Arnfeld sonrió alegremente—, Mike también puede volver a hacerlo.

Extendió una mano para coger la de ella.

—Tertia, tú y yo sabíamos que esto iba a llegar. Déjame hacer algo por ello, un experimento glorioso. Aunque falle, y no fallará, será un experimento glorioso.

Louis Secundo, del grupo de miniaturización, dijo:

—No, señora Arnfeld. No podemos garantizar el éxito. La miniaturización esta íntimamente ligada a la mecánica cuántica, y hay aquí un fuerte elemento de carácter imprevisible. Cuando MIK-27 se reduce de tamaño, existe siempre la posibilidad de que tenga lugar una repentina e imprevista redilatación, naturalmente matando al… paciente. Cuanto más se reduce el tamaño, cuanto más diminuto se vuelve el robot, mayor es el riesgo de redilatación. Y cuando empieza a dilatarse de nuevo, la posibilidad de un repentino y acelerado estallido es todavía mayor. La redilatación es la parte realmente peligrosa.

Tertia movió la cabeza.

—¿Cree usted que va a suceder?

—No sabemos las posibilidades que existen, señora Arnfeld. Pero la posibilidad nunca es cero. Debe comprender esto.

—¿Lo comprende el doctor Arnfeld?

—Claro. Hemos hablado de ello con detalle. Considera que las circunstancias lo justifican —titubeó antes de seguir—: Igual que nosotros. Sé que usted pensará que no todos estamos corriendo el riesgo, pero estaremos algunos de nosotros, y por otra parte consideramos que el experimento merece la pena. Más importante todavía, así lo cree el doctor Arnfeld.

—¿Y si Mike comete un error o se reduce demasiado a causa de un fallo técnico en el mecanismo? Se redilataría seguro, ¿verdad?

—Nunca se vuelve bastante seguro. Se queda en lo estadístico. La posibilidad aumenta si él se hace demasiado pequeño. Pero, entonces, cuanto más pequeño se vuelve, menos macizo es, y en algún momento critico, la masa se volverá tan insignificante que el mismo esfuerzo por su parte puede mandarlo volando a una velocidad cercana a la de la luz.

—Bien, esto no matará al doctor.

—No. Para entonces, Mike seria tan pequeño que se deslizaría entre los átomos del cuerpo del doctor sin afectarlos.

—¿Pero qué probabilidad existe de que se redilate cuando sea tan pequeño?

—Cuando MIK-27 se acercase al tamaño del neutrino, por decirlo de alguna forma, su media de vida sería de segundos. Esto es, la probabilidad de que se redilatase en cuestión de segundos es cincuenta-cincuenta, pero para cuando se redilatase, estaría a cien mil millas en el espacio y la explosión resultante produciría únicamente un pequeño estallido de rayos gamma. Además, nada de esto ocurrirá, MIK-27 seguirá sus instrucciones y no se reducirá más de lo que necesita para llevar a cabo su misión.

La señora Arnfeld sabía que tendría que hacer frente a la Prensa de una forma u otra. Se había negado firmemente a aparecer en holovisión, y la disposición del derecho a la intimidad del Fuero Mundial la protegía. Por otra parte, no podía negarse a contestar preguntas en voz en off. La disposición del derecho a saber no le permitiría un bloqueo informativo general.

Estaba rígidamente sentada mientras la joven que tenía delante decía:

—Aparte de todo, señora Arnfeld, ¿no es una coincidencia bastante extraña que su marido, proyectista jefe de Mike el Microbot, vaya a ser también su primer paciente?

—En absoluto, señorita Roth —dijo la señora Arnfeld con tristeza—. La enfermedad del doctor es el resultado de una predisposición. Ha habido otros en su familia que la han tenido. Me lo dijo cuando nos casamos, así que el asunto no me cogió por sorpresa, y fue por esta razón que no tuvimos hijos. Es también por este motivo que mi marido escogió el trabajo al que ha dedicado toda su vida y trabajó arduamente para producir un robot capaz de miniaturización. Siempre pensó que al final seria su paciente, ¿comprende?

La señora Arnfeld insistió para tener una charla con Mike y, dadas las circunstancias, ello no podía ser negado. Ben Johannes, que trabajaba desde hacía cinco años con su marido y a quien ella conocía lo suficientemente bien como para llamarse por el nombre de pila, la acompañó al alojamiento del robot.

La señora Arnfeld había visto a Mike poco después de su construcción, cuando estaba pasando por sus primeras pruebas, y él la recordaba. Le dijo, con su voz curiosamente neutral, de dulzura demasiado uniforme para ser del todo humana:

—Me alegro de verla, señora Arnfeld.

No era un robot con una buena forma. Era de cabeza puntiaguda y base muy pesada. Casi cónico, con la punta hacia arriba. La señora Arnfeld sabía que ello era porque su mecanismo de miniaturización era voluminoso y abdominal, y porque su cerebro también tenía que ser abdominal a fin de aumentar la velocidad de respuesta. Su marido le había explicado que insistir en un cerebro detrás de un cráneo grande era un antropomorfismo innecesario. Sin embargo hacía que Mike pareciese ridículo, casi imbécil. La señora Arnfeld pensó, inquieta, que el antropomorfismo tenía ventajas psicológicas.

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