Cuentos completos (381 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Todos los foys tenían cinco grandes corazones, y se especulaba acerca que era eso precisamente lo que los hacía virtualmente inmortales.

Maude Briscoe, la más renombrada cirujana de la Tierra, deseaba esos corazones.

—No puede ser simplemente su número y tamaño, Dwayne —dijo a su ayudante en jefe—. Tiene que tratarse de algo fisiológico o biológico. Tengo que conseguirlos.

—No sé si podremos —dudó Dwayne Johnson—. He estado hablando largamente con él, intentando pasar por encima del tabú de los foys respecto a la desmembración después de la muerte. He tenido que jugar con el sentimiento de tragedia que cualquier foy debe sentir ante la idea de morir lejos de su hogar. Y he tenido que mentirle, Maude.

—¿Mentirle?

—Le dije que, después de su muerte, celebraríamos un canto fúnebre en su honor interpretado por el famoso coro dirigido por Harold J. Gassenbaum. Le expliqué que, según las creencias terrestres, eso significaba que su esencia astral sería impulsada instantáneamente de vuelta, a través del hiperespacio, hasta su planeta natal de Sortib…, lo que sea. Todo ello, por supuesto, siempre que firmara un documento permitiéndote a ti, Maude, conseguir sus corazones para una investigación científica.

—¡No me digas que se ha creído todas esas estupideces! —exclamó Maude.

—Bien, ya conoces la moderna actitud consistente en aceptar los mitos y creencias de los alienígenas inteligentes. No hubiera resultado educado por su parte no creerme. Además, los foys sienten una profunda admiración hacia la ciencia terrestre, y creo que este se ha sentido halagado debido a que nosotros deseemos sus corazones. Me ha prometido tomar en consideración mi sugerencia. Espero que se decida pronto, puesto que no puede vivir mucho más de otro día o algo así, y debemos obtener su permiso según las leyes interestelares; además, los corazones deben ser frescos, y… Oh, ésa es su señal.

Dwayne Johnson entró en la habitación con una rapidez suave y silenciosa.

—¿Sí? —susurró, conectando discretamente la grabadora holográfica, por si el foy deseaba conceder su permiso.

El amplio, nudoso y casi arbóreo cuerpo del foy yacía inmóvil en la cama. Sus protuberantes ojos palpitaron (los cinco) cuando los alzó, cada uno al extremo de su tallo, y los volvió hacia Dwayne. La voz del foy tenía un tono extraño, y los bordes desprovistos de labios de su redonda boca abierta no se movieron, pero las palabras se formaron perfectamente. Sus ojos efectuaron el gesto foyano de asentimiento cuando dijo:

—Entregue mis grandes corazones a Maude, Dwayne. Desmémbreme a cambio del coro de Harold. Dígale a todos los foys de Sortibackenstrete que pronto estaré allí…

Encajar perfectamente (1981)

“A Perfect Fit”

Mientras deambulaba melancólicamente al azar por las calles de una nueva ciudad, Ian Bradstone se vio detenido por un enjambre de gente ante la puerta abierta de unos almacenes. Su primer impulso fue dar media vuelta y huir, pero no consiguió obligarse a sí mismo a hacerlo. La fascinación del horror lo arrastró, reluctante, hacia el enjambre.

Su curiosidad debió de transformar su rostro en un enorme signo de interrogación, puesto que alguien de la periferia le explicó amablemente de qué se trataba.

—Ajedrez Tres-D. Es un juego apasionante.

Bradstone sabía cómo funcionaba. Allí habría una media docena de personas conferenciando a cada movimiento, todos intentando derrotar a la computadora.

Las posibilidades estaban siempre a favor de la computadora. Seis tableros puestos encima de otro tablero. Captó el insoportable brillo del gráfico y cerró los ojos contra él. Se apartó amargamente hacia un lado y observó una disposición provisional de ocho tableros colgados de ganchos, uno encima del otro.

Tableros ordinarios. Piezas de plástico.

—¡Eh! —dijo, con explosiva sorpresa.

El joven junto al multitablero dijo, a la defensiva:

—No podemos acercarnos lo suficiente. Así que he preparado esto para que podamos seguir el juego. ¡Cuidado! No vaya a tirarlo todo.

—¿Es ésta la posición en que se encuentran ahora?

—Sí. Los tipos llevan discutiendo más de diez minutos.

Bradstone miró ansiosamente la posición. Dijo, absorto:

—Si mueven la torre de beta-B-6 a delta-B-6, conseguirán tener la ventaja de su lado.

El joven estudió los tableros.

—¿Está seguro?

—Naturalmente que estoy seguro. No importa lo que haga la computadora, deberá perder un movimiento para proteger su reina.

Más estudio. El joven gritó:

—¡Eh, los de ahí dentro! Aquí hay un tipo que dice que deberíais hacer saltar la torre dos niveles hacia arriba.

Hubo un suspiro colectivo del grupo en el interior. Una voz dijo:

—Yo estaba pensando eso precisamente.

Otro dijo:

—Ya lo tengo. Eso deja a la reina con la potencialidad de la vulnerabilidad. No lo había visto. —El propietario de esta segunda voz se volvió—. ¡Eh, usted, el que hizo la sugerencia! ¿Quiere tener el honor? ¿Quiere pulsar el movimiento?

Bradstone retrocedió, el rostro contorsionado en un absoluto horror.

—No…, no…, yo no juego.

Se dio la vuelta y se apresuró a alejarse.

Tenía hambre. Periódicamente, tenía hambre.

Ocasionalmente, se encontraba con puestos de fruta del tipo que instalaban los pequeños comerciantes que encontraban algún espacio olvidado en los intersticios de una economía computarizada por completo. Si era cuidadoso, Bradstone podía marcharse con una manzana o una naranja.

Era algo aterrador. Siempre existía la posibilidad de ser descubierto, y se le exigiría que pagara. Tenía el dinero, por supuesto —habían sido muy amables con él— pero ¿cómo podía pagar?

Y sin embargo cada día, al menos una docena de veces, tenía que someterse a una transferencia de crédito, utilizando su tarjeta de efectivo. Eso significaba incontables humillaciones.

Se dio cuenta de que estaba parado delante de un restaurante. Probablemente, era el olor de la comida lo que le había recordado que estaba hambriento.

Atisbó cautelosamente por la ventana. Había gente comiendo. Demasiada. Ya era bastante malo con una o dos personas. No podía convertirse en el centro de atención de hordas de escrutadores y compasivos ojos.

Se dio la vuelta, sintiendo gruñir su estómago, y vio que no era el único que estaba mirando por la ventana. Un muchacho estaba haciendo lo mismo. Tendría unos diez años, y no parecía particularmente hambriento.

Bradstone intentó adoptar un tono afable.

—Hola, muchacho. ¿Hay hambre?

El muchacho lo miró suspicazmente y se echó a un lado.

—¡No!

Bradstone no hizo ningún movimiento por acercársele. Si lo hacía, seguro que el muchacho echaría a correr. Dijo:

—Apuesto a que eres lo suficientemente mayor como para pedir por ti mismo. Puedes entrar ahí y pedir una hamburguesa o cualquier otra cosa, estoy seguro.

El orgullo dominó a la suspicacia.

—¡Seguro! —dijo el muchacho—. ¡En cualquier momento! Claro, comemos aquí muy a menudo.

—Entonces ya está. Come aquí una vez más. Sólo que esta vez tú manejarás la tarjeta. Tú harás la selección…, como un chico mayor. Adelante. Pasa tú primero.

Notó una sensación tensa en la boca del estómago. Lo que estaba haciendo tenía un perfecto sentido para él, y no le causaría el menor daño al muchacho. Pero cualquiera que estuviera observando podía llegar a una horrible y completamente equivocada conclusión.

Bradstone podía explicarlo si se presentaba la ocasión, pero cuán humillante sería que todo el mundo viera que tenía que utilizar a un muchacho para que hiciera por él algo que él no podía hacer por sí mismo.

El muchacho dudó, pero finalmente entró en el restaurante, y Bradstone le siguió, manteniendo una prudente distancia. El muchacho se sentó en una mesa del fondo, y Bradstone ocupó un asiento al otro lado.

El hombre sonrió y le tendió su tarjeta. Ésta hacía que las manos le picaran desagradablemente —como siempre, aquellos días—, y se sintió aliviado cuando el muchacho la cogió. Tenía un brillo duro y metálico que hacía que le hormiguearan los músculos de alrededor de los ojos. No podía soportar mirarla directamente.

—Adelante, muchacho. Haz la selección —dijo en voz baja—. Lo que tú quieras.

El chico no había mentido. Podía manejar perfectamente la pequeña terminal del ordenador, sus dedos parecían aletear sobre los controles.

—Un bistec para usted, señor. Una patata asada. Un zumo de fruta. Tarta de manzana. Café. ¿Desea una ensalada, señor? —Su voz había adoptado un tono confuso de «ya soy mayor»—. Mi mamá siempre pide ensalada, pero a mí no me gusta.

—Creo que la probaré. Una ensalada mixta. ¿Tienen? Aliñada con vinagre. ¿Tienen también? ¿Lo encuentras?

—No veo el vin…, lo que sea. Quizá sea esto.

Bradstone terminó encontrándose con un aliño francés para la ensalada, pero también estaba bueno.

El muchacho insertó la tarjeta con una soltura y una habilidad que despertaron una amarga envidia en Bradstone, aunque imaginarse a sí mismo realizando aquel mismo acto hizo que su estómago se contrajera.

El muchacho le tendió de vuelta la tarjeta.

—Espero que tenga usted suficiente dinero —dijo, dándose importancia.

—¿Has visto la cifra total? —preguntó Bradstone.

—Oh, no. Se supone que no debes mirarla; eso es lo que dice papá. Quiero decir que si tu tarjeta no es rechazada, entonces es que tienes suficiente dinero para la comida.

Bradstone reprimió un sentimiento de decepción. Él no podía leer las cifras, y no se atrevía a preguntar a los demás. Finalmente iba a tener que acudir a un banco e inventar alguna forma de conseguir que se lo dijeran.

Intentó entablar una conversación.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Reginald.

—¿Qué estás estudiando en casa, Reggie?

—Principalmente aritmética, porque papá dice que tengo que hacerlo, y dinosaurios, porque me gusta. Papá dice que si me porto bien con la aritmética podré dedicarme a los dinosaurios también. Puedo programar mi computadora a fin de obtener los gráficos de los movimientos del dinosaurio. ¿Sabe usted cómo camina un brontosaurio por tierra firme? Tiene que equilibrar el cuello de tal modo que el centro de gravedad quede entre sus caderas. Mantiene la cabeza erguida muy alta, como una jirafa, excepto cuando está en el agua. Entonces… Ah, ahí está mi hamburguesa. Y lo suyo también.

Todo lo pedido avanzó por la cinta rodante y se detuvo exactamente en el lugar apropiado.

La idea de una comida completa sin humillación ahogó la añoranza de Bradstone por poder manipular una computadora en libre búsqueda de información. Reginald dijo, educadamente:

—Iré a comerme mi hamburguesa a la barra, señor.

—Espero que te guste, Reggie —dijo Bradstone, agitando una mano. Ya no le necesitaba, y se sentía aliviado de que se fuera. Alguien de la cocina, indudablemente el técnico de Mantenimiento de Computadoras, había salido, e inició una amistosa conversación con Reginald, lo cual también era un alivio.

No había duda alguna acerca de su profesión. Uno siempre podía descubrir a un Mant-Comp por su indolente aire de importancia, y porque daba la sensación de ser consciente de que el mundo descansaba sobre sus hombros.

Pero Bradstone estaba concentrado en su comida, la primera auténtica comida de que disfrutaba en un mes.

No fue hasta después de haber terminado —haber terminado completamente, tras tomarse todo el tiempo necesario— cuando estudió de nuevo su entorno. El muchacho hacía rato que se había ido. Bradstone pensó tristemente que él, al menos, no había demostrado piedad, condescendencia, protección. No era lo bastante mayor para encontrar extraño todo el asunto; se había concentrado únicamente en la idea de que ya era lo bastante mayor para ser capaz de manejar la terminal de la computadora.

¡Lo bastante mayor!

El lugar no estaba muy lleno ahora. El Mant-Comp se hallaba todavía detrás de la barra, presumiblemente estudiando el cableado de la computarización.

Era la ocupación más importante de los tecnólogos virtualmente en todo el mundo, pensó Bradstone con una punzada de dolor; siempre programando, reprogramando, ajustando, comprobando las diminutas corrientes eléctricas que controlaban el trabajo del mundo para todos… Para casi todos.

La confortable sensación de calor interno producida por un excelente bistec agitó la sensación de rebeldía dentro de Bradstone. ¿Por qué no actuar? ¿Por qué no hacer algo respecto a todo aquello?

Captó la mirada del Mant-Comp y dijo, aparentando una indiferencia que sonó falsa incluso en sus propios oídos:

—Oiga, amigo, supongo que habrá abogados en esta ciudad.

—Supone bien.

—¿Puede sugerirme alguno que sea bueno y que no esté excesivamente lejos?

—Encontrará usted una guía profesional de la ciudad en la oficina postal —dijo el Mant-Comp educadamente—. Sólo necesita teclear «abogados».

—Me refiero a uno bueno. Un tipo listo. Causas perdidas. Cosas así.

Se echó a reír, confiando en arrancarle al menos una sonrisa al otro.

No lo consiguió.

—Todos están descritos allí —dijo el Mant-Comp—. Liste sus necesidades, y obtendrá usted evaluaciones, edades, domicilios, honorarios, antecedentes. Encontrará cualquier cosa que desee, si pulsa las teclas adecuadas. Y funciona. Lo revisé la semana pasada.

—Mire, no es eso lo que deseo, amigo —La sugerencia de que pulsara las teclas adecuadas había despertado el habitual estremecimiento en su espina dorsal—. Desearía su recomendación personal, ¿entiende?

El Mant-Comp agitó la cabeza.

—Yo no soy una guía profesional.

—Maldita sea —dijo Bradstone—. ¿Qué es lo que pasa? Dígame un abogado. Cualquier abogado. ¿Acaso hay alguna ley que prohíba saber algo sin necesidad de tener que recurrir a una computadora?

—Utilizar la guía profesional cuesta diez centavos. Si tiene usted más de diez centavos registrados en su tarjeta, ¿cuál es su problema? ¿No sabe utilizar su tarjeta? ¿O acaso es usted…? —sus ojos se abrieron enormemente ante la brusca comprensión—. Oh…, demonios… ¡Por eso hizo que Reggie pidiera la comida por usted! Escuche, yo no sabía…

Bradstone retrocedió. Se dio la vuelta para echar a correr fuera de aquel lugar, y casi chocó contra un hombre grueso, de tez rubicunda y cráneo casi calvo.

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