Cuentos completos (298 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
5.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Pero ahora que han separado de ellos a la Tierra; ahora que no les llegará ni un ápice de suelo y de vida terrestres, un cambio se acumulará sobre otro. Vendrán las enfermedades, aumentará la mortalidad, las anormalidades infantiles se harán más frecuentes…

—¿Y luego? —preguntó Keilin, súbitamente interesado.

—¿Luego? Bueno, ellos son científicos físicos… y nos dejan a nosotros las ciencias inferiores, tales como la biología. Pero no pueden abandonar su sensación de superioridad ni su modelo arbitrario de perfección humana. No descubrirán el cambio hasta que ya sea demasiado tarde para combatirlo. No todas las mutaciones son claramente visibles, y se producirá una revuelta creciente contra las normas de aquellas rígidas sociedades mundoexterioranas. Vendrá un siglo de revuelta física y social creciente que impedirá toda interferencia suya contra nosotros.

«Dispondremos de un siglo para reconstruirnos y revitalizarnos, y al final de ese período nos enfrentaremos con una Galaxia exterior agonizante o transformada. En el primer caso, edificaremos un segundo Imperio Terrestre, más sabiamente y con más conocimiento de causa que el primero; un imperio fundado en una Tierra fuerte y modernizada.

»En el segundo caso, nos enfrentaremos con diez, veinte, o quizá los cincuenta Mundos Exteriores, cada uno con una variedad de hombre ligeramente distinta. Cincuenta especies humanoides, ya no unidas todas contra nosotros, cada una más y más adaptada a su propio planeta, cada una con suficiente tendencia al atavismo de amar a la Tierra, de mirarla como la gran primera Madre.

»Y el racismo habrá muerto; porque entonces la variedad, y no la uniformidad, será la característica fundamental del género humano. Cada especie de hombre tendrá un mundo propio, que no podrá ser sustituido por ningún otro, y en el que cualquier otro tipo no se adaptaría. Y se podrán colonizar más mundos en los que originar nuevas variedades todavía, hasta que de la gran mezcla intelectual la Madre Tierra pueda hacer nacer no un Imperio Terrestre, sino un Imperio Galáctico.»

Keilin dijo, hechizado:

—Usted lo prevé todo con tal seguridad…

—Nada es auténticamente seguro; pero las mentes más destacadas de la Tierra están de acuerdo en esto. Pueden surgir por el camino obstáculos en los que tropezar; pero apartarlos será la gran aventura que habrán de ultimar nuestros tataranietos. De nuestra aventura, una fase ha concluido felizmente y otra se está iniciando. Únase a nosotros, Keilin.

Poco a poco, Keilin empezaba a pensar que quizá Moreno no fuese un monstruo, después de todo…

Sala de billar darwiniana (1950)

“Darwinian Pool Room”

—Por supuesto, la concepción ordinaria del Génesis-1 está equivocada de pies a cabeza —dije—. Considerad una sala de billar, por ejemplo.

Mentalmente, los otros tres se situaron en una sala de billar. Estábamos sentados en unas destrozadas sillas giratorias del laboratorio del doctor Trotter, pero no suponía problema alguno el convertir las mesas del laboratorio en mesas de billar, los altos soportes circulares en tacos, las botellas de reactivos en bolas y luego disponer limpiamente la cuestión completa ante nosotros.

Thetier llegó al extremo de levantar un índice, cerrar los ojos y murmurar por lo bajo:

—¡Sala de billar!

Como de costumbre, Trotter no dijo nada, pero se puso a acariciar su segunda taza de café. También como de costumbre, el café estaba horrible; aunque lo cierto es que yo era nuevo en el grupo y todavía no se me había encallecido bastante la pared interior del tubo gástrico.

—Ahora considerad el final de una partida de billar de tronera —dije—. Tenéis todas las bolas, menos la del taco, por supuesto, en una tronera determinada…

—Espera un poco —interrumpió Thetier, siempre purista—, ¿no importa en qué tronera con tal de que las pongas en un cierto orden, o…?

—No hace al caso. Terminada la partida, las bolas están en diversas troneras. ¿De acuerdo? Ahora supongamos que entráis en la sala de billar cuando la partida ha terminado definitivamente y observáis tan sólo esa posición final, y luego tratáis de reconstruir el curso que siguieron los acontecimientos. Evidentemente, tendréis cierto número de alternativas.

—Si conoces las reglas del juego, no —objetó Madend.

—Supón que las ignoras por completo —dije—. Puedes suponer que las bolas fueron a parar a las troneras al ser golpeadas por la del taco, la cual, a su vez, recibió el impacto de éste. Esta sería la verdad, pero no es muy probable que se te ocurriese espontáneamente esta explicación. Porque es mucho más probable que supusieras que las bolas habían sido colocadas a mano, una por una, en las respectivas troneras, o que las bolas hubiesen estado eternamente en las troneras tal como las encontraste.

—Muy bien —observó Thetier—, si vas a retroceder hasta el Génesis, asegurarás que, por analogía, podemos explicarnos el universo bien como algo que ha existido siempre, bien como que ha sido creado arbitrariamente tal como está ahora, bien como que se ha perfeccionado gracias a la evolución. Y entonces, ¿qué?

—Esa no es, en modo alguno, la alternativa que voy a proponer —dije yo—. Aceptemos el hecho de una creación con una finalidad y consideremos solamente los métodos que pueden haber servido para dicha creación. Es muy fácil suponer que Dios dijo: «Hágase la luz», y que la luz fue hecha; pero no es estético.

—Es sencillo —comentó Madend—, y cuando hay distintas posibilidades lo lógico es escoger la más sencilla.

—Entonces, ¿cómo es que no terminas la partida poniendo las bolas en las troneras a mano? Eso es más sencillo, pero no es estético. Por otra parte, si empezases con el átomo primigenio…

—¿Qué es eso? —preguntó Trotter.

—Pues toda la masa-energía del universo comprimida en una sola esfera, en un estado de entropía mínima. Si hicieras estallar esa masa de tal forma que todas las partículas constitutivas de la materia y los cuanta de energía al actuar, reaccionasen e interactuasen, ¿no resultaría un proceso mucho más satisfactorio que el simple hecho de mover la mano y decir: ?

—Quieres decir —intervino Madend—, como si se disparase la bola del taco contra las otras y se mandara las quince bolas, sin excepción, a las troneras que tenían destinadas de antemano.

—Formando una bonita combinación —respondí—. En efecto.

—Hay más poesía en la idea de un tremendo acto directo de la voluntad —aseguró Madend.

—Eso depende de si miras la cuestión como un matemático o como un teólogo —objeté—. En realidad el Génesis-1 se podría modificar de forma que encajase con el esquema de las bolas de billar. El Creador se habría podido pasar el tiempo calculando todas las variables y todas las relaciones en seis ecuaciones descomunales. Cuenta un para cada ecuación. Después de haber aplicado el impulso explosivo inicial, habría en el séptimo, y este séptimo sería todo el intervalo de tiempo desde el citado comienzo hasta el año 4004 a. de C. Ese intervalo, durante el cual se va perfilando esa compleja trama de bolas de billar, no les interesa para nada, evidentemente, a los redactores de la Biblia. Los miles de millones de años que comprende se podrían considerar meramente como el desarrollo del singular acto de la creación.

—Estás postulando un universo teológico —dijo Trotter—, en el que va implicado un propósito.

—Claro —respondí—, ¿por qué no? Un acto creador consciente sin objetivo es ridículo. Por otra parte, si intentas considerar el curso de la evolución como la resultante ciega de unas fuerzas sin objetivo alguno, topas con unos cuantos problemas realmente desconcertantes.

—¿Por ejemplo? —inquirió Madend.

—Por ejemplo —respondí—, la extinción de los dinosaurios.

—¿Qué gran dificultad encierra la comprensión de ese fenómeno?

—No hay razón lógica que lo explique. A ver si puedes decirme alguna.

—La ley de disminución del rendimiento —contestó Madend—. Los brontosaurios llegaron a ser tan voluminosos que se precisaban unas patas como troncos de árboles para sostenerlos, con lo cual tenían que permanecer en el agua y dejar que el empuje del líquido hiciera la mayor parte de la tarea. Además, tenían que estar comiendo continuamente para disponer de la cantidad necesaria de calorías. He dicho continuamente, en sentido literal. En cuanto a los que comían carne, en la carrera que emprendieron unos contra otros, todos hubieron de cargarse con tales armaduras, ofensivas y defensivas, que eran unos pesados tanques que se arrastraban bajo toneladas de huesos y escamas. La cosa llegó a tal extremo que, simplemente, no podía continuar.

—Muy bien —repliqué—, y de este modo perecieron las criaturas enormes. Pero la mayoría de los dinosaurios eran animales pequeños y veloces que no habían adquirido ni una masa ni una armadura excesivas. ¿Qué les sucedió?

—Por lo que respecta a los pequeños —puntualizó Thetier—, hay que tener en cuenta la competencia. Si algunos reptiles adquirieron pelo y sangre caliente, pudieron adaptarse con mayor eficacia a las variaciones del clima. No tuvieron Que soportar directamente los rayos del sol, ni se volvieron lentos y torpes cuando la temperatura descendía por debajo de los veintiséis grados centígrados. No tuvieron que aletargarse durante el invierno.

—La explicación no me satisface —dije—. En primer lugar, no creo que los diversos saurios estuvieran en una situación tan desfavorable. Ya sabes, resistieron unos trescientos millones de años, cifra que supera en 298 millones a la que el género Homo tiene en su haber. En segundo lugar, continúan viviendo animales de sangre fría, notablemente insectos y anfibios…

—Capacidad de reproducción —objetó Thetier.

—Y también algunos reptiles. Serpientes, lagartos y tortugas se lo pasan bastante bien, gracias a Dios. Y, para el caso, ¿qué me dices del océano? Los saurios se adaptaron a él bajo la forma de ictiosaurios y plesiosaurios. Pero éstos desaparecieron igualmente, sin que hubiera formas de vida recién aparecidas y fundadas en adelantos radicales de la evolución para competir con ellos. Yo diría que la forma más elevada de vida en el océano son los peces, los cuales datan de fechas anteriores a la de los ictiosaurios. ¿Cómo te lo explicas? Los peces tienen la sangre fría, como ellos, y son todavía más primitivos. Además, en el océano no existe el problema de la masa y la disminución del rendimiento, puesto que el trabajo de sostén corre por cuenta del agua. La ballena de las profundidades es mayor que cualquiera de los dinosaurios que han existido… Y otra cosa, ¿a qué viene hablar de la ineficacia de la sangre fría y de que a temperaturas inferiores a los veintiséis grados centígrados los animales de sangre fría se vuelven lentos? Los peces se lo pasan divinamente a temperaturas constantes poco superiores a los cero grados centígrados, y en verdad que no se puede acusar de perezoso ni lento a un tiburón.

—Entonces, ¿por qué se largaron calladamente de la Tierra los dinosaurios, sin dejarnos más recuerdo que sus huesos? —preguntó Madend.

—Formaban parte del plan. Cuando hubieron cumplido su cometido, fueron innecesarios y, por consiguiente, se prescindió de ellos.

—¿Cómo? ¿Fue una catástrofe velikovskiana? ¿Por el impacto de un cometa? ¿Por el dedo de Dios?

—No, por supuesto que no. Se extinguieron natural y necesariamente, de acuerdo con el cálculo previo original.

—Entonces deberíamos ser capaces de encontrar cuál fue esa causa natural e inevitable de extinción.

—No necesariamente. Pudo tratarse de un oscuro fracaso de la bioquímica sauriana, de una deficiencia vitamínica que fue cobrando terreno…

—Me parece demasiado complicado —replicó Thetier.

—Lo parece, nada más —sostuve yo—. Supongamos que fuera preciso mandar a la tronera una bola de billar mediante un golpe a cuatro bandas. ¿Te preocuparía el relativamente complicado curso de la bola golpeada por el taco? Un golpe directo resultaría menos complicado, pero no resolvería nada. Y a pesar de la complicación aparente, el golpe indirecto no ofrecería mayores dificultades que el otro a un buen maestro. Seguiría significando un solo movimiento del taco, aunque en otra dirección. Las propiedades corrientes de los materiales elásticos y las leyes de conservación del impulso mecánico entrarían en acción y se encargarían de lo demás.

—Según creo entender —dijo Trotter—, tú sugieres que el curso de la evolución representa el camino más sencillo por el que se podía progresar desde el caos primitivo hasta el hombre.

—En efecto. No cae ni un solo gorrión sin una finalidad determinada, ni tampoco un pterodáctilo.

—¿Y adónde vamos, partiendo del momento presente?

—A ninguna parte. La evolución termina al aparecer el hombre. Las antiguas reglas no siguen en acción.

—¿Ah, no? —exclamó Madend—. Con esto niegas la posibilidad de que se sigan produciendo variaciones y mutaciones en el medio ambiente.

—En cierto sentido, si —ratifiqué—. El hombre gobierna su medio ambiente cada día más, y cada día comprende mejor el mecanismo de las mutaciones. Antes de la aparición del hombre, las criaturas no podían prever los cambios de condiciones del clima, ni podían protegerse contra ellos. Tampoco podían comprender el peligro creciente que representaban ciertas especies recién aparecidas antes de que dicho peligro adquiriese dimensiones catastróficas. Y ahora, plantéate esta pregunta: ¿Qué clase de organismo puede remplazarnos a nosotros y cómo realizará esa tarea?

—Podemos empezar —dijo Madend— fijándonos en los insectos. Yo creo que ya la están llevando a cabo en estos mismos momentos.

—Los insectos no han impedido que el número de seres humanos se multiplicara por diez durante los doscientos cincuenta últimos años. Si el hombre se entregara por entero a la lucha contra los insectos, en lugar de invertir la mayor parte de las energías sobrantes de que dispone en otras clases de combates, los pobres insectos no durarían mucho. Me sería imposible demostrarlo, pero lo creo sinceramente.

—¿Y qué me dices de las bacterias o, mejor todavía, de los virus? —adujo Madend—. El virus de la gripe del 1918 hizo un trabajo más que respetable, eliminando a un buen porcentaje de semejantes nuestros.

—Sin duda —repliqué—, alrededor de un uno por ciento, nada más. La misma «muerte negra» del Siglo XIV sólo logró matar una tercera parte de la población de Europa, y eso en una época en que la ciencia médica prácticamente no existía, y en que hubo que dejarle seguir su curso a placer, bajo la pobreza, la suciedad y la inmundicia medievales más espantosas; y, sin embargo, los dos tercios de esa resistente especie nuestra lograron sobrevivir. La enfermedad no puede eliminarnos, estoy seguro.

Other books

Pictures of You by Caroline Leavitt
When She Flew by Jennie Shortridge
Heart Shot by Elizabeth Lapthorne
High Life by Matthew Stokoe
Faithful to Laura by Kathleen Fuller
Love Love by Sung J. Woo
Dreamlands by Scott Jäeger