Cuentos completos (170 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Incluso se lo he perdonado todo; todo, salvo ese momento en que me escupió. Resulta irónico que gozara de un instante de felicidad antes de morir, pues recibió una dádiva que pocos han tenido, y él fue el único que pudo saborearla.

A pesar del berrido que me pegó aquella vez que me escupió, Lancelot tuvo la oportunidad de leer su propia necrológica.

Lluvia, lluvia, aléjate (1959)

“Rain, Rain, Go Away”

—Ahí está otra vez —dijo Lillian Wright, ajustando las celosías—. Ahí está, George.

—¿Ahí está quién? —preguntó su esposo, tratando de obtener un contraste satisfactorio en el televisor para ver el partido de béisbol.

—La señora Sakkaro —respondió Lillian, y para impedir el inevitable «¿quién es ésa?» se apresuró a añadir—: La nueva vecina, por amor de Dios.

—Ah.

—Tomando el sol. Siempre tomando el sol. Me pregunto dónde estará su hijo. Habitualmente está fuera, en un día tan bonito como éste, jugando en ese patio inmenso y tirando la pelota contra la casa. ¿No le has visto nunca, George?

—Le he oído. Es una versión de la tortura china de la gota de agua. Un golpe en la pared, un golpe en el suelo, un golpe en la mano. Blam, bang, paf…

—Es un chico agradable, tranquilo y bien educado. Ojalá Tommie entablara amistad con él. Tiene la edad apropiada. Unos diez años, diría yo.

—No sabía que Tommie tuviese problemas para entablar amistades.

—Pero es difícil con los Sakkaro. Son muy reservados. Ni siquiera sé qué hace el señor Sakkaro.

—¿Por qué tienes que saberlo? No te incumbe lo que hace.

—Es raro que nunca lo vea salir a trabajar.

—A mí nadie me ve salir a trabajar.

—Tú te quedas en casa a escribir. ¿Qué hace él?

—Sin duda, la señora Sakkaro sabe qué hace su esposo y le fastidia no saber qué hago yo.

—Oh, George. —Lillian se alejó de la ventana y miró con disgusto al televisor. (Schoendienst era el bateador)—. Creo que deberíamos intentarlo. El vecindario debería intentarlo.

—¿Intentar qué? —George estaba repantigado en el sillón, con una Coca-Cola en la mano, recién abierta y chorreando por la humedad.

—Conocerlos.

—¿No lo intentaste ya cuando llegaron? Me dijiste que habías ido a visitarlos.

—Los saludé, pero ella acababa de mudarse y todavía estaba muy atareada, así que eso fue todo. Han pasado dos meses y lo único que hacemos es saludarnos. Es muy rara.

—¿Ah, sí?

—Siempre está mirando al cielo. La he visto cien veces, y nunca sale si está nublado. Una vez, cuando el chico estaba jugando fuera, le ordenó que entrara, gritándole que iba a llover. La oí por casualidad y salí deprisa, pues tenía ropa tendida. Hacía un sol aplastante. Y, sí, había algunas nubecillas, pero nada más.

—¿Y luego llovió?

—Claro que no. Salí corriendo al patio para nada.

George estaba enfrascado en el alboroto que había provocado un fallo de un jugador. Cuando terminó la algarabía y mientras el lanzador procuraba recobrar la compostura, George le comentó a Lillian, que entraba en la cocina:

—Bueno, como son de Arizona, no creo que conozcan nubes de otro tipo.

Lillian regresó a la sala, taconeando.

—¿De dónde?

—De Arizona, según Tommie.

—¿Cómo lo supo Tommie?

—Habló con el chico mientras jugaban a la pelota, y él le dijo a Tommie que venían de Arizona y luego lo llamaron desde la casa. Al menos, Tommie dice que debía de ser Arizona, Alabama o un sitio similar. Ya sabes que Tommie no tiene buena memoria. Pero si el tiempo los pone nerviosos supongo que son de Arizona y por eso no saben cómo tomarse un buen clima lluvioso como el nuestro.

—¿Y por qué no me lo habías contado nunca?

—Porque Tommie me lo contó esta mañana, porque pensé que él ya te habría contado y, con franqueza, porque creí que podrías llevar una vida normal aunque nunca lo supieses. ¡Vaya…!

La pelota se remontó hacia las tribunas y el lanzador se dio por vencido. Lillian se acercó a las celosías.

—Tendré que conocerla mejor. Parece muy agradable… ¡Oh, Dios, mira eso, George! —George no apartó la vista del televisor.—. Sé que está mirando esa nube. Y ahora se meterá en casa. Seguro.

Dos días después, George fue a la biblioteca a buscar unas referencias y regresó con una pila de libros. Lillian lo recibió exultante:

—Oye, mañana no harás nada.

—Parece una afirmación, no una pregunta.

—Es una afirmación. Iremos con los Sakkaro al parque de Murphy.

—¿Con…?

—Con nuestros vecinos, George. ¿Cómo es posible que nunca recuerdes el apellido?

—Soy un superdotado. ¿Y cómo ha sido eso?

—Esta mañana fui a su casa y toqué el timbre.

—¿Así de fácil?

—No creas. Fue difícil. Estuve allí, vacilando y con el dedo sobre el timbre, hasta que comprendí que era preferible llamar y no que alguien abriera la puerta y me sorprendiera plantada allí como una boba.

—¿Y ella no te echó?

—No. Fue amabilísima. Me invitó a entrar, me reconoció, se alegró de que la visitara.

—Y tú le sugeriste lo de ir al parque.

—Sí. Pensé que todo sería más fácil si sugería un sitio donde los niños pudieran divertirse. A ella no le gustaría estropearle a su hijo una oportunidad así.

—Psicología materna.

—Pero tendrías que ver su casa.

—Ah. Había un motivo para todo esto. Ahora lo entiendo. Querías hacer una inspección completa. Por favor, no me comentes la combinación de colores. No me interesan cómo son las colchas y puedo prescindir de toda alusión al tamaño de los armarios.

El secreto de la felicidad de su matrimonio era que Lillian no le prestaba atención a George. Comentó la combinación de colores, describía las colchas y precisó las medidas exactas de los armarios.

—¡Y todo muy limpio! Nunca he visto un lugar tan ínmacualdo.

—Pues si llegas a conocerla bien te crearás unas exigencias imposibles y tendrás que dejar de verla sólo para protegerte.

—La cocina —continuó Lillian, sin prestarle atención— estaba tan resplandeciente como sí nunca la hubieran usado. Le pedí un vaso de agua y ella puso el vaso bajo el grifo con tal habilidad que ni una gota cayó en el fregadero. No era afectación; lo hizo tan espontáneamente que comprendí que siempre lo hacía de ese modo. Y cuando me entregó el vaso lo sostenía con una servilleta limpia. Aséptica como un hospital.

—Debe de ser insoportable. ¿Aceptó venir con nosotros sin vacilar?

—Bueno…, no sin vacilar. Llamó a su esposo para preguntarle cuál era el pronóstico del tiempo y él dijo que los periódicos anunciaban cielo despejado para mañana, pero que estaba esperando el último informe de la radio.

—Todos los periódicos lo decían, ¿eh?

—Desde luego; todos publican el informe oficial, así que todos concuerdan. Pero creo que ellos están suscritos a todos los periódicos. Al menos, yo he visto el paquete que deja el repartidor…

—No te pierdes detalle, ¿no?

—De cualquier modo —siguió Lillian con severidad—, ella llamó a la oficina de meteorología y pidió las últimas noticias. Se las comunicó a su esposo y dijeron que irían, aunque nos telefonearían si había cambios imprevistos en el tiempo.

—De acuerdo. Entonces, iremos.

Los Sakkaro eran jóvenes y agradables, morenos y guapos. Mientras atravesaban la calzada para ir hasta el automóvil de los Wright, George se inclinó hacia su esposa y le susurró al oído:

—Así que la razón es él.

—Ojalá fuera así. ¿Lo que lleva es una bolsa?

—Una radio portátil. Sin duda para escuchar los pronósticos del tiempo.

El pequeño Sakkaro venía corriendo detrás, agitando algo que resultó ser un barómetro aneroide, y los tres se subieron al asiento trasero. Entablaron una charla sobre temas impersonales que se prolongó hasta que llegaron al parque de Murphy.

El niño Sakkaro era tan cortés y razonable que incluso Tommie Wright, apretujado entre sus padres en el asiento delantero, siguió su ejemplo y adoptó una apariencia civilizada. Lillian no recordaba haber disfrutado de un viaje tan apacible.

No la molestaba en absoluto que el señor Sakkaro tuviera la radio encendida, aunque en un volumen inaudíble, y nunca le vio llevársela al oído.

Hacía un día delicioso en el parque, caluroso y seco sin llegar a ser bochornoso, con un sol alegre y brillante en un cielo muy azul. Ni siquiera el señor Sakkaro, que no dejaba de inspeccionar el cielo ni de mirar el barómetro, parecía encontrar motivos de queja.

Lillian llevó a los niños a la parte de las atracciones y les compró billetes suficientes para que disfrutaran de todas las emociones centrífugas que ofrecía el parque.

—Por favor —le dijo a la señora Sakkaro cuando ésta se opuso—, invito yo. La próxima vez le tocará a usted.

Cuando regresó, George estaba solo.

—¿Dónde…?

—Allí, en el puesto de los refrescos. Les he dicho que te esperaría aquí y luego nos reuniríamos con ellos —contestó George, en un tono sombrío.

—¿Pasa algo malo?

—No, nada malo, excepto que sospecho que él debe de ser bastante rico.

—¿Qué?

—No sé cómo se gana la vida. He insinuado…

—¿Quién fisgonea ahora?

—Lo hice por ti. Me ha dicho que se dedica simplemente a estudiar la naturaleza humana.

—¡Qué filosófico! Eso explicaría por qué reciben tantos periódicos.

—Sí, pero con un hombre apuesto y rico como vecino me parece que yo también voy a tener que enfrentarme a unas exigencias imposibles.

—No seas tonto.

—Y no viene de Arizona.

—¿No?

—Le dije que había oído que eran de Arizona. Se sorprendió tanto que parece evidente que no. Se echó a reír y me preguntó que si tenía acento de Arizona.

—Tiene un poco de acento —observó Lillian pensativamente—. Hay mucha gente de origen hispano en el suroeste, así que podría ser de Arizona. Sakkaro podría ser un apellido hispano.

—A mí me parece japonés… Vamos, nos están llamando. ¡Oh, cielos, mira lo que han comprado!

Cada uno de los Sakkaro tenía tres palillos de algodón de azúcar, enormes remolinos de empalagosa espuma rosada batida en un recipiente caliente. Se derretía dulcemente en la boca y la dejaba pegajosa.

Los Sakkaro entregaron un palillo a cada uno de los Wright y éstos aceptaron por cortesía.

Caminaron por la avenida central, probaron suerte con los dardos, lanzaron pelotas, derribaron cilindros de madera, se hicieron fotos, grabaron sus voces y probaron la fuerza de sus manos.

Finalmente, recogieron a los pequeños, que habían quedado reducidos a un gozoso estado de tripas revueltas, y los Sakkaro se llevaron al suyo al puesto de los refrescos. Tommie quería un perrito caliente y George le dio una moneda, así que el crío echó a correr.

—Francamente —dijo George—, prefiero quedarme aquí. Si les veo engullir más algodón de azúcar me pondré verde y vomitaré. Apostaría a que se han comido una docena de palillos cada uno.

—Lo sé, y ahora están comprando más para el niño.

—Le he ofrecido a Sakkaro una hamburguesa, pero me la ha rechazado con mala cara. No es que una hamburguesa sea una gran cosa, ahora que después de tanta golosina debe de saber a gloria.

—Lo sé. Yo le he ofrecido a ella zumo de naranja y se sobresaltó como si se lo hubiera arrojado a la cara. Supongo que nunca han visitado un sitio como éste y necesitarán tiempo par adaptarse a la novedad. Se atiborrarán de algodón de azúcar y no volverán a probarlo en diez años.

—Bueno, quizá. —Caminaron hacia los Sakkaro—. Mira, Lillian, se está nublando.

El señor Sakkaro tenía la radio pegada a la oreja y miraba angustiado hacia el oeste.

—Vaya, ya lo he visto —comentó George—. Uno contra cincuenta a que quiere volver a casa.

Los tres Sakkaro se le echaron encima, amables, pero insistentes. Lo lamentaban, lo habían pasado de maravilla, los invitarían en cuanto pudieran, pero ahora tenían que irse, de verdad. Se acercaba una tormenta. La señora Sakkaro se quejó de los pronósticos, pues todos habían anticipado buen tiempo.

George trató de consolarlos:

—Es difícil predecir una tormenta local, pero aunque viniera duraría a lo sumo media hora.

Ante ese comentario, el pequeño Sakkaro casi rompió a llorar, y la mano de la señora Sakkaro, que sostenía un pañuelo, tembló visiblemente.

—Vamos a casa —dijo George, resignado.

El viaje de regreso se prolongó interminablemente. Nadie hablaba. El señor Sakkaro tenía la radio a todo volumen y pasaba de una emisora a otra, sintonizando los informes meteorológicos. Ya todos anunciaban «chaparrones locales».

El pequeño Sakkaro chilló que el barómetro estaba bajando, y la señora Sakkaro, con la barbilla en la palma de la mano, miró alarmada al cielo y le pidió a George que condujera más deprisa.

—Parece amenazador, ¿verdad? —observó Lillian, en un cortés intento de compartir la preocupación de sus invitados. Pero luego George le oyó mascullar entre dientes—: ¡Habráse visto!

El viento levantaba una polvareda cuando llegaron a la calle donde vivían, y las hojas susurraban de un modo amenazador. Un relámpago cruzó el firmamento.

—Estarán en casa dentro de un par de minutos, amigos. Lo conseguiremos —los tranquilizó George.

Frenó en la puerta que daba al inmenso patio de los Sakkaro, se bajó del coche y abrió la portezuela trasera. Creyó sentir una gota. Habían llegado justo a tiempo.

Los Sakkaro salieron a trompicones, con el rostro tenso y mascullando unas frases de agradecimiento, y corrieron hacia la puerta como una exhalación.

—Francamente —comentó Lillian—, cualquiera diría que son…

Los cielos se abrieron arrojando goterones gigantes, como si una presa celestial hubiera reventado. La lluvia repicó con fuerza sobre el techo del auto y a pocos metros de la puerta los Sakkaro se detuvieron y miraron hacia arriba con desesperación.

La lluvia les emborronó, desdibujó y encogió el rostro. Los tres cuerpos se arrugaron y se deshicieron dentro de la ropa, que se desplomó en tres montones pegajosos y mojados.

Y mientras los Wright observaban paralizados por el horror Lillian fue incapaz de dejar incompleta la frase:

—…de azúcar y tienen miedo de derretirse.

Luz estelar (1962)

“Starlight! (Star Light)”

Arthur Trent oyó claramente las palabras que escupía el receptor. —¡Trent! No puedes escapar. Interceptaremos tu órbita en un par de horas. Si intentas resistir, te haremos pedazos.

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