—Señor le garantizo que...
—Permítame terminar Ruth. —La silenció él— En primer lugar, todos, ancianos, familias, trabajadores y yo mismo, esperamos que no vuelva a estar enferma, no porque su trabajo se vaya a quedar sin realizar, que no ha sido el caso, sino porque todos hemos estado preocupados por usted, por su salud. Los ancianos encargaron que en la misa de estos domingos, en la capilla, se hiciera una súplica por usted, y le puedo asegurar que se puede contar con un dedo las personas que faltaron.
—¿Una súplica por mí? No debería haberlo consentido, no estaba enferma. Solo fue que mi hermano se empeñó en que sí y el médico lo creyó —refutó ella horrorizada. ¡Por Dios qué habían pensado!
—¿Asevera usted que su endocrino y su médico de cabecera estaban equivocados? ¿Que las bajas que me han llegado y sus informes de salud, informes privados, que no sé cómo, se han traspapelado y han aparecido en mi agenda —aquí frunció el ceño a la vez que sonreía: tendría que hablar con Sara, extraoficialmente claro, para ver cómo había conseguido esos informes, aunque quizás el susodicho hermano tuviera algo que ver— no son correctos?
—Bueno, no insinúo eso, pero sinceramente creo que son algo exagerados —¡Muchísimo, por Dios! Ella no estaba al borde del colapso.
—Ruth, la hemos añorado, no por su trabajo, sino por ser usted quien es, el alma de este lugar. No vuelva a ponerse en peligro.
—Señor, le agradezco mucho esas palabras, pero creo sinceramente que exagera. Todos y cada uno de los empleados del centro formamos un conjunto y hacemos lo que está en nuestra mano para lograr resultados aceptables con...
—Por otro lado —interrumpió él—, su trabajo, el suyo propio —enfatizó—, ha sido presentado sin falta cada día. Lo cual me sorprendió bastante, ya que esperaba que estando usted de baja, quedara atrasado. Pero no fue así. Pregunté a Sara si era ella quien lo ponía al día, y me emplazó a que estuviera en el vestíbulo al día siguiente a las nueve y cuarto de la mañana. Si he de ser sincero, me molestó un poco el misterio, pero allí estuve. Cual no fue mi sorpresa cuando vi aparecer a un hombre vestido de leñador con una de nuestras cajas de archivar papeles, dejarla sobre el mostrador de información y hacerse cargo de otra caja casi idéntica que Sara le proporcionó. Por supuesto me acerqué estupefacto a ver qué había pasado. En la caja estaba el trabajo que tenía usted realizar, actualizado, ordenado y completado, junto con varios DVD que contenían esos mismos datos pasados a nuestro programa informático y un cuaderno con tapas de vaquitas y ranitas —sonrió ampliamente al recordarlo— en el que estaban anotados varios comentarios sobre informes que usted había solicitado y no había recibido, ideas a realizar en talleres, recordatorios sobre informes médicos de ancianos, etc. —El director apoyó las manos sobre esa y esperó una respuesta.
—Le aseguro Sr. García que ninguna información confidencial ha sido puesta en los traslados. Mi hermano es una persona totalmente responsable y he tenido sumo cuidado al trasportar las cajas con los informes. Además, éstas estaban cerradas con precinto y las he abierto yo en mi casa, nadie ha tocado nada, y de igual modo se han entregado única y exclusivamente a manos de Sara, que es una de las empleadas más competentes, serias y responsables con la que he tratado nunca. No obstante, si decide usted penalizar esta acción, ruego que no culpe a Sara porque realmente ella no quería sacar los datos Centro, pero yo, como superiora suya, se lo ordené. Por tanto, asumo toda la responsabilidad ante cualquier amonestación que usted crea conveniente llevar a cabo.
—No tengo ninguna duda de que los datos han sido tratados con el mayor de los respetos, responsabilidad y confidencialidad. Lo que no me explico, es por qué estando usted de baja, al borde del colapso físico según dos médicos, uno de ellos especialista en su dolencia, se le ha ordenado, fuera de toda legalidad, completar su trabajo.
—Nadie me lo ordenó señor. Al contrario, como antes he referido, fui yo quien ordené que se pusiera a mi disposición dicho trabajo, y por tanto le ruego encarecidamente que en caso de alguna incidencia de carácter legal solo se tenga en cuenta mi persona. —Ay Dios, ay Dios. Por favor, que nadie más que ella cargue por su irresponsabilidad.
—Comprendo. Lo que no comprendo es qué la llevó a usted, en su delicado estado, a obviar las advertencias de los médicos y dedicarse en su tiempo de de reposo a trabajar.
—Me aburría en casa, señor.
—Interesante. Tengo entendido que tiene usted a su cargo una hija, aparte de su padre, Ricardo, paciente en nuestro centro, del que se ocupa.
—Sí señor.
—Y se aburría.
—Mi padre no me da ningún trabajo, es un hombre excepcional y muy cariñoso, que coopera en todo lo que puede —y recuerda—, y mi hija da el mismo trabajo que cualquier hija a cualquier madre trabajadora del mundo. Estar todo el día en casa, reposando —aquí hizo un mohín de disgusto con los labios— me dejaba muchísimo tiempo libre que me pareció oportuno utilizar como creí más conveniente —repuso retadora. Había hecho su trabajo, lo había hecho bien. Solo había saltado algunas normas, correcto. Pero no había pasado nada, no tenía por qué darle tanta importancia.
—Entiendo. La felicito por su dedicación y entrega al centro. Y le aseguro que estoy gratamente sorprendido por ello.
—Gracias señor.
—No obstante, hay una cuestión que quería comentar con usted. —Se levantó y sacó los informes del mes anterior. Los depositó sobre la mesa y comenzó a pasar los dedos sobre ellos—. ¿Le suenan?
—Sí señor. Son los informes de diciembre de la cuenta de mantenimiento del centro.
—¿Los redactó usted?
—Algunos de ellos, señor. En diciembre hubo mucho trabajo. —Se apresuro a completar la información—. Y se hizo necesario la cooperación entre departamentos para concluirlo en su fecha.
—¿Sabe? son idénticos a los del resto de los meses del año pasado, y del anterior, y bueno, digamos que son idénticos a los de hace cuatro años en adelante. Bien redactados, con los cálculos correctamente ubicados en su lugar correspondiente, con las cuentas ordenadas alfabéticamente. Diría que son impecables. Al igual que... —volvió a levantarse y sacó otro archivo— los informes de personal, los informes de cuentas, el inventario, los balances de gastos y sus previsiones... En definitiva, se ve la mano de la misma persona una y otra vez. En departamentos distintos.
—Como le refería, a veces un departamento por causas ajenas a él, sufre n incremento de trabajo, y si otro departamento puede ayudar, lo hace. —No pensaba disculparse por eso.
—Me parece estupendo. Por ejemplo, en el de contabilidad y facturación, la...
mano amiga
, se ve en algunas ocasiones específicas, como fin de trimestre y cuentas de IVA, o en julio con el impuesto de sociedades. Me parece totalmente correcto que se ayuden entre departamentos. Pero... y esto es lo que no me cuadra, en recursos Humanos, que es uno de los más importantes, por no decir el que más, esa mano amiga, se ve de continuo.
—No sabría decirle, señor —repuso Ruth con cara de póquer.
—Lo imaginaba. Por eso, antes de llamarla, revisé los informes de ese departamento de hace más de cinco años. No fue fácil encontrarlos, no estaban correctamente... clasificados. —Sacó otra carpeta y la depositó sobre los cientos de papeles que ocupaban ya la mesa—. Como podrá comprobar, los hay de todos tipos: unos similares a los de la mano amiga que se van incrementando el número con el transcurrir de los meses, y otros que... no tienen nada que ver —Los extendió para que Ruth los viera—: Conceptos incorrectos, faltas de ortografía, errores en las sumas, manchas de... ¿café?, ningún orden aparente... ¿no le parece extraño?
'—No sabría decirle, señor, han pasado muchos años. De hecho, debido a su antigüedad, no tienen ningún referente legal. Todo aquel documento que sobrepase los cinco años no puede ser tomado en cuenta.
—Lo sé, lo sé. Solo me resulta extraño. Más que nada, porque durante su ausencia por enfermedad —recalcó esta última palabra— los pocos y escasos informes que me han llegado, ni la cuarta parte de los que me tendrían que haber sido entregados, se parecen extrañamente a estos antiguos que acabo de mostrarle.
—No sabría decirle.
—Una última cosa antes de que se retire. ¿Sabía usted que se ha propuesto la expulsión del centro de uno de los residentes?
—¿De quién? —Ruth se levantó de golpe de la silla.
—Aquí tiene el impreso de salida.
—No, hay un error —comentó Ruth leyendo por encima el impreso escrito en bolígrafo, con faltas ortográficas y tachones—. Se me comentó la intención de anular la residencia de Mercedes debido a que su yerno ya no trabaja y supuestamente dispone del tiempo necesario para cuidarla, pero la desestimé. Arturo necesita todo el tiempo de que dispone para ir de obra en obra entregando curriculums. Además, madruga muchísimo para ir a Mercamadrid y cargar y descargar camiones aportando un ínfimo pero importantísimo ingreso en su casa y si se viera en la necesidad de cuidar a Mercedes, cortaríamos cualquier posibilidad de incorporación laboral.
—Conoce usted a la familia. —No era una pregunta.
—No de un modo personal, señor. —Ay, Dios, ¿le iba a acusar de tráfico de influencias?
—¿Cómo entonces?
—No sabría decirle.
—Comprendo. Puede usted retirarse.
—Gracias.
—Por cierto —llamó antes de que saliera por la puerta—. Le está totalmente prohibido realizar ningún trabajo que no sea el suyo propio.
—Señor, con el debido respeto, mi trabajo jamás ha quedado sin finalizar, no es necesario que se me prohíba realizar otros menesteres, ya que no influyen en la consecución de mis tareas y son realizados en el tiempo que me queda libre.
—Ruth. Le aconsejo, no, le ordeno —rectificó—, que acuda al centro en el horario que consta en su contrato, si no estoy equivocado, de ocho de la mañana a cuatro de la tarde. Probablemente así, no le quede tanto tiempo libre.
—Señor. Tengo tres talleres de los que me hago cargo voluntariamente fuera de mi horario —apuntó Ruth furiosa.
—Esos talleres puede realizarlos.
—Los imparto de cinco a seis lunes, miércoles y viernes. Me parece una necedad regresar a mi casa a las cuatro para volver al centro a las cinco, perdería todo el tiempo en el trayecto cuando aquí soy necesaria.
—Entonces le emplazo a que se traiga una buena novela y utilice esa hora para leerla sentada en el jardín o en la cafetería. No trabajará más horas de las estipuladas en su contrato. Y tampoco le está permitido llevar trabajo a casa.
—Como ordene —dijo Ruth saliendo airada del despacho y dando un ligero portazo.
"Todo un carácter", pensó el director al verla marchar. Volvió a mirar los informes de años pasados y se pasó las manos por los ojos. Se le había olvidado por completo.
Informes sin terminar, mal redactados, erróneos.
Discusiones con su mujer, acusándole de obligar a su hermana a realizar más trabajo del que podía.
Sonrisas burlonas de Elena cuando por evitar confrontaciones en su matrimonio, obviaba los errores y los corregía en casa.
Miradas satisfechas de Elena, cuando hizo la vista gorda al comprobar que iban llegando informes totalmente correctos redactados por la recepcionista del centro.
Ceño fruncido de su cuñada al enterarse de que dicha persona había sido ascendida a administrativo, más ceños cuando la convirtió en secretaria.
Y sobre todo, el paso del tiempo, el irse acostumbrando a las cosas bien hechas, entregadas en su momento, sin errores, sin discusiones, sin dramas familiares... Y todo había recaído en la misma persona que, sin quejarse había asumido el exceso de trabajo, y no solo eso, lo había mejorado, había tomado las riendas del centro, de los trabajadores y de los ancianos y había dado un paso adelante. Sin hablar de ello, sin siquiera ser consciente de lo que estaba haciendo, con una sonrisa en la boca y una palmada de ánimo en los hombros a cada trabajador y anciano del lugar. Siempre adelante, siempre un paso más, siempre en la sombra.
Rememoró las últimas tres semanas; todo había sido un descontrol. Los informes de Elena, imprescindibles para el centro, llegaban con cuentagotas si es que llegaban, los ancianos entristecidos, las familias de estos acudiendo al centro a cada segundo, preguntando por la salud de la muchacha, contándole historias increíbles.
Como la de la familia de Francisco, que habían pasado dos horas desesperados porque el anciano aseguraba tener un demonio que zumbaba en su oído. Ruth lo había atendido dejando de lado todo lo demás, descubriendo una mosca viva en su oído y con una visita inmediata al otorrino para que se la extrajera, el anciano había vuelto a ser el de siempre. Con toda seguridad los médicos lo habrían descubierto en su cita semanal, pero Ruth se había molestado en atender a la familia, había dejado su trabajo y había bajado a hablar con el anciano, lo había escuchado, le había dado crédito. Simple y llanamente lo había tratado como a una persona querida, y el anciano se había tranquilizado lo suficiente para que ella pudiera hallar la solución.
Los trabajadores del centro también habían abierto la boca... O más bien, habían actuado en la sombra. Sara se había negado a entregar al hermano de Ruth cualquier trabajo que no fuera el suyo especifico. El director lo había averiguado cuando un nuevo informe médico se coló por casualidad en su agenda y decidió interrogarla. Entre eso y los informes llenos de tachones de Elena, la falta de control en el centro, el caos que se había desatado con la falta de Ruth, y la incongruencia de que su trabajo, justo el trabajo de la única persona que no estaba en el centro por enfermedad, sí estuviera correctamente realizado, no había sido difícil atar cabos. No podía continuar cerrando los ojos.
—Sara —dijo descolgando el teléfono—, localice a Jaime del departamento de laboral y que se presente inmediatamente en mi despacho. Luego informe a Elena de que quiero verla hoy a las cuatro en punto. Estaré reunido el resto del día, así que no acepto llamadas de nadie. De mi esposa tampoco. Una última cosa: tomaría como favor personal si pudiera usted averiguar el nombre de algún abogado especializado en asuntos...
domésticos
. —Solo por si acaso.
El martes Marcos se presentó en la casa a las siete y media de la mañana. Ruth le abrió la puerta. Lo primero que pensó Marcos, era que había pasado algo. Lo segundo, que le iba a dar un beso en los morros al director. Entre dientes y muy irritada Ruth le contó que le habían prohibido trabajar más de ocho horas o hacer otro trabajo que no fuera el suyo. Darío y Marcos se miraron y sonrieron. Luego se dieron cuenta de lo que habían hecho y fruncieron el ceño. No se caían bien, tendrían que recordarlo y dejarse de sonrisitas. Ruth se despidió de ellos y se fue al trabajo. Pensaba llegar por lo menos un cuarto de hora antes, nadie podría decirle nada por ser puntual, ¿no?