Cuando falla la gravedad (34 page)

Read Cuando falla la gravedad Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
8.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Si me diese el beneficio de su hospitalidad y protección para los próximos dos días — dije—. Le pagaré con todo este dinero que aquí ve.

Extendí los veinte billetes ante sus ojos asombrados.

El hombre hizo un ademán. Si hubiera tenido los bemoles grandes y bien plantados, me lo habría robado. No le gustaban los extraños; ¡mierda, a nadie le gustaban los extraños! No le gustaba la idea de invitar a uno a su casa durante un par de días. Pero veinte kiam equivalían a la paga de varios días. Cuando le miré con fijeza, sabía que ya no me estaba evaluando más; había gastado los veinte kiam de cien maneras diferentes. Todo lo que yo debía hacer era esperar.

—No somos ricos, señor.

—Entonces los veinte kiam les vendrán bien.

—Sí, claro, señor y deseo tenerlos, sin embargo me avergüenza que alguien tan excelente como usted sea testigo de la miseria de mi casa.

—He visto una miseria mayor de la que puedas imaginar, amigo mío, y he salido de ella como tú puedes hacerlo. No siempre he sido como aparento ante ti. Fue voluntad de Alá que me viera arrojado a los más profundos pozos de miseria, para que pudiera recuperar lo que me ha sido arrebatado. ¿Me ayudarás? Alá dará buena fortuna a todos los que sean generosos conmigo en mi camino.

Durante un buen rato, el fellah me miró, confuso. Yo sabía que al principio pensó que estaba un poco loco y lo mejor que podía hacer era alejarse de mí lo antes posible. Mi cháchara parecía el discurso de un príncipe secuestrado de los cuentos antiguos, de las historias que se cuentan en el corazón de la noche, entre susurros alrededor del fuego, después de una cena sencilla y antes de sumirse en los sueños. Pero a la luz del día, nada resultaba plausible. Nada excepto el dinero, ondeando en mi mano como las hojas de una palmera. Los ojos de mi amigo estaban fijos en los veinte kiam y dudo que pudiera describir mi rostro a alguien.

Por fin, fui admitido en la casa de mi anfitrión, Ishak Jarir. Mantuvo una disciplina estricta y no vi a ninguna mujer. En el segundo piso dormían los miembros de la familia y tenían unas alacenas para almacenar. Jarir abrió la sencilla puerta de madera de uno de ellos y me metió bruscamente allí.

—Aquí estarás a salvo —dijo susurrando—. Si tus pérfidos amigos vienen y preguntan por ti, nadie en esta casa te ha visto. Pero debes quedarte sólo hasta después de las oraciones de mañana.

—Doy gracias a Alá porque, en su sabiduría, me ha guiado hacia un hombre tan generoso como tú. Todavía tengo algo que hacer y si todo sucede como preveo, volveré con un billete doble del que tienes en la mano. El doble será tuyo.

Jarir no quiso oír más detalles.

—Que tu empresa sea próspera. Pero te lo advierto, si vuelves después de las últimas plegarias, no serás admitido.

—Será como dices, honorable.

Miré por encima del hombro al montón de harapos que serían mi hogar esa noche, sonreí con inocencia a Ishak Jarir y salí de la casa reprimiendo un escalofrío.

Regresé por la angosta y empedrada calle que pensaba me conduciría al Boulevard el-Jameel. Cuando la calle empezó a curvarse hacia la izquierda, supe que había cometido un error, aunque iba en la dirección correcta, así que la seguí. Pero al pasar la curva, no había nada, excepto las desnudas paredes de ladrillo de los edificios que se cerraban en un fétido callejón sin salida. Murmuré una maldición y volví sobre mis pasos.

Un hombre me cortaba el camino. Era delgado, con barba mal recortada y descuidada y una sonrisa bovina en el rostro. Llevaba una camisa amarilla de punto con el cuello abierto, un traje de calle marrón arrugado y desaliñado, keffiya blanca con un cordón rojo y zapatos deportivos marrones. Su necia expresión me recordaba a Fuad, el idiota del Budayén. Era evidente que me había seguido hasta la calle sin salida. No había oído que anduviese detrás de mí.

No me gusta que la gente me siga con sigilo. Abrí mi bolsa mientras le miraba. Él se detuvo, mientras cambiaba su peso de un pie a otro y sonreía. Saqué un par de daddies y cerré la cremallera de la bolsa. Empecé a caminar hacia él, pero me detuvo poniéndome una mano en el pecho. Bajé la vista a su mano y luego la alcé hacia su rostro.

—No me gusta que me toquen —dije.

Se retiró como si hubiera profanado lo más sagrado de lo sagrado.

—Mil perdones —murmuró.

—¿Me sigues por algún motivo?

—Creí que podía interesarte lo que tengo aquí.

Me señaló un maletín de imitación de piel que llevaba en una mano.

—¿Eres un vendedor?

—Vendo moddies, señor, y una amplia selección de útiles e interesantes potenciadores para los negocios. Me gustaría mostrártelos.

—No, gracias.

Levantó el entrecejo, ahora no tan bovino, como si le hubiera pedido que continuase.

—No tardaré ni un momento y seguramente encontrarás lo que andas buscando.

—No busco nada en particular.

—Seguro que sí, o no te habrías modificado el cerebro, ¿quieres?

Acepté. Se arrodilló y abrió su maletín de muestras. Estaba decidido a que no me vendiera nada. No hago negocios con ratas.

Estaba sacando moddies y daddies del maletín y los alineaba en fila india ante él. Cuando terminó, me miró. Estaba orgulloso de su mercancía.

—¿Bien? —dijo.

Hubo un silencio premonitorio.

—¿Bien qué?

—¿Qué opina de ellos?

—¿Los moddies? No se parecen a ninguno de los que he visto. ¿Qué son?

Cogió el primero de la fila. Me lo lanzó y lo recogí. De un rápido vistazo comprobé que no tenía etiqueta, estaba hecho de un plástico más rudimentario que los moddies que había visto en la tienda de Laila y en los zocos. Ilegal.

—Éste ya lo conocías —dijo el hombre, dirigiéndome una mirada lastimera.

Eso hizo que le mirase con dureza.

Se quitó la keffiya. Un cabello castaño y ralo le colgaba y cubría sus orejas. Parecía como si no se lo hubiera lavado en un mes. Con una mano se quitó el moddy que llevaba. El tímido vendedor desapareció. Las mandíbulas del tipo se relajaron y sus ojos perdieron visión, pero con la rapidez de la práctica, se conectó otro de sus moddies de fabricación casera. De repente, sus ojos se achicaron y su boca mostró una dura y sádica mueca. Se transformó en otro hombre. No necesitaba disfraces materiales; el conjunto de todas sus posturas, maneras, expresiones y modo de hablar era más efectivo que cualquier combinación de pelucas y maquillaje.

Me encontraba en un apuro. Tenía a James Bond en mi mano y contemplaba los fríos ojos de Xarghis Moghadhíl Khan. Estaba contemplando la locura. Alargué el brazo y me conecté los dos daddies. Uno proporcionaba a mis músculos una fuerza no natural y desesperada, sin fatiga ni dolor hasta que mis tejidos se rompiesen. El otro cortaba todo sonido. Necesitaba concentrarme. Khan me miró con burla. Tenía una gran daga en la mano, con la empuñadura de plata e incrustaciones de piedras de colores y el cuerpo de oro.

—Siéntate —leí en sus labios—. En el suelo.

Yo no iba a sentarme, por supuesto. Mi mano se movió unos centímetros, en busca de la pistola de agujas bajo mi ropa. Se movió y se detuvo porque recordé que la pistola de agujas se hallaba bajo la almohada de mi habitación del hotel. En aquel momento, la camarera ya la habría encontrado. Y la pistola estaba tranquilamente en el fondo de mi bolsa de cremallera. Me alejé de Khan.

—Hace mucho tiempo que le persigo, señor Audran. Le vi en la comisaría de policía, en casa de Friedlander Bey, en la de Seipolt, en el hotel. Podía haberle matado esa noche cuando simulé que era un maldito ladrón, pero no deseaba ser interrumpido. Esperé el momento adecuado. Ahora, señor Audran, ahora morirá.

Resultaba maravillosamente sencillo leer en sus labios. El mundo entero se había relajado y se movía a la mitad de la velocidad normal. Él y yo teníamos todo el tiempo que necesitábamos...

La boca de Khan se torció. Me gustaba esa parte. Me acorraló hacia atrás, dentro del callejón. Mis ojos permanecían fijos en su brillante cuchillo, con el que Khan no sólo intentaba matarme sino también mutilar mi cuerpo. Dijo que tapizaría las sucias piedras y los desperdicios con mis tripas como guirnaldas de fiesta. Algunas personas sienten terror ante la muerte, otros sienten más terror de la agonía que la precede. Para ser honesto, yo soy de estos últimos. Sabía que algún día tenía que morir, pero esperaba que fuera de una forma rápida y sin dolor, en la cama si tenía suerte. Ser torturado antes por Khan no era mi modo favorito de largarme de este mundo.

Los daddies me evitaban el pánico. Si me dejaba llevar por él, me convertirían en souvlaki en cinco minutos. Retrocedí más de prisa buscando algo en el callejón que me diera una oportunidad contra el maníaco y su daga. Corría contra reloj.

Los labios de Khan se separaban de sus dientes y me dirigía reveladores gritos sin palabras. Sostenía el cuchillo a la altura del hombro, acercándose hacia mí como lady Macbeth. Le dejé dar tres pasos y luego me moví hacia la izquierda y le embestí. Esperaba verme huir hacia atrás y cuando me abalancé sobre él, retrocedió. Mi mano izquierda buscó su muñeca derecha y mi brazo izquierdo contuvo su antebrazo, agarrando su mano con fuerza. Le retorcí la mano del cuchillo hacia atrás con mi mano derecha, contra el punto de apoyo de mi mano derecha. Normalmente eso basta para desarmar a un atacante, pero Khan era fuerte, más fuerte de lo que debería ser aquel demacrado cuerpo; la locura le concedía un poder adicional y también su moddy y sus daddies.

La mano libre de Khan me cogió por la garganta y me forzó la cabeza hacia tras. Tenía mi pierna derecha entre las suyas, y con ella separé sus pies. Ambos nos desplomamos y, mientras caíamos, cubrí su rostro con mi mano derecha. Le golpeé la parte de atrás de su cabeza contra el suelo con tanta fuerza como fui capaz. Mi rodilla cayó encima de su puño y su mano se abrió. Arrojé su cuchillo a lo lejos y empleé las dos manos para golpear la cabeza de Khan contra el asqueroso suelo. Khan estaba aturdido, pero no por mucho tiempo. Se deshizo de mi dominio y se lanzó contra mí, desgarrando mi carne a mordiscos. Forcejeamos tratando de sacar alguna ventaja, pero luchábamos tan apretados que no podía emplear los puños. Ni siquiera era capaz de librar mis manos. Mientras tanto, él me hería, me clavaba sus negras uñas, me hacía sangre con sus dientes, me golpeaba con sus rodillas.

Khan se reía y me empujó a un lado. Entonces, dio un salto y, antes de que yo pudiera escapar, se puso sobre mí. Me inmovilizó los brazos con una rodilla y una mano. Levantó el puño para golpearme en la garganta. Grité y traté de deshacerme de él, mas no podía moverme. Luché, y vi una fanática luz de victoria en sus ojos. Canturreó una plegaria inarticulada. Con un salvaje bramido, me golpeó en la sien con el puño. Casi perdí el conocimiento.

Khan corrió a buscar su cuchillo. Me obligué a sentarme y buscar, desesperado, en mi bolsa. Khan había encontrado el cuchillo y avanzaba hacia mí. Abrí la bolsa y lo arrojé todo al suelo. Justo cuando Khan estaba a tres pasos de mí, le herí con una gran explosión de mi arma. Dio un gorjeante grito y se desplomó junto a mí. Estaría fuera de combate durante varias horas.

Los daddies bloqueaban bastante mi dolor, pero no todo; el resto lo mantenían a distancia. Sin embargo, todavía no podía moverme y pasaron unos minutos antes de que fuera capaz de hacer algo útil. Vi como la piel de Khan se volvía azul cianótico mientras luchaba por coger aire en sus pulmones. Tuvo convulsiones y, de repente, se relajó por completo, a pocos centímetros de mí. Me senté y respiré hasta que conseguí sacudirme los efectos de la lucha. Luego, lo primero que hice fue quitarle el moddy de Khan de la cabeza. Llamé al teniente Okking para darle la buena nueva.

18

Encontré mi caja de píldoras en la bolsa y me tomé siete u ocho soneínas. Quería probar algo nuevo. Tenía el cuerpo destrozado después de la pelea con Khan, pero no se trataba del dolor sólo. Quería ver cómo el opiáceo afectaba a mis sensaciones aumentadas por puro interés científico. Mientras esperaba a Okking, conocí la verdad de modo empírico. El daddy que limpiaba el alcohol de mi sistema con tanta rapidez, hacía lo mismo con las soneínas. ¿Quién lo necesitaba? Me desconecté el moddy y me tomé otro puñado de soneínas.

Okking llegó boyante. Ésa es la única palabra que le describía. Nunca había visto a nadie tan satisfecho. Estaba atento y simpático conmigo, se interesó por mis heridas y mi dolor. Se mostró tan gentil que creí que la gente de las noticias holo estaría por allí, pero me equivoqué.

—Creo que ahora te debo una, Audran —dijo. Pensé que me debía bastante más que eso. —He hecho tu maldito trabajo por ti, Okking. Ni siquiera eso desinfló su júbilo.

—Es posible, es posible. Al menos, ahora dormiré un poco. No podía ni comer sin pensar en Selima, Seipolt y los demás.

Khan se despertó; sin un moddy en su enchufe, empezó a sollozar. Recordé lo mal que me había encontrado cuando me quité los daddies después de unos días. Quién sabe cuánto tiempo llevaba Khan —cualquiera que fuese su verdadero nombre— escondiéndose tras un moddy y luego otro. Quizá sin una falsa personalidad conectada no fuera capaz de afrontar los actos inhumanos que había cometido. Yacía en el pavimento, con las manos esposadas a la espalda y los tobillos encadenados, mascullando y amenazándonos con maldiciones. Okking le miró unos segundos.

—Lleváoslo de aquí —dijo a un par de oficiales uniformados.

No fueron demasiado gentiles con él, pero Khan no me caía simpático.

—¿Y ahora, qué? —pregunté a Okking. La alegría se le pasó un poco.

—Creo que ha llegado la hora de presentar mi dimisión.

—Cuando circule la noticia de que has aceptado dinero de un gobierno extranjero, no vas a ser muy popular. Has deteriorado tu credibilidad.

Asintió.

—El rumor se ha difundido ya, al menos en los círculos que cuentan. Me han dado la posibilidad de encontrar empleo fuera de la ciudad o pasar el resto de mi vida detrás de los barrotes de uno de vuestros típicos y cochambrosos agujeros de mierda. No sé cómo pueden encerrar a la gente en esas prisiones, son como las de los Tiempos Oscuros.

—Tú has metido allí a buena parte de la población. Tendrás un gran comité de bienvenida esperándote.

Se estremeció.

—Creo que en cuanto reúna mis objetos personales, haré las maletas y me desvaneceré en la noche. Espero que me den una recomendación. Me refiero a que, agente extranjero o no, he hecho un buen trabajo por la ciudad. Nunca he comprometido mi integridad, excepto unas pocas veces.

Other books

El traje gris by Andrea Camilleri
Florian's Gate by T. Davis Bunn
Orpheus Lost by Janette Turner Hospital
The Rogue and I by Eva Devon
Jezebel by Jacquelin Thomas
Pariah by J. R. Roberts