Cuando falla la gravedad (32 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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Me cepillé el cabello y abrí los paquetes de la tienda de caballeros en el dormitorio. Me vestí despacio, mientras varios pensamientos rondaban por mi mente. Una idea eclipsaba a todas las demás: ocurriera lo que ocurriese, no iba a conectarme un módulo de personalidad otra vez.

Utilizaría cualquier daddy que me resultara útil, pero que sólo potenciaría mi propia personalidad. Ninguna máquina humana pensante, real o de ficción era buena para mí, ninguna se había enfrentado jamás a esta situación, ninguna había estado jamás en el Budayén. Necesitaba mis propios ingenios, no ésos construidos de cualquier manera.

Me sentí bien al hacer esa declaración. Era el compromiso que había buscado desde que «Papa» me dijo por primera vez si permitiría que me modificasen el cerebro. Sonreí. Me quité un peso —insignificante, quizá un cuarto de libra— de encima.

No sabría decir cuánto tiempo me llevó ponerme la corbata. Existían corbatas con prendedor, pero la tienda donde lo había comprado todo desaprobaba su existencia.

Me metí la camisa por dentro del pantalón, me abroché todo, me puse los zapatos y saqué la americana del traje. Me acerqué a mirarme en el espejo. Limpié alguna sangre seca de mi cuello y mi barbilla. Tenía buen aspecto, más veloz que la luz, con dinero en el bolsillo. Ya sabéis lo que quiero decir. El mismo de siempre, pero con ropas excelentes. Eso estaba bien porque mucha gente se fija sólo en la ropa. Lo más importante era que, por primera vez, creía que la pesadilla acabaría pronto. Había recorrido la mayor parte del trayecto de un oscuro túnel y sólo una o dos sombras ocultaban el nacimiento de la luz al final de éste.

Puse el teléfono en mi cinturón y quedaba oculto bajo la chaqueta. Como ocurrencia tardía, deslicé la pequeña pistola de agujas en mi bolsillo, apenas abultaba y pensé: «Más vale prevenir que curar». Mi maliciosa mente me decía: «Más vale prevenir que curar», aunque por la noche era demasiado tarde para escuchar a mi mente, lo había estado haciendo todo el día. Me disponía a bajar al bar del hotel un rato, eso era todo.

Aunque Xarghis Khan conocía mi aspecto, yo no sabía nada de él, excepto que seguramente no se parecería nada a James Bond. Recordé lo que Hassan me había dicho pocas horas antes: «No confíes en nadie».

Ese era el plan, pero ¿resultaba práctico? ¿Se podía pasar todo el día sospechando de todo? ¿En cuánta gente confiaba sin ni siquiera pensar en ello, gente que, de haber querido, podrían haberme asesinado rápida y sencillamente? Yasmin, por ejemplo. A «Medio Hajj» incluso le había invitado a mi apartamento. Todo lo que necesitaba para ser el asesino era el moddy equivocado. Incluso Bill, mi taxista favorito, o Chiri, que poseía la más amplia colección de moddies del Budayén. Me volvería loco si pensaba todo eso.

¿Y si el propio Okking era el asesino cuya pista simulaba seguir? ¿O Hajjar?

¿O Friedlander Bey?

Estaba pensando como el comedor de judías magrebí que todos creían que era. Pasé de todo, salí de la habitación del hotel y bajé en ascensor hasta el bar poco iluminado del entresuelo. No había mucha gente. Para empezar, la ciudad tenía demasiados turistas y ése era un hotel caro y tranquilo. Miré en el bar y vi tres hombres sentados en taburetes, juntos, charlando tranquilamente. A mi derecha había cuatro grupos más, la mayoría de hombres, sentados a las mesas. La grabación de música europea o americana sonaba con poco volumen. El tema del bar parecía expresado en las macetas de helechos y las paredes de estuco pintadas de color pastel y anaranjado. Cuando el camarero dirigió su vista hacia mí, le pedí una ginebra y bingara. Lo preparó como a mí me gustaba, la lima debajo. Un punto para los cosmopolitas.

Me trajeron mi bebida y la pagué. Bebí mientras me preguntaba por qué pensaba que el sentarme allí me ayudaría a resolver mis problemas. Entonces, ella se me acercó, con una lenta cadencia inhumana al moverse, como si estuviera medio dormida o drogada. Algo que su sonrisa o su lenguaje no demostraba.

¿Te importa si me siento contigo?

Por supuesto que no.

Le sonreí, amable, mas mi pensamiento se hallaba ocupado en otras cuestiones.

Le dijo al camarero que quería un schnapps de menta. Tendría que pagar quince kiam por él. Esperé hasta que lo terminara, pagué y ella me lo agradeció con otra lánguida sonrisa.

—¿Cómo te sientes? —pregunté.

Ella arrugó la nariz.

—¿A qué te refieres?

—Después de todo el día contestando preguntas de los hombres del teniente.

—Ah, fueron tan amables como pudieron. No dije nada en unos segundos.

—¿Cómo me has encontrado?

—Bueno... —Hizo un gesto impreciso—. Sabía que estabas aquí. Esta tarde me trajiste aquí. Y tu nombre... —Nunca te dije mi nombre. —... lo oí a los policías.

—¿Y me has reconocido pese a que no tengo el mismo aspecto que cuando me encontraste? ¿A pesar de que nunca he usado estas ropas antes y me he afeitado la barba?

Me ofreció una de esas sonrisas que dicen que los hombres son unos locos.

—¿No te alegras de verme? —me preguntó, con aquel destello de sentimientos heridos que a Trudi le salían tan bien.

Volví con mi ginebra.

—Una de las razones por la que he bajado al bar era la posibilidad de encontrarte.

—Aquí me tienes.

—Eso siempre lo tengo presente —dije—. ¿Me disculpas un momento? Te llevo un par de bebidas de ventaja.

—Sí, no te preocupes. —Gracias.

Fui al lavabo de caballeros, me metí en uno y descolgué mi teléfono. Di el número de Okking. Una voz que no reconocí me dijo que estaba en su oficina, durmiendo, y que tenía órdenes de no despertarle si no se trataba de una emergencia. ¿Era una emergencia? Le dije que no lo creía, pero que le volvería a llamar si lo fuera. Pregunté por Hajjar. pero se encontraba fuera, en una investigación. Me dieron el número de Hajjar y le llamé.

Dejó sonar su teléfono un rato. Me pregunté si de verdad estaba investigando o tomando el aire.

—¿Qué pasa? —gruñó.

—¿Hajjar? Pareces sin aliento. ¿Rebajando peso o algo parecido?

—¿Quién es? ¿Cómo me has...?

—Audran. Okking está durmiendo. Oye, ¿qué habéis averiguado de la rubia de Seipolt?

El teléfono permaneció silencioso durante unos segundos; luego, la voz de Hajjar regresó, un poco más amistosa:

—¿Trudi? La golpeamos, la escudriñamos tan a fondo como pudimos y revolvimos en su memoria. No sabía nada. Eso nos preocupó, así que la interrogamos por segunda vez. Nadie sabría tan poco como ella y continuaría con vida. Pero está limpia. Audran. He conocido palos que aguantan su vela mejor que ella, pero todo lo que sabe de Seipolt es su nombre de pila.

—Entonces, ¿por qué está viva, y Seipolt y los otros no?

El asesino no sabía que estaba allí. Xarghis Khan la habría jodido viva y luego la habría matado quizá. Según parece, nuestra Trudi se hallaba durmiendo la siesta en su. habitación después de comer. No recuerda si cerró con llave. Está viva porque sólo había estado allí tres días y no forma parte del personal de la casa.

¿Cómo reaccionó ante las noticias?

Le contamos los hechos y sacó fuera todo el espanto. Fue como silo leyese en los periódicos.

Alabado sea Alá. los policías sois encantadores. ¿Has puesto a alguien tras ella?

¿Ves a alguien? Eso me sorprendió.

¿Por qué estás tan seguro de que estoy con ella?

—¿Por qué si no me preguntarías por ella a estas horas de la noche? Está limpia, mamón, por lo que a nosotros respecta. En cuanto a todo lo demás, bueno, no le hemos hecho un análisis de sangre, así que a tu aire.

La comunicación se cortó.

Hice una mueca, colgué el teléfono en mi cinturón y regresé al bar. Pasé el resto de la ginebra con tónica buscando la sombra de Trudi, pero no vi ninguna posible candidata. Salimos a comer algo para darme la oportunidad de calmar mi mente. Al final de la cena, me aseguré de que nadie nos seguía ni a Trudi ni a mí. Volvimos al bar, tomamos algunas copas y empezamos a conocernos mejor. Ella decidió que nos conocíamos lo bastante bien justo antes de la medianoche.

—Hay un poco de ruido aquí, ¿no crees? —dijo.

Asentí, solemnemente. Sólo quedaban otras tres personas en la barra, incluyendo el tocho de madera que nos preparaba las bebidas. Había llegado el momento de que Trudi o yo empezáramos a decir estupideces y ella se me adelantó. Estuvo bien olvidar mi precaución y, de paso, darle una lección a Yasmin. Estaba un poco bebido, deprimido y solo... , Trudi era una muchacha dulce de verdad y muy atractiva, ¿qué más podía pedir?

Cuando subimos la escalera, Trudi me sonrió y me besó, despacio y profundamente, como si la mañana no fuera a llegar hasta después de comer. Luego me dijo que era su turno para usar el cuarto de baño. Esperé cerca de la puerta y llamé a recepción para asegurarme de que me despertasen a las siete de la mañana. Saqué la pequeña pistola de agujas, quité la colcha y escondí el arma con rapidez. Trudi salió del cuarto de baño con el vestido desabrochado. Me sonrió, con una sonrisa indolente y sagaz. Mientras se acercaba, mi único pensamiento se centraba en que ésa era la primera ve/ que dormía con una pistola bajo la almohada.

—¿Qué piensas? —preguntó.

—Oh, que no estás mal para ser una mujer de verdad.

—¿No te gustan las mujeres de verdad? —me susurró al oído. —Hace tiempo que no estoy con una.

—¿Te gustan más los juguetes? —murmuró, pero no había espacio para discusiones.

17

Cuando el teléfono sonó, yo soñaba que mi madre me gritaba. Daba tales chillidos que no podía reconocerla, aunque sabía que era ella. Empezamos a discutir sobre Yasmin; luego pasamos a hacerlo sobre vivir en la ciudad y sobre que nunca entendería nada porque en lo único que pensaba era en mí mismo. Mi papel se limitaba a decir: «¡No es cierto!», mientras el corazón se me caía en mi sueño.

Me desperté con brusquedad, legañoso y todavía cansado. Eché una ojeada al teléfono y luego lo cogí. Una voz dijo:

—Buenos días, las siete en punto.

Luego hubo un clic. Guardé el teléfono y me senté en la cama. Respiré hondo. Deseaba volver a dormirme, aunque eso supusiera tener pesadillas. No quería levantarme y pasar otro día como el anterior.

Trudi no estaba en la cama. Puse los pies en el suelo y caminé desnudo por la pequeña habitación del hotel. Tampoco se encontraba en el baño, pero me había escrito una nota y la había dejado en el escritorio.

Querido Marîd:

Gracias por todo. Eres un hombre dulce y encantador. Espero que volvamos a encontrarnos.

Ahora tengo que irme, así que supongo que no te importará si me cobro la tarifa habitual de tu cartera. Te quiero.

Trudi (Mi verdadero nombre es Gunter Erich von S. ) (¿Has hecho como que no lo sabías, o sólo has tratado de ser amable?)

En cuestión de sexo, me he equivocado muy pocas veces en mi vida. En mis fantasías secretas, nunca importa el qué, sino el con quién. He visto y he oído de todo, al menos eso creo. Lo único fingido que nunca había oído —hasta aquella noche, claro— era a ese involuntario animal atrapado en la respiración de una mujer, la primera vez, antes incluso de que el hacer el amor tuviera tiempo para hacerse rítmico. Miré otra vez la nota de Trudi, mientras recordaba todas las veces que Jacques, Mahmud, Saied y yo nos sentábamos ante una mesa del Café Solace y veíamos pasar a la gente. «Ah, ¿ella? Es un cambio de sexo de mujer a hombre, travestido. » Podía descubrir a cualquiera. Era famoso por eso.

Juré que nunca le contaría nada a nadie. Me pregunté si el mundo se cansaría de sus bromas alguna vez; no, no lo creo. Las bromas se sucederán una tras otra, cada vez peor. En ese momento, estaba seguro de que si la edad y la experiencia no acababan con las bromas, no había nada, excepto la muerte, que pudiera hacerlo.

Doblé mis nuevas ropas con cuidado y las metí en la bolsa. Me puse la túnica blanca y la keffiya. Ofrecía un aspecto nuevo, traje árabe pero sin barba. El hombre de las mil caras. Hoy quería que Hajjar cumpliese su promesa de dejarme utilizar los archivos del ordenador de la policía. Deseaba completar cierta información, por cuenta de la policía. Tenía que averiguar cuanto me fuera posible sobre la relación Okking/Bond/Khan.

En lugar de ir a pie, tomé un taxi hasta la comisaría. No es que me hubiera viciado del lujo que «Papa» me costeaba, simplemente, sentía la urgente presión de los acontecimientos. Devoraba el tiempo tan de prisa como él me devoraba a mí. Los daddies zumbaban en mi cabeza y no sentía ni cansancio muscular, ni hambre, ni sed. No estaba enfadado ni asustado. Alguien debió advertirme que no estar asustado era peligroso. Quizá hubiera debido estarlo, un poco.

Vi a Okking comer un desayuno tardío en su frágil fortaleza mientras esperaba que Hajjar volviera a su despacho. Al entrar, el sargento me dirigió una mirada distraída.

—No eres el único cerebro cocido por el que debo preocuparme, Audran —dijo con rudeza—. Tenemos otros treinta pelmazos dándonos información y detalles que extraen de sueños o de los posos del té.

—Entonces te alegrará saber que no tenga ni un maldito retazo de información para ti. He venido a que tú me la proporciones. Dijiste que podía ojear vuestros archivos.

—Oh, sí, claro, pero aquí no. Si Okking te viera, me machacaría el cráneo. Llamaré abajo. Puedes utilizar uno de los terminales de la segunda planta.

—No me importa dónde.

Hajjar llamó por teléfono, me escribió un pase a máquina y lo firmó. Le di las gracias y me dirigí al banco de datos. Una mujer joven con rasgos del sudeste de Asia me condujo hasta una pantalla libre, me enseñó cómo pasar de un menú a otro y me dijo que si tenía alguna duda, la propia máquina me la resolvería. No era ninguna experta en informática ni una bibliotecaria, tan sólo ordenaba la afluencia de tráfico en la gran sala.

Primero comprobé los archivos generales, que parecían los de un nuevo depósito de cadáveres. Al escribir un nombre, el ordenador me daba todos los hechos disponibles sobre esa persona. El primer nombre que entré fue el de Okking. El cursor se detuvo un segundo o dos, luego empezó a escribir en árabe, de derecha a izquierda. Averigüé el nombre de pila de Okking, el primer apellido, la edad, dónde había nacido, qué hacía antes de vivir en la ciudad... Todo eso aparecía en un formulario encima de una gruesa línea doble. Debajo de esa línea estaba la información realmente interesante. Según en qué asiento se encontrase podía ser el historial médico del sujeto, el registro de arrestos, su historial, las implicaciones políticas. la(s) preferencia(s) sexual(es), o cualquier cosa que algún día pudiera ser pertinente.

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