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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (29 page)

BOOK: Cruzada
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―No, todavía no ―respondió Engare, imperturbable―. Estoy comenzando. Requieren un tratamiento para que se vayan. Haz lo que tengas que hacer y vete.

―Tengo que comprobar que estén bien.

―Eso es algo que yo mismo puedo comprobar. El rector desea que se repongan y voy a hacer mi trabajo como corresponde.

Engare esperó a que Tekla dejase las prendas apoyadas en un mueble y se marchara de mal humor. Me pregunté cómo se había enterado Tekla de la existencia de las cicatrices más antiguas. El no había estado presente aquella fatídica noche en la costa de la Perdición, aunque debió de participar de alguna forma. ¿Cómo sabía entonces que el emperador la había torturado?

―Hay algo en ese hombre que no me gusta ―observó Engare cuando Tekla cerró la puerta, pero no profundizó en la cuestión―. Ravenna, voy a efectuar un examen más detallado. Por favor, no te muevas.

La técnica que empleó era una que cualquier mago estaba capacitado para poner en práctica, si bien yo no pude sentir la magia. Mediante ese método Engare podría ver en su mente todo sobre Ravenna, obteniendo una imagen de su cuerpo que le mostraría lo profundas que eran las cicatrices. Pasó un rato largo hasta que volvió a abrir los ojos y esperé con tensión hasta que volvió a decir algo.

―Haré cuanto pueda ―afirmó entonces con calma, y Ravenna y yo nos miramos―. Transcurrido un tiempo, podré eliminar las cicatrices y anular el dolor. Pero existe cierto daño sobre el que no podré hacer nada. Nunca volverás a ser tan fuerte como antes. Y jamás podrás tener hijos. Lo lamento.

―Gracias, comandante ―dijo Ravenna y, tras un breve silencio, añadió―: Por favor, haz lo que puedas.

―Es lo que intento.

Engare insistió en limpiar todos los cortes que habíamos sufrido en la jungla y a continuación nos dejó solos en aquel comedor vacío para que nos pusiéramos las túnicas de marinos que Tekla nos había dejado antes de marcharse.

―Cathan. ―Ravenna rompió el silencio, luego se hundió en la silla y cerró los ojos―. No te culpo por nada de lo que haya sucedido. Orosius responderá ante Thetis por sus actos.

―Orosius ya no tiene que sufrir más ―respondí, sin saber bien hacia dónde apuntaba ella.

―No estamos en ningún estado bárbaro atrasado en el que el único deber de una mujer sea casarse y luego retirarse a procrear para enviar a sus hijos a desperdiciar sus vidas en alguna estúpida guerra.

La amargura de su voz me resultaba inesperada, pero lo cierto es que nunca habíamos tenido ocasión de conversar sobre esa cuestión.

Tras la muerte de Orosius, me había quedado claro que ni Eshar ni Palatina, cada uno por sus propios motivos, continuaría la estirpe de los Tar' Conantur. Al menos por cuanto se sabia (y el Dominio se había encargado de investigarlo con mucho cuidado), Eshar no había sido padre de ningún hijo en todos sus años de campaña con los haletitas, y ni siquiera después de que el rey de reyes le permitió tomar varias concubinas. Al parecer, sufría la misma esterilidad que mi hermano, un mal que afectaba a un número extraordinario de Tar' Conantur y que en más de una ocasión había causado interrupciones en la descendencia directa.

En cuanto a Palatina, la cuestión era más compleja y había varios puntos al respecto que jamás me había revelado. Apenas tenía algunas pistas, pero resultaban suficientes para sospechar que en su vida siempre le había faltado tiempo para el sexo. Quizá fuese algo deliberado, autoimpuesto por su propia fuerza de voluntad para impedir que la familia se perpetuase. Palatina odiaba a la familia al menos tanto como yo, si no más, y tenía bastantes más motivos que yo.

Lo que dejaba claro que mantener la estirpe era teóricamente un deber que ahora pesaba sobre mí, por más que ninguno de los que me rodeaban me lo hubiese recordado, por el momento.

―Hay otras cosas que hacer ―prosiguió Ravenna―. No es que yo me haya planteado tener hijos. Es cierto que Alidrisi y Sagantha me hablaban del tema de tanto en tanto, afirmando que en alguna medida era mi obligación mantener viva la familia. Pero ahora eso no será posible y nadie podrá hacer nada al respecto. ¿Has pensado tú en eso alguna vez?

Reflexioné unos instantes. ¿Había pensado en tener hijos? Realmente no. No del modo que otras personas lo hacían. Era un tema que nunca se había mencionado en mi infancia y durante mi estancia en la Ciudadela, cuando empecé a considerarme nacido en el Archipiélago y thetiano, rara vez se me había pasado por la cabeza. Existían demasiadas peculiaridades en la sociedad thetiana que nunca había llegado a comprender (los clanes actuaban de un modo totalmente diferente a los del continente) y todo se basaba mucho menos en las familias de lo que hubiera creído. Por no mencionar que, como ciudadano thetiano de nacimiento, yo no podía contraer matrimonio hasta cumplir los veinticinco años, lo que había sucedido pocos meses atrás.

―Nunca lo he considerado importante ―sostuve, sin saber cómo reaccionaría ante mis palabras; nunca podía estar seguro.

Quizá existiese otra razón: Todavía estaba enamorado de Ravenna. Lo estaba desde aquella tarde en las costas de la Ciudadela, y la idea de ella embarazada, sin plantearme siquiera quién fuera su marido, me parecía... impensable. Siempre había sido así y tal vez por eso el asunto no me resultaba tan extraño.

―Pensé que nunca te había interesado ―murmuró ella―. ¿Curioso, no es verdad? Se me ocurre que haga lo que haga ahora, incluso si lograse recuperar mi trono y todo lo demás, de algún modo carecería de sentido. Como sabes, no queda en mi familia absolutamente nadie más con vida, así que no hay nadie a quien pueda derivar la responsabilidad.

―¿Es ése el mejor modo de hacerlo?, ¿entregarle el poder a alguien sólo porque da la casualidad de que es tu pariente?

―Eres un auténtico republicano, ¿no es cierto?

Ravenna no había vuelto a abrir los ojos y sus brazos seguían inertes, flojos a ambos lados de la silla.

―Sólo en lo que se refiere a mi familia.

Y, a pesar de todo, los Tar' Conantur habían rehuido la imbecilidad tan frecuente en las familias de la realeza, motivada por la obsesión de mantener la sangre pura, casando entre sí a generaciones y generaciones de primos. Nadie de mi familia había contraído matrimonio con otro Tar' Conantur. De hecho, se habían mezclado con los exiliados y habían llegado a conservar a lo largo de los siglos los mismos rasgos y algunas propiedades de carácter: la inteligencia, la falta de escrúpulos, la locura. Sin duda, eso podía denominarse carácter. Y también se habían perpetuado algunos efectos secundarios, sobre todo la predisposición de los exiliados a concebir gemelos.

―¿Y en lo que se refiere a mi familia? ―preguntó Ravenna. Era una pregunta difícil de responder y otra vez me detuve a reflexionar.

―El Archipiélago necesitaba un símbolo ―señalé con cautela―. ¿De qué otro modo lo hubiese logrado?

―¿No crees que a mi pueblo le habría ido mucho mejor sin contar conmigo? Me convirtieron en algo que yo no era: una gran líder lista para rescatarlos. Sabes qué enorme es esa responsabilidad.

―Yo fui afortunado. Nadie ha creído nunca en mí ―solté. No era exactamente lo que hubiese querido decir y la frase flotó en el aire un momento. Desde el principio fui consciente de haber nacido sin ningún talento para el liderazgo, del mismo modo que, por poner cualquier ejemplo, carecía de talento para la carpintería. La cuestión era si podía sentirme orgulloso de eso.

―La gente de tu tierra te creyó ―advirtió Ravenna tras una pausa―. No los olvides sólo por haberlos dejado atrás.

―Allí al menos conseguí algo, o ellos así lo creyeron. Pero cuando Mauriz e Ithien quisieron convertirme en jerarca sólo se trataba de una designación formal, pretendían convertirme en su marioneta. Nadie pensó que mi opinión al respecto mereciera el menor interés.

―¿De modo que en mi caso es igual? ¿Apenas un nombre, alguien para llevar una corona y revivir recuerdos de los tiempos de mi abuelo?

Cambió levemente de posición, descansando la cabeza sobre un hombro como si pensase dormir allí mismo. Yo sí que quería dormir.

―Tú decides, Ravenna. Sólo nosotros dos y Engare sabemos ahora que no podrá haber ningún heredero. Él no dirá nada, porque se debe a su juramento. Si piensas todavía que existe la posibilidad de recuperar la corona, entonces te ayudaremos. Te hubiese ayudado antes, pero no confiaste en mí.

―Antes... ¿Quieres decir la noche en que te drogué para que me permitieses escapar? ¿Cómo puedo creerte?

Su voz sonaba ahora más insegura y abrió un poco los ojos.

―No puedo probártelo. Pero sabes que era demasiado débil para resistirme a ellos.

―Nadie capaz de admitir tal cosa es demasiado débil. Y sí, me parece que hubieses venido conmigo en caso de habértelo pedido. Pero entonces los dos habríamos sido capturados por el emperador y nadie habría venido a rescatarnos. Por más que lo planeara Palatina, el rescate fue idea tuya. Incluso si el emperador estaba enterado desde el principio.

―Creo que fue Tekla quien nos traicionó ―afirmé tras un momento de duda―. Mauriz creía que era un doble agente, pero quizá fuese siempre un hombre de Orosius. Debió de ser quien obligó a Mauriz a cambiar de bando...

―Y quien le dijo al emperador dónde me encontraba ―concluyó ella con más dureza en la voz―. Eso tiene sentido, ¿verdad? E implica que puedo vengarme de él. Orosius ya está fuera de mi alcance, pero Tekla no.

Aunque en aquel momento, también Tekla parecía fuera de nuestro alcance.

Eso no era algo de lo que nos conviniese hablar allí, ni lo era tampoco la cuestión de los ojos del Cielo, aunque ardía en deseos de contárselo. Alguien podía estar escuchándonos y además todavía quería atar solo algunos cabos sueltos para asegurarme de que era más que una mera construcción teórica.

Ninguno de los dos dijo nada más y yo apenas tuve energías suficientes para caminar hacia el camarote más cercano y cerrar la puerta detrás de mí antes de derrumbarme sobre el estrecho catre.

 

 

 

Desperté revuelto en un lío de mantas, mientras una tenue luz azul iluminaba el camarote. Miré hacia afuera por la escotilla y quedé fascinado por la profundidad azulada del océano, un mundo que se abría paso entre el añil que acababa en el abismo y la luz de la superficie situada a unos setenta metros hacia arriba. Ésa era la profundidad habitual de crucero para navegar lo bastante hondo para maniobrar en todas direcciones, pero lo suficientemente cerca de a la superficie para darnos una idea del día y la noche.

No hubiera podido decir qué hora era, aunque al no encontrar a nadie más en la sala de duchas supuse que ya debía de ser bien entrada la mañana. Regresé al comedor, donde alguien nos había dejado el desayuno. Ravenna acababa de salir de su camarote.

Sagantha no reapareció hasta que terminamos de comer. Nos guió hasta la gran cabina situada al otro lado de la manta, donde estaba Ukmadorian.

Lo que alguna vez fue la cabina del capitán carecía ahora de cualquier rasgo distintivo. No quedaba nada de la decoración que un capitán hubiese podido tener: apenas el mobiliario naval mínimo, una mesa y algunas sillas bajo las ventanas. Ukmadorian, todavía vestido de negro, ocupaba una de las sillas. De su cuello colgaba una cadenilla de plata de la que pendía un medallón con la imagen de la constelación de la orden de la Sombra.

Sagantha nos invitó a sentarnos en dos de las sillas que había frente a Ukmadorian, pero era evidente que todo estaba cuidadosamente planeado. Nosotros dos de cara a Ukmadorian, con Sagantha un poco a un lado, a la izquierda del rector. Tras haber vivido en el Refugio, con su implícito pero complicado protocolo académico, no podía ignorar lo que nos esperaba, por qué nos convocaban y por qué Ukmadorian llevaba el medallón. Para él, todavía éramos miembros de su orden.

―Ambos os habéis equivocado ―dijo Ukmadorian con lentitud―. Me habéis desafiado y os habéis lanzado a la aventura como simples pescadores de alguna narración épica. Lo único que habéis vivido es peligro y cautividad. Lo único que habéis hecho por el bien de la causa verdadera de los Elementos es echarnos a Eshar encima como un nuevo yugo, perder el trono y llevar a vuestra gente a la destrucción.

―Nosotros no empezamos las purgas ―interrumpió Ravenna.

―Sí, lo habéis hecho. Con vuestros actos, vuestro abierto desafío y vuestra participación en asuntos que excedían vuestras capacidades. Permitisteis a Sarhaddon iniciar su evangelización. ¿Quién sabe cuántos fieles verdaderos han muerto? Los habitantes de las ciudadelas no podemos contar nuestras pérdidas, así que imagino que mucho más difícil será hacerlo en vuestra orden.

Nunca nos había perdonado haberlo abandonado junto al inactivo Consejo de los Elementos en las islas de la Ciudadela, desafiándolo abiertamente hasta que se rindió y dejó de impedir nuestra partida. Pero ¿podía creer de veras que las purgas, las purgas inspiradas por los venáticos que habían fulminado el Archipiélago, fueran totalmente culpa nuestra? Sarhaddon había llegado con su plan y lo había puesto en acción; no tenía nada que ver con nosotros.

―Vuestros amigos, muchos de aquellos con quienes habéis compartido la enseñanza, ahora están muertos ―continuó Ukmadorian―. De mis propios discípulos sé muy poco. Mikas Rufele embarcó en el buque insignia cambresiano
Poralos Atoll
para luchar contra Reglath Eshar. Ghanthi Akeleneser fue quemado por la Inquisición junto al resto de su familia.

Siguió mencionando nombres de personas que habíamos conocido, y sus destinos eran a cual más penoso. Los recordé como los había visto la última noche en la Ciudadela, durante la fiesta en la que celebramos el fin de nuestra instrucción. Mikas y Ghanthi habían sido mis amigos, gente con la que yo había pasado tiempo y a la que esperaba volver a ver algún día.

―¿Ahora lo comprendéis? ―dijo cuando me vio contener las lágrimas.

―Están muertos ―afirmé, intentando ignorar el repentino vacío en mi pecho―, pero no murieron a mis manos. ¿Eres tan vengativo como para culparnos a nosotros y no al Dominio?

―El consejo ha mantenido libre del Dominio la verdadera senda a lo largo de todos estos años. Ahora el Archipiélago ha sido tomado por los venáticos y ya no podemos transmitir nuestras auténticas creencias. Todo lo que habíamos conservado durante siglos se ha perdido.

―¿Y por lo tanto te ayudas de basuras como Tekla, por ejemplo? ―objetó Ravenna. Por lo general, ella siempre se mostraba menos afectada que yo, pero era evidente que la lista de muertos la había conmovido.

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