Authors: James Lowder
A medida que transcurrían los kilómetros y se apaciguaba su ira y la repulsión a un posible trato, el rey se preguntó si era sensato oponerse de plano.
«Sirvo a mis dioses cuando lucho contra los hombres de la Ciudadela Oscura, —pensó—. Pero ¿qué es más útil para mi causa? ¿Combatir contra un mal menor como es la ciudadela o enfrentarme a algo mucho más terrible y malvado como son los tuiganos?»
La respuesta no era fácil, y cuando llegó a una conclusión no tenía muy claro si era la correcta. De hecho, cambió de opinión a la entrada de la ciudad, y otra vez mientras se preparaba para la cena con la enviada especial de Zhentil Keep.
Lythrana y Azoun cenaron en compañía de la reina Filfaeril y el hechicero real en el comedor del castillo. Una mesa de madera clara larga y pulida a espejo ocupaba el centro de la habitación. Las ventanas quedaban ocultas por las pesadas cortinas de terciopelo rojo, que se reflejaban en el suelo de roble encerado. La madera del suelo y la tela de las cortinas amortiguaban las dulces notas del arpa de Thom Reaverson, que amenizaba la velada con sus canciones.
Cenaron deprisa. Vangerdahast conversaba con la reina Filfaeril mientras que Azoun y Lythrana permanecían callados, pero por razones diferentes. El rey cormyta pensaba en el coste cada vez mayor de la cruzada. En cambio, la enviada zhentarim se preguntaba cuál sería el resultado del encuentro.
—Esto es todo, Thom —dijo Azoun en cuanto acabó la cena. Apartó el plato de fresas importadas que no había probado y llamó a un sirviente para que quitara la mesa.
—Con vuestro permiso, alteza, me retiro —anunció Vangerdahast al tiempo que se ponía de pie—. Los asuntos que debéis discutir no requieren mi presencia. —El hechicero saludó a los presentes con una reverencia y abandonó el comedor.
El criado acabó de quitar la mesa. Azoun, Filfaeril y Lythrana se quedaron solos en el gran comedor.
—Me resulta difícil creer que Vangerdahast tenga más de ochenta años —comentó Lythrana con tono ligero. Se estiró voluptuosa, otra vez muy a gusto con el ajustado vestido negro—. No aparenta más de cincuenta. Alguien me comentó en el Keep que ya aparentaba esa edad diez años atrás.
—Es un hechicero, señora Lythrana —replicó Azoun, poco interesado en el tema—. No creo que sea una sorpresa para vos que envejezca tan poco; esa práctica también es frecuente entre los magos del Keep. —El rey miró a Filfaeril, que se mostraba muy callada ante la presencia de la enviada—. Pero no estamos aquí para discutir la edad de mi consejero.
—La propuesta no ha cambiado, alteza: que la Ciudadela Oscura pueda ocuparse de sus asuntos sin que nadie los moleste durante un año.
—¿Y? —preguntó el rey.
—Firmaremos un pacto con Los Valles —contestó Lythrana, después de una pausa—. Así conseguiréis los arqueros que necesitáis para la cruzada.
—No es bastante —exclamó Azoun, con voz firme—. En estos momentos hay por lo menos cien mil tuiganos en Thesk. Quiero que las tropas de Zhentil Keep combatan codo a codo con el resto de Faerun. —La enviada se apartó un poco de la mesa. Abrió la boca, pero se tragó las palabras y se limitó a suspirar—. Vos también les tenéis miedo, Lythrana —añadió Azoun—. Lo veo en vuestros ojos cuando hablo de ellos. —El rey dejó la silla y se volvió de espaldas a la mesa.
—Desde luego que los temo —manifestó la zhentarim con la cabeza gacha—. Yo fui una de las personas que el Keep mandó a espiar a los tuiganos. —Lythrana abrió el cuello alto del vestido. Una larga cicatriz roja marcaba el hermoso hombro blanco—. Yo fui la única del grupo que escapó con vida.
—Entonces, ayudadme —pidió el rey, que se volvió para mirar a la enviada—. Concededme las tropas.
—Yo sí quiero —respondió Lythrana con voz sibilante, fijando la mirada en los ojos del rey—, pero el Keep no. A menos que reciba algo a cambio.
El monarca hizo una pausa, comprendiendo que esto era todo lo que conseguiría de la enviada, que Lythrana no podía concederle nada más. Ya tenía fijado el curso que debía seguir: después de la cacería, había llegado a la conclusión de que la razón de estado le imponía una única solución.
—Dejaremos en paz a la Ciudadela Oscura durante seis meses.
—No. Un año.
—De acuerdo, un año.
Las palabras marcaron a fuego el alma de Azoun. Era consciente de que permitía a la red maligna que conectaba a Zhentil Keep con la Ciudadela Oscura —los zhentarim— atacar a placer a los viajeros y a las caravanas, pero no veía otra salida. Si los tuiganos llegaban a Cormyr, causarían mil veces más víctimas y sufrimientos que los bandidos de la Ciudadela Oscura en cien años. Necesitaba a los arqueros de Los Valles para impedir que ocurriera. El monarca señaló a Lythrana con un dedo tembloroso por el disgusto.
—Dejaremos en paz a la Ciudadela Oscura durante un año —declaró—, pero quiero tropas. Y, si no las consigo, o si Zhentil Keep se vuelve a entrometer en la cruzada, os prometo que reduciré a cenizas la Ciudadela Oscura.
—Desde luego —contestó Lythrana, cuando se recuperó de la sorpresa que le produjo la amenaza del rey—. Zhentil Keep quiere acabar con los tuiganos tanto como vos. —La enviada miró a la reina, que permanecía en silencio, en la otra cabecera de la mesa—. ¿Estáis tomando notas? —le preguntó con un tono donde se mezclaban el sarcasmo y la curiosidad.
—No —replicó la soberana con una sonrisa amable, sin amilanarse ante la mirada de Lythrana—. La cruzada es asunto de Azoun. —La enviada enarcó una ceja, y la reina, que no pasó por alto el detalle, añadió—: Sin embargo, si Zhentil Keep rompe la promesa y ataca a Cormyr o a Los Valles, estaré aquí para organizar un ejército contra vosotros.
Lythrana entornó los párpados hasta que quedó una rendija verde, mientras observaba a la reina con atención. Filfaeril parecía frágil con la piel tan blanca y la larga cabellera rubia, y el vaporoso vestido rosa pálido resaltaba todavía más su aire delicado. Pero, al mirarla a los ojos, la enviada zhentarim advirtió un brillo que anunciaba una dureza inesperada.
—Zhentil Keep no se toma las amenazas a la ligera —afirmó.
—Podéis estar segura, señora Dargor —le contestó el rey, apoyando las manos sobre la mesa—, que la reina Filfaeril ni yo nunca hacemos amenazas en vano. No nos gusta tratar con los adoradores de dioses malvados, pero vosotros sois el menor entre dos males.
—Zhentil Keep nunca pensó que vos nos juzgaríais como el menor entre dos males. —Lythrana se levantó. Una sonrisa falsa apareció en su rostro mientras hacía una reverencia—. Es mejor acabar esta entrevista antes de que alguno de los dos diga algo que después lamentaríamos. ¿Los documentos con los detalles del tratado estarán preparados dentro una hora? —Azoun asintió. La enviada repitió la reverencia y, antes de caminar hacia la puerta, agregó—: Os mandaré recado de las tropas que enviaremos y el lugar donde se reunirán con su majestad.
Azoun apoyó las manos sobre los hombros de Filfaeril en cuanto se apagaron los ecos de las pisadas de la enviada zhentarim. La reina frunció los labios.
—No confío en ella —manifestó la reina—, aunque supongo que el Keep no cometerá la estupidez de romper el tratado.
—Tendrán muy en cuenta que, si puedo reunir un ejército de treinta mil hombres para luchar en una guerra extranjera, la fuerza que se enfrentaría a ellos si cometen la locura de atacar a Los Valles sería diez veces mayor —dijo el rey con una sonrisa.
En aquel momento se abrió la puerta y Vangerdahast entró en el comedor. Se acercó con paso enérgico al tiempo que dirigía al rey una mirada expectante. Azoun asintió.
—¿El Keep enviará tropas? —preguntó el hechicero en cuanto llegó junto a la mesa.
—Todavía no han dicho cuántas —respondió Azoun—, pero estoy seguro de que contaré al menos con mil quinientos soldados. —Apretó el hombro de Filfaeril—. Estaremos en condiciones de enviar las primeras tropas a oriente dentro de veinte días.
Las saeteras eran el único lugar de entrada para la luz natural en los pisos más bajos de la torre. En consecuencia, las habitaciones situadas allí eran por lo general lugares oscuros y lóbregos incluso durante el día. Al rey Azoun no lo molestaban las sombras. En realidad agradecía la oscuridad mientras permanecía sin decir nada en la planta baja de la torre de guardia en la esquina noreste del castillo, porque las sombras ocultaban el enfado que le provocaba el soldado que tenía delante, con la casaca arrugada y las botas sin lustrar. El guardia empuñaba la espada mientras contemplaba al monarca con una expresión de burla.
—Quiero escucharlo otra vez, viejo —dijo el guardia—. ¿Qué haces aquí abajo? ¿Por qué no estás en el salón principal con el resto de las reliquias?
Azoun entrecerró los párpados y maldijo en silencio. El hombre sucio que tenía delante, iluminado por el sol del atardecer a través de la saetera, se comportaba de una forma tan aborrecible que resultaba insoportable.
—Ya os lo dije, buen hombre —contestó el rey en voz baja—. Busco al capitán de la guardia. Traigo un mensaje de su majestad—. ¿Me permitiréis entregarlo o no?
—No lo sé. —El soldado se rascó la barbilla mal afeitada—. Debo ser muy precavido con la gente que dejo entrar en el alcázar. —Esta vez se rascó con fruición un punto donde la navaja había dejado intactos los pelos de la barba.
Azoun comprendió que el guardia sencillamente quería demostrar su autoridad sobre alguien al que consideraba como un viejo inofensivo.
—Bondadoso señor —rogó—, debo proseguir mi camino. El rey se enfadará mucho si no entrego el mensaje cuanto antes.
—Está bien, pero recuerda que el sargento Connor tuvo la gentileza de dejarte pasar —le advirtió el guardia, que por fin se apartó del camino.
—Oh, sí —replicó el rey con una sonrisa, mientras miraba el rostro del soldado—. No lo olvidaré. «Haré que te degraden y te pongan una multa por molestar a uno de mis sirvientes», añadió Azoun para sí. El monarca de Cormyr hizo una reverencia y se alejó cojeando por un corredor paralelo a la muralla exterior del castillo.
El rey vestía el atuendo de los mensajeros reales: casaca negra con la insignia del dragón púrpura cosida en el pecho, pantalones de lana, capa oscura y zapatos de cuero. Llevaba una bolsa de lona y un rollo de pergamino con un sello de lacre bien visible, todo con un aspecto lo bastante legal para engañar a cualquiera.
Azoun también se había maquillado para disimular las facciones. Con la ayuda de un poco de tinte, la barba y el cabello canosos aparecían ahora blancos como la nieve, y unos cuantos toques de sombra destacaban las arrugas resaltando la palidez de la piel, con lo cual el rey parecía tener setenta años en lugar de cincuenta. Llevaba además las manos sucias para ocultar las marcas blancas en los dedos dejadas por los anillos que llevaba como soberano de Cormyr.
No era extraño que el guardia no reconociera al rey. Eran pocos los sirvientes y aun menos los súbditos que habían tenido la ocasión de ver de cerca el rostro del soberano. Además, su efigie no aparecía en ninguna de las monedas de Cormyr. Incluso sin el maquillaje, Azoun habría podido entrar en la mayoría de las tabernas de Suzail y pasar inadvertido.
Fuera como fuese, el rey no quería correr riesgos. Cada vez que deseaba moverse por la ciudad libre de la escolta personal, se ponía un disfraz y abandonaba el palacio a través de una puerta secreta ubicada cerca de la torre de la que acababa de salir. La puerta secreta la había mandado construir su tatarabuelo, Palaghard II, para ir a reunirse con sus varias amantes. Azoun nunca la había utilizado con ese propósito, pero más de una vez había agradecido la lubricidad de su antepasado cuando la puerta le permitía salir al jardín real y de allí a la ciudad sin que nadie se diera cuenta.
El rey continuó la marcha por el pasillo en penumbras y mal ventilado sin abandonar la falsa cojera, al tiempo que contaba los pasos. De pronto se detuvo y miró arriba y abajo, con el oído atento al ruido de los guardias cercanos. Después palpó la pared de piedra en busca de una hendidura en la piedra. En cuanto la encontró, se aseguró una vez más de que estaba solo y empujó la palanca oculta.
La puerta secreta se abrió con un ruido sordo. La luz del sol penetró a raudales en el corredor cuando los cuatro bloques de piedra que formaban la puerta se hundieron en el suelo y dejaron a la vista un seto alto, espeso y bien podado. Azoun entrecerró los párpados para no quedar encandilado y se apresuró a ocultarse en el seto. Sólo tardó un segundo en encontrar la palanca en la parte exterior del muro. La puerta se cerró con el ruido producido por el roce de las piedras.
—Espera un momento, Cuthbert —murmuró alguien de voz gruesa a unos pocos pasos de distancia—. Acabo de oír algo que se movía entre los arbustos junto a la muralla.
Azoun se agachó sin atreverse a respirar. Aunque la puerta secreta era mecánica, la magia casi disimulaba del todo el ruido del funcionamiento. Pero el rey no podía ocultar los ruidos de sus movimientos entre los arbustos. Una espada atravesó varias veces el espacio entre las ramas por encima de la cabeza del monarca.
—Ahí no hay nada —afirmó otra voz, sin duda la de Cuthbert—. Si lo hay, sin duda resultará ser una rata y no un hombre. Ya sabes que los castillos siempre atraen toda clase de alimañas. En una ocasión vi una rata del tamaño de…
—Me has contado la misma historia más de cincuenta veces —lo interrumpió el primero—. Sólo cumplo con mi trabajo. —Volvió a meter la espada entre los arbustos—. Tengo una obligación con el rey y pretendo hacer todo lo posible para cumplirla.
Azoun sonrió al escuchar el tono sincero en la voz del centinela. Era un cambio que agradecía después de las mal veladas amenazas del sargento Connor. «Tengo que averiguar quién es este soldado y hacerle llegar mis felicitaciones —pensó el rey—. Incluso puedo darle el puesto de Connor en el interior de la torre.»
Los guardias se alejaron después de unos instantes de silencio y media docena más de golpes de espada. Azoun escuchó el ruido de los pasos en las piedras del sendero. También oyó que uno de los soldados decía: «Supongo que te presentarás voluntario a la cruzada del rey». El otro debió de asentir o ya estaba demasiado lejos, porque Azoun nunca supo la respuesta.
Con el mayor de los sigilos, el rey se quitó la capa y la casaca. Vació la bolsa de lona donde llevaba una capa vulgar y una vieja casaca descolorida. El atuendo de los mensajeros reales le había servido para salir del alcázar sin demasiados problemas, pero era consciente de que nunca conseguiría una respuesta sincera de la gente si se presentaba como un miembro de la corte.