—Me cago en la puta —mascullaba Marino a cada momento.
En más de una docena de ellas, Hilton Sullivan aparecía desnudo y en poses de prisionero, y Helen Grimes era su sádica guardia.
Una de las escenas favoritas era, al parecer, la de Sullivan sentado en una silla mientras ella interpretaba el papel de interrogadora, apretándole el cuello por detrás o infligiéndole otros castigos. Sullivan era un joven rubio y exquisitamente hermoso, con un cuerpo esbelto que sospeché debía de ser sorprendentemente fuerte. Desde luego, era ágil. Encontramos también una fotografía del cuerpo ensangrentado de Robyn Naismith apoyado contra el televisor de su sala de estar, y otra en la que se veía su cadáver tendido sobre una mesa de acero en la morgue. Pero lo que más me afectó fue, sobre todo, el rostro de Sullivan. Estaba absolutamente desprovisto de expresión, y sus ojos tan fríos como imaginé que debían de estarlo cuando mataba.
—A lo mejor ya sabemos por qué a Donahue le caía tan bien —comentó Marino, volviendo a guardar las fotografías en el sobre—. Alguien tuvo que tomar estas fotos. La esposa de Donahue me dijo que el alcaide era aficionado a la fotografía.
—Helen Grimes debe saber de quién es realmente Hilton Sullivan —dije, mientras sonaba un gemido de sirenas.
Marino miró por la ventana.
—Bien. Ha venido Lucero.
Examiné la chaqueta de plumón que había sobre la cama y descubrí una algodonosa pluma blanca que asomaba por una minúscula rotura en una costura.
Se oyeron más motores. Puertas de automóviles se cerraron ruidosamente.
Nosotros nos vamos de aquí —dijo Marino cuando llegó Lucero—. No te olvides de precintar la camioneta azul —Se volvió hacia mí—. ¿Recuerda cómo se va a casa de Helen Grimes, doctora?
—Sí.
—Vamos a charlar con ella.
Helen Grimes no nos dijo gran cosa.
Cuando llegamos a su domicilio, unos cuarenta y cinco minutos más tarde, encontramos la puerta de la calle abierta y entramos los dos.
La calefacción estaba conectada al máximo, y en cualquier parte del mundo en que me hubiera hallado habría reconocido aquel olor.
—Santo Dios —exclamó Marino cuando entró en el dormitorio.
El cuerpo decapitado de la mujer estaba vestido de uniforme y sentado en una silla contra la pared. No fue hasta pasados tres días cuando un campesino que vivía al otro lado de la calle encontró lo que faltaba de ella. No comprendía por qué nadie había podido dejar una bolsa de jugar a los bolos en uno de sus campos.
Pero luego deseó no haberla abierto nunca.
El patio que se abría tras la casa de mi madre en Miami estaba mitad en sombra, mitad bajo un sol suave, y un tumulto rojo de hibiscos crecía a los dos lados de la puerta mosquitera. El limero plantado junto a la cerca se hallaba cargado de frutas aunque prácticamente todos los demás que había en el barrio eran improductivos o estaban muertos. Era algo que escapaba a mi comprensión, pues nunca había sabido que se pudiera dar buena salud a las plantas a fuerza de críticas. Tenía entendido que había que hablarles con cariño.
—¡Katie! —gritó mi madre desde la ventana de la cocina. Oí tamborilear el agua en la pila. No valía la pena responder.
Lucy derribó mi reina con una torre.
—¿Sabes una cosa? —comenté—. No soporto jugar a ajedrez contigo.
—Entonces, ¿por qué me lo estás pidiendo constantemente?
—¿Que yo te lo pido? Eres tú quien me obliga, y nunca te basta con una partida.
—Eso es porque siempre quiero darte otra oportunidad. Pero tú las desaprovechas todas.
Estábamos sentadas a la mesa del patio. El hielo de nuestras limonadas se había disuelto, y empezaba a sentirme un poco asoleada.
—¡Katie! ¿Querrás ir con Lucy a buscar el vino, dentro de un rato? preguntó mi madre desde la ventana.
Desde donde me hallaba podía ver la silueta de su cabeza y el contorno ovalado de su cara. Hubo un ruido de puertas de alacenas, y luego el teléfono emitió su zumbido agudo. Era para mí, y mi madre se asomó a la puerta de la cocina y me pasó el teléfono portátil.
—Soy Benton —dijo su conocida voz—. He visto en el periódico que ahí abajo hace un tiempo espléndido. Aquí está lloviendo, y tenemos la deliciosa temperatura de siete grados.
—Vas a hacer que sienta añoranza.
—Creo que tenemos una identificación, Kay. Y por lo visto alguien se tomó muchas molestias. Documentos falsos, pero de los buenos. Pudo comprar un arma y alquilar un apartamento sin que nadie le hiciera preguntas.
—¿De dónde sacó el dinero?
—De la familia. Seguramente tenía unos ahorros a su disposición. Sea como fuere, después de revisar los archivos de la cárcel y hablar con mucha gente, parece ser que Hilton Sullivan es el alias de un varón de treinta y un años de edad llamado Temple Brooks Gault, natural de Albany, Georgia. Su padre es dueño de una plantación de pacanas y tiene mucho dinero. Gault es típico en ciertos aspectos: interesado por las pistolas, los cuchillos, las artes marciales, la pornografía violenta. Es antisocial, etcétera.
—¿En qué aspectos es atípico? —pregunté.
—Su historial parece indicar que es completamente imprevisible. No encaja en ningún perfil, Kay. Este tipo no sigue ninguna pauta. Si le da el capricho de hacer algo, lo hace sin más. Es sumamente narcisista y vanidoso. El cabello, por ejemplo: se da reflejos él mismo. En el apartamento encontramos agua oxigenada, tintes y demás. Algunas de sus actitudes son, bueno, contradictorias.
—¿Por ejemplo?
—Conducía una camioneta vieja y destartalada que antes había pertenecido a un pintor de casas. A juzgar por su estado, no parece que Gault se molestara nunca en lavarla ni limpiarla por dentro, ni siquiera después de asesinar a Eddie Heath en su interior. A propósito, tenemos unos cuantos residuos muy prometedores, y restos de sangre que concuerdan con el tipo de Eddie. Eso revela un comportamiento desorganizado. Por otra parte, Gault extirpó las marcas de mordiscos y se hizo cambiar las huellas digitales. Eso es altamente organizado.
—¿Qué antecedentes tiene, Benton?
—Una condena por homicidio. Hace dos años y medio, se enfadó con un hombre en un bar y le pegó una patada en la cabeza. Esto ocurrió en Abingdon, Virginia. Has de saber, Kay, que Gault es cinturón negro de karate.
—¿Alguna pista nueva en cuanto a su paradero? —pregunté, mientras Lucy empezaba a disponer de nuevo las piezas.
—Ninguna. Pero para todos los que participamos en el caso, diré lo que ya dije antes: este tipo carece absolutamente de miedo. Actúa básicamente de un modo impulsivo, y por consiguiente resulta muy problemático conjeturar cuáles van a ser sus movimientos.
—Comprendo.
—Procura adoptar las precauciones adecuadas en todo momento.
No había precauciones adecuadas contra un individuo así, pensé.
—Hemos de estar todos en guardia.
—Comprendo —repetí.
—Donahue no se imaginaba lo que estaba poniendo en marcha. O mejor dicho, era Norring quien no se lo imaginaba. Aunque no creo que nuestro buen gobernador eligiera personalmente a este saco de mierda; él sólo quería su condenado maletín, y probablemente le dio a Donahue los fondos necesarios y le encargó que se ocupara del asunto. Pero no creo que podamos pasarle factura a Norring. Ha sido demasiado cuidadoso, y demasiada gente que habría podido hablar ya no vive para hacerlo —Tras una pausa, añadió—: Naturalmente, estamos tu abogado y yo.
—¿Qué quieres decir?
—Le he dicho muy claramente, aunque de un modo sutil, por supuesto, que sería una verdadera lástima que llegara a divulgarse algo acerca del maletín robado de casa de Robyn Naismith. Grueman también tuvo un téte á téte con él, y dice que lo vio un poco intranquilo cuando mencionó que debió de ser una experiencia muy desagradable la de tener que ir corriendo a Urgencias la noche anterior a la muerte de Robyn.
Repasando antiguos recortes de prensa y hablando con conocidos en diversos departamentos de Urgencias de toda la ciudad, yo había llegado a descubrir que la noche anterior al asesinato de Robyn, Norring había sido tratado en el departamento de Urgencias del Centro Médico de Henrico tras administrarse él mismo una inyección de epinefrina en el muslo izquierdo. Al parecer, había sufrido una grave reacción alérgica debida a la ingestión de comida china, y yo recordaba haber leído en los informes de la policía que se habían encontrado envases de comida china en la basura de Robyn Naismith. Mi teoría era que se había mezclado inadvertidamente una gamba o algún marisco entre los rollos primavera o cualquier otro plato de los que Robyn y él habían cenado aquella noche. Norring empezó a sufrir un shock anafiláctico y, después de utilizar uno de sus inyectables —quizás el que guardaba en casa de Robyn—, subió a su coche y se dirigió al hospital. En el nerviosismo del momento, se dejó olvidado el maletín.
—Sólo quiero que Norring esté lo más lejos posible de mí —repliqué.
—Bien, parece ser que desde hace algún tiempo viene padeciendo problemas de salud, y ha llegado a la conclusión de que le convendría dimitir y buscar un empleo en el sector privado que no conlleve tantas tensiones. En la Costa Oeste, a ser posible. Estoy completamente seguro de que no va a molestarte: Y tampoco Ben Stevens te molestará más. Para empezar, tanto él como Norring están demasiado ocupados cubriéndose las espaldas por si a Gault se le ocurre ir en su busca. Vamos a ver. Según mis últimas noticias, Stevens estaba en Detroit. ¿Lo sabías?
—¿También le has amenazado?
—Kay, yo nunca amenazo a nadie.
—Benton, eres una de las personas más amenazadoras que he conocido.
—¿Significa eso que no querrás trabajar conmigo?
Lucy estaba haciendo tamborilear los dedos sobre la mesa, con la mejilla apoyada contra un puño.
—¿Trabajar contigo? —pregunté.
—Por eso te he llamado, en realidad, aunque ya sé que tendrás que pensártelo. Pero nos gustaría tenerte a bordo en calidad de consejera de la Unidad de Ciencias de la Conducta. Sólo vendrían a ser un par de días al mes, por regla general. Naturalmente, habrá ocasiones en que las cosas se salgan un poco de madre. Te encargarás de revisar los aspectos médicos y forenses de los casos, con objeto de ayudarnos a elaborar los perfiles. Tus interpretaciones serían muy útiles. Además, seguramente ya sabes que el doctor Elsevier, que ha sido nuestro asesor en patología forense desde hace cinco años, se retira el día uno de, junio.
Lucy derramó los restos de su limonada sobre la hierba, se levantó y empezó a desperezarse.
—Tendré que pensarlo, Benton. Para empezar, ya sabes el desbarajuste que tengo en la oficina. Dame un poco de tiempo para contratar a un par de personas que se ocupen de la administración y la supervisión y para ponerlo todo otra vez en marcha. ¿Cuándo necesitas saberlo?
—¿Te iría bien por marzo?
—Me parece justo. Lucy te manda un saludo.
Cuando colgué, Lucy me dirigió una mirada desafiante.
—¿Por qué dices eso, si no es verdad? Yo no le he mandado ningún saludo.
—Pero te morías de ganas —Me puse en pie—. Se te notaba.
—¡Katie! —Mi madre se asomó de nuevo a la ventana—. Creo que ya deberías entrar. Llevas toda la tarde al sol. ¿Te has acordado de ponerte la crema protectora?
—¡Estamos a la sombra, abuela! —gritó Lucy—. ¿Te acuerdas de ese ficus tan grande que tienes en el patio?
—¿A qué hora dijo tu madre que iba a volver? —le preguntó mi madre a su nieta.
—En cuanto termine de follar con el de turno vendrán los dos hacia aquí.
El rostro de mi madre desapareció de la ventana y volvió a oírse el tamborileo del agua en la pila.
—¡Lucy! —susurré.
Ella bostezó y se alejó hacia el borde del patio para aprovechar un esquivo rayo de sol. Una vez allí, alzó la cara hacia él y cerró los ojos.
—Vas a hacerlo, ¿verdad, tía Kay? —me preguntó.
—¿Qué voy a hacer?
—Lo que el señor Wesley te ha pedido que hicieras. Empecé a meter las piezas de ajedrez en la caja.
—Tu silencio es una respuesta muy clara —prosiguió mi sobrina—. Te conozco. Lo vas a hacer.
—Anda —respondí—, vamos a buscar el vino.
—Sólo si puedo beber un poco.
—Sólo si no has de conducir esta noche.
Me pasó un brazo por la cintura y entramos las dos juntas en la casa.
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