—Otra vez Waddell.
Wesley asintió con un gesto.
—¿A qué distancia se encuentra el apartamento de Sullivan de la calle Spring?
—Se puede ir andando. Creo que ya sabemos de dónde se escapó nuestro hombre.
—¿Has empezado a comprobar qué internos han quedado en libertad recientemente?
—Sí, claro. Pero no vamos a encontrarlo entre un montón de papel en el escritorio de alguien. El alcaide era demasiado cuidadoso. Por desgracia, también ha muerto. Creo que debió de soltar a un interno, y lo primero que hizo éste fue robar en un apartamento y seguramente procurarse un medio de transporte.
——¿Por qué tendría Donahue que soltar a un preso?
—Mi teoría es que el alcaide necesitaba que le hicieran un trabajo sucio, así que eligió a un interno para que fuera su agente personal y dejó al animal en libertad. Pero Donahue cometió un ligero error táctico al elegirlo, porque el tipo que está cometiendo estos crímenes no se deja controlar por nadie. Sospecho, Kay, que Donahue no pretendía que muriera nadie, y al enterarse del asesinato de Jennifer Deighton se dejó llevar por el pánico.
—Probablemente fue él quien llamó a mi oficina haciéndose pasar por John Deighton.
—Cabe dentro de lo posible. La cuestión es que Donahue le encargó que robara en casa de Jennifer Deighton porque alguien andaba buscando algo; comunicaciones de Waddell, quizá. Pero un simple robo no es divertido. A la mascota del alcaide le gusta hacer sufrir a la gente.
Pensé en las marcas encontradas en la alfombra de la sala de Jennifer Deighton, en las lesiones que tenía en el cuello y en la huella descubierta en una silla del comedor.
—Quizá la obligó a sentarse en mitad de la sala y la sujetó por detrás con un brazo al cuello mientras la interrogaba.
—Puede que lo hiciera para forzarla a decir dónde estaban las cosas. Pero actuó con sadismo. Es posible que obligarla a abrir los regalos de Navidad también fuera un rasgo de sadismo —dijo Wesley.
—¿Y una persona así se tomaría la molestia de colocar el cadáver en el interior del coche para simular un suicidio? —le pregunté.
—Tal vez sí. Este tipo ha estado en la cárcel. No le interesa que lo atrapen, y probablemente para él es un desafío ver a quién puede engañar. Extirpó las marcas de mordiscos del cuerpo de Eddie Heath. Si robó en casa de Jennifer Deighton, no dejó ningún indicio. Los únicos indicios que dejó en el caso de Susan fueron dos balas del veintidós y una pluma. Por no hablar de lo que ha hecho con sus huellas digitales.
—¿Crees que eso se le ocurrió a él?
—Probablemente lo organizó el alcaide, y el cambiar su ficha por la de Waddell seguramente se debió a cuestiones prácticas. Waddell iba a ser ejecutado. Si yo quisiera cambiar las huellas dactilares de un interno por las de otro, ese otro sería Waddell, pues o bien las fechorías del interno se adjudicarían a otro, o bien, cosa más probable, al cabo de un tiempo los datos del muerto serán eliminados del ordenador de la Policía Estatal, de modo que si mi pequeño ayudante se muestra descuidado y deja sus huellas en algún sitio, nadie podrá identificarlas.
Lo miré de hito en hito, completamente atónita.
—¿Qué pasa? —Parpadeó sorprendido.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo, Benton? Estamos aquí sentados hablando de unos registros de ordenador que fueron manipulados antes de que Waddell muriera. Estamos hablando de un robo y del asesinato de un adolescente que fueron cometidos antes de la muerte de Waddell. Dicho de otro modo: el agente del alcaide, como lo has llamado, fue puesto en libertad antes de que Waddell muriera.
—De eso no creo que pueda caber ninguna duda.
—Entonces, es que se daba por sentado que Waddell iba a morir —señalé.
—Dios mío —Wesley contrajo las facciones—. ¿Cómo se podía tener esa certidumbre? El gobernador puede intervenir literalmente en el último momento.
—Por lo visto, alguien sabía que el gobernador no iba a hacerlo.
—Y la única persona que podía saberlo con certeza es el gobernador —Wesley concluyó la reflexión por mí.
Me puse en pie y me acerqué a la ventana de la cocina. Un cardenal macho picoteó unas cuantas semillas de girasol del comedero y salió volando en una salpicadura de rojo sangre.
—¿Por qué? —pregunté sin volverme—. ¿Por qué el gobernador habría de sentir un interés especial por Waddell?
—No lo sé.
—Si es verdad, no querrá que atrapen al asesino. La gente cuando la atrapan habla.
Wesley permaneció en silencio.
—Ninguno de los implicados querrá que ese hombre hable. Y ninguno de los implicados querrá verme a mí en escena. Sería mucho mejor que dimitiera o me cesaran, que los casos se complicaran todo lo posible. Patterson está en muy buenas relaciones con Norring.
—Tenemos dos cosas que todavía no conocemos, Kay. La primera es el motivo. La otra es el programa que se ha trazado el asesino. Este tipo va a lo suyo, empezando por Eddie Heath.
Me volví y lo miré a la cara.
—Creo que empezó por Robyn Naismith. Creo que este monstruo estudió las fotografías de la escena del crimen, y que, consciente o inconscientemente, cuando agredió a Eddie Heath y lo dejó recostado contra un contenedor de basuras estaba recreando una de ellas.
—Es posible —asintió Wesley, y apartó la vista—. Pero ¿cómo pudo acceder un preso a las fotografías del asesinato de Robyn Naismith? No creo que Waddell las llevara en un bolsillo del uniforme.
—Ésta podría ser una de las cosas en que Ben Stevens echó una mano. Recuerda, ya te dije que era él quien iba a buscar las fotos a Archivos. Pudo hacerse copias. La cuestión es: ¿qué interés podían presentar esas fotos? ¿Por qué Donahue o quien fuera se molestó siquiera en pedirlas?
—Porque el preso las quería. Quizá las exigió. Quizá fueron una recompensa por servicios especiales.
—Es una monstruosidad —dije con ira contenida.
—Exactamente —Wesley me miró a los ojos—. Esto tiene que ver con el programa del asesino, con sus necesidades y sus deseos. Es muy posible que hubiera oído hablar mucho sobre el caso de Robyn. Puede que supiera mucho de Waddell, y que le excitara pensar en lo que Waddell le hizo a su víctima. Las fotografías deben de resultar excitantes para alguien que tenga fantasía muy activa y agresiva, marcada por ideas violentas y sexualizadas. No es descabellado suponer que tal persona incorporó a su imaginación las fotografías de la escena, una o varias. Y de pronto se ve en libertad, y en una calle oscura se encuentra a un muchachito de camino al supermercado. La fantasía se vuelve real. La interpreta.
—Entonces, ¿recreó la escena de la muerte de Robyn Naismith?
—Sí.
—¿Y ahora qué fantasía crees que tiene?
—Que le dan caza.
—¿Nosotros?
—Gente como nosotros. Temo que pueda imaginarse que es el más listo de todos y que nadie es capaz de detenerlo. Fantasea acerca de los juegos que puede practicar y los asesinatos que puede cometer para reforzar esas imágenes a las que se entrega. Y para él la fantasía no es sustituto de la acción, sino un preparativo.
—Donahue no habría podido arreglar la liberación de un monstruo como éste, la manipulación de los registros ni ninguna otra cosa sin contar con ayuda —observé.
—No. Estoy seguro de que contó con la colaboración de personas clave, como algún alto cargo de la policía estatal, quizás algún funcionario municipal o incluso alguien del FBI. Se puede comprar a la gente cuando se sabe algo contra ellos. Y se puede comprar con dinero.
—Como a Susan.
—No creo que Susan fuera la persona clave. Me siento más inclinado a sospechar que lo era Ben Stevens. Va mucho a los bares. Licores, juergas. ¿Sabías que no le hace ascos a un poco de cocaína cuando puede conseguirla?
—Ya no me sorprende nada.
—Tengo unos tipos que han estado haciendo muchas preguntas. Tu administrador lleva un tren de vida por encima de sus medios. Y cuando tratas con drogas, acabas tratando con gente mala. Los vicios de Stevens debieron de convertirlo en presa fácil para un saco de mierda como Donahue. Seguramente Donahue hizo que uno de sus hombres trabara conversación con Stevens en algún bar. Y antes de saber cómo, Stevens se encuentra con que le han ofrecido la manera de ganarse unas bonitas propinas.
—¿Qué manera, exactamente?
—Sospecho que debía asegurarse de que a Waddell no le tomaran las huellas en la morgue, y de que la fotografía de su pulgar ensangrentado desapareciera de Archivos. Probablemente eso sólo fue el comienzo.
—¿Y luego reclutó a Susan?
—Que no estaba muy dispuesta, pero también pasaba graves apuros económicos.
—Entonces, ¿quién crees que hacía los pagos?
—Probablemente se encargaba la misma persona que trabó conocimiento con Stevens y lo metió en todo esto. Uno de los hombres de Donahue, quizás uno de sus guardias. Recordé al guardia de la prisión llamado Roberts que nos había conducido a Marino y a mí durante nuestra visita. Recordé lo fríos que eran sus ojos.
—Suponiendo que el contacto sea un guardia—dije yo—, ¿con quién se veía este guardia? ¿Con Susan o con Stevens?
—Sospecho que con Stevens. Stevens no le hubiera confiado a Susan una gran suma de dinero. Querría ser el primero en recibirla y retirar su parte antes que nada, porque las personas que no son honradas creen que nadie lo es.
—Se reúne con el contacto y recibe el dinero —dije—. ¿Y luego va a reunirse con Susan para' darle una parte?
—Eso es probablemente lo que ocurrió el día de Navidad, cuando Susan salió de casa de sus padres supuestamente con intención de visitar a una amiga. En realidad iba a reunirse con Stevens, pero el asesino la encontró antes.
Pensé en el olor a colonia que impregnaba el cuello del abrigo y el pañuelo y recordé la actitud que había mostrado Stevens cuando me enfrenté a él en su despacho, la noche en que fui a registrar su escritorio.
—No —objeté—. No ocurrió así.
Wesley me miró sin decir nada.
—Stevens tiene varias cualidades que podrían explicar lo que le ocurrió a Susan —proseguí—. Únicamente piensa en sí mismo; no le importa nadie más. Y es un cobarde. Cuando las cosas se ponen feas, procura no dar la cara. Su primer impulso es dejar que otro se lleve las bofetadas.
—Como está haciendo en tu caso, hablando mal de ti y robando expedientes.
—Un ejemplo perfecto —asentí.
—Susan ingresó los tres mil quinientos dólares a principios de diciembre, un par de semanas antes de la muerte de Jennifer Deighton.
—Así es.
—Muy bien, Kay. Volvamos un poco atrás. Susan o Stevens, o los dos juntos, intentaron introducirse en tu ordenador pocos días después de la ejecución de Waddell. Hemos conjeturado que buscaban algún dato del informe de la autopsia que Susan no pudo observar por sí misma durante el examen.
—El sobre que quería que fuera enterrado con él.
—Eso todavía me desconcierta. Los códigos de los recibos no confirman nuestra primera conjetura, a saber, que los restaurantes y peajes estaban situados entre Richmond y Mecklenburg y que los recibos correspondían al transporte que condujo a Waddell de Mecklenburg a Richmond quince días antes de la ejecución. Aunque las fechas de los recibos concuerdan con el marco temporal, los lugares no. Todos los códigos corresponden al tramo de la carretera I—95 que va de aquí a Petersburg.
—Mira, Wesley, bien podría ser que la explicación de los recibos fuera tan sencilla que nos ha pasado completamente por alto —señalé.
—Soy todo oídos.
—Me imagino que, cada vez que viajas por cuenta del FBI, sigues la misma rutina que yo cuando viajo por cuenta del Estado. Documentas todos los gastos y conservas todos los recibos. Si viajas con frecuencia, tiendes a esperar hasta que puedes acumular varios viajes en un impreso de reembolso para reducir el papeleo. Mientras tanto, guardas los recibos en alguna parte.
—Eso explicaría muy bien los recibos en cuestión —admitió Wesley—. Algún empleado de la cárcel, por ejemplo, tuvo que ir a Petersburg. Pero, ¿cómo es que los recibos acabaron en el bolsillo de atrás de Waddell?
Pensé en el sobre, con su apremiante solicitud de acompañar a Waddell a la tumba. Y entonces recordé un detalle que era tan patético como anodino. La tarde del mismo día en que Waddell iba a ser ejecutado, su madre recibió autorización para pasar dos horas con él.
—Benton, ¿has hablado con la madre de Waddell?
—Pete fue a Suffolk hace unos días para hablar con ella. No se mostró especialmente amable ni deseosa de colaborar con gente como nosotros. A sus ojos, somos los que enviamos a su hijo a la silla.
—Así que no reveló nada significativo acerca de la actitud de Waddell cuando fue a visitarlo en la tarde de su ejecución.
—A juzgar por lo poco que dijo, Waddell estaba muy callado y asustado. Pero hay una cuestión interesante. Pete le preguntó qué se había hecho de los efectos personales de Waddell. Según ella, Instituciones Penitenciarias le entregó el reloj y el anillo de su hijo y le explicó que éste había donado sus libros, poemas y demás a la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color.
—¿Y ella no lo puso en duda?
—No. Por lo visto, le pareció lógico que Waddell hubiera tomado esta decisión.
—¿Por qué?
—Ella no sabe leer ni escribir. Lo importante es que le mintieron, como nos mintieron a nosotros cuando Vander intentó localizar algunos efectos personales con la esperanza de encontrar huellas latentes. Y lo más probable es que el origen de estas mentiras estuviera en Donahue.
—Waddell sabía algo —concluí—. Si Donahue se apoderó hasta del último trocito de papel escrito por Waddell y de toda su correspondencia, eso significa que Waddell tenía que saber algo que ciertas personas no quieren que se sepa.
Wesley permaneció callado.
Finalmente, preguntó:
—¿Cómo dijiste que se llamaba la colonia que usa Stevens?
—Red.
—¿Y estás segura de que es la que oliste en el abrigo y el pañuelo de Susan?
—No podría jurarlo ante un tribunal, pero es un aroma muy característico.
—Me parece que ya va siendo hora de que Pete y yo tengamos una pequeña charla con tu administrador.
—Bien. Y creo que yo puedo ayudar a ponerlo en el estado mental adecuado, si me das hasta mañana al mediodía.
—¿Qué vas a hacer?
—Seguramente convertirlo en un hombre muy nervioso —respondí.