Cronopaisaje (60 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cronopaisaje
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Ajustó cuidadosamente el aparato. Tap tap. Tap tap. El nivel de ruido de los taquiones se mantenía constante. Había estado transmitiendo el nuevo mensaje acerca del proceso de la neuroenvoltura desde hacía varios días, alterándolo con la monotonía AR y DEC. Peterson había telefoneado nuevos datos biológicos desde su oficina de Londres. El hombre había sonado tenso y con prisas. El contenido del mensaje, por lo que Renfrew podía entender, explicaba el porqué. Si el grupo de California estaba en lo cierto, aquello podía extenderse a través del mecanismo de las nubes a una velocidad alucinante.

Renfrew pulsó pacientemente su código Morse, esperando estar enfocando correctamente. Era tan malditamente difícil saber si tenías el circuito bien orientado. Un ligero error en apuntar el haz daba como resultado que x resultara falseado, y luego í. Sin embargo habían conseguido alcanzar su objetivo al menos una vez, como habían sabido gracias al depósito de la caja de seguridad a nombre de Peterson. ¿Pero cómo podía comprobar ahora si las bobinas eran un microsegundo demasiado lentas, o si los campos de coherencia lanzaban el haz un grado demasiado a la izquierda? Únicamente disponía de una calibración ocular en la que poder confiar. Estaba a la deriva allí, en un mundo donde la í era el tiempo y la x el espacio, una x que significaba lo desconocido que flotaba en el aire ante él, un esquema transitorio.

Se agitó. El taburete del laboratorio hacía que le dolieran las posaderas. Estaba menos gordo ahora; debía haber perdido peso. Tendría que poner un poco de lastre extra, sí.

Tap tap tap. Las cadencias del Morse se perdían en la nada. Tap tap.

Quizá la pérdida de peso explicara por qué la habitación parecía agitarse y sacudirse cuando la miraba. Cristo, estaba agotado. Una débil irritación creció en él. Había estado taptaptapeando aquellos mensajes biológicos y coordenadas y todo lo demás, todo de una forma impersonal y todo también —ahora estaba seguro de ello— finalmente inútil. Todo aquello era malditamente aburrido. Alargó la mano y tomó el pasaje de identificación que había estado transmitiendo regularmente desde el principio, y empezó a enviarlo de nuevo. Pero esta vez añadió algunos comentarios propios, acerca de cómo había empezado todo aquello, y las ideas de Markham, y el bastardo de Peterson con su rostro de piedra, y todo lo demás, todo hasta el accidente donde había muerto Markham. Y hacerlo hizo que se sintiera bien, el transformar directamente las palabras de Morse a medida que se le iban ocurriendo. Lo contó con frases normales, no con el entrecortado estilo telegráfico que habían adoptado para comprimir la información biológica. Era un alivio contarlo todo, realmente. Pero era absolutamente inútil, el haz estaba cayendo de todos modos en alguna insospechada ratonera cósmica, así que, ¿por qué no gozar con el último disparo? Tap tap. Ésta es la historia de mi vida, amigo, escrita sobre la cabeza de un alfiler. Tap tap. Hacia el vacío. Tap tap.

Pero al cabo de un momento el impulso inicial le abandonó, y se detuvo. Hundió los hombros.

La pantalla del osciloscopio se agitó, y el nivel de ruido de los taquiones creció. Renfrew se quedó mirándolo. Tap tap. Movido por un impulso, desconectó el transmisor. El pasado podía irse al diablo por un momento. Observó el amasijo de curvas y las danzantes interrupciones. Por breves períodos de tiempo el ruido se centraba en culebreantes saltos en la pantalla. Señales, claras señales. Alguien distinto a él estaba transmitiendo.

Saltos regulares en forma de oleada, rítmicamente espaciados. Renfrew los copió. INTENTAMOS CONTACTO DESDE 2349 EN TAQ.

Y de nuevo un estallido de sonido, tragándoselo todo.

Inglés. Alguien transmitiendo en inglés. ¿Desde el año 2349? Quizás. O tal vez con taquiones en la banda de 234'9 kilovatios. O quizá todo era producto del azar.

Renfrew dio un sorbo de café frío. Se había hecho un termo hacía algunos días, y luego lo había olvidado. Esperaba que el agua no tuviera problemas. El café no tenía el aroma a pelo de perro que recordaba; ahora parecía más bien tierra chamuscada. Se alzó de hombros y siguió bebiendo sin pensar más en ello.

Notaba algo en su frente. Sudor. Fiebre. Un extraño y distante murmullo llegó hasta él.

¿Voces? Fue a mirar, sorprendido por su debilidad, por el intenso dolor en sus muslos y tobillos. Debería hacer más ejercicio, pensó automáticamente, y luego se echó a reír. Ruido de pasos arrastrándose. ¿Le habrían oído? Tomó un corredor. Pero no había nadie allí. Tan sólo el ruido del viento. Eso, y el áspero raspar de sus propios zapatos en el cemento desnudo.

Volvió al laboratorio y miró al osciloscopio. La garganta le ardía. Intentó pensar tranquila y claramente en lo que Markham había dicho hacía tanto tiempo. Los microuniversos no eran como agujeros negros, no en el sentido de que dentro de ellos toda la materia estaba comprimida hasta densidades infinitas. En vez de ello, su densidad media poseía un valor razonable, aunque más alto que la nuestra. Se habían formado en los primeros momentos del universo y habían quedado aislados para siempre, viviendo sus microvidas dentro de una geometría cerrada. Las nuevas ecuaciones de campo de Wickham demostraban que estaban ahí fuera, entre los conglomerados de las galaxias. Una x y una t que no podemos ver, pensó, excepto yo y tú—. Ahora sería el momento adecuado para que escribieras un gran artículo al respecto, lo suficientemente bueno como para figurar en la última edición del Times. La verdadera última edición.

Se sentó con brusquedad, sintiéndose mareado. Un dolor detrás de sus ojos, extendiéndose. La materia era tragada por la red del espaciotiempo, por geometrías diferenciales. G veces n. Un taquión podía eludir los nudos, era un fénix libre, su vuelo gobernado por las garabateadas notas de Markham y Wickham. Renfrew se estremeció cuando el frio se infiltró en él.

Otro conjunto de impulsos. Los anotó apresuradamente en un bloc. El rasguear de la pluma rompió el silencio.

MENTE AUMENTA ESTRUCTURA RESONANCIA SINTONIZANDO BANDA PORTADORA LATERAL.

Y luego de nuevo el mar de ruido, perdidas las olas.

Todo aquello significaba algo para alguien, pero ¿quién? ¿Dónde? ¿Cuándo? Otro:

AMS WEDLRLUF XSMDOPRDHTU COMO WTEU WEHRTU.

¿Otro idioma? ¿Un código del otro lado de la galaxia, del otro lado del universo? Aquel aparato abría las comunicaciones con cualquier lugar, con cualquier persona, instantáneamente. Hablar con las estrellas. Hablar con los seres comprimidos dentro de un punto del espacio. Un telegrama de Andrómeda tomaría menos tiempo que uno de Londres. Los taquiones atravesaban el laboratorio, atravesaban a Renfrew, trayendo su mensaje. Estaban a su alcance, si tan sólo dispusieran de tiempo…

Agitó la cabeza. Toda forma y estructura resultaban erosionadas por la superposición de varias voces, un coro. Todo el mundo estaba hablando a la vez, y nadie podía oír.

Las bombas parecían toser. Taquiones del tamaño de 10-1
3
centímetros estaban cruzando a toda velocidad el entero universo, atravesando 10
28
centímetros de materia en enfriamiento, en menos tiempo del que los ojos de Renfrew necesitaban para absorber un fotón de la pálida luz del laboratorio. Todas las distancias y tiempos estaban entrelazados entre sí, las singularidades sorbiendo la materia de la creación. Los horizontes contingenciales ondulaban y los mundos se enroscaban en los mundos. Había voces en la habitación, voces resonando, intentando entrar en contacto…

Renfrew se puso en pie y se aferró bruscamente a la consola del osciloscopio para sostenerse. Cristo, la fiebre. Se había apoderado de él, deslizando enguantados dedos de humo por toda su mente.

INTENTAMOS CONTACTO DESDE 2349. Todo intento de alcanzar el pasado había desaparecido, se dio cuenta parpadeando. La habitación osciló, luego volvió a inmovilizarse. Con Markham desaparecido y aquella mujer Wickham ausente desde hacía días, ya no quedaba ninguna esperanza de comprender lo que había ocurrido. La mano de plomo de la causalidad terminaría venciendo, una esfinge que no entregaba ninguno de sus secretos. Una infinita serie de abuelos podrían vivir sus vidas a salvo de Renfrew.

INTENTAMOS CONTACTO, se agitó de nuevo el osciloscopio.

Pero a menos que supiera dónde y cuándo estaban, no había ninguna forma de responderles.

Hola, 2349. Hola, ahí fuera. Aquí es 1998, una x y una t en vuestra memoria. Hola. INTENTAMOS CONTACTO.

Renfrew sonrió con amarga ironía. Los susurros llegaban suaves, embutiendo leves palabras del futuro en el indio. Había alguien. Alguien trayendo esperanzas.

La habitación estaba fría. Renfrew se acurrucó junto a sus instrumentos, transpirando, observando el estallar de las curvas. Era como un habitante de las islas de los mares del Sur, observando los aviones trazar sus rectas estelas cruzando el cielo, incapaz de gritarles. Estoy aquí. Hola, 2349. Hola.

Estaba intentando una modificación del correlacionador de la señal cuando las luces se apagaron. Una completa oscuridad invadió la habitación. El distante generador tosió y petardeó y quedó en silencio.

Necesitó un largo rato para encontrar su camino a la salida y a la luz. Era un mediodía gris y desolado, pero no se dio cuenta de ello; estar fuera era suficiente.

No podía oír ningún sonido procedente de Cambridge. La brisa arrastraba consigo un aroma acre. No se veía ningún pájaro. Ningún avión.

Caminó hacia el sur, hacia Grantchester. Volvió una vez la vista atrás, al bajo perfil cuadrado del Cav, y a la difusa luz alzó una mano hacia él. Pensó en los universos imbricados, piel de cebolla bajo piel de cebolla. Alzando la cabeza, miró a las nubes, antes una visión agradable. Sobre aquella capa estaba la galaxia, un gran enjambre de luces de colores, girando con una majestuosa lentitud en la gran noche. Luego bajó de nuevo la vista al irregular y maltrecho sendero, y sintió que un gran peso desaparecería de sobre sus hombros. Durante tanto tiempo se había sentido paralizado por el pasado. Lo había aislado por completo del mundo real que lo rodeaba. Ahora sabía, sin saber exactamente cómo, que lo había perdido para siempre. Antes que desesperado, se sentía aliviado, libre.

Marjorie estaba esperándole allí delante, sin duda asustada de estar sola. Recordó sus conservas en las estanterías absolutamente rectas, y sonrió. Podrían comer de ellas durante un cierto tiempo. Comer tranquilamente juntos, como lo habían hecho en los días anteriores al nacimiento de los chicos. Luego se irían al campo a reunirse con Johnny y Nicky, por supuesto.

Jadeando ligeramente, sintiendo que su cabeza se aclaraba, caminó por el desierto sendero. Había realmente un montón de cosas todavía por hacer, si uno pensaba un poco en ello.

46 - 28 de octubre de 1974

Salió caminando de su hotel en la avenida Connecticut. La recepción iba a ser un buffet-lunch, decía la carta, de modo que Gordon había dormido hasta las once. Hacía tiempo que había aprendido ya que en los viajes al este de poca duración lo mejor era no hacer caso del mito de las zonas horarias y seguir con el esquema del oeste. Esto encajaba invariablemente con las exigencias de sus citas y entrevistas, puesto que tales ocasiones eran excusas para demorarse con los entremeses bañados en salsa de los restaurantes de lujo, seguidas de las serias revelaciones de ahora-que-ya-no-esta-mos-en-la-oficina-podemos-hablar-francamente ante varias tazas de café, y luego irse invariablemente muy tarde a dormir. Pero aunque a la mañana siguiente se levantara a las diez, raramente llegaba a la FNC o a la Comisión de Energía Atómica más tarde que los ejecutivos, puesto que él no desayunaba.

Cruzó por el zoo de la ciudad; más o menos le cogía de camino. Unos amarillos ojos caninos siguieron su paso, evaluando los resultados si los barrotes que los encerraban se alzaran de pronto. Los chimpancés se columpiaban con fuerza, impulsos en el interminable circuito de su reducido universo. Aquello era una parte del mundo natural encajonado entre lejanos bocinazos y omnipresentes perfiles rectangulares de sucios ladrillos marrones. Gordon saboreó el frescor de la brisa que llegaba directamente desde el Potomac. Dio la bienvenida a aquel encuentro viajero con las estaciones, un clima distinto a cada mes que pasaba, un agradable alivio a la monótona excelencia de California.

La primera vez que había venido aquí había sido con sus padres.

Aquella órbita turística era ahora un vago conjunto de recuerdos en un rincón de su preadolescencia, el período de la vida que se supone es la edad dorada de todo el mundo. Recordaba haberse sentido maravillado por el brillante esplendor blanco del Monumento a Washington y de la Casa Blanca. Durante varios años después estuvo seguro de que aquellos solemnes edificios eran lo que quería decir su clase de la escuela primaria cuando cantaba América y alababa los esplendores del alabastro. «El país empieza realmente en Washington», había dicho su madre, sin olvidarse de añadir el pedagógico «D.C.», de modo que su hijo nunca pudiera confundirlo con el estado. Y Gordon, llevado a remolque de la lista de lugares históricos, supo lo que ella quería decir.

Más allá del afrancesado diseño del centro de la ciudad había un parque rural que respiraba a Jefferson y a los bulevares flanqueados por árboles. Para él Washington había sido desde entonces el umbral de una enorme república donde las cosechas crecían bajo un sol blanco anglosajón protestante. Allá, las chicas rubias de ojos azules conducían sus deportivos amarillos dejando nubes de polvo en las desiertas carreteras mientras iban de una feria campestre a otra, mujeres que ganaban premios con sus confituras de fresa mientras los hombres bebían cerveza aguada y besaban a chicas que habían sido modeladas según el patrón de Doris Day. Había alzado la vista al Spirit of St. Louis colgando como una paralizada polilla en el Smithsoniano, y se había preguntado cómo una ciudad dedicada al cultivo del maíz como era St. Louis —«sin ni siquiera una buena universidad en ella», había resoplado su madre— podía desplegar unas alas y alzar el vuelo.

Gordon se metió las manos en los bolsillos para conservar el calor y siguió caminando. Las comisuras de su boca se alzaron en una alegre sonrisa. Había aprendido mucho acerca del enorme país que se extendía más allá de Washington, la mayor parte de ello gracias a Penny. Sus mutuas fricciones habían acabado sanando transcurrido 1963 y habían hallado de nuevo la persistente química que los había situado al principio en sus órbitas entrelazadas, círculos centrados en un punto a medio camino entre los dos. Lo que había habido a partir de entonces entre ellos no era un punto geométrico sino más bien un pequeño sol, prendiendo entre los dos una pasión que Gordon tenía la impresión de que era más profunda que cualquier otra cosa que le hubiera ocurrido a él antes. Se habían casado a finales de 1964. El padre de ella, llámame simplemente Jack, quiso una boda de campanillas, brillante y regada con abundante champaña. Penny llevó el tradicional traje blanco. Y bajó la vista y miró de reojo cada vez que alguien le mencionaba algo al respecto. Había venido con él a Washington ese invierno, cuando él hizo su primera gran presentación en la FNC a fin de conseguir una mayor subvención para su propio experimento. Su discurso fue bien acogido y Penny se enamoró de la Galería Nacional, a donde acudió todos los días para ver los Vermeer. Juntos fueron a comer mariscos con las grandes lumbreras de la FNC, y fueron del domo del Congreso al monumento a Lincoln. No les importó el frío y la humedad que reinaba allí; formaba parte del escenario. Todo parecía encajar con todo.

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