Cronopaisaje (41 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cronopaisaje
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—Vuestro amigo ya ha sido atrapado —dijo con voz clara.

Los dos se volvieron para mirar. El amarillento rectángulo de la puerta de la casa arrojaba una mancha de luz sobre el brillante césped. En ella, John Renfrew estaba tirando del hombre caído para obligarlo a ponerse en pie, mientras decía:

—¿Quién demonios…?

Markham avanzó tranquilamente y lanzó el atizador, crac, contra la pierna del hombre que tenía más cerca.

—¡Hau! —El hombre golpeado se derrumbó. Su compañero vio a Markham retroceder, hundiéndose en las sombras. De pronto se volvió y echó a correr en diagonal, cruzando el césped. Markham intentó mantener controlados a los dos hombres que ya tenían. DOS capturados, uno fugado.

—¡Cuidado, Greg, tiene un cuchillo! —gritó Cathy Wickham. El hombre se volvió, deslumbrado por la amarillenta luz en el centro del césped. El metal se reflejó en su mano.

—Ahora, simplemente déjennos irnos —dijo jadeante. Markham avanzó hacia él, fuzzz, fuzzz. El sonido llamó la atención del hombre. Ian Peterson avanzó trotando.

—Déjelo irse —le dijo a Markham.

—¡Infiernos, no! —respondió Markham enérgicamente.

—No vale la pena arriesgarse…

—Ya los tenemos —insistió Markham.

—¡Ése de ahí se escapa! —gritó Cathy Wickham. El hombre tendido en el camino se había ido arrastrando hacia la verja. Cuando ella habló, se puso en pie de un salto y echó a correr y saltó por en cima de la verja.

—¡Maldita sea! —exclamó Markham, disgustado—. Hubiera debido vigilarle.

—No nos pongamos melodramáticos —dijo suavemente Peterson—. La policía estará aquí en unos minutos. Markham miró a Renfrew.

—¡Eric! —gritó el hombre con el cuchillo—. ¡Desaparece!

Bruscamente, antes de que Markham pudiera captar la señal, los dos hombres se movieron. El cautivo de Renfrew se apartó de él de un empellón y echó a correr hacia el garaje. Markham le siguió. No podía ver nada. De pronto el hombre reapareció, una sombra. Markham pudo ver que llevaba algo largo en la mano. Retrocedió unos pasos, dudando. Vio que el hombre con el cuchillo se dirigía hacia la verja. Una maniobra elemental para distraerle. La sombra avanzó más hacia la luz y agitó un rastrillo hacia la cabeza de Markham. Markham se agachó y saltó hacia atrás.

—Cristo, alguien…

Ambos hombres echaron a correr de pronto hacia la verja. El del garaje se volvió y lanzó el rastrillo directamente contra Markham. Éste se echó a un lado.

—¡Bastardos! —gritó, y arrojó el atizador contra ellos en la oscuridad. Oyó sus pisadas alejarse.

—No vale la pena ir tras ellos —dijo Renfrew a su lado.

—Dejemos eso a la policía, Greg —confirmó Cathy Wickham.

—Sí, de acuerdo —murmuró torpemente.

Volvieron con lentitud a la casa. Hubo un momento de silencio, y luego todo el mundo empezó a hablar del incidente. Markham observó que aquellos que se habían quedado dentro y habían observado desde la puerta tenían un punto de vista distinto de los detalles. Creían que Renfrew había dominado a su hombre, cuando de hecho el tipo simplemente había aguardado la mejor ocasión para escapar. La relatividad de la experiencia, pensó Markham. Aún jadeaba por el esfuerzo, sus venas llenas de adrenalina.

De lejos les llegó el ulular bitono de una sirena.

—La policía —dijo rápidamente Peterson—. Tarde, como siempre. Miren, voy a marcharme antes de que lleguen aquí. No tengo ningún deseo de responder preguntas durante todo el resto de la noche. Ustedes, amigos, son los héroes, después de todo. Gracias por las copas, y adiós a todo el mundo.

Se fue a toda prisa. Markham lo contempló irse. Pensó en el hecho de que su primera respuesta inconsciente había sido suponer que aquellas oscuras siluetas eran ladrones. No había habido ninguna vacilación, nadie suponiendo que podía tratarse de algún error, de gente que se había equivocado de casa. Veinte años antes, ése hubiera sido el caso. Ahora…

Los demás estaban de pie en el centro de la sala de estar, brindando por el éxito de la aventura. La sirena estaba cada vez más cerca.

25 - Julio de 1963

Gordon vio que iba a tener que pasar una buena parte del verano trabajando con Cooper. El examen de candidatura había sido un duro golpe. Cooper necesitó semanas para recobrar la confianza en sí mismo. Finalmente, Gordon tuvo que tener una sentada con él y hablarle de hombre a hombre. Decidieron establecer una rutina. Cooper estudiaría las cuestiones fundamentales todas las mañanas, para prepararse para un segundo examen. Durante las tardes y las noches tomaría datos. En otoño tendría los suficientes como para poder analizarlos con detalle. Por aquel entonces, con la ayuda de Gordon, Cooper podría enfrentarse a un segundo examen con algo más de confianza. Con un poco de suerte, a la llegada del invierno podría tener completos la mayor parte de los datos para su tesis.

Cooper escuchó, asintió, dijo muy poco. En algunos momentos parecía taciturno. Sus nuevos datos llegaban continuos y claros: sin señales.

Gordon sentía una desilusión cada vez que examinaba los libros de laboratorio de Cooper y veía las curvas normales y ordinarias. ¿Acaso el efecto podía aparecer y desaparecer simplemente así? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿O tal vez simplemente Cooper estaba desechando todas las resonancias que no encajaran con su tesis? Si uno está condenadamente seguro de que no está buscando nada, hay muchas probabilidades de que no lo vea aunque se le presente.

Pero Cooper lo registraba todo en sus blocs de notas, como hace todo buen experimentador. Los libros estaban embrollados, pero absolutamente completos. Gordon los examinaba diariamente, buscando inexplicables lagunas o anotaciones inconcretas.

Nada parecía fuera de lo normal.

Sin embargo, recordaba a los físicos de los años treinta que habían bombardeado sustancias con neutrones. Habían ajustado cuidadosamente sus contadores Geiger a fin de que, cuando se detuviera el bombardeo de neutrones, éstos se detuvieran también… a fin de evitar algunas fuentes de error experimental. Si hubieran dejado sus contadores en funcionamiento, hubieran descubierto que algunas sustancias emitían partículas de alta energía durante mucho tiempo después… radiactividad artificialmente inducida. Mostrándose cuidadosos se habían perdido lo inesperado, y se habían perdido también el premio Nobel.

El ejemplar de julio de Physics Today llevaba un artículo en la sección de «Investigaciones y Descubrimientos» que trataba de la resonancia espontánea. Había un extracto de los datos, tomados del artículo de la Physical Review Letters. Lakin era citado extensamente. El efecto, afirmaba, «promete mostrarnos un nuevo tipo de las interacciones que pueden ocurrir en los compuestos del Tipo III-V tales como el antimoniuro de indio… y quizás en todos los compuestos, si los experimentos son lo suficientemente sensitivos como para captar este efecto». No había ninguna mención de la aparente correlación entre los intervalos a los cuales aparecía la resonancia espontánea.

Gordon decidió atacar de nuevo el fenómeno de la «resonancia espontánea». La idea del mensaje tenía sentido para él —al menos, allí había algo—, pero la repulsa de sus colegas no podía ser ignorada. De acuerdo, quizá tuvieran razón. Quizás una serie de extrañas coincidencias lo llevaran a creer que había palabras codificadas en las señales del osciloscopio. En ese caso, ¿cuál era la explicación? Lakin temía que el concentrarse en la idea del mensaje pudiera oscurecer el auténtico problema. De acuerdo, digamos que Lakin tenía razón. Digamos que tenía toda la razón. ¿Qué otra explicación era posible?

Trabajó durante varias semanas en alternativas. La teoría que gobernaba el experimento original de Cooper no era particularmente profunda; Gordon la examinó profundamente, sopesando las suposiciones, rehaciendo las integrales, comprobando cada paso. Algunas ideas nuevas surgieron de todo ello. Las fue estudiando una a una, intentando hacerlas encajar con las ecuaciones y las estimaciones de orden de magnitud. La primitiva teoría dejaba de lado algunos términos matemáticos; los investigó, buscando formas en que pudieran dejar de pronto de ser despreciables y trastornaran toda la teoría. Nada parecía encajar con sus necesidades. Releyó los artículos originales, con la esperanza de encontrar algún nuevo indicio. Pake, Korringa, Overhauser, Feher, Clark… los artículos eran clásicos, inatacables. No había ninguna escapatoria visible de la teoría canónica. Estaba realizando algunos cálculos en su escritorio, esperando la llegada de Cooper para tener una charla con él, cuando sonó el teléfono.

—¿Doctor Bernstein? —preguntó la voz de la secretaria del departamento.

—Hum —dijo, distraído.

—Al profesor Tulare le gustaría verle.

—Oh, está bien. —Tulare era el presidente—. ¿Cuándo, Joyce?

—Ahora, si es posible.

Cuando Joyce le hizo pasar a la enorme y austera estancia, el presidente estaba leyendo lo que Gordon reconoció como un dossier personal. Los acontecimientos confirmaron pronto que se trataba del suyo.

—En pocas palabras —dijo Tulare—, tengo que decirle que su promoción por méritos ha sido, esto, sujeta a controversia.

—Creí que esto era algo automático. Quiero decir…

—Normalmente lo es. El departamento se reúne tan sólo para considerar las promociones del profesor ayudante a profesor adjunto, es decir a un puesto fijo, o de profesor adjunto a profesor titular.

—Oh, sí.

—Una promoción por méritos, como en su caso, de profesor ayudante escalón II a profesor ayudante escalón III, no requiere el voto de todo el departamento. Habitualmente pedimos la opinión del personal más antiguo en el grupo del candidato… en su caso, el grupo de resonancia de spin y estado sólido… para formarnos una opinión. Me temo…

—Lakin lo vetó, ¿no?

Tulare lo miró alarmado.

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo ha dado a entender.

—No voy a discutir comentarios individuales. —Tulare pareció preocupado por un instante, luego se echó hacia atrás en su asiento estudiando la punta de su lápiz como si la solución estuviera ahí—. De todos modos, se dará cuenta usted de que… los acontecimientos… de los últimos meses no han inspirado mucha confianza en los miembros de la facultad compañeros suyos.

—Lo sospechaba.

Tulare inició una serie de reflexiones acerca de la credibilidad científica, manteniendo la discusión en un terreno lo suficientemente vago como para ser seguro. Gordon escuchó, deseando oír algo de lo que pudiera extraer alguna enseñanza. Tulare no era el tipo normal de administrador, enamorado de su propia voz, y su pequeño discurso era más un mecanismo de defensa que una conferencia. Pese a su anterior alarde, Gordon empezó a sentir que una extraña debilidad se apoderaba de sus piernas. Aquello era serio. Una promoción por méritos era pura rutina, sólo los casos realmente cuestionables se encontraban con problemas. La gran prueba era el salto de profesor ayudante a profesor adjunto, lo cual significaba la titularidad. Gordon había empezado como profesor ayudante I y había avanzado al II en menos de un año, lo cual era rápido; la mayor parte de los miembros de la facultad se pasaban dos años en cada escalón. Una vez alcanzara el ayudante III podía ser promocionado a adjunto I, aunque el camino normal era pasar por ayudante IV antes de dar el salto a la titularidad. Pero ahora no iba a dar el salto normal previsto de II a III en el tiempo estipulado. Aquello no iba a ser una buena nota para cuando tuviera que presentarse para su titularidad.

La frialdad había ascendido de sus piernas hasta su pecho cuando Tulare dijo:

—Naturalmente, tiene que ser usted muy prudente en lo que haga en todos los campos, Gordon. —Y se puso a discurrir acerca de la necesaria cautela que un científico tenía que tener siempre, la cualidad de mostrarse escéptico acerca de sus propios descubrimientos. Luego, increíblemente, Tulare se lanzó a recitar la historia de Einstein y del cuaderno de notas donde escribir todos los pensamientos que se le ocurrieran a uno, terminando con la frase—: Y Einstein dijo: «Lo dudo. Sólo he tenido dos o tres buenas ideas en mi vida». —Tulare dio una palmada en su escritorio con genuino buen humor, aliviado de haber sido capaz de convertir una entrevista difícil en algo más ligero—. De modo que entienda, Gordon… no toda idea es una buena idea.

Gordon sonrió débilmente. Le había contado esa misma historia a Boyle y a los Carroway, y ellos se habían echado a reír. Indudablemente la habían oído antes. Simplemente estaban riéndole el chiste a un joven miembro de la facultad que debía parecerles como un bufón.

Se puso en pie. Sus piernas apenas le sostenían. Se dio cuenta de que estaba respirando rápidamente, pero no había ninguna causa claramente discernible. Gordon murmuró algo a Tulare y se dio la vuelta. Sabía que su principal preocupación tenía que ser la promoción por méritos, pero en aquel momento en todo lo que podía pensar era en los Carroway y en sus sonrisas y en su propia enorme estupidez.

26 - 7 de Julio de 1963

Durante el verano, el ritmo de sus días cambió. Penny empezó a irse a dormir más tarde, y Gordon se encontró despertándose antes que ella. Decidió someterse rigurosamente a sus ejercicios del programa de las Fuerzas Aéreas Canadienses, y el mejor momento para realizarlos era a primera hora de la mañana, en la desierta extensión de la playa del Wind'n Sea. Nunca le había gustado hacerlos en casa, especialmente cuando Penny estaba allí. Le gustaba bajar a la blanca arena que había sido limpiada por la marea nocturna y realizar sus ejercicios mientras la luz del sol empezaba a asomarse al este, por encima del monte Soledad. Luego corría hasta tan lejos como le era posible a lo largo de la playa. Cada ensenada era un pequeño mundo independiente, con las sombras acortándose a medida que el sol se iba alzando. La película de sudor que le cubría se enfriaba en las azuladas sombras y el denso aire del océano tenía un tangible peso acuoso cuando lo inhalaba, jadeante, las piernas resonando rítmicamente, bump, bump, bump, un vibrar que se transmitía a todos sus huesos, un curioso sonido en aquel aire, como trozos de madera cayendo sobre un suelo de roble. Había corrido así cuando era chico, en las sucias playas de Nueva Jersey. Su tío Herb lo llevaba allí a menudo, poco después de que su padre cayera enfermo. Cuando Jersey estaba superpoblada en verano, el tío Herb lo llevaba hasta Long Island en su Studebaker amarillo. Su madre siempre le había hablado de la gente que vivía allá, la
Gente Que Había Comprado Sus Casas Frente A La Playa
, como si fueran otra raza. La primera vez que tío Herb le llevó consigo, Gordon le preguntó si iban a visitar a algunos familiares, esperando que hubiera algún lazo de unión con aquella mítica gente. El tío Herb se había reído de aquella manera tan suya, rápida, resonante, no demasiado amistosa, y había zumbado: «Sí, voy a ir a visitar a míster Gatsby, ya sabes», y había dado una palmada en el costado del enorme coche amarillo, que había resonado metálicamente: bump. Gordon había permanecido sentado con el brazo fuera de la ventanilla durante todo el viaje, sintiendo la brisa del verano acariciar el negro pelo de su brazo. El pelo era más aparente aquel verano; Gordon lo comparaba con el de su tío Herb y descubría que había hecho notables progresos en sólo un año. Necesitó otros seis años antes de comprender la enigmática observación acerca de Gatsby. Por aquel entonces había leído el libro —ignorando la propuesta Malamud de su madre—, y apenas podía recordar ya mucho de las grandes casas de Long Island, o si alguna de ellas tenía una luz verde al extremo del embarcadero, o cualquier otro de aquellos detalles. Las playas, recordaba, eran pequeñas y pedregosas, un estrecho margen comprimido por las grandes propiedades. No había mucho que hacer. Los niños construían castillos de arena que sus padres aprobaban periódicamente, mirando por encima de sus libros de bolsillo en el resplandor amarillo-azulado del sol. Recordaba haber pensado que si Long Island era algo típico, la vida de los goyim, de los no judíos, debía ser triste. En contraste, el tío Herb lo llevó a algunos buenos combates de boxeo aquel verano, combates tan grandes y auténticos como jamás hubiera creído que fuera la vida. Bump, bump resonaban sus piernas, y ante él vio de nuevo el cuadrado blanco del ring, las dos figuras danzando y lanzándose puñetazos, una cabeza echándose hacia atrás al ser golpeada, el árbitro bailando un vals en torno a los dos hombres, gritos y silbidos y un caliente y cercano y salino olor de la líquida multitud.

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