Crimen en Holanda (8 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

BOOK: Crimen en Holanda
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Y la vieja estuvo a punto de cerrar la puerta antes de que Maigret hablara.

—¿La señorita Liewens? —preguntó.

Los separaba el jardín. La vieja seguía en el umbral y el comisario estaba al otro lado de la valla. Entre los dos, el perro observaba al intruso y mostraba los dientes.

La sirvienta movió negativamente la cabeza.

—¿No está aquí?
Niet hier
?

Maigret había aprendido tres o cuatro palabras en holandés.

Idéntica señal negativa.

—¿Y el señor Mijnheer?

Una última negación y la puerta se cerró. Pero como el comisario no se fue inmediatamente, la puerta se movió, esta vez apenas unos milímetros, y Maigret adivinó a la vieja espiándole.

Si se demoró fue porque había visto estremecerse una cortina en la ventana que correspondía a la habitación de la joven. Detrás de la cortina se había desvanecido una cara. No pudo verla bien. Pero, por ejemplo, Maigret distinguió perfectamente un leve gesto de la mano, un gesto que quizá significaba simplemente «Buenos días», pero que más probablemente quería decir: «Estoy aquí. No insista. ¡Cuidado!».

La vieja detrás de la puerta, por un lado. Esa mano lechosa, por otro. Y el perro que saltaba junto a la verja ladrando. Alrededor, las vacas, en los prados, de tan inmóviles parecían artificiales.

Maigret arriesgó otro pequeño experimento. Adelantó dos pasos, como para franquear, pese a todo, la verja. No pudo evitar una sonrisa, porque no sólo la puerta se cerró precipitadamente, sino que el mismo perro, antes tan feroz, retrocedió con el rabo entre las piernas.

Esta vez, el comisario se fue y tomó el camino del Amsterdiep. Todo lo que se desprendía de aquella acogida era que Beetje estaba encerrada y que el granjero había ordenado que no dejaran entrar al francés.

Maigret fumaba su pipa a bocanadas pequeñas y reflexivas. Contempló un instante el montón de madera donde la joven y Popinga se habían parado —sin duda se paraban con frecuencia—, sosteniendo la bicicleta con una mano y abrazándose con el otro brazo.

Y la calma seguía dominando en la atmósfera. Una calma serena, casi excesiva. Una calma que hacía pensar a un francés que toda esa vida era tan artificial como una tarjeta postal.

El comisario se volvió de repente y vio, a pocos metros de distancia, un barco con un elevado estrave que no había oído llegar. Reconoció la vela, más ancha que el canal: era la que había vislumbrado un poco antes, en el horizonte, y que ya lo había alcanzado, sin que le pareciera posible que hubiera recorrido tanto trecho.

En popa, una mujer daba el pecho a un bebé mientras empujaba el timón con las caderas. Y un hombre, a horcajadas sobre el bauprés y con las piernas colgando encima del agua, reparaba el velamen.

El barco pasó por delante de la casa de los Wienands, después por delante de la de los Popinga, y la vela sobrepasaba los tejados. Su gran sombra móvil recubrió por un instante toda la fachada.

Una vez más Maigret se paró. Titubeó. La criada de los Popinga fregaba el umbral, cabizbaja y con las caderas empinadas; la puerta estaba abierta.

La mujer se sobresaltó al notar de repente su presencia detrás de ella. La mano que sostenía la bayeta tembló.

—¿La señora Popinga? —dijo señalando el interior de la casa.

Ella quiso adelantársele. Pero, entorpecida por la bayeta que chorreaba agua sucia, quedó atrás y él fue el primero en entrar en el pasillo. Oyó una voz de hombre en el salón y llamó.

Bruscamente se hizo el silencio. Un silencio completo y riguroso. E incluso más que silencio: una espera, como la suspensión momentánea de toda vida.

Al fin dos pasos. Una mano tocó el pomo de la puerta desde el interior. La puerta se movió. Maigret vio en primer lugar a Any, que acababa de abrirle y lo observaba con hosquedad. Después distinguió una silueta masculina, de pie junto a la puerta, con polainas de ante y una chaqueta de paño grueso.

¡El granjero Liewens!

Finalmente, acodada en la chimenea y ocultándose la cara con la mano, estaba la señora Popinga.

Era evidente que la llegada del intruso interrumpía una conversación importante, una escena dramática, probablemente una discusión.

Encima de la mesa cubierta por un tapete bordado, había unas cartas esparcidas en desorden, como si alguien las hubiera arrojado violentamente.

El semblante del granjero era el más expresivo, pero también fue el que se bloqueó más rápidamente.

—Les estorbo —comenzó a decir Maigret.

Nadie contestó. Nadie abrió la boca. Pero la señora Popinga, después de echar una mirada desconsolada a su alrededor, abandonó la habitación y se dirigió casi corriendo a la cocina.

—Créanme que lamento interrumpir su conversación.

Al fin habló Liewens, en holandés. Dirigió a la joven unas frases incisivas, y el comisario no pudo dejar de preguntar:

—¿Qué dice?

—¡Que volverá! Que la policía francesa… —Las demás palabras no acaban de salirle.

—… es de una desvergüenza exagerada, ¿verdad? —terminó Maigret por ella—. El señor y yo ya hemos tenido ocasión de encontramos.

El otro intentaba comprender, fijándose en el tono y en las expresiones de Maigret.

Y el comisario, por su parte, dejó caer su mirada sobre las cartas, en concreto sobre la firma de una de ellas: «Conrad».

El malestar alcanzó un punto álgido. El granjero recogió su gorra de una silla, pero no se resignaba a partir.

—¿Ha venido Liewens a traerle las cartas que su cuñado, Conrad, escribía a Beetje?

—¿Cómo lo sabe?

Vaya, la escena era muy fácil de reconstruir, sobre todo en esa atmósfera tan desagradable y tensa. Liewens llega reteniendo la respiración y tratando de dominar su ira. Entra en el salón, donde lo reciben dos mujeres asustadas, y habla inmediatamente, arrojando las cartas sobre la mesa.

La señora Popinga, horrorizada, se oculta el rostro con las manos, negándose quizás a aceptar la evidencia, o bien abrumada hasta el punto de no poder decir nada.

Y Any intenta enfrentarse al hombre, discutiendo.

Entonces alguien llama a la puerta; todos los presentes se inmovilizan, y Any la abre.

En cualquier caso, en esta reconstrucción Maigret se equivocaba como mínimo con respecto al carácter de uno de los personajes. Porque la señora Popinga, a la que imaginaba en la cocina, del todo abrumada a causa de la revelación, decaída e inconsolable, al cabo de un instante regresó con la calma que sólo se alcanza en el punto culminante de la emoción.

Y, lentamente, ella también depositó unas cartas sobre la mesa. No las arrojó. Las depositó. Miró al granjero y después al comisario. Abrió la boca varias veces antes de conseguir hablar, y entonces dijo:

—Alguien tiene que juzgar. Alguien tiene que leerlas.

En ese momento una oleada de sangre invadió la cara de Liewens. Era demasiado holandés para abalanzarse sobre las cartas, pero lo atraían vertiginosamente.

La caligrafía era femenina, papel azulado: evidentemente, cartas de Beetje.

La desproporción entre los dos montones sorprendía. Quizás había unas diez notas de Popinga, escritas por una sola cara y casi siempre de cuatro o cinco líneas.

Y, en cambio, ¡treinta largas y densas cartas de Beetje!

Conrad había muerto. Quedaban esos dos montones desiguales, y otro montón, el de madera, cómplice de las citas junto al Amsterdiep.

—Será mejor que se calme —dijo Maigret—. Y, después, sería aconsejable que leyera estas cartas, sin enfadarse.

El granjero, que lo miraba con una agudeza extraordinaria, debió de entenderle porque, haciendo un gran esfuerzo, dio un paso hacia la mesa.

Maigret se apoyaba en ella con ambas manos. Tomó una nota de Popinga, al azar.

—¿Sería tan amable de traducirla, señorita?

Pero Any no parecía comprenderle. Miraba el papel sin decir nada. Su hermana, seria y digna, le tomó la nota de las manos.

—Esta fue escrita en la Escuela Naval —dijo—. No lleva fecha. En la parte superior dice «las seis». Después:

Mi pequeña Beetje:

Es mejor que no pases esta noche, porque el director viene a casa a tomar una taza de té.

Hasta mañana. Besos.

Miró a su alrededor con aire de tranquilo desafío. Tomó otra hoja y leyó lentamente:

Pequeña Beetje, bonita:

Tienes que tranquilizarte. Y debes pensar que todavía queda mucha vida por delante. Tengo mucho trabajo a causa de los exámenes de los alumnos de tercero. No podré ir esta noche.

¿Por qué repites siempre que no te quiero? Sin embargo, no puedo abandonar la escuela. ¿Qué haríamos?

Tranquilízate. Tenemos tiempo por delante. Te beso afectuosamente.

Maigret pareció decir que ya bastaba, pero la señora Popinga tomó otra carta.

—Creo que ésta es la última que escribió:

Mi querida Beetje:

¡Es imposible! Te suplico que seas sensata. Sabes perfectamente que no tengo dinero y, además, necesitaría mucho tiempo para encontrar una posición en el extranjero.

Tienes que ser más prudente y no ponerte nerviosa. ¡Y, sobre todo, debes tener confianza!

¡No temas nada! Si ocurriera lo que temes, yo cumpliría con mi deber.

Estoy nervioso porque en este momento tengo mucho trabajo y cuando pienso en ti trabajo mal. El director me hizo ayer comentarios críticos. Me sentí muy triste.

Intentaré salir mañana por la noche diciendo que voy a ver un barco noruego en el puerto.

Te abrazo, pequeña Beetje.

La señora Popinga los miró a los tres, uno tras otro, cansada, con los ojos turbados. Su mano se acercó al otro montón, el que ella había traído, y el granjero se estremeció. Tomó una carta al azar.

Querido y amado Conrad:

Una buena noticia: con motivo de mi cumpleaños, papá ha ingresado mil florines más en mi cuenta bancaria. Es suficiente para ir a América, porque he mirado en el periódico la tarifa de los barcos. ¡Y podemos viajar en tercera clase!

Pero ¿por qué no tienes más prisa? Yo ya no vivo. Holanda me ahoga. Y parece que la gente de Delfzijl me mira con reprobación.

Sin embargo, me siento muy feliz y orgullosa de pertenecer a un hombre como tú.

Es absolutamente necesario que nos vayamos antes de las vacaciones, porque papá quiere que vaya a pasar un mes en Suiza y yo no quiero. Si ocurriera esto, tendríamos que aplazar nuestro proyecto hasta el invierno.

He comprado unos libros de inglés. Ya me sé muchas frases.

¡Rápido! ¡Rápido! Los dos nos daremos la gran vida, ¿verdad? Ya no hay por qué seguir aquí. ¡Sobre todo ahora! Creo que la señora Popinga me pone mala cara. Y sigo teniendo miedo de Cornelius, que me hace la corte y al que no consigo desalentar. Es un buen chico, bien educado, pero ¡es tan tonto!

Además, no es un hombre, Conrad, un hombre como tú, que ha viajado por todas partes, que lo sabe todo…

¿Recuerdas, hace un año, cuando yo me tropezaba contigo y tú ni siquiera me mirabas?

¡Y ahora puede que vaya a tener un hijo tuyo! En cualquier caso, ¡podría tenerlo!

Pero ¿por qué eres tan frío? ¿Me quieres menos?

La carta no había terminado, pero la voz de la señora Popinga fue debilitándose hasta enmudecer. Por un instante sus dedos removieron el montón de cartas. Buscaba algo.

Leyó una frase tomada de otra carta:

… y acabo por creer que quieres más a tu mujer que a mí, acabo por sentirme celosa de ella, por detestarla. ¿Por qué, si no, te niegas ahora a partir?

El granjero no podía entender ni una palabra, pero prestaba tanta atención que parecía adivinarlas.

La señora Popinga tragó saliva, tomó una última hoja y leyó con voz aún más contenida:

He oído decir en el pueblo que Cornelius está aún más enamorado de la señora Popinga que de mí y que los dos se entienden muy bien. ¡Ojalá sea cierto! Entonces estaríamos tranquilos y tú ya no tendrías remordimientos.

El papel se le soltó de las manos y fue cayendo hasta posarse en la alfombra, a los pies de Any, que se quedó mirándolo fijamente.

Hubo un nuevo silencio. La señora Popinga no lloraba. Toda ella personificaba la tragedia del dolor contenido, de la dignidad conseguida al precio de un esfuerzo sublime y, a la vez, trágico por el sentimiento admirable que la animaba.

Ella había vuelto al comedor para defender a Conrad.

Y esperaba un ataque. Seguiría luchando, si era necesario.

—¿Cuándo descubrió estas cartas? —preguntó Maigret con cierta incomodidad.

—A la mañana siguiente del día en que… —Se atragantó. Abrió la boca para absorber una bocanada de aire. Los párpados se le hincharon—, en que Conrad…

—¡Sí!

Maigret la había entendido y la miraba con compasión. Aunque no era bonita, tenía unas facciones regulares, sin las deformidades que hacían desagradable el rostro de Any.

Era alta y fuerte, sin ser gorda. Su hermosa cabellera le enmarcaba el rostro algo rosado típico de las holandesas.

Pero ¿no habría preferido el comisario que fuera fea? De sus rasgos regulares, de su expresión sensata y reflexiva, se desprendía un inmenso aburrimiento.

Incluso su sonrisa debía de ser prudente y mesurada, y su alegría, una alegría cauta, apagada.

¡A los seis años ya debía de ser una niña seria! Y a los dieciséis, igual que ahora.

Las mujeres como ella parecen haber nacido para ser hermanas, o tías, o enfermeras, o viudas patrocinadoras de obras de caridad.

Conrad no estaba allí, pero Maigret jamás lo había sentido tan vivo como en ese instante, con su rostro campechano, su avidez o, mejor dicho, sus ganas de vivir, su timidez, su temor a enfrentarse a alguien cara a cara, y con esa radio cuyos diales giraba durante horas para sintonizar el jazz que sonaba en París, los zíngaros de Budapest, la opereta de Viena, cuando no las lejanas llamadas de barco a barco.

Any se acercó a su hermana como alguien se acercaría a otra persona que sufre y que está a punto de flaquear. Pero la señora Popinga avanzó hacia Maigret, o por lo menos dio dos pasos hacia él.

—Jamás lo hubiera imaginado —suspiró—. ¡Jamás! Yo vivía, yo… Y ahora que ha muerto, yo…

Por su manera de respirar, Maigret adivinó que padecía una enfermedad del corazón, y al instante siguiente vio confirmada esta sospecha, porque ella permaneció largo rato inmóvil con la mano en el pecho.

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