—¿Y Beetje Liewens?
La pregunta provocó cierto malestar. La señora Popinga miró a Any, y ésta bajó los ojos.
—Venía…
—¿Con frecuencia?
—Sí.
—¿Invitada?
La atmósfera iba haciéndose más aguda, más precisa. Maigret notaba que avanzaba, si no en el descubrimiento de la verdad, sí, al menos, en la comprensión de la vida de la casa.
—No… Sí.
—Tengo entendido que Beetje no se parece mucho a usted o a Any.
—Beetje es muy joven. Su padre era amigo de Conrad.
Y ella nos traía manzanas, frambuesas, queso fresco…
—¿Estaba enamorada de Cor?
—¡No!
La negación era categórica.
—Usted no la quería mucho, ¿verdad?
—¿Por qué no? Venía, reía, no paraba de hablar… Como un pajarillo, ¿me entiende?
—¿Conoce usted a Oosting?
—Sí.
—¿Se relacionaba con su marido?
—El año pasado Oosting quiso ponerle un motor nuevo a su barco y pidió consejo a Conrad. Conrad le hizo los planos. Fueron a pescar el zeehond, ¿cómo lo llaman ustedes?, el cazón, sí, el cazón, en los bancos de arena. —De repente preguntó—: ¿Usted cree que…? ¿La gorra, tal vez? Es imposible. ¡Oosting! —Y gimió, de nuevo alterada—: ¡Oosting tampoco! ¡No! ¡Nadie! Nadie puede haber matado a Conrad. Usted no conoció a mi marido. Él, él…
Empezó a llorar y desvió la cabeza. Maigret prefirió retirarse. No le ofrecieron la mano, y él se limitó a inclinarse murmurando excusas.
En el exterior, lo sorprendió la frescura húmeda que llegaba desde el canal. En la otra orilla, no lejos del astillero de reparación de barcos, descubrió al «Baes» conversando con un joven alumno de la Escuela Naval.
Ambos estaban de pie y sus siluetas se recortaban en el crepúsculo. Oosting parecía hablar enérgicamente. El joven, uniformado, bajaba la cabeza, pero sólo se veía el pálido óvalo de su rostro.
Maigret supuso que el joven debía de ser Cornelius.
Y estuvo seguro de ello cuando le vio un brazalete negro en tomo a la manga de paño azul.
No fue un seguimiento en el sentido estricto de la palabra. En todo caso, Maigret no tuvo en ningún momento la sensación de que espiaba a alguien.
Había salido de la casa de los Popinga. Había caminado unos pasos. Había descubierto a dos hombres al otro lado del canal y se había detenido resueltamente a observarlos. No se ocultaba. Estaba de pie al borde del agua, con la pipa entre los dientes y las manos en los bolsillos.
Tal vez porque él no se ocultaba, y tal vez porque los otros tampoco lo habían visto y proseguían su apasionada conversación, ese instante tuvo algo de emocionante.
La orilla del canal sobre la que estaban los dos hombres se veía desierta. Un cobertizo se alzaba en medio de un astillero en el que dos barcos descansaban sobre unos tablones. Unos botes se pudrían fuera del agua.
Finalmente, sobre el propio canal, los troncos de árboles, que sólo dejaban ver uno o dos metros de la superficie del agua, daban al paisaje un toque exótico.
Ya era tarde. Reinaba una semioscuridad y, sin embargo, el aire, límpido, mantenía los colores en toda su pureza.
La calma era tan intensa que sobrecogía, y el graznido de una rana, en una charca lejana, provocaba sobresaltos.
«El Baes» hablaba. No alzaba la voz, pero se notaba que ponía énfasis en cada sílaba, que quería ser comprendido u obedecido. Cabizbajo, el joven, con uniforme de guardiamarina, escuchaba; sus guantes blancos introducían dos manchas claras, las únicas, en el paisaje.
De repente se oyó un grito desgarrador: un asno empezó a rebuznar en un prado detrás de Maigret. Y eso bastó para romper el hechizo. Oosting miró en dirección al animal, que se enfadaba con el cielo, descubrió a Maigret y paseó su mirada sobre él sin rechistar.
Dijo todavía unas palabras más a su compañero, se hundió la corta boquilla de su pipa de barro en la boca y se dirigió a la ciudad.
Eso no significaba nada, ni tampoco demostraba nada. Maigret echó a andar a su vez, y los dos avanzaron juntos, cada uno por una orilla del Amsterdiep.
Pero el camino que seguía Oosting se alejaba pronto de la ribera. «El Baes» no tardó en desaparecer detrás de unos cobertizos. Durante casi un minuto siguió escuchándose el sordo martilleo de sus zuecos.
Ya había oscurecido, a excepción de un halo imperceptible. Las luces acababan de encenderse en la ciudad, y también a lo largo del canal, donde la iluminación terminaba más allá de la casa de los Wienands. La otra orilla, deshabitada, permanecía en sombras.
Maigret se volvió, sin saber por qué. Gruñó al oír que el asno lanzaba un nuevo y desesperado rebuzno.
Y a lo lejos, más allá de las casas, vio dos manchitas blancas que bailoteaban encima del canal. Eran los guantes de Cornelius.
Si no se prestaba mucha atención, y sobre todo si se olvidaba que los troncos ocupaban casi toda la superficie del agua, el espectáculo era fantasmal: unas manos que se agitaban en el vacío; un cuerpo que se confundía con la noche; y, en el agua, el reflejo de la última lámpara eléctrica.
Ya no se oían los pasos de Oosting. Maigret se dirigió hacia las últimas casas de la ciudad. Pasó de nuevo por delante de la casa de los Popinga, y después por delante de la de los Wienands.
No siempre se ocultaba, y además sabía que también él debía de confundirse con la noche. No perdía de vista los guantes. Y lo entendía: Cornelius, para no tener que llegar a Delfzijl, donde un puente cruzaba el canal, franqueaba el agua caminando sobre los troncos de los árboles, que formaban una balsa. En el centro había que dar un salto de dos metros. Las manos blancas se agitaron más, describieron rápidamente un semicírculo y se oyó un chapoteo.
Segundos después caminaba por la orilla; Maigret, a menos de cien metros, lo seguía.
Todo era inconsciente por ambas partes, y además Cornelius debía de ignorar la presencia del comisario. Pero el caso es que, en cuanto ambos dieron los primeros pasos, caminaron acompasados, tanto que los crujidos del camino se confundían.
Maigret se dio cuenta de ello porque, en determinado momento, su pie tropezó y el sincronismo dejó de ser perfecto durante una décima de segundo.
No sabía adonde iba. Y, sin embargo, su paso se hacía más rápido a medida que el joven aceleraba. Más aún: poco a poco se sentía arrastrado por una especie de vértigo.
Al principio, los pasos eran largos y regulares. Luego se acortaban. Se precipitaban.
En el preciso instante en que Cornelius pasaba por delante del depósito de maderas, estalló un auténtico concierto de ranas y hubo un parón seco.
¿Tendría miedo Cornelius? Continuó la marcha, pero más irregular todavía, a veces con vacilaciones, y otras, por el contrario, con dos o tres pasos tan rápidos que hubiera podido creerse que echaba a correr.
Ahí terminó el silencio, porque el coro de ranas ya no cesó. Llenaba toda la noche.
Y el paso se aceleraba. El fenómeno proseguía: Maigret, a fuerza de acompañar el ritmo del guardiamarina, «sentía» literalmente su estado de ánimo.
¡Cornelius tenía miedo! Caminaba aprisa porque tenía miedo. Tenía prisa por llegar. Pero cuando pasaba cerca de una sombra de contornos extraños, un montón de madera, un tronco seco, un arbusto, su pie se detenía en el aire una décima de segundo más.
El canal hacía una curva. Cien metros más allá, en la dirección de la granja, se abría el corto espacio iluminado por los rayos del faro.
El joven pareció tropezar con esta luz. Se volvió. La atravesó corriendo y de nuevo se giró.
Aunque ya la había superado, seguía girándose mientras Maigret entraba en la zona luminosa tranquilamente, con toda su anchura, con todo su volumen, con todo su peso.
El otro debió de verlo. Se paró. El tiempo de recuperar el aliento. Arrancó de nuevo.
La luz quedaba a sus espaldas. Delante tenían una ventana iluminada: la de la granja. El canto de las ranas los acompañaba. Por mucho que se alejaran, seguía igual de próximo, los rodeaba como si centenares de animales los escoltaran.
Parón brusco y definitivo a cien metros de la casa. Una silueta se apartó del tronco de un árbol. Una voz cuchicheó.
Maigret no quería retroceder. Habría sido ridículo. No quería ocultarse. Además, era demasiado tarde: ya había cruzado la zona iluminada por el faro.
Sabían que él estaba allí. Siguió avanzando lentamente, desconcertado por no tener ya otro paso que acompañara el suyo.
La oscuridad era muy densa debido a los árboles de espeso follaje que había a ambos lados del camino. Pero se veía un guante blanco encima de algo.
Un abrazo. La mano de Cornelius detrás del talle de una joven, de Beetje.
Como máximo, le quedaban unos cincuenta metros más. Maigret hizo una pausa, sacó unos fósforos del bolsillo y prendió uno para encender la pipa, señalando así su posición exacta.
Después se acercó. Los enamorados se movían. Cuando estuvo sólo a diez metros, se destacó la silueta de Beetje, que se plantó en medio del camino con la cara vuelta hacia él, como para esperarlo. Y Cornelius seguía pegado a un tronco de árbol.
Ocho metros.
Detrás de ellos, la ventana de la granja seguía iluminada: un simple rectángulo rojizo.
De repente se oyó un gritito ronco, indescriptible, un grito de miedo, de nerviosismo, uno de esos gritos que preceden a los sollozos y las lágrimas, como un resorte.
Cornelius lloraba con la cabeza entre las manos y pegado al árbol, como para protegerse.
Beetje estaba frente a Maigret. Iba cubierta con un abrigo, pero el comisario vio que debajo llevaba un camisón, con las piernas desnudas y los pies calzados con zapatillas.
—No le haga caso.
Estaba tranquila. Dirigió incluso una mirada de reproche, también de impaciencia, a Cornelius.
Este les daba la espalda. Intentaba calmarse. Pero, como no lo conseguía, sentía vergüenza.
—Está nervioso. Cree…
—¿Qué cree?
—Que lo van a acusar a él.
El joven seguía sin acercarse. Se secó los ojos. ¿Acaso pensaba en escapar y salir corriendo?
—Todavía no he acusado a nadie —exclamó Maigret por decir algo.
—¿Verdad que no?
Y, vuelta hacia su compañero, le habló en holandés. Maigret creyó entender o, más bien, adivinar: «¿Ves? El comisario no te acusa. Tienes que calmarte. No seas infantil». Pero ella calló bruscamente. Permaneció inmóvil, atenta. Maigret no había oído nada. Al cabo de unos segundos, también él creyó oír un crujido cerca de la granja.
Eso bastó para reanimar a Cornelius, que miró a su alrededor con las facciones tensas y los sentidos alerta.
Nadie hablaba.
—¿Ha oído? —susurró Beetje.
El joven, con el arrojo de un gallito, quiso acercarse al lugar de donde procedía el ruido. Respiraba ruidosamente.
Demasiado tarde. El enemigo estaba mucho más cerca de lo que habían supuesto.
A diez metros se alzaba una silueta identificable a primera vista: la del granjero Liewens, en zapatillas.
—¡Beetje! —llamó.
Ella no se atrevió a contestar inmediatamente. Pero cuando él repitió su nombre, suspiró temerosa:
—
Ja
!
Liewens seguía acercándose. Pasó primero delante de Cornelius, pero fingió no verlo. ¿Acaso todavía no había divisado a Maigret?
El caso es que se plantó delante de éste con la mirada dura y las aletas de la nariz temblando de ira. Se contenía. Permanecía rigurosamente inmóvil. Cuando habló, se dirigió a su hija, y su voz sonó a la vez incisiva y amortiguada.
Dos o tres frases. Ella lo escuchaba cabizbaja. Entonces él repitió varias veces la misma palabra en un tono imperioso, y Beetje explicó en francés:
—Quiere que le diga…
Su padre la espiaba, como para adivinar si ella traducía exactamente su discurso.
—… que en Holanda los policías no citan a las jóvenes de noche en el campo.
Maigret se sonrojó como pocas veces le había ocurrido. Una oleada de sangre cálida hizo zumbar sus oídos.
¡La acusación era tan estúpida y revelaba tanta mala fe!
Al fin y al cabo, Cornelius estaba ahí, agazapado en la oscuridad, con la mirada inquieta y los hombros encogidos.
Y el padre, en cualquier caso, debía de saber perfectamente que Beetje había salido para encontrarse con el chico.
Entonces, ¿qué podía contestar? Además, tenía que hablarle a través de una traductora.
Por otra parte, Liewens no parecía esperar respuesta alguna. El granjero chasqueó los dedos como para llamar a un perro y le mostró el camino a su hija; ésta dudó, se volvió hacia Maigret y, sin atreverse a mirar a su enamorado, caminó finalmente delante de su padre.
Cornelius no se había movido. Sin embargo, alzó la mano, quizá para detener al granjero cuando pasó por su lado, pero la dejó caer. El padre y la hija se alejaron. Poco después sonó un portazo en la casa.
¿Acaso las ranas habían enmudecido durante esta escena? Era imposible afirmarlo, pero su concierto se convirtió ahora en un estruendo ensordecedor.
—¿Habla francés?
Cornelius no contestó.
—¿Habla francés?
—Un poquito.
Miraba con rencor a Maigret, hablaba de mala gana, y se mantenía de lado, como para ofrecer menos superficie a un ataque.
—¿Por qué tiene tanto miedo?
Brotaron unas lágrimas, pero ni un sollozo. Cornelius se sonó durante largo rato. Le temblaban las manos. Parecía a punto de sufrir otra crisis.
—¿Teme realmente que lo acusen de haber matado a su profesor? —Y Maigret añadió bruscamente—: ¡Vámonos!
Lo empujó en dirección a la ciudad. Habló extensamente, porque se daba cuenta de que su interlocutor no entendía la mitad de sus palabras.
—¿Tiene miedo sólo por usted?
¡Era un chiquillo! El rostro, flaco y con los rasgos todavía poco definidos, estaba pálido. Los hombros parecían aún más estrechos en el uniforme ceñido. El gorro de guardiamarina acababa de aplastarlo, de convertirlo en un niño disfrazado de marino.
Y en todos sus gestos, en la expresión de su rostro, se leía la desconfianza. Si Maigret hubiera levantado la voz, ¡sin duda él habría alzado los brazos para protegerse de los golpes!
El brazalete negro, sin embargo, añadía una nota severa y lastimosa. ¿Acaso no hacía sólo un mes que el chaval se había enterado de que su madre había muerto en las Indias, tal vez un día en que él, en Delfzijl, se sentía muy contento, o tal vez la noche del baile anual de la escuela?