Criadas y señoras (32 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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Una furgoneta pasa zumbando por la calle en dirección al cruce donde el autobús tuvo que dar la vuelta. En un lateral tiene escrito WLBT-TV en grandes letras y lleva una antena en el techo.

—¡Jesús! Espero que no haya
pasao na
grave... —comento.

Pero el hombre ya no está. No hay un alma en la calle, sólo yo. Tengo esa sensación de la que habla la gente justo antes de que les asalten. En un par de segundos estoy caminando tan deprisa que el sonido de mis medias, al rozar una con la otra, parece el de una cremallera abrochándose. Más adelante, veo a tres personas andando a paso ligero como yo. Todos se meten en sus casas y cierran las puertas.

La verdad es que no me apetece pasar un momento más sola. Atajo por detrás de la casa de Mule Cato y atravieso el taller mecánico. Después, cruzo el jardín de Oney Black y tropiezo con una manguera en la oscuridad. Me siento como una fugitiva. Puedo ver luces encendidas en las casas y cabezas agachadas en el interior. A esta hora de la noche, la gente debería estar durmiendo. Sea lo que fuere lo que está sucediendo, todo el mundo habla de ello o escucha impaciente.

Por fin, un poco más adelante, veo la luz encendida en la cocina de Minny. Tiene cerrada a cal y canto la puerta de la calle, pero la de atrás está abierta y chirría cuando la empujo. Minny está sentada a la mesa con sus cinco hijos: Leroy Júnior, Sugar, Felicia, Kindra y Benny. Todos contemplan la enorme radio que hay en medio de la mesa. Cuando entro, sólo se escuchan interferencias.

—¿Qué ha
pasao?
—pregunto.

Minny frunce el ceño mientras manipula el dial. Le echo un vistazo a la habitación: una loncha de jamón arrugada en la sartén, una lata abierta en la encimera, platos sucios en el fregadero... No parece la cocina de Minny.

—¿Qué ha
pasao?
—pregunto otra vez.

La voz del locutor regresa a la radio:

—...
casi diez años como secretario de la NAACP. Todavía no tenemos noticias del hospital, pero las heridas son de...

—¡¿Quién?! —grito.

Minny me observa como si tuviera monos en la cara.

—¡Medgar Evers! ¿Dónde
t'has metío?

—¿Medgar Evers? ¿Qué le ha
pasao?

Conocí a su mujer, Myrlie Evers, el pasado otoño cuando visitó nuestra parroquia con la familia de Mary Bone. Llevaba un elegante pañuelo rojo y negro al cuello. Recuerdo que me miró a los ojos y me sonrió como si estuviera encantada de conocerme. Medgar Evers es una especie de celebridad por aquí debido al cargo que ocupa en la NAACP.

—Siéntate —dice Minny.

Me siento en una silla. Todos contemplan con cara de aturdidos la radio. Es un armatoste de madera, casi tan grande como el motor de un coche, y tiene cuatro botones. Hasta Kindra está tranquila en brazos de Sugar.

—Le han
tiroteao
los del Ku Klux Klan, hace una hora, delante de su casa.

Noto que un escalofrío me recorre la espalda.

—¿Dónde vive?

—En Guynes —contesta Minny—. Los médicos lo han
llevao
a nuestro hospital.

—Vaya —comento, pensando en el autobús y en que Guynes queda a menos de cinco minutos de aquí en coche.

—...
testigos presenciales afirman que el asaltante era un hombre blanco que se ocultaba detrás de unos arbustos. Se rumorea que el Ku Klux Klan está involucrado en...

De pronto se oyen voces en la radio, como si hubiera gente gritando y corriendo en todas direcciones. Me pongo nerviosa, pues siento que alguien nos observa desde el exterior. Alguien blanco.

Hace cinco minutos, los del Klan han estado aquí, cazando a un negro. Preferiría que esa maldita puerta estuviera cerrada.


Acaban de informarnos
—dice el locutor, jadeando—
de que Medgar Evers ha fallecido. Repito, acaban de comunicarme que...
—su voz suena como si le estuvieran empujando, se escuchan gritos a su alrededor—
...que Medgar Evers ha muerto.

¡Ay, Dios!

Minny se dirige a Leroy Júnior y le dice con voz baja y seria:

—Lleva a tus hermanos al dormitorio. Meteos en la cama y no se os ocurra
salí.

Cuando una mujer acostumbrada a soltar gritos habla bajito, impone más todavía.

Aunque estoy segura de que a Leroy Júnior le gustaría quedarse, todos se retiran deprisa y en silencio. El locutor de la radio también se calla. Por un instante, el aparato no es más que una caja de madera oscura llena de cables.


Medgar Evers
—dice de nuevo la radio, como si estuvieran rebobinando—,
secretario de la NAACP ha muerto. Repetimos: Medgar Evers ha muerto.

Trago saliva y contemplo el papel de la pared de Minny, que está amarillento, con manchas de grasa de beicon, huellas de manos de niños y quemaduras de los cigarrillos Pall Mall de Leroy. No hay fotos ni calendarios colgados de la pared. Intento no pensar. No quiero pensar en que un hombre de color acaba de morir, porque me recuerda a Treelore.

Minny tiene los puños cerrados y aprieta los dientes.

—Le han
matao
delante de sus hijos, Aibileen.

—Vamos a
rezá
por los Evers, vamos a
rezá
por la pobre Myrlie... —comienzo, pero suena tan vacío que me callo.

—En la radio han dicho que su familia salió de casa cuando escucharon los disparos. Dicen que lo encontraron tambaleándose
malherío.
Que sus hijos lo recogieron lleno de sangre...

Descarga un puñetazo en la mesa que hace temblar la radio.

Contengo el aliento. Me siento mareada. Tengo que ser fuerte, tengo que evitar que mi amiga pierda los estribos.

—Las cosas no van a
cambiá
nunca en esta
ciudá,
Aibileen. Estamos
atrapaos
en un infierno. Nuestros hijos están
atrapaos.

El volumen de la radio sube de repente y se oye:

—...
hay mucha policía acordonando la zona. El alcalde Thompson va a ofrecer una rueda de prensa en breves momentos...

Me entran arcadas y las lágrimas me resbalan por las mejillas. Toda esta gente blanca que vive alrededor del barrio de color me asusta. Blancos con armas que apuntan a los negros. ¿Quién va a protegernos? No hay policías de color.

Minny contempla la puerta por la que acaban de salir sus hijos. El sudor le chorrea por el rostro.

—¿Qué van a hacernos si nos pillan, Aibileen?

Tomo aire. Está claro que se refiere a las historias de Miss Skeeter.

—Las dos lo sabemos.
Na
bueno.

—Pero ¿qué nos harán? ¿Atarnos a una camioneta y arrastrarnos por el asfalto? ¿Pegarme un tiro enfrente de casa, delante de mis hijos? ¿O, simplemente,
dejá
que nos muramos de hambre?

El alcalde Thompson habla en la radio; dice que está muy compungido por la familia Evers. Contemplo la puerta abierta y vuelvo a sentirme observada, como si hubiera un blanco espiándonos ahí fuera.

—Nosotras... no estamos haciendo activismo. Sólo contamos las cosas que nos pasan.

Apago el receptor y agarro la mano de Minny. Nos quedamos así, mi amiga contemplando una polilla posada en la pared y yo mirando ese trozo de jamón rojo que se seca en la sartén.

Minny tiene una mirada solitaria como nunca antes había visto en sus ojos.

—¡Ojalá Leroy estuviera en casa! —susurra.

Creo que es la primera vez que se pronuncian esas palabras en esta casa.

Durante varios días, Jackson, Misisipi, es como una olla a punto de estallar. En la tele de Miss Leefolt puedo ver una muchedumbre de gente de color manifestándose por High Street el día después del funeral de Medgard Evers. Hay trescientos detenidos. En los periódicos negros dijeron que miles de personas acudieron al sepelio, pero que se podía contar a los blancos con los dedos de una mano. La policía sabe quién ha sido, pero no dicen el nombre.

Me entero de que la familia Evers ha decidido no enterrar a Medgar en Misisipi. Su cuerpo irá a descansar a Washington, al cementerio de Arlington. Estoy segura de que Myrlie estará orgullosa. Tiene motivos. Pero me gustaría que estuviera aquí, cerca de nosotros. En los periódicos leo que hasta el presidente de Estados Unidos le ha pedido al alcalde Thompson que se tome las cosas en serio. Que forme una comisión con blancos y negros que empiece a arreglar las cosas por aquí. Pero el alcalde Thompson le respondió al mismísimo presidente Kennedy: «No pienso formar un comité birracial. No nos engañemos. Yo creo en la separación de razas, y así serán las cosas».

A los pocos días, el alcalde habló de nuevo en la radio y afirmó: «Jackson, Misisipi, es el lugar más parecido al Paraíso, y lo seguirá siendo durante el resto de nuestra vida».

Por segunda vez, en dos meses, Jackson aparece en la revista
Life,
aunque en esta ocasión somos portada.

Capítulo 15

En casa de Miss Leefolt no se habla de Medgar Evers. Cuando la señorita regresa después de comer fuera, cambio el dial de la radio. Todos hacemos como si se tratara de una agradable tarde de verano como otra cualquiera. Miss Hilly sigue sin dar señales de vida y me pongo enferma de darle vueltas todo el rato al tema.

El día siguiente al funeral de Evers, la madre de Miss Leefolt viene de visita. Vive en Greenwood, Misisipi, y está de camino a Nueva Orleans. Sin llamar a la puerta, se cuela en el salón mientras yo plancho y me ofrece una sonrisa agria. Dejo mi tarea y voy a avisar a Miss Leefolt de que ha venido.

—¡Mamá! ¡Qué pronto has llegado! Seguro que te has levantado de madrugada. Espero que no estés muy agotada —dice Miss Leefolt mientras entra precipitadamente en el salón y recoge juguetes del suelo a toda prisa.

Me clava una mirada que quiere decir: «¡Vamos, muévete!». Dejo las camisas arrugadas de Mister Leefolt en la cesta y agarro una toalla para limpiar la mermelada de la cara de Chiquitina.

—¡Qué aspecto tan joven y elegante tienes hoy, mamá! —Miss Leefolt fuerza una sonrisa tan grande que se le salen los ojos de las órbitas—. ¿Estás ilusionada con tu excursión de compras?

Viendo el Buick que conduce y sus elegantes zapatos de hebilla, deduzco que Miss Fredericks tiene bastante más dinero que Mister y Miss Leefolt.

—Prefiero conducir temprano. Además, esperaba que me llevaras a comer al Robert E. Lee —responde Miss Fredericks.

No sé cómo esta mujer puede tener tanto morro. He oído muchas veces a Mister y Miss Leefolt discutir porque, cada vez que viene a visitarles, le pide a su hija que la lleve a los mejores restaurantes de la ciudad y le obliga siempre a pagar la cuenta.

—¿Por qué no dejamos que Aibileen nos prepare el almuerzo y comemos en casa? Tenemos un jamón excelente y unos...

—Si he parado en Jackson es para comer fuera, no en tu casa...

—Vale, vale, mamá. Espera, voy por mi bolso.

Miss Fredericks contempla a Mae Mobley que juega con su muñeca Claudia en el suelo. La mujer se agacha, le da un abrazo y le dice:

—Mae Mobley, ¿te gustó el vestidito que te mandé la semana pasada?

—Sííí —responde Chiquitina a su abuela.

Tuve que decirle a Miss Leefolt que el vestido le quedaba muy estrecho en la cintura. Chiquitina se está poniendo rellenita.

Miss Fredericks mira enojada a Mae Mobley y la regaña:

—Jovencita, se dice: «Sí, muchas gracias, abuelita». ¿Entendido?

Mae Mobley pone cara de pena y dice: «Sí, muchas gracias, abuelita», aunque sé lo que está pasando por su cabecita en este momento. Estará pensando: «Genial, justo lo que me faltaba, otra mujer en esta casa que no me quiere».

Cuando se disponen a marcharse, Miss Fredericks pellizca en el brazo a Miss Leefolt y le dice:

—Elizabeth, debes tener más cuidado al elegir a tus criadas. Una de sus obligaciones es enseñarle buenos modales a Mae Mobley.

—Está bien, mamá, lo solucionaremos.

—No puedes contratar a la primera que aparece y luego esperar que te salga buena.

Pasado un rato, le preparo a Chiquitina un bocadillo con el jamón que Miss Fredericks no ha querido comer por considerar que se merece algo mejor. Pero Mae Mobley sólo le da un mordisco y lo deja.

—Tengo pupa, Aibi. Pupa en la
jarjanta.

Sé lo que es una
«jarjanta»
y sé cómo curar la pupa. Chiquitina tiene un resfriado de verano. Le caliento un vaso de agua con miel y un poco de limón, aunque en realidad lo que esta niña necesita es un cuento para poder irse a dormir. La subo en brazos. ¡Canastos, qué grande está! Dentro de unos meses cumplirá tres años y está regordeta como una calabaza.

Todas las tardes, Chiquitina y yo nos sentamos en la mecedora antes de que se eche su siesta, y todas las tardes le digo: «Eres buena, eres lista, eres importante». Pero está creciendo y sé que dentro de poco estas palabras no serán suficientes.

—Aibi, ¿me lees un cuento?

Busco entre los libros a ver qué puedo leerle.
Jorge el curioso
otra vez no, porque ya no le gusta. Tampoco
El pollito,
ni
Madeline.

Así que nos quedamos meciéndonos un rato. Mae Mobley recuesta la cabeza en mi uniforme. Contemplamos cómo la lluvia gotea sobre el agua de la piscina de plástico. Rezo una oración por Myrlie Evers, lamentándome por no haber podido tomarme el día libre para ir al funeral. Alguien me contó que su hijo de diez años se pasó toda la ceremonia llorando en silencio. Me balanceo y rezo; siento una gran tristeza. De repente, sin saber muy bien de dónde, me salen las palabras:

—Érase una vez dos niñas pequeñitas; una tenía la piel negra y la otra, blanca.

May Mobley me mira, escuchándome con atención.

—Un día, la niñita de
coló
le dijo a la blanca: «¿Por qué tu piel es tan pálida?», y la niñita blanca respondió: «No lo sé. Y la tuya, ¿por qué es tan oscura? ¿Qué crees que querrá decir esto?». Pero ninguna de las dos sabía la causa. Así que la niñita blanca dijo: «Bueno, vamos a
ve.
Tú tienes pelo, y yo también». —Revuelvo el pelo de Mae Mobley—. La niñita de
coló
dijo: «Yo tengo una nariz, y tú también». —Le pellizco en la naricilla. Ella intenta levantarse y hacerme lo mismo—. La niñita blanca dijo: «Yo tengo deditos en los pies, y tú también». —Jugueteo con los deditos de sus pies. Ella no puede hacer lo mismo porque llevo los zuecos puestos—. La niñita negra dijo: «Entonces somos iguales, sólo que de distinto
coló».
La niñita blanca estuvo de acuerdo y se hicieron amigas. Colorín,
colorao,
este cuento se ha
acabao.

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