Criadas y señoras (27 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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En el periódico veo una foto del senador Whitworth delante de un terreno en el que planean construir un nuevo polideportivo. Paso de página. Me entran arcadas cada vez que recuerdo mi cita con su hijo, Stuart Whitworth.

Pascagoula entra en la cocina. La observo mientras corta galletas con un vaso de chupito que nunca ha servido más que para recortar masa. Detrás de mí, las hojas de la ventana están sujetas con catálogos de Sears & Roebuck. Fotos de batidoras de dos dólares y juguetes de venta por correo revolotean con la brisa, arrugados e hinchados por una década de lluvias.

«Igual debería preguntarle a Pascagoula, puede que Madre no se entere», pienso. A quién intento engañar. Madre observa todos sus movimientos, y además Pascagoula parece que me tiene miedo, como si fuera a chivarme si hace algo malo. Me costaría años hacerle superar esos temores. El sentido común me dice que es mejor dejarla fuera de esto.

El teléfono suena como una alarma antiincendios. Pascagoula deja caer su cucharón en la cazuela, pero esta vez yo alcanzo antes el auricular.

—Minny va a ayudarnos —susurra Aibileen al otro lado de la línea.

Me cuelo en la despensa y me siento sobre la lata de harina. Durante casi cinco segundos no soy capaz de pronunciar palabra.

—¿Cuándo? ¿Cuándo puede empezar?

—El próximo jueves. Pero pone algunas... condiciones.

—¿Cuáles?

Aibileen calla por un momento, y luego añade:

—Dice que no quiere
ve
su Cadillac a este
lao
del puente Woodrow Wilson.

—De acuerdo —digo—. Supongo que podré ir en la camioneta.

—Y dice... dice que no quiere sentarse en el mismo
lao
de la habitación que
usté, pa podé
tenerla a la vista
tol
tiempo.

—Vale. Me sentaré donde ella quiera.

La voz de Aibileen se relaja.

—No se lo tome a mal. Es que Minny no la conoce. Además, no tiene muy buenas experiencias con las blancas.

—No me importa lo que pida, lo haré.

Salgo de la despensa sonriente y cuelgo el teléfono en la pared. Pascagoula me observa con el vaso de chupito en una mano y una galleta fresca en la otra. Al momento, baja los ojos y vuelve a su trabajo.

Dos días más tarde, le digo a Madre que voy a salir a comprar una nueva Biblia porque la mía ya está muy desgastada de tanto usarla. También le digo que me siento culpable por ir en un Cadillac mientras en África hay tantos niños que mueren de hambre, así que voy a usar la vieja camioneta. Desde su mecedora del porche, frunce el ceño y me pregunta:

—¿Dónde vas a comprar esa nueva Biblia?

Pestañeo sorprendida.

—Voy..., voy a recogerla a la parroquia de Cantón, la encargué la semana pasada.

Asiente y no aparta los ojos de mí mientras arranco la vieja camioneta.

Cruzo la ciudad en dirección a Farrish Street en una furgoneta con el suelo oxidado y con una máquina cortacésped en la trasera. Bajo mis pies, a través de los agujeros, puedo ver pasar el asfalto. Por lo menos, esta vez no arrastro un tractor.

Aibileen me abre la puerta y entro. En una esquina de la sala, Minny permanece de pie con los brazos cruzados sobre su enorme busto. La había visto en las contadas ocasiones en que Hilly nos dejaba ir a jugar al bridge a casa de su madre. Minny y Aibileen todavía llevan sus uniformes blancos.

—Hola —la saludo desde mi lado de la habitación—, me alegro de volver a verte.

—Miss Skeeter... —contesta Minny, saludándome con un gesto.

Se sienta en una silla de madera que le trae Aibileen de la cocina y que cruje bajo su peso. Me acomodo en el lado más alejado del sofá. Aibileen se sitúa entre nosotras, en la otra punta del sofá.

Carraspeo y le dirijo una sonrisa nerviosa. Minny no me devuelve el gesto. Es bajita, gorda y fuerte. Su piel es mucho más oscura que la de Aibileen, brillante y tersa como unos zapatos de charol nuevos.

—Ya le he
contao
a Minny cómo funciona esto de las historias —me comenta Aibileen—: que
usté
me ayudó a
escribí
las mías. Ella le contará las suyas y
usté
las pasará a máquina.

—Minny, recuerda que todo lo que digas aquí tiene que ser en confianza —digo—. Después podrás leer todo lo que...

—¿Qué le hace
pensá
que la gente de
coló
necesitamos su ayuda? —Minny se levanta y arrastra la silla—. ¿Qué vela se le ha
perdío
en este entierro, blanquita?

Miro a Aibileen. Nunca antes una persona de color me había hablado así.

—Minny, aquí
toas
buscamos lo mismo —interviene Aibileen—:
hablá
un poco de nuestras cosas,
na
más.

—¿Y qué anda buscando esta blanca? —pregunta Minny—. Igual sólo quiere que le cuente mis historias
pa
meterme en líos. —Señala la ventana y añade—: Anoche quemaron el garaje de Medgar Evers, un miembro de la NAACP
[6]
que vive a cinco minutos
d'aquí.
Sólo por
«hablá».

Siento que mi cara enrojece. Hablo lentamente:

—Quiero mostrar vuestro punto de vista... para que la gente pueda comprender cómo son las cosas desde vuestro lado. Es... Esperamos poder cambiar un poco las cosas.

—¿Qué se piensa que va a
cambiá
con esto? ¿Quiere
poné
una ley que obligue a
tratá
bien a las criadas o qué?

—Vamos a ver, no estoy intentando cambiar las leyes, me refiero a las actitudes y...

—¿Sabe lo que
pué pasá
si la gente nos descubre? Lo de aquella vez que me equivoqué de
probadó
en los almacenes McRae se quedará en
na comparao
con esto. Le pegarán fuego a mi casa, sí
señó.

Transcurre un tenso momento en el que sólo se oye el sonido del segundero del reloj Timex del estante.

—No
tiés
que hacerlo si no quieres, Minny —interviene Aibileen—. Si has
cambiao
de idea, no pasa
na.

Lentamente, con recelo, Minny se vuelve a sentar en la silla.

—Voy a hacerlo. Sólo quiero estar segura de que esta
mujé
entiende que esto no es un juego.

Miro a Aibileen, que me hace un gesto de aprobación. Tomo aire. Me tiemblan las manos.

Empiezo con las preguntas sobre su pasado y, no sé cómo, terminamos hablando sobre su trabajo. Minny sólo mira a Aibileen mientras habla, como si intentara olvidarse de mi presencia en la habitación. Anoto todo lo que dice, apuntando lo más rápido que puedo sus palabras con mi lápiz. Habíamos pensado que de este modo sería más informal que con la máquina de escribir.

—Luego está ese trabajo en el que tenía que quedarme
toas
las noches hasta tarde. ¿Sabes lo que pasó?

—¿Qué... pasó? —pregunto, aunque ella se dirige siempre a Aibileen.

—«Ay, Minny —imita a su jefa—, eres la mejor criada que hemos tenido. Minny, queremos que te quedes con nosotros para siempre.»
Pos
un día va y me dice que me da una semana de vacaciones
pagás.
Nunca en mi vida había
tenío
vacaciones,
pagás
o sin pagar. Cuando volví una semana después, resulta que
s'habían mudao
a Mobile. La
mujé
le explicó a sus amigas que no me lo había
contao pa
que yo no tuviera tiempo de
encontrá
otro trabajo antes de que se marchasen. La muy vaga no podía
aguantá
ni un solo día sin una criada sirviéndola.

De repente se levanta y se cuelga el bolso del brazo.

—Tengo que irme. Me están entrando
palpitasiones
de tanto
hablá.

Y se marcha con un portazo.

Levanto la mirada y me seco el sudor de las sienes.

—Y eso que hoy estaba de buen
humó
—murmura Aibileen.

Capítulo 13

Durante las dos semanas siguientes, las tres ocupamos los mismos lugares de la primera vez en la pequeña y calurosa sala de estar de la casa de Aibileen. Minny aparece cada día despotricando, después se tranquiliza un poco mientras le cuenta sus historias a Aibileen y al final se marcha furiosa, tan rápido como llegó. Intento anotar todo lo que puedo.

Cuando a Minny se le escapan historias sobre Miss Celia («Se cuela en las habitaciones del segundo piso cuando piensa que no la veo. Estoy segura de que esa loca se trae algo entre manos allá arriba...»), siempre se calla de repente, igual que hace Aibileen cuando habla de Constantine. «Bueno, pero eso no es lo que quería
contá.
Dejemos a Miss Celia fuera de esto», dice, y me observa hasta que dejo de escribir.

Además de sobre su rabia contra los blancos, a Minny le gusta hablar de comida.

—Vamos a
ve,
primero pongo las judías verdes, luego miro cómo van las costillas de cerdo... mmm-mmm... me encantan las costillas
resién salías
de la sartén...

Un día, mientras está diciendo:
«Pos
estaba yo con un bebé blanco en un brazo, las judías en la cazuela y...», se detiene de repente, me apunta con la barbilla y empieza a dar pataditas nerviosas en el suelo.

—La
mitá
de las cosas que le cuento no tienen
na
que
ve
con los derechos de la gente de
coló.
No son más que historias del día a día. —Me observa de arriba abajo—. Tengo la impresión de que
usté
sólo está escribiendo sobre nuestra vida.

Dejo de escribir. Tiene razón. Me doy cuenta de que eso es exactamente lo que quería hacer.

—Eso es lo que ando buscando —le digo.

Minny se levanta y me espeta que tiene cosas más importantes por las que preocuparse que lo que yo ande buscando.

Al día siguiente, por la tarde, estoy trabajando en mi habitación, aporreando el teclado de mi Corona, cuando oigo que Madre sube las escaleras a todo correr. En dos segundos está ante mi puerta y me llama con sigilo:

—¡Eugenia!

Me levanto de golpe y la silla se tambalea mientras intento ocultar el contenido de lo que estaba escribiendo.

—¿Sí, Madre?

—No te asustes, pero hay un hombre, un hombre muy alto, esperándote abajo.

—¿Quién?

—Dice que se llama Stuart Whitworth.

—¿Qué?

—Dice que salisteis juntos una noche hace ya tiempo. ¿Cómo es posible? Yo no sabía nada...

—¡Cristo!

—No tomes el nombre de Dios en vano, Eugenia Phelan. ¡Rápido! Píntate un poco los labios...

—Puedes creerme, Madre —digo mientras le hago caso y me embadurno de pintalabios—, a Jesús no le caería bien este hombre.

Me cepillo el pelo porque sé que lo tengo horrible. Incluso me lavo las manchas de tinta y líquido corrector de las manos y los codos. Pero no me cambio de ropa, no para ese personaje.

Madre me observa de arriba abajo, y mira con aire de reproche el peto y la vieja camisa blanca de Padre que llevo puestos.

—Este chico, ¿es de los Whitworth de Greenwood o de los de Natchez?

—Es el hijo del senador.

Madre abre tanto la boca que su mandíbula casi choca con el collar de perlas que le rodea el cuello. Bajo las escaleras pasando junto al conjunto de retratos de infancia: a lo largo de la pared hay dispuestas imágenes de Carlton desde que era pequeño hasta casi anteayer; las mías se detienen cuando tenía doce años.

—Madre, déjanos un poco de intimidad.

Observo cómo se retira lentamente hacia su habitación, mirándonos de reojo antes de desaparecer.

Salgo al porche y ahí está él. Tres meses después de nuestra cita, tengo al mismísimo Stuart Whitworth plantado en mi puerta, con sus pantalones deportivos de color caqui, una chaqueta azul y corbata roja, listo para una comida de domingo.

¡Será imbécil!

—¿Qué te trae por aquí? —le pregunto sin sonreír, porque no pienso poner buena cara ante semejante tipejo.

—Pues... se me ocurrió pasarme a saludar.

—Muy bien. ¿Quieres tomar una copa? —pregunto—. ¿O mejor te traigo una botella entera de Old Kentucky?

Frunce el ceño. Tiene la nariz y la frente coloradas, como si hubiera estado trabajando al sol.

—Mira, sé que ha pasado tiempo desde aquel día, pero he venido para pedirte perdón.

—¿Quién te envía? ¿Hilly o William?

En el porche tenemos ocho mecedoras vacías, pero no pienso invitarle a tomar asiento.

Dirige su mirada al horizonte, donde por el oeste el sol se hunde entre los campos de algodón. Esconde las manos en los bolsillos del pantalón como un niño.

—Sé que fui un poco... grosero aquella noche. Le he estado dando vueltas a lo que pasó y...

Me da la risa. Me molesta tanto que haya venido hasta aquí para hacerme revivir lo que sucedió.

—Es que... mira —añade—: le repetí cien veces a Hilly que no estaba listo para ninguna cita. Pero no hubo manera.

Aprieto los dientes. No me puedo creer que aunque la cita fue hace ya meses todavía sienta el calor de las lágrimas asomando a los ojos. Entonces recuerdo cómo me sentí aquella noche: como un trapo usado, algo ridículamente amañado para ese hombre.

—Entonces, ¿por qué acudiste?

—No lo sé. —Mueve la cabeza—. Ya sabes lo pesada que puede llegar a ser Hilly.

Me quedo esperando a ver qué más le ha traído hasta aquí. Se pasa una mano por el pelo castaño claro. Lo tiene tan espeso que parece enmarañado. Tiene aspecto de cansado.

Aparto la vista de él porque, en cierto modo, es un adulto con cara de adolescente resultón, pero esto no es algo en lo que me apetezca pensar en este momento. Sólo quiero que se marche y dejar de sentir esta horrible sensación. Sin embargo, termino diciendo:

—¿Qué quieres decir con eso de que no estabas listo?

—Que no estaba preparado para una cita. No después de lo que me había pasado.

Le miro a los ojos.

—¿Tengo que adivinarlo o vas a contármelo?

—Lo que pasó entre Patricia van Devender y yo. Había pedido su mano hacía un año y luego... Pensaba que lo sabías.

Se deja caer en una mecedora. No me siento a su lado, ni pienso sentir compasión por él.

—¿Qué pasó? ¿Te dejó por otro?

—¡Demonios! —Hunde la cabeza en las manos y masculla—: Eso habría sido una maldita fiesta de carnaval comparado con lo que sucedió.

Me corto para no decirle lo que me gustaría: que fuera lo que fuese lo que esa mujer le hizo, seguro que se lo merecía. Pero da tanta pena que prefiero callar. Ahora que su pose de tipo duro y su parloteo de alcohólico se han evaporado, me pregunto si será siempre igual de patético.

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