Me alojaron en una habitación extremadamente fría e incómoda del palacio de Jerjes, que estaba —y seguramente aún está— inconcluso. Mi servidumbre se instaló en el barrio pobre que ha crecido fuera de las murallas del recinto real.
Debo decir que abrigaba cierta esperanza de que me condenaran a muerte por algún crimen imaginario. Estaba perdiendo la vista, y eso significa que uno está obligado a escuchar atentamente a las demás personas. La crueldad definitiva. Y además… había terminado mi jornada. Lamentablemente, gozaba de un alto favor.
No me llamó el Gran Rey, sino la reina madre, Amestris. Había decorado espléndidamente la tercera casa del harén. Aunque las habitaciones eran pequeñas, las había tornado opulentas. En aquella en que me recibió, las paredes estaban totalmente cubiertas de hojas de oro que imitaban las hojas del loto. Ella misma parecía envuelta en el mismo material. Tan pronto como se retiraron los ujieres, quedamos a solas. Supuse que era un tributo a mi avanzada edad.
—Eres el último —susurró Amestris; y se ruborizó.
Al cabo de tres días en la corte, me había acostumbrado a ser aclamado, con gran reverencia, como «el último». Emití algunos ruidos inarticulados de anciano, para demostrar a la reina que no sólo era el último, sino que pronto el último también desaparecería. Quién sería, después, el último, me pregunté. Tal vez ella misma. Amestris no había envejecido bien. Estaba muy delgada, y el bonito rostro de antes tenía profundas arrugas. Sin embargo, casi no llevaba pintura. Supongo que el aspecto grotesco de Atosa en sus últimos años fue una advertencia para su nuera.
—Siéntate —dijo. Eso demostraba claramente que, a sus ojos, yo estaba casi muerto. Como estaba, y estoy, bastante achacoso, me dejé caer, agradecido, en un taburete junto a su silla de marfil. Amestris olía a mirra. Este costosísimo ungüento había sido tan abundantemente frotado sobre su rostro que la piel floja y arrugada tenía un extraño brillo nacarado.
—Tú querías a mi marido el Gran Rey. —Las lágrimas afloraron a sus ojos. Me pareció que eran totalmente sinceras. Después de todo, es posible consentir en la muerte de una persona amada. Yo no hubiese podido. Pero los aqueménidas pueden, y lo hacen—. Somos los últimos de quienes lo han querido.
Al menos, podía compartir con alguien mi condición terminal. Pero elegí el tacto.
—Sin duda, nuestro Gran Rey, y sus hermanos y hermanas…
—Los jóvenes no sienten lo que nosotros sentimos —dijo vivamente—. Tú has conocido a Jerjes como hombre y como amigo. Yo, como marido. Ellos solamente han conocido al Gran Rey. Además, los niños no tienen corazón. ¿No ha sido ésa tu experiencia?
—No conozco a mis hijos.
—¿Te refieres a los dos hijos que has dejado en la India?
—Sí, Gran Reina. —La casa de los libros contenía toda clase de informaciones sobre mí, o sobre cualquier otro miembro de la corte, reunidas a lo largo de los años por los agentes secretos. Me pregunté de repente por qué Amestris se habría tomado la molestia de llamarme. Me sentí un tanto incómodo. Aunque anhelo la muerte, la tarea concreta de morir puede tener sus aspectos desagradables.
—Estaban vivos el año pasado. La cancillería ha recibido un informe bastante detallado de nuestra misión comercial en Shravasti. Pero tu esposa Ambalika ha muerto. Las mujeres no duran mucho en ese clima.
—Así es, señora. —No sentí nada. Ambalika había desaparecido para mí después de aquel encuentro final en que ella había decidido tan resueltamente mi muerte oficial.
—Ambalika se casó con su hermano después de tu partida. Debo reconocer que no alcanzo a comprender sus costumbres. Quiero decir, ella era todavía tu esposa. Por supuesto, las mujeres siempre son malignas. —Con el ceño fruncido, Amestris volvió al tema de los hijos. Pensaba mucho en los suyos. Era del dominio público que la Gran Reina odiaba a su hija Amystis, cuyo apasionado romance con el hermoso Apolónides era notorio. Después de recordar largamente a Jerjes, Amestris fue al tema—. Los griegos quieren la paz. O eso dicen.
—¿Qué griegos, Gran Reina?
Amestris asintió.
—Ese es siempre el problema, ¿no es verdad? Por el momento, tenemos aquí dos embajadas. Una de Argos, ciudad muy amada por Jerjes, si es posible amar algo tan… tornadizo como una ciudad griega. La otra viene de Atenas.
Sin duda, demostré sorpresa.
Amestris asintió.
—También nosotros nos hemos sorprendido. Creemos que vienen de buena fe. ¿Pero quién puede saberlo? El embajador ateniense es Calias, el cuñado de Cimón.
—¿Un aristócrata?
—Sí. Y eso significa que es antipersa. Pero, sea él como sea, ha sido designado por el actual gobierno, que es democrático, para negociar con nosotros.
Amestris podía hablar con claridad, cosa negada al Gran Rey, quien debe en todo momento conducirse casi como una deidad, rodeando cada átomo de una argumentación, sin hacer nunca distinciones específicas. Por otra parte, Amestris es un poco como un eunuco de gran categoría: lee incesantemente los informes de la cancillería y sabe mil y un detalles acerca de mil y una cosas, pero con frecuencia no capta lo principal, cosa que hacía infaliblemente Atosa.
—El nieto de Hipias se ocupa de la embajada de Argos —dijo Amestris, con su sonrisa tímida—. Hemos pensado que podía ser poco delicado emplear al nieto del tirano como intermediario ante los demócratas atenienses. Nos agradaría, en consecuencia, que tú trataras con Calias.
Acepté la misión.
Desde el principio, Calias y yo nos llevamos muy bien. Me contó su historia de Maratón. Las primeras veces me gustó mucho. Después me aburrió. Hoy me agrada nuevamente. En esta vida hay muy pocas cosas que se conserven iguales; es, por lo tanto, un placer, oír a un hombre que persiste en narrar, año tras año, la misma historia con las mismas palabras. En el torbellino que es este mundo, el aburrimiento de Calias es una constante.
Mostré Persépolis a Calias y al resto de su embajada. Se impresionaron como correspondía, no sólo ante la riqueza de Persia —para la cual estaban preparados—, sino también ante las extraordinarias maravillas arquitectónicas creadas por Jerjes. Dos de los atenienses eran constructores. Uno era amigo de Fidias, y estoy seguro de que justamente detrás de esta casa, entre el ruido y los ladrones, se está construyendo ahora una réplica del palacio de invierno de Persépolis, como un símbolo del genio ateniense…
No estoy autorizado a revelar los detalles del tratado. Eran secretos hace catorce años, cuando se iniciaron las conversaciones, y son secretos ahora que la paz está en vigencia, después de la oportuna muerte de Cimón en Chipre, hace tres años. Puedo decir, eso sí, que cada parte se ha comprometido a mantenerse dentro de su propia esfera. Persia no interferirá en el Egeo. Grecia no interferirá en Asia Menor. En contradicción con la leyenda, no hay un tratado firmado y sellado, porque el Gran Rey sólo puede celebrar tratados con sus iguales. Como es el rey de reyes, no tiene iguales. Por lo tanto, sólo puede dar su asentimiento a un tratado. Y como los sentimientos persas eran todavía violentamente antigriegos a causa de aquel asunto de la desembocadura del río Eurimedonte, las negociaciones se llevaron en secreto. Sólo el Gran Rey, la reina madre y yo conocemos todos los detalles.
Cuando finalmente Cimón murió y el general Pericles asumió firmemente el control del estado, el tratado fue aceptado por ambas partes y yo fui enviado a Atenas como símbolo corpóreo de nuestro magnífico acuerdo. Esperemos que la paz dure más que este símbolo, que no tiene la menor intención de soportar otro invierno en esta horrible ciudad, esta casa llena de corrientes de aire, esta alocada política.
Tú enterrarás mis restos, Demócrito. Quiero retornar lo antes posible a la unidad original. ¡Qué curioso desliz! He citado al maestro Li. No he querido decir unidad original, por supuesto. Me refiero al Sabio Señor, de quien proviene nuestro espíritu, y a quien nuestro espíritu, purificado por la Verdad, ha de regresar al final del tiempo del largo dominio.
Para tu satisfacción, Demócrito, debo reconocer que durante mi última audiencia con la reina madre, me encantó y alegró la presencia de un eunuco de veinte años llamado Artoxares. Nos ayudó inmensamente a elaborar los detalles del tratado. Si es verdad que Amestris goza de sus incompletos favores, la alabo por su buen gusto. Artoxares es no sólo inteligente, sino también bello. Se dice que mantiene relaciones con Apolónides, el amante de Amystis. Temo que un día esas dos poderosas damas se enfrenten. Cuando eso ocurra, me sentiré, por primera y única vez, contento de vivir en Atenas, en el exilio.
La Paz de Pericles
Anoche, el general Pericles celebró el tercer año de mi embajada con una velada musical en casa de Aspasia. Como todo lo que se relaciona con mi embajada, pocas veces reconocida y aún menos bien vista, la fiesta se celebró en relativo secreto, y a último momento. Poco antes del ocaso, cuando me disponía a acostarme, Demócrito trajo la noticia de que el general quería verme. Atravesamos deprisa la ciudad, con el rostro oculto por chales, para que los conservadores no pudiesen pensar que el infame representante del Gran Rey conspiraba con Pericles para esclavizar Atenas.
Dos policías escitas montaban guardia en el extremo del sendero —no se le puede llamar calle— que lleva a la casa de Aspasia. Preguntaron a Demócrito qué hacíamos allí. Él dio un santo y seña, y nos permitieron continuar.
Yo tenía demasiado calor al llegar. Los veranos son aquí tan cálidos como fríos los inviernos. En realidad, el clima es casi tan malo como en Susa, si tal cosa es posible. Pero lo cierto es que yo soy, ahora, muy sensible al calor y al frío. Anoche, cuando entramos en casa de Aspasia, estaba empapado en sudor.
Demócrito asegura que el interior es muy elegante. Pero ¿cómo puedes saberlo? A pesar de la riqueza de tu bisabuelo, la casa de Abdera donde has nacido era, por decir lo menos, rústica. De todas las casas atenienses, la única que me parece cómoda y espléndida es la de Calias. Tengo conciencia, por cierto, de que hay tapices sobre el suelo de mármol y de que arden en los braseros maderas de dulce fragancia.
Se entra en casa de Aspasia por un largo y estrecho corredor, de cielo raso bajo, que conduce a un pequeño patio. A la derecha hay una sala con un pórtico, no mucho más grande que la habitación en que nos encontramos ahora, tratando de eludir el calor del sol.
Advertí de inmediato que estábamos en casa de una dama milesia. Costosos perfumes adornaban el aire, y los músicos tocaban con tal suavidad que no era preciso escuchar la música. Esto es muy raro en Atenas, donde los ciudadanos tienen tan poco sentido musical que, cuando asisten a un concierto, se esfuerzan por oír cada nota tratando de imaginar por qué deberían sentirse encantados. Los griegos de Jonia, en el Asia Menor, son distintos. Consideran la música como un complemento de la conversación, de la comida e incluso del amor. La música forma parte del aire que respiran, no es una ecuación matemática que sólo un Pitágoras puede resolver.
Cuando llegamos, había una docena de personas. Demócrito dice que había, en realidad, diez invitados, y varios esclavos de Sardis, que servían la comida o tocaban música. Fui recibido por Evangelos, el mayordomo de Pericles. Aunque este famoso personaje suele estar en el campo, ocupado en cuidar las granjas —y los dos hijos legítimos— del general, había pasado en Atenas toda la semana pasada, celebrando junto a los demás atenienses el trofeo de la victoria que la asamblea había votado otorgar a Pericles. En apariencia, el motivo era la reconquista de Eubea; pero en realidad, se refería a la decisión con que Pericles trató al rey de Esparta cuando el ejército espartano ocupó el Ática el invierno pasado, mientras los atenienses se apretujaban detrás de sus largas murallas.
Cuando el mensaje de rendición de los espartanos llegó a Eleusis, la asamblea estuvo tentada de obedecer. Después de todo, el ejército espartano era el mejor del mundo griego. ¿Para qué resistir? Atenas es una potencia marítima, no terrestre. Pero Pericles no tenía la menor intención de rendirse. Arregló un encuentro secreto con el rey de Esparta, un adolescente de anchos ojos que jamás había salido del Peloponeso. Conscientes de la juventud e inexperiencia del rey, los suspicaces ancianos de Esparta asignaron a un asesor especial la tarea de vigilar de cerca al joven rey. Pero, como Pericles observó más tarde, este tipo de precaución sólo supone en Esparta la duplicación del precio. El rey recibió tres talentos de oro, que debía recoger en Delfos; al asesor —un agudo estadista— se le entregaron allí mismo siete talentos. Tan pronto como el rey y el asesor cobraron su dinero, el ejército espartano se marchó a su casa. Los ancianos multaron al joven rey con una enorme suma, mientras el consejero huía a Sicilia, donde, presumiblemente, goza ahora de su fortuna.
—Sólo tengo un problema —dijo Pericles en la fiesta—: explicar el pago de ese dinero a la asamblea.
El consejo de Aspasia fue muy directo.
—Cuando presentes tus cuentas, di simplemente: «por gastos indispensables, diez talentos».
Tengo el presentimiento de que Pericles hará exactamente eso. Por cierto, nadie ignora que los espartanos fueron sobornados. Cuando felicité a Pericles por haber pagado un precio tan bajo por la paz, su respuesta fue pesimista: