Asistí a la coronación de Artajerjes en la santa Pasargada. Aunque volví a ser designado, generosamente, amigo del rey, no quise valerme de ese privilegio. A los soberanos jóvenes no les agradan las reliquias de los anteriores reinados, de modo que me dispuse a retirarme a mis propiedades, al sur de Halicarnaso. Mi vida pública había terminado; al menos eso creí.
Poco antes de marcharme de Persépolis fui convocado por el Gran Rey. Naturalmente, me asusté. ¿Quién deseaba perjudicarme? Esa era la pregunta que uno siempre se hacía cuando el ujier alzaba su vara oficial y declamaba:
—El amo convoca a su esclavo. Ven conmigo.
Artajerjes se encontraba en un pequeño despacho del palacio de invierno. No recuerdo por qué no estaba viviendo en el nuevo palacio de Jerjes. Supongo que, como de costumbre, se estaría construyendo algo.
A los dieciocho años, Artajerjes era un joven bello, aunque frágil. Como aún su barba no estaba plenamente florida, su rostro tenía cierto aire femenino. En la infancia había sufrido una enfermedad que había afectado su brazo y su pierna izquierdos. En consecuencia, la mano derecha era considerablemente más grande que la izquierda. Y por esto, cuando deseamos hablar del Gran Rey sin mencionar su nombre, lo llamamos el de la larga mano.
De pie, a la derecha del Gran Rey, estaba el nuevo comandante de la guardia, Roxanes, una figura imponente que se había distinguido en las guerras griegas. A la izquierda se encontraba el bien parecido médico Apolónides: gozaba de gran favor porque hacía poco que había salvado la vida del Gran Rey, aquejado de unas fiebres devastadoras.
Como siempre, Artajerjes me trató con cordialidad. Y como siempre en su presencia, me desconcertó ver los ojos de Jerjes implantados en una cara totalmente distinta. Era como si mi querido amigo me mirara a través del rostro de su hijo.
—Tenemos necesidad de ti, amigo del rey. —La voz del joven era todavía débil, a causa del reciente acceso de fiebre.
Anuncié que estaba dispuesto a dar la vida por mi nuevo amo.
Artajerjes fue directamente al asunto.
—La viuda de Artabanes es griega. Por esa razón, Artabanes albergaba a un exiliado griego. Como estabas muy cerca de mi padre el Gran Rey, y como eres además medio griego, quiero que traduzcas para mí lo que este hombre tenga que decir, y que luego me des tu opinión sobre él.
Artajerjes dio una palmada con su corta mano izquierda contra su larga mano derecha. Las puertas de cedro se abrieron, y dos ujieres trajeron a un hombre bajo y macizo ante la presencia real. Hubo una larga pausa durante la cual el hombre y el Gran Rey se miraron, desdeñando el protocolo. Luego, lentamente, el hombre se dejó caer sobre sus rodillas y, con igual lentitud, se prosternó.
—¿Quién eres, griego? —preguntó Artajerjes.
La respuesta llegó desde el suelo.
—Soy Temístocles, hijo de Neocles. Soy el general ateniense que destruyó la flota del Gran Rey Jerjes.
Artajerjes me miró. Algo titubeante, traduje ese asombroso discurso. Para mi sorpresa, Artajerjes sonrió.
—Dile que se ponga de pie. No recibimos todos los días a un enemigo tan famoso.
Temístocles se puso de pie. El espeso cabello gris crecía tres dedos por encima de unas rectas cejas negras que sombreaban los ojos negros, luminosos, alertas. Era obvio que no temía al Gran Rey, ni a nadie. Pero era rápido y previsor, y estaba lleno de tacto.
—¿Por qué Artabanes no te presentó a mi padre?
—Tenía miedo, señor.
—¿Y tú no?
Temístocles sacudió la cabeza.
—¿Por qué habría de tenerlo? En dos ocasiones serví correctamente a tu padre.
—Mi padre no consideró útil un servicio como la destrucción de un tercio de su flota en Salamina. —Artajerjes se estaba divirtiendo.
—No, señor. Pero inmediatamente antes del encuentro, dirigí un mensaje al Gran Rey. Le dije que la flota griega se preparaba para huir. Le dije que era ésa la oportunidad de atacar.
—Atacó —respondió Artajerjes—. Y de nada sirvió.
—Atacó, señor; y habría ganado la batalla si no lo hubieran traicionado sus propios capitanes fenicios.
Esto era a la vez verdad y mentira. Es innecesario aclarar que yo no pensaba exceder los límites de mis humildes funciones de intérprete. Artajerjes escuchó atentamente mi traducción literal. Luego asintió.
—¿Cuál fue —preguntó— el segundo servicio que prestaste a mi padre?
—Le advertí, con otro mensaje, que parte de la flota griega se proponía destruir el puente entre Asia y Europa.
—Es verdad —dijo Artajerjes.
Nuevamente, esto era verdad y mentira al mismo tiempo, y muy típico de aquel astuto griego. Como Temístocles deseaba que los griegos resistieran y derrotaran a los persas, obligó a Jerjes a atacarlos. De este modo forzó a los griegos a luchar por sus vidas, cosa que hicieron. Luego los fenicios desertaron y los griegos ganaron la batalla, o, para ser preciso, los persas la perdieron. Esto fue una sorpresa tanto para los griegos como para los persas. La advertencia de que el puente sobre el Helesponto sería destruido fue el golpe maestro de Temístocles. Quería que Jerjes se marchara de Europa. Como dijo a sus amigos de Atenas: «No destruyáis en ninguna circunstancia ese puente. Si no permitimos a Jerjes retornar a Persia, tendremos un león suelto en Grecia. Si cortamos la retirada al Gran Rey, saldrá de debajo de su parasol dorado con una espada en cada mano y con el ejército más poderoso del mundo a sus espaldas».
Así, Temístocles logró servir al mismo tiempo a Grecia y a Persia. Pero como los griegos desconocen la gratitud, Temístocles fue condenado al ostracismo. Más tarde, cuando Pausanias intentó obtener su ayuda para subvertir Grecia, se negó a unirse a la conspiración. Esto era poco griego por su parte. O quizás no confiara en Pausanias. Infortunadamente, en el juicio que se siguió a Pausanias, se presentaron cartas ambiguas de Temístocles, y los atenienses ordenaron a este último retornar con la intención de condenarlo a muerte por traición. Entonces, Temístocles huyó a Persia, a casa de Artabanes, cuya esposa estaba emparentada con la madre de Temístocles. Era una dama de Halicarnaso.
Cuando se considera la reciente y peculiar ley del general Pericles, en cuya virtud nadie puede ser ciudadano de Atenas si ambos padres no son nativos, se debe destacar que ahora los dos mayores comandantes de Atenas, Temístocles y Cimón, no serian admitidos como ciudadanos. Las madres de los dos eran extranjeras.
—Háblanos —dijo el Gran Rey— de ese fastidioso griego que practica la piratería en nuestras aguas.
—¿Piratería, señor?
Temístocles no lograba interpretar todavía el estilo oblicuo de nuestros Grandes Reyes, que siempre afectan ignorar el nombre y el país de origen de todas las personas. Hasta el fin de su vida, la reina Atosa sostuvo que Atenas estaba en el África y que sus habitantes eran unos enanos negros como el carbón.
—Eurimedonte —dijo Artajerjes con sombría precisión.
El Gran Rey conocía el lugar. Todos los persas lo conocen. Los griegos que se jactan de Maratón, Platea y Salamina como victorias maravillosas no comprenden que ninguno de esos encuentros tuvo la menor significación para Persia. El hecho de que los griegos lograran resistir en las ciudades incendiadas del Ática no les bastó para cubrirse de gloria militar. Pero en Persia hubo una terrible conmoción ante la victoria obtenida por Cimón en la desembocadura del río Eurimedonte. Muchas veces he pensado que, en realidad, la terminante victoria de Cimón en suelo persa fue el principio del fin de Jerjes. A partir de ese momento, la política del harén y la política del ejército empezaron a converger, y el Gran Rey fue derrocado.
—Cimón, hijo de Milcíades… —empezó Temístocles.
—Nuestro traicionero sátrapa.
Los persas no olvidarán nunca que Milcíades fue durante muchos años un leal esclavo del Gran Rey, quien le otorgó vastas propiedades en el Mar Negro.
—El vencedor de Maratón…
—¿Dónde es eso? —Artajerjes parpadeó con los ojos de su padre.
—Es un lugar sin importancia. —Dada mi posición como interprete, pude observar la ágil mente de Temístocles en acción. Mientras medía al Gran Rey, ajustaba rápidamente su propio estilo—. De todos modos, señor, ese pirata es también mi enemigo.
—¿Quién puede aprobar la piratería? —Artajerjes miró a Roxanes, envarado por el disgusto hacia ese hombre a quien siempre llamó «la serpiente griega».
—En Atenas, señor, hay dos partidos. Uno anhelaría la paz con el rey de reyes. Yo pertenezco a él. De nuestro lado está la gente común. Contra nosotros están los terratenientes, que derribaron a los tiranos. Hoy, Cimón es lo que yo fui ayer, el general de Atenas. La causa de la gente común sufrió una derrota cuando fui condenado al ostracismo.
—Pero, sin duda, eso significa que la mayoría de la gente común votó contra ti. —Artajerjes vacilaba entre seguir simulando ignorancia acerca de esa insignificante ciudad africana y la habitual pasión de los hombres muy jóvenes por ganar un punto y ser considerados inteligentes. Jerjes no cometió jamás ese error. Quizás hubiese sido mejor que lo cometiera.
—Sí, señor. Pero habían sido azuzados contra mí por los conservadores antipersas. Se dijo que yo estaba conspirando con Pausanias para destruir los estados griegos. De todos modos, como quizás hayas oído decir, señor, los griegos se cansan muy pronto de sus jefes. Que yo haya sido jefe del pueblo no significa que al pueblo le agradara mi autoridad.
—Ahora eres un exiliado, y el pirata ataca tierras continentales de nuestros imperios. ¿Qué debemos hacer?
—Tengo un plan, señor.
Temístocles era el griego más sutil que he conocido nunca. Siempre encontraba la manera de hacer, al menos una vez, lo que se proponía. Era un verdadero Ulises. Antes de revelar su plan al Gran Rey, pidió un año para aprender el persa. Dijo:
—Vuestra lengua es como una de vuestras extraordinarias alfombras: intrincada, refinada, hermosa. No puedo expresarme por medio de un intérprete, por hábil que sea.
El Gran Rey otorgó a Temístocles ese año. También le dio una hermosa propiedad en Magnesia. Luego le dio a besar su larga mano, y lo despidió.
Cuando Temístocles se hubo alejado de la presencia real, Artajerjes aplaudió con ambas manos, se puso de color rosa subido y exclamó:
—¡Lo tengo! ¡Tengo al griego!
Como se comprobó, Temístocles no tenía otro plan que esperar el inevitable ostracismo de Cimón, que se produjo cuatro años más tarde. En esos años, Temístocles no sólo aprendió a hablar persa sin acento, sino que recibió el gobierno de Magnesia. Se le encargó también la construcción de una nueva flota y la instrucción de nuestros marinos al modo griego. En aquel tiempo, las naves persas eran fortalezas flotantes, difíciles de dominar en el combate, que se incendiaban con facilidad. Temístocles modernizó la flota persa.
¿Habría dirigido una expedición contra los suyos? Los conservadores de Atenas sostienen que ésa era su intención. Elpinice está convencida, ciertamente, de que era un traidor. Pero ella sólo piensa en la gloriosa memoria de su hermano Cimón. Yo pienso que Temístocles solamente quería vivir y morir en paz y comodidad, cosa que logró. Murió cinco años después de su llegada a nuestra corte. Algunos dicen que se suicidó. Yo estoy seguro de que no fue así. Es una ley general que los grandes, hombres no viven mucho una vez que se alejan del pueblo al que han ennoblecido.
Durante los diez años que pasó Cimón en el exilio, el poder de Atenas se deterioró visiblemente. Una tentativa de invadir Egipto fue aplastada por Megabizo. En realidad, todo lo que emprendió el llamado partido del pueblo fracasó, excepto la conquista de la isla de Egina y una o dos escaramuzas victoriosas en los alrededores de Atenas. Sin Temístocles ni Cimón, Atenas fue —y es— un lugar sin particular interés para el mundo.
Cuando Cimón regresó del exilio, se le entregó el mando de la flota. Pero había perdido sus mejores años. Y, lo que era peor, también los atenienses habían perdido esos años. Cuando Cimón murió en Chipre, el imperio ateniense terminó, y el imperio persa estuvo seguro. Efialtes y Pericles han sido un modesto relevo de aquellos héroes.
No repitas estos pensamientos, Demócrito, ante quienes podrían disentir con un hombre anciano que ha visto más en este mundo de lo que se proponía —y mucho menos quería— ver.
Mis últimos años en Persia eran, pensaba yo, simplemente, mis últimos años. Gocé del retiro. Nunca fui a Susa. Me ocupé de redactar informes para la segunda sala de la cancillería. Escribí sobre Ajatashatru, Catay, la ruta de la seda. Mi trabajo fue acogido con cortesía y consignado de inmediato a la casa de los libros.
Tuve frecuentes encuentros con la comunidad zoroastriana. Ahora, de viejo, era tratado con deferencia. Pero jamás logré interesar a los zoroastrianos en las ideas de deidad o no deidad que había encontrado en el oriente. También observé, con más resignación que alarma, que la singularidad del Sabio Señor se estaba fragmentando. Los viejos dioses-demonios retornaban disfrazados de aspectos del Uno que es Dos pero volverá a ser Uno nuevamente al final del tiempo del largo dominio. Los dioses-demonios no se rinden fácilmente. Hace poco, el Gran Rey erigió un altar a Arta, la justicia, como si esa cualidad fuera un dios aparte.
El ostracismo de Cimón tuvo una buena consecuencia Quiero decir para Persia. Cuando Cimón reinaba en Atenas, no había ninguna posibilidad de paz entre el imperio y los aliados griegos. A su caída, el líder democrático Efialtes restauró rápidamente el poder de la asamblea del pueblo. Cuando Efialtes, en recompensa por sus esfuerzos, fue asesinado, el mando pasó al joven Pericles, cuya primera decisión fue la paz con Persia. Envió a Persépolis una embajada cuya cabeza era Calias.
Y así fue que, a mis sesenta años, recibí la orden de comparecer ante el Gran Rey en Persépolis. Yo estaba tranquilo. Era natural: ya no siento angustia ni temor cuando alguien poderoso me llama, sin excluir a nuestro potentado local, el general Pericles. Podría decir, parafraseando a Confucio, que la muerte está cerca y los reyes lejos.
No había visitado Persépolis desde el momento de la coronación de Artajerjes. Cuando me presenté en el palacio de invierno, era un desconocido para todos, excepto unos pocos eunucos de la segunda sala de la cancillería, que lloraron al verme. Los eunucos tienen tendencia al sentimentalismo cuando envejecen. Yo no. Más bien al contrario. Pero es verdad que nosotros, los ancianos, somos lo único que queda del reino de Darío, y del gran mediodía de Persia. Y tenemos mucho de que hablar, y aun de que llorar.