—Y después de eso, serás demasiado viejo para poder volver aquí.
El estilo directo de Ambalika siempre me había sorprendido. Y encantado. En la oscuridad, mientras oía su voz clara y burlona, olvidé las opulentas carnes en que se había sumergido la delgada jovencita con quien me había casado en un momento tan remoto que parecía, aun entonces, otra vida.
—¿Querrías que me quedara?
—No lo creo —respondió—. Hemos estado separados demasiado tiempo.
—¿Y el rey?
Ambalika guardó silencio. Pasé mi brazo en torno de sus hombros. Fue un error. La ilusión de juventud creada por la oscuridad se disipó con el roce. Pero permanecimos abrazados durante algún rato. Luego ella me habló de la época sangrienta por la que habían pasado los países de la llanura del Ganges.
—Nos asustamos, especialmente cuando el ejército de Koshala fue destruido. Estábamos a punto de abandonar la ciudad cuando el rey nos mandó decir, secretamente, que debíamos quedarnos. Shravasti no seria tocada, porque era la residencia del Buda. —Rió suavemente junto a mi cuello—. El interés de mi padre por el Buda no es mucho mayor que el mío. Pero sabía que el Buda era popular. Y también que la orden budista odiaba al rey Virudhaka por haber destruido la república de Sakya. Por supuesto, nadie sospechaba que mi padre eliminaría todas las demás repúblicas inmediatamente después de su coronación en Shravasti. Fuera como fuera, la gente recibió aquí a mi padre como a una especie de liberador. Y hasta el momento ha procedido bien.
—¿Lo has visto?
—Oh, sí. Estamos en muy buenos términos, y por supuesto, está encantado con sus nietos. Me ha preguntado muchas veces por ti. Espera volver a verte, llora…
—¿Todavía?
—Sí. Sólo que ahora hay muchos más motivos que antes para llorar.
Aparte de esa única frase, Ambalika no formuló otras críticas a su padre. Conviene recordar que el poder siempre atrae a las mujeres. No creo que llegue a existir nunca un conquistador lo bastante sanguinario para que la mayoría de las mujeres rechace acostarse con él, en la esperanza de dar a luz un hijo exactamente tan feroz como su padre.
Poco antes del carnaval anual que cae como el vendaval sobre Shravasti con sus días enteramente consagrados a los placeres, el príncipe Jeta y yo visitamos a Ananda en el monasterio budista. Yo acompañaba a pie la litera del príncipe Jeta.
—Rara vez abandono la casa —murmuró él mientras nos abríamos paso por entre la alegre multitud—. Pero quiero estar presente mientras hablas con Ananda. Le encantarán tus historias de Catay. —El príncipe Jeta había oído fascinado mis relatos acerca de Confucio y el maestro Li, y pensaba que el nuevo jefe de la orden budista se interesaría igualmente. Ésta fue la única señal de ingenuidad que advertí en mi antiguo amigo. Si hay una cosa que un sacerdote profesional detesta es que le hablen de una religión o un sistema de pensamiento rival.
El parque de bambúes integro pertenecía ahora a la orden budista. La cabaña en que había vivido el Buda estaba rodeada por una pared baja, y muy cerca se estaba construyendo un gran edificio nuevo.
—Un convento —explicó el príncipe Jeta—. Lo está construyendo Ambapoli. Ella será la monja superior.
—¿La cortesana de Vaishali?
—Sí. Vino aquí, con todo su dinero, después de la muerte del Buda. Y tuvo suerte.
—Sí. He visto las ruinas de Vaishali.
—Dedicará a la orden el resto de su vida. La admiro profundamente. Es una verdadera santa.
—Es muy anciana —no pude dejar de agregar. Es muy corriente que las cortesanas de éxito se vuelquen a la filosofía o la religión cuando su belleza se disipa. Será interesante ver qué ocurre con Aspasia.
Ananda tenía cierto parecido con el Buda, parecido que él no se esforzaba en disimular. Entre numerosas inclinaciones, el jefe del sangha escoltó la litera del príncipe Jeta hasta el salón principal del monasterio. Yo les seguía.
Varios cientos de jóvenes monjes recitaban las palabras del Buda. Vi que muchos usaban túnicas naranja recién hechas. Esto era una innovación. En los viejos tiempos, sólo podían vestir los harapos que habían mendigado.
Ananda nos condujo a una habitación de cielo raso bajo, detrás del tercer patio.
—Aquí es donde me esfuerzo en recordar —dijo.
Cuando se retiraron los portadores de la litera del príncipe Jeta, Ananda se volvió a mí.
—Es un placer que hayas vuelto —dijo—. Sariputra hablaba encomiosamente de ti.
El príncipe Jeta informó a Ananda de mis andanzas en Catay, y el sacerdote simuló interés. Pero fue el príncipe, y no Ananda, quien me pidió que explicara la sabiduría de los catayanos. Lo hice, brevemente. Ananda estaba cortésmente aburrido, y finalmente declaró:
—El maestro Confucio me parece demasiado mundano para ser serio.
—Cree que el mundo de los hombres es el único que hay —respondí—. Y por eso estima tan importante la conducta del hombre en el único mundo existente.
—En ese último punto, ciertamente concordaríamos. Y su noción del verdadero caballero se acerca mucho a la verdad, según nuestro conocimiento. Por eso me parece tan extraño que no haya descubierto aún algo tan evidente como el nirvana. Cuando parece encaminarse hacia las cuatro nobles verdades —Ananda produjo, chasqueando la lengua contra la mejilla inflada, un ruido vulgar— se detiene.
—No creo que le interese ir más allá de este mundo.
—Debemos compadecerlo por eso.
—Me parece innecesario compadecer a Confucio. —Hablé con más vehemencia de la prevista, y el príncipe Jeta desvió la vista hacia mí.
Ananda sonrió.
—Nuestra piedad es general, querido. Compadecemos a todas las cosas vivientes. Vivir es estar atrapado en el ciclo del nacimiento y la reencarnación. Sólo el que estuvo aquí y se marchó logró lo que debería ser la deliberada finalidad de todos los hombres.
—El maestro K'ung no estaría de acuerdo.
Me sorprendí a mí mismo al oírme hablar como un discípulo de Confucio. En verdad, me había horrorizado su absoluta indiferencia respecto del Sabio Señor. No sólo era indiferente a la idea de la creación: se negaba a aceptar aun la dualidad implícita en todas las cosas. Aunque Confucio pertenecía por completo a este mundo, lo defendí ante Ananda. La perversidad humana no tiene fin. Supongo que siempre se tiene la tentación de desafiar a quienes creen que ellos, y sólo ellos, poseen la verdad, o el camino, o la clave del misterio.
—¿Qué idea tiene Confucio de la muerte? —Ananda fingía interés para no defraudar al príncipe Jeta.
—Verdaderamente, no lo sé. Sospecho que no le parece importante. Le interesa la vida.
—Está prisionero en la vida, pobre hombre.
—¿Quién no está prisionero? Confucio es un hombre honesto. Con frecuencia está triste. Confiesa sus imperfecciones, cosa que muy rara vez he visto hacer a los hombres santos de este mundo. —Ananda soportó el insulto con una sonrisa amable—. Quería gobernar un estado para el bienestar general. Esto se le negó, y él sufrió. Confucio le dijo a todo el mundo que ese sufrimiento probaba que no era en modo alguno un sabio perfecto.
—Que no era un sabio perfecto —repitió Ananda—. ¿Estás seguro de que no mostró signos del deseo de romper el ciclo del nacimiento, la muerte y la reencarnación?
—No creo que reconozca la existencia de ese ciclo.
—Eso es ignorancia.
—No; ignorancia, no. Es otra clase de conocimiento. Cree en una unidad original de la que provenimos y a la que volveremos.
—Eso es muy, muy perceptivo. —Ananda se volvió al príncipe Jeta—. Una prueba de la sabiduría absoluta del Buda. En el bárbaro Catay, un maestro es capaz de vislumbrar la verdad. No la comprende, ¿veis?, pero la siente. —Ananda me sonrió—. Nos complace profundamente saberlo. —La satisfacción del hombrecillo me irritaba sobremanera.
—Sin duda —respondí—, a Confucio también le encantaría saber que en un país lejano sus verdades son también percibidas, aunque oscuramente.
Ananda ignoró mis palabras y el desafío implícito. Miró al príncipe Jeta.
—Te agradará saber que finalmente hemos perfeccionado un sistema de desagües único, al menos en Shravasti. Hemos desviado las aguas de una corriente subterránea, de modo que ahora corre directamente por debajo de nuestras letrinas. Y también… —Habló con gran detenimiento de la higiene, un eterno problema en las ciudades de la India.
Finalmente, con cortesía, Ananda se volvió a mí.
—Creo recordar que cuando viniste aquí por primera vez, tenias teorías muy diferentes. En aquel momento creías en un dios supremo, un sólo creador del universo. Ahora, gracias a las enseñanzas de ese maestro de Catay, sólo te importa… la conducta en el mundo cotidiano.
No creí que recordara lo que había dicho acerca del Sabio Señor tantos años antes. Era una tontería. En lo que concierne a la memoria, el sacerdote profesional es peor —o mejor— que el poeta.
—No he cambiado —afirmé—. Aún creo en el Sabio Señor. Solo he mencionado las enseñanzas de Confucio para demostrar… —Me interrumpí, incapaz de recordar qué había querido decir al citar al mundano Confucio.
—Para demostrar las semejanzas entre su camino y el del Buda. Por supuesto. —Ananda sonrió, irritante—. Por cierto, tu sabio de Catay, al rechazar la idea de un dios creador, como Brahma o el Sabio Señor, muestra el principio de una verdadera inteligencia.
Acepté la blasfemia tan imperturbablemente, creo, como él había desviado mi desafío anterior.
—Es propio de alguien verdaderamente inteligente —contesté— el comprender que nada puede proceder de la nada. Por lo tanto, el mundo debe proceder de algo. El mundo ha debido ser creado, como lo fue, por el Sabio Señor.
—Pero a él, ¿quién lo creó?
—Él mismo se ha creado.
—¿A partir de qué?
—De la nada.
—Has dicho que nada procede de la nada.
Sí, Demócrito: había caído en la más antigua de las trampas. Me retiré ágilmente.
—No he querido decir «nada». Digamos que lo que había entonces, y hay ahora, y siempre habrá, es el siempre-así. —Sin pensarlo, me había apropiado del concepto del maestro Li—. Fue a partir del siempre-así que el Sabio Señor creó la tierra, el cielo y el hombre. Y luego la Verdad y la Mentira…
—Oh, querido —suspiró Ananda—, eso es muy primitivo. Perdóname. No quiero herir tus sentimientos. Pero aún tu amigo de Catay ha ido más allá de la noción de un dios celestial todopoderoso como el Sabio Señor, o Brahma, o el cielo, o como quieras llamarle. ¿Sabes?, una vez hubo un adepto de Brahma que se enfadó mucho con el Buda. Finalmente le dijo: «¿Cómo puedes rechazar a Brahma, el creador? ¿No comprendes que toda pena o felicidad, todos los sentimientos del hombre, provienen de una deidad suprema?».
—¿Y qué respondió el Buda? —Era obvio que el príncipe Jeta no había oído antes esa parte de la doctrina. ¿Era, quizás, una revelación reciente?
—Citaré la respuesta del Buda —dijo Ananda. Cerró luego los ojos y empezó a cantar—: «Y así, debido a la invención de una suprema deidad, los hombres se tornan asesinos, ladrones, concupiscentes, mentirosos, calumniadores, corrompidos, charlatanes, envidiosos, maliciosos y malintencionados. Y por lo tanto, para quienes vuelven a caer en la creación de un dios que sea la razón esencial, no hay deseo, ni esfuerzo, ni necesidad de hacer o no hacer una cosa u otra».
—Muy bien —susurró el príncipe Jeta.
—Es un disparate —respondí, con enfado—. Eso es sólo una parte. Una vez que el Sabio Señor se hubo creado a sí mismo, y a su sombra maligna, creó al hombre y le dio una opción: servir a la Verdad o a la Mentira. Quienes sirvan a la Mentira sufrirán después del juicio final, en tanto que aquellos…
—Es muy, muy complicado —dijo Ananda—. Es típico en esas deidades supremas. Toda esa maldad. Toda esa tontería. Después de todo, sí es un dios supremo, ¿por qué ha permitido la existencia del mal?
—Porque así permite que cada hombre haga su elección.
—Si yo fuera una deidad suprema, no me tomaría la molestia de crear el mal, ni el hombre, ni cosa alguna que no me complazca. Temo que, si deseas explicar a tu deidad suprema, te veas obligado a ir hacia atrás. El mal existe. No puedes explicar por qué. Entonces conviertes a tu creador en una especie de cruel deportista que juega con la vida humana. ¿Son obedientes o desobedientes? ¿Los torturaré o no? Todo eso, querido hijo, es demasiado primitivo. Por eso hemos abandonado hace mucho la idea misma de una deidad suprema. Y lo mismo ha hecho, según entiendo, tu amigo Confucio. Él comprende, como nosotros, que aceptar semejante monstruo implica respaldar el mal, puesto que el mal es también su creación. Por fortuna, nosotros miramos más allá de Brahma, más allá del Sabio Señor. Contemplamos la naturaleza del universo y vemos que es un circulo sin principio ni fin. Para quien sigue el camino intermedio, es posible mirar directamente a través del circulo y comprender que es una ilusión… como la eternidad. Y finalmente, por razones prácticas, pensamos que los hombres se conducen mejor en un mundo donde no existe una deidad suprema que respalde la malignidad y confunda a los simples. Como tu Confucio ha dicho sabiamente, «El cielo está lejos. El hombre está cerca».
No continué la discusión. Los ateos siempre pueden vencer a los creyentes en el Sabio Señor. Nosotros sabemos que es verdad. Ellos, no. Yo me sentí próximo a Confucio porque no intentaba eliminar el cielo. Él aceptaba lo que no podía comprender. Pero el Buda desafiaba al cielo con su indiferencia. No creo que nunca haya existido sobre la tierra un hombre más arrogante. Él afirmaba: «Yo existo. Pero cuando deje de existir, no existiré más y no habrá ninguna existencia en ninguna parte. Lo que los demás creen existencia es pura ilusión». Esto quita el aliento.
Demócrito dice que a él no le quita el aliento. Cree que el Buda dice también otras cosas. La creación continúa, afirma Demócrito, y la única anomalía es el yo defectuoso que observa la creación. Si se elimina ese yo, la materia permanece; está, como ha estado siempre. ¿El siempre-así? No puedo seguirlo. Para mí, lo que es, es.
Durante las semanas siguientes traté con los diversos comerciantes y corporaciones que deseaban negociar con Persia. Yo era en aquel momento una especie de mercader. Sabía qué se podía vender en Susa, y a qué precio. Me divertí mucho regateando en las tiendas instaladas en el mercado central. No es necesario decir que, cada vez que me entrevistaba con un mercader de importancia, o con el tesorero de alguna corporación, se mencionaba siempre el nombre de los Egibi. En cierto sentido, los Egibi eran una especie de monarca universal. Dondequiera que se vaya, los Egibi han llegado antes y ya han hecho sus negocios.