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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (25 page)

BOOK: Cormyr
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—¿Consultan con los suyos? —inquirió el rey, mirándolo a los ojos—. ¿No utilizábamos esa misma frase para escaparnos en un viaje relámpago a Arabel, donde bebíamos a nuestra llegada, y había mujeres por doquier con quienes compartir el brindis? Sí, hombre, ¿cuando éramos jóvenes y fuertes?

El chiste era tan flojo como débil estaba quien lo había contado, pero Vangerdahast rió aliviado. Un atisbo, al menos, del verdadero carácter de Azoun significaba que el rey no había perdido toda su esperanza.

Pero el monarca tenía mal aspecto, tenía el rostro verdoso y había dejado caer la cabeza a un lado, sobre la almohada.

—Así que... agotado... cansado —respiró con dificultad, mientras su voz se perdía en el silencio. Un latido después estaba completamente dormido, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada a un lado.

—Necesita descanso, ¿verdad? —preguntó el mago a los clérigos que en ese momento se dispusieron a tomar el pulso y poner una mano en la frente del rey.

—Pues claro —espetó uno de ellos, uno bajito cuyo rostro casi siempre quedaba oculto por un generoso mostacho—. ¿Quién podría curar a nadie en paz, con todo lo que sucede por aquí? —Señaló con gesto impaciente la larga cola que esperaba para ver al rey, a todos los nobles que andaban de cháchara.

—En términos generales, debo decir que estoy de acuerdo —dijo otro, volviéndose hacia Azoun—. Pese a todo, tal vez sea mejor que el rey hable con esta gente, al igual que ha hecho con usted. La conversación lo obliga a recurrir al ingenio, sobre todo si se sacan a colación temas de su interés, o de los que no haya oído hablar en un tiempo.

—¡Tonterías! —exclamó el primero de los clérigos—. ¡No se ha dado en la cabeza, ni se ha golpeado contra una maza! ¡Es descanso lo que necesita, no conversación! Yo...

—La comprensión que tiene del estado de salud de su majestad resulta cuando menos...

—¡No estoy de acuerdo con ninguno de sus puntos de vista! Nosotros los de...

Vangerdahast llevó la mano al bolsillo de su cinturón, pero en lugar de tirar del silbato, sacó una piedra lechosa. Sostuvo la piedra mágica en alto, de la que surgieron unos rayos brillantes de luz, logrando atraer la atención de todos los clérigos presentes, haciéndolos callar.

La fuente de aquella luminosidad cegadora permaneció inmóvil con los brazos en jarras observándolos a todos ellos con el entrecejo fruncido.

—Si el rey se despierta y quiere hablar con ustedes, o con cualquiera de estos nobles, permítanselo. Si quiere que lo dejen en paz, encárguense de que así se haga. Si alguno de los nobles intentara despertar al rey o se quejara por tener que esperar tanto a que despierte, échenlo.

—¿Echar a un noble del reino de esta estancia? —inquirió uno de los clérigos, pestañeando—. Señor mago, todo esto es de lo más...

—Lo sé —respondió Vangerdahast levantando la palma de la mano en un gesto autoritario—. Ésa es la razón de que estos buenos caballeros de los Dragones Púrpura se encuentren presentes, para ejecutar mis órdenes y traer jergones y cojines para todos aquellos nobles que deseen hacer noche aquí y defender su valiosa plaza en la cola. —Se volvió lentamente para cruzar la mirada con los soldados, que a su vez asintieron y sonrieron satisfechos; algunos incluso rieron sin ningún disimulo—. En caso de que algún noble tuviera alguna queja formal que hacer, o intentara desobedecer mis órdenes, envíenlo a hablar conmigo... personalmente. —Se volvió de nuevo hacia los clérigos, y añadió malhumorado—: Será mejor que resuelvan antes sus problemas de sucesiones o titularidad con los de su calaña.

»¿Alguien alberga alguna duda respecto a lo que acabo de decir? —preguntó, mirando a los ojos, uno a uno, a los clérigos—. ¿Alguien cree que podría malinterpretar mis órdenes o especular sobre lo dicho? ¡En tal caso, espero que lo diga!

El silencio fue su única respuesta.

—Thanorbert, despache algunos pajes para que se repartan entre los nobles y comuniquen cuanto acabo de decir —ordenó a uno de los guardias, sonriendo fríamente—. No olvide enviar algunos de sus hombres para que no los maltraten. Cualquier noble que ponga un solo dedo encima de cualquiera de los pajes será arrojado al suelo, y azotado una sola vez en el trasero con la funda de la espada, pero que sea un buen golpe, antes de echarlo de palacio, con lo cual perderá su lugar en la cola. ¿Entendido?

—De sobra, señor —respondió el veterano Dragón Púrpura a su espalda—. Cumpliremos de forma entusiasta con sus órdenes... al pie de la letra.

—Excelente —dijo el mago de la corte, antes de abandonar la estancia sin volver la vista atrás. Pasó por el Horuenblow Bower, una de las muchas salitas de estar del palacio, adornada con macetas y cortinas tejidas. No dirigió la palabra a los cocineros y sirvientes que se habían reunido allí para preparar la comida a los magos guerreros, a los soldados y a los clérigos que cuidaban del rey. Taciturno, el anciano mago no prestó atención a los saludos y las preguntas, y se apresuró a través del Mirror Bower, a lo largo del salón de los Héroes, flanqueado por estatuas. Aquel salón, por lo general silencioso, estaba atestado de nobles que esperaban, además de un trío de Dragones Púrpura que caminaban arriba y abajo resolviendo alguna que otra discusión y devolviendo a su lugar a quienes intentaban colarse. Muchos fueron los nobles que llamaron la atención del mago, aunque no tardaron en comprobar que los soldados estaban dispuestos a facilitar el paso que los nobles pretendían impedirle.

Vangerdahast agitó la cabeza en un gesto de tristeza ante el caos que se ofrecía frente a su mirada, las burlas, las riñas, las posturas... ¿Acaso era aquélla la mejor muestra de sangre noble que destilaba la tierra de Cormyr? Pero no aminoró el paso. No tardó en llegar al extremo de la alfombra de color púrpura, donde la última pareja de estatuas guardaban tres puertas que conducían al exterior de la sala.

El mago se dirigió a la puerta de la izquierda, para entrar en la sala Argéntea, y llevar la mano a la bonita cadena que guardaba de su cinturón, y de la cual colgaba una llave. Volvió a bajar la mano cuando vio a un desconocido esperándolo; no tenía nada en las manos, pero iba enfundado en una armadura de combate manchada, maltrecha, y lo custodiaba una pareja de Dragones Púrpura.

—¿Sí? —se limitó a preguntar, en un tono rayano al desafío.

El de la armadura se inclinó tieso como un palo, con el esperado ruido de la armadura, y se llevó una mano al pecho al tiempo que decía:

—Eregar Abanther, siervo de Tempus. —Al ver que Vangerdahast asentía, el clérigo añadió—: Hemos preparado el cadáver del duque para que descanse, señor mago. —Levantó una mano para señalar los muros que lo rodeaban, y preguntar con suma educación—: ¿Dónde...?

—Le estoy muy agradecido, hermano de la espada —respondió el mago, muy serio—. Hagámoslo de forma adecuada. Algus de las Llaves, le haré a usted entrega de la espada del duque. Cójala y que lo acompañen cuatro de sus hombres más fuertes, y de altura similar, para repartir el peso. Encárguese de que haya más clérigos de Tempus con antorchas encendidas, para que sirvan de escolta. Encargue a los porteadores que bajen el escudo de honor de Bhereu de la galería de Valientes, Algus le mostrará dónde se encuentra, y llévenlo en procesión solemne a donde se encuentra el cadáver del duque, sin olvidar su espada envainada. Entonces recen cuantas plegarias considere Tempus oportunas, y que dispongan del duque.

—¿En el acto?

—Llévelos usted mismo desde allí —respondió Vangerdahast, haciendo un gesto de asentimiento—. Que caminen despacio, con campanadas incluidas, por todo palacio, de modo que los Dragones Púrpura junto a los que pase la comitiva puedan saludarlo espada en alto, después a la corte, y desde allí a la antesala de Mármol. Un féretro espera su llegada en esa estancia. Deposítenlo con la Despedida del Guerrero.

—Así se hará, señor —dijo el clérigo de Tempus, inclinando la cabeza.

Vangerdahast se quitó un anillo de una bolsita que colgaba de su cinturón, y lo colocó en la palma de la mano de Abanther. Tenía grabado un motivo dorado en forma de león, e inscrito el número tres.

—Entregue este anillo al tesoro después de celebrarse la ceremonia —murmuró—. Recibirán instrucciones conforme deben entregarle a usted nueve mil leones de oro, mil por cada uno de los clérigos de Tempus que acompañen al duque.

—Tempus se lo agradece, señor —dijo el clérigo, con una nueva inclinación de cabeza.

—Y yo se lo agradezco a Tempus —respondió el mago, que sorprendió a Abanther con la respuesta tradicional, sólo conocida por los fieles al dios de la guerra. A continuación hizo un gesto de asentimiento a modo de despedida, y ordenó a los guardias que se retiraran. Salieron todos juntos, dejando a solas a Vangerdahast. Miró a su alrededor, y vio a dos sirvientes desarmados que custodiaban la puerta por la que había entrado. El mago asintió y murmuró una palabra que no había pronunciado desde hacía mucho tiempo.

De pronto se hizo una completa oscuridad, una oscuridad en la que sólo él podía ver. Uno de los sirvientes dio un grito de alarma, pero el mago de la corte no dijo una palabra a modo de explicación al hacerse con la llave que había cogido antes, dirigirse a un panel de la pared que muy pocas personas sabían que era una puerta, y abrirla con la llave mientras murmuraba un hechizo para mantener a raya al sortilegio que la guardaba.

Hubo un instante en que todo dio vueltas, en que se escuchó un zumbido agudo como de cuento de hadas, un temblor en el aire, y de pronto se encontró al otro lado. En la estancia que acababa de abandonar, la oscuridad desapareció de forma paulatina. Delante de él había un pasaje largo, custodiado por sendas filas de guardias inmóviles enfundados en una armadura completa. Vangerdahast caminó entre ellos hasta dejarlos atrás; permanecieron inmóviles como estatuas. «Los horrores del yelmo», los llamaban algunos. Lo cierto es que eran poco más que armaduras vacías, animadas por sus propios hechizos. Custodiaban una puerta que se abrió al tocarla él, una puerta que conducía a las cámaras Ocultas.

Los rayos de sol se filtraban en la estancia cómodamente amueblada que surgió ante su mirada. Estanterías de libros cubrían las paredes, y sobre una enorme mesa destacaban los mapas a todo color de los dominios del Dragón, desde Tunland hasta el lejano oriente en Vast. En medio de la sala había unas butacas cómodas de alto respaldo, y mesitas que rodeaban una alfombrilla de piel de dragón que cedió bajo su peso, suave, cálida, cuando el mago de la corte abandonó el umbral de la puerta, situado en la pared que había al otro extremo de la chimenea, decidido a acercarse a las dos personas que permanecían sentadas, esperándolo. Uno era Alaphondar, sabio real de Cormyr, y la otra Filfaeril, la reina Dragón. Había pocas personas en todo el reino ante las que se arrodillara el mago, y lo hizo entonces con una reverencia sincera.

La reina Filfaeril Selzair Obarskyr había sido bendecida por los dioses, así como su descendencia, con unos gélidos ojos azules, pelo rubio, y un cuerpo de infarto —tanto era así, que allí donde fuera atraía todas las miradas de los hombres, y también las de algunas mujeres—. Tenía una figura delgada, y la piel de alabastro. Sin embargo, lo que atrajo el interés del joven Azoun, para quien no había precisamente escasez de pretendientes en cuestión de mujeres increíblemente bellas, no fue tanto su aspecto como su temple. Filfaeril era inteligente. Se daba cuenta de todo cuanto sucedía a su alrededor, y comprendía a las personas y las implicaciones mucho mejor que algunos de los sabios más reputados.

Su belleza excepcional había empezado a declinar, pero para quienes respetaban la inteligencia y el coraje —y Vangerdahast era uno de ellos—, no había hecho sino ganar en atractivo. Su pose y dignidad seguían atrayendo aquellas miradas que tan sólo recalaban en la belleza; lo único que delataba la pena intensa que sentía ante la inminente muerte de su marido eran las ojeras que servían de base a sus ojos azules. Proporcionaban a Filfaeril un aire de vulnerabilidad, y era obvio que lord Alaphondar se sentía afligido por ella, aunque Vangerdahast recordó cuán a menudo la reina había ganado al Dragón de Cormyr sobre el tablero de ajedrez.

—Levántate, viejo y leal amigo —dijo en voz baja—. Entre todos los hombres, tú eres el reino que tanto Azoun como yo servimos. Necesito de tu consejo y fortaleza, no tanto de tu cortesía.

—Gran señora, mi cortesía es mi fortaleza —respondió Vangerdahast, levantándose.

Ella asintió, y en sus ojos relampagueó una expresión de reconocimiento y conformidad a sus palabras.

—¿Qué nuevas traes? —preguntó la reina.

—Toda Suzail, y probablemente la mayor parte del reino a estas alturas, puesto que tengo la certeza que ha corrido la noticia tanto a Arabel como a Marsember, habla de la locura de vuestra majestad, de la pena que la aflige y de que os habéis recluido en Estrella del Anochecer. En las primeras horas de la mañana alguien descubrió una trampa de dagas voladoras y cerca de una docena de horrores del yelmo en el templo de Lathander, donde supuestamente debía refugiarse vuestra majestad. Fueron directamente y a cara descubierta al apartamento particular asignado a la hechicera de guerra que se hace pasar por vos, mi reina, cobrando las vidas de diversos clérigos y de toda la guarnición de Dragones Púrpura que destacamos. Una espada al completo de caballeros bregados, veteranos nombrados nobles por el rey, no reclutados de entre las familias de sangre noble del reino, estaban asignados a este apartamento privado e hicieron lo posible por proteger a la dama que creían su reina. Cuatro perdieron la vida; los supervivientes están convencidos de que las construcciones a las que combatieron, a las que se vieron obligados a matar para vencerlas, las dirigía alguien capaz de observar en todo momento el desarrollo del combate.

—En estos tiempos en que cualquiera puede alquilar los servicios de la magia —reflexionó Filfaeril, encogiéndose de hombros—, prácticamente cualquier persona en el reino, excepto los granjeros y los leñadores, pueden estar involucradas en un ataque de esta naturaleza.

Los dos hombres respondieron con un gesto de asentimiento.

—Lo que está claro, gran reina —dijo crudamente Alaphondar—, es que alguien está dispuesto a pagar una fortuna para acabar con la estirpe de los Obarskyr, o que al menos el trono lo ocupe una joven de fácil compromiso, que pueda ser manipulada.

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