Le dolía la cabeza y sentía su cuerpo pesado y agotado. Pero era domingo. La semana comenzaría y las chicas volverían a clase, y eso significaba que el asesino saldría de caza.
Vació el pastillero sobre su cómoda, y ordenó las pastillas por tipos. Después se quitó la camisa, la camiseta y los pantalones, y se sentó en el borde de la cama, completamente desnudo. Sobre la cómoda, un gran espejo cuadrado le devolvía su imagen de cintura para arriba. Las cicatrices, que tiempo atrás tenían un violento color púrpura, se habían aclarado hasta adquirir un tono blanco traslúcido. Casi estaban comenzando a pensar en ellas como parte de su cuerpo. Dejó que su mano recorriera el corazón, y el contacto con la piel, más gruesa y sensible bajo la yema de sus dedos, le provocó un estremecimiento entre los muslos.
Se acostó y dejó que el recuerdo del perfume de ella lo inundara. Lilas. Su aliento contra el rostro. Sus caricias. La mano se deslizó hacia la entrepierna. Aquello era algo alo que se había resistido durante mucho tiempo. Hasta que el y Debbie se separaron. Y entonces se quedó solo para pensar únicamente en Gretchen. Cada vez que cerraba los ojos, ella estaba allí, esa presencia fantasmal, esperándolo, deseándolo tan hermosa que le quitaba el aliento. Hasta que un día, finalmente, se entregó, y con su mente la atrajo hacia él. Sabía que estaba mal. Que estaba enfermo. Que necesitaba ayuda. Pero iba más allá de esa ayuda. Así que, ¿qué importaba? No era real.
Las pastillas parecían sonreírle desde la cómoda. No eran suficientes para provocarle la muerte. Pero tenía más en el baño. Algunas noches le gustaba pensar en ello. Era un gélido consuelo.
Susan había dormido con la mandíbula apretada. Lo supo en el momento de despertarse porque casi no pudo abrir la boca y sentía los dientes como si hubiera pasado la noche masticando piedras. Sostuvo un paño caliente contra su rostro hasta que sintió que sus músculos agarrotados se relajaban y el dolor disminuía. Pero el calor le dejó la cara colorada, como si hubiera tomado el sol.
Estaba amaneciendo y el pronóstico del tiempo en el periódico era soleado con débiles intervalos nubosos. Una ojeada desde los grandes ventanales de su loft le confirmó la predicción. Más allá del bloque de edificios de acero, cristal y ladrillo del distrito Pearl, pudo apreciar retazos de délo azul. Susan no se sorprendió. La gente no apreciaba la lluvia hasta que dejaba de llover.
Se sentó en su cama y miró cómo los peatones caminaban con rapidez, llevando en la mano vasos de plástico con café. Debería estar trabajando. Tenía que entregar el próximo artículo al día siguiente. Pero la grabadora que Archie había recuperado seguía sobre la mesita de noche, y aún no se había atrevido a escuchar la grabación de su encuentro con Gretchen. Sólo de pensarlo se le revolvía el estómago.
Claire tocó el timbre a las ocho en punto de la mañana. Junto a ella estaba Anne Boyd.
A pesar de la cálida temperatura, extraña para aquella época, Susan se había vestido como un auténtico policía televisivo: pantalones negros, una camisa negra abrochada y una gabardina larga. Le daba igual que la temperatura alcanzase los veinte grados, ella llevaría la gabardina de todas formas. Claire iba ataviada con su habitual ropa de montaña, y Anne llevaba una blusa con un estampado de piel de cebra, pantalones negros, botas de imitación a piel de leopardo y una docena de brazaletes en cada muñeca.
—Me encantan sus botas —dijo Susan.
—Son fabulosas —asintió Anne.
—Vaya —exclamó Claire con un suspiro—. Creo que vosotras vais a entenderos bien—. Hizo las presentaciones y las tres bajaron hasta donde estaba aparcado el Chevy Caprice que les prestaba el ayuntamiento.
Su plan era vigilar los cinco institutos públicos de la ciudad. Muchos padres no habían dejado ir a sus hijas a clase; a todos los chicos se les advertía que no fueran andando al instituto ni a casa, y que si lo hacían no fueran solos. Toda la ciudad estaba nerviosa. La tensión era tan palpable que a Susan le daba la sensación de que todo el mundo estaba deseando que secuestraran a otra jovencita para poder verlo en los informativos. Un buen secuestro y un asesinato eran un excelente entretenimiento televisivo mientras no hubiera nada más interesante.
Primero fueron al Instituto Roosevelt. Claire había conseguido una taza de café en la cafetería próxima al edificio de la periodista, y su cálido aroma llenaba el coche. Susan hubiera matado por uno de aquellos deliciosos cafés. Sacó su libreta de notas y la colocó en su regazo. Detestaba ir en el asiento trasero. Le recordaba a sus años de infancia. Desató el cinturón de seguridad para poder inclinarse hacia delante, entre los asientos, y así hacer mejor las preguntas.
—No, no, no —la reprendió Claire—. Póngase el cinturón de seguridad.
Susan se reclinó de nuevo hacia atrás, suspirando ruidosamente, y se volvió a abrochar el cinturón. Los asientos delanteros estaban tapizados con una tela celeste, pero el asiento trasero era de piel sintética azul oscuro. Más fácil de limpiar si la persona que transportaban comenzaba a vomitar.
—Entonces, ese tipo —le preguntó a Anne—, ¿cree que era un demente o algo así?
—¿Mi opinión profesional? —dijo Anne, mirando por la ventanilla—. Creo que es posible que tenga un par de problemas.
—¿Va a matar a otra chica? —preguntó Susan.
Anne se reclinó dándose la vuelta para mirar a la periodista, escéptica.
—¿Por qué no habría de hacerlo?
El Roosevelt era un largo edificio de ladrillos con pilares blancos, con una amplia extensión de jardines y una torre que le daba un aspecto parecido a Monticello. En la parte delantera estaban aparcados tres coches patrulla.
—Deberían haber llamado Jefferson a este instituto —bromeó Susan.
3
Claire hizo un gesto de fastidio.
—Voy a hacer las comprobaciones pertinentes —anunció—. ¿Queréis esperar aquí?
Susan pensó que era una buena oportunidad para pasar algún momento a solas con Anne, así que aprovechó la ocasión, apresurándose a asentir.
—Sin problemas —dijo, mientras desabrochaba su cinturón de seguridad y se inclinaba hacia delante entre los dos asientos, para colocarse a escasos centímetros de la agente del FBI.
Claire salió del coche y se dirigió hacia uno de los coches patrulla.
—¿Entonces usted cree que trabaja en uno de los institutos? —le preguntó Susan a Anne.
Anne sacó una Coca-Cola light de su enorme bolso y la abrió. Una pequeña lluvia de líquido marrón salpicó la abertura de la lata.
—No lo sé. —Lanzó una mirada a Susan—. Y no hace falta que mire la Coca-Cola light con esa cara. Ya lo sé. Sólo tomo una al día. Para comenzar la mañana.
—Yo creo que la Coca-Cola light del tiempo está deliciosa —mintió Susan, y siguió preguntando—: ¿Le gusta trazar perfiles?
—Sí. —Anne sonrió y tomó un trago de la lata—. Creo que soy bastante buena, casi siempre. Y cada día de trabajo es diferente.
—¿Cómo comenzó?
—Estudiaba Medicina. Quería ser pediatra. Me pareció que era fantástico. Siempre consideré que eran los médicos más simpáticos del hospital. No tenían el ego de los demás. Como si actuaran movidos por la profesión y no por dinero.
—¿Entonces quería ser pediatra para poder matar el tiempo junto a otros pediatras? —preguntó Susan.
Anne se rió, haciendo tintinear sus brazaletes.
—Básicamente. —Reclinó su cabeza sobre el asiento y miró pensativa a Susan—. El primer día que hice un turno en pediatría diagnostiqué a una niña un linfoma. Nivel cuatro. Tenía siete años. Era absolutamente adorable. Uno de esos chicos con alma de viejos, ¿sabes? Me quedé desolada, cuando digo desolada me refiero a que tuve que meterme en el baño a llorar. —Anne guardó silencio un minuto, perdida en sus pensamientos. Susan podía oír la Coca-Cola burbujeando. Después, Anne se encogió de hombros—. Entonces decidí cambiarme a psiquiatría. La familia de mi marido vive en Virginia. Él tiene su trabajo allí y yo necesita buscar uno, y dio la casualidad de que en Quántico estaban buscando mujeres para instruirlas en las artes ocultas y resultó que se me daba bien.
—El trazado de perfiles parece una profesión extraña si quieres alejarte de la muerte.
—No de la muerte —objetó. Se mojó el pulgar y lo pasó sobre una pequeña mancha de Coca-Cola en sus pantalones negros—. Qué lástima. —Echó una ojeada por la ventanilla para mirar a un chico que pasaba en patinete. Luego se volvió hacia Susan—. Las víctimas con las que nos enfrentamos ya están muertas. Nuestro trabajo consiste en prevenir nuevas muertes. Atrapamos asesinos. Y no siento pena por ellos.
Susan pensó en Gretchen Lowell.
—¿Qué provoca que una persona haga cosas como ésta?
—Se realizó un estudio entre presos. A todos les hicieron la misma pregunta: ¿con quién preferirías tropezarte, con una persona con un arma o con un perro? ¿Sabes qué respondió la mayoría? —Hizo girar la lata lentamente en su mano—. Con la persona que lleva un arma. El perro no duraría directamente a tu garganta. Siempre. Ocho de cada diez veces uno puede quitarle el arma a otro, o escapar. ¡Subes por qué?
—Porque es difícil dispararle a alguien.
Los ojos de Anne soltaron chispas.
—Exactamente. Y eso es lo que no funciona bien en nuestro asesino. No creo que trabaje en el entorno escolar.
Ojala fuera así, porque si lo hace, entonces lo atraparemos pronto. Si no, no lo sé.
—¿Pero por qué deja de funcionar ese mecanismo y se rompe?
Hizo un pequeño brindis con su refresco.
—Por naturaleza, educación, o una combinación de ambas. Puedes elegir la que quieras.
Susan pasó sus manos entrelazadas sobre su rodilla se inclinó aún más hacia delante.
—Pero alguien puede provocarlo, ¿verdad? Como hizo Gretchen Lowell. ¿No fue eso lo que hizo? ¿Cómo consiguió que otros mataran por ella?
—Es una suprema manipuladora. Con frecuencia los psicópatas lo son. Ella eligió hombres particularmente vulnerables.
—¿Y los torturó?
—No —respondió Anne—. Utilizó un procedimiento mucho más seguro: el sexo.
Claire apareció repentinamente junto a la puerta del coche. Sus mejillas estaban acaloradas.
—El muy hijo de puta ha secuestrado a otra chica ayer por la noche.
La familia de Addy Jackson vivía en una casa de ladrillo de dos pisos, en el cruce de una transitada calle del sureste de Portland. La casa estaba pintada de rosa, tenía un tejado cubierto de tejas rojas y parecía fuera de lugar, porque estaba rodeada por edificios de un estilo diametralmente opuesto. En la parte delantera se agolpaban varios coches de policía. Susan miró hacia el cielo, donde un brillante helicóptero negro con el logotipo del Canal 12 sobrevolaba en círculos.
Claire subió de dos en dos los escalones de cemento que llevaban hasta la casa, seguida de Anne y Susan. Ya estaba empezando a hacer demasiado calor para llevar la gabardina, pero Susan no se la quitó para poder tener su libreta de notas preparada en uno de los profundos bolsillos. Sintió un ligero dolor de estómago al pensar que se dirigía a ver a una familia sumida en la tragedia, y no quería empeorarlo todo dando vueltas con su cuaderno de periodista rala mano y diciendo: «Hola, soy del
Herald
, y estoy aquí para explotarte». «Soy una reportera seria», se dijo, en un esfuerzo por mitigar el creciente malestar. Una periodista seria.
La casa estaba llena de periodistas. Susan vio a Archie en el salón, rodilla en tierra, ante una pareja destrozada, con las manos entrelazadas, sentados en un pequeño sofá. Tenían sus ojos puestos en él, como si fuera la única persona en el mundo y sólo él pudiera salvarlos. Susan recordó a su madre mirando al oncólogo que atendía a su padre con aquella misma expresión. Pero su caso también había sido terminal.
Apartó la vista. La habitación era muy bonita, con muebles de líneas simples, ventanas con vidrieras y tapicería estilo
art déco
. Alguien había limpiado y restaurado meticulosamente las molduras de madera, que se curvaban en torno a los estantes empotrados y los curvos dinteles de las puertas. Cuando volvió a mirar a Archie, éste les estaba diciendo algo a los padres, rozando ligeramente el brazo de la madre; luego se puso de pie y se dirigió hacia la entrada.
—Se han dado cuenta de su desaparición esta mañana —dijo, su voz apenas más alta que un susurro—. La última vez que la vieron fue ayer por la noche alrededor de las diez.. El cristal de la ventana estaba roto. Los padres no oyeron nada. La habitación de ella está en el piso superior. No falta nada, excepto la muchacha. Los criminalistas están revisando todo.
Tenía mejor aspecto que el día anterior, observó Susan, más despierto y alerta. Ésa era una buena señal. Después recordó que Debbie le había contado que dormía estupendamente cuando volvía a casa tras visitar a Gretchen.
—¿Cómo supo cuál era la habitación de la chica? —preguntó Claire.
Uno de los CSI se aproximó y Archie se apartó para dejarlo pasar.
—Las cortinas estaban abiertas. Ella estaría haciendo sus deberes y las luces estaban encendidas. Tal vez la estuviera espiando, o la conociera.
—¿Estamos seguros de que es el mismo tipo? —preguntó Anne con una expresión dura—. Esto no encaja.
Archie les hizo una señal para que lo siguieran hasta el comedor, donde retiro una foto enmarcada de la pared y se la entregó a Anne. Era una fotografía de una adolescente de cabello castaño y ojos grandes.
—Por Dios —exclamó Claire sin aliento.
—¿Por qué habrá cambiado su modus operandi? —se preguntó Anne.
—Esperaba que pudieras decírmelo tú —dijo Archie.
—Demasiadas medidas de seguridad en los institutos —supuso la agente del FBI—. Está preocupado por no poder llegar hasta sus víctimas. Tal vez la siguió hasta su casa, pero resulta muy arriesgado. Le está entrando miedo, lo que, en términos generales, es una buena noticia, porque significa que está siendo menos cuidadoso. Nos estamos acercando.
Susan se dio la vuelta y miró hacia la entrada del salón, donde los padres seguían sentados, inmóviles en el sofá, con otro detective ante ellos en un diván, con un cuaderno en la mano.
—¿A qué instituto iba? —preguntó Claire.
Archie hizo un gesto con la cabeza señalando a Susan.
—Al mismo que fue ella.
—¿Al Cleveland? —dijo Susan con un nudo en el estómago. Supo entonces, con horrible certeza, que Archie se había enfrentado a Paul. Por supuesto que lo había hecho.