Conversación en La Catedral (9 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Antes de irme de la casa, cuando entré a San Marcos, yo era un tipo puro —dice Santiago.

Reconoció algunas caras del examen escrito, cambió sonrisas y holas, pero Aída no aparecía, y fue a instalarse junto a la entrada. Oyó a un grupo releyendo geografía, oyó a un muchacho, inmóvil, los ojos bajos, recitando como si rezara, los Virreyes del Perú.

—¿De ésos que se fuman los ricachos en los toros? — se ríe Ambrosio.

La vio entrar: el mismo vestido recto color ladrillo, los mismos zapatos sin taco del examen escrito. Avanzaba con su aire de alumna uniformada y estudiosa por el atestado zaguán, volvía a un lado y otro su cara de niña agrandada, sin brillo, sin gracia, sin pintar, buscando algo, alguien, con sus, ojos duros y adultos. Sus labios se plegaron, su boca masculina se abrió y la vio sonreír: el tosco rostro se suavizó, iluminó. La vio venir hacia él: hola Aída.

—Me cagaba en la plata y me creía capaz de grandes cosas —dice Santiago —. Un puro en ese sentido.

—En Grocio Prado vivía la beata Melchorita, daba todo lo que tenía y se las pasaba rezando —dice Ambrosio —. ¿Usted quería ser un santo como ella, muchacho?

—Te traje
La noche quedó atrás
—dijo Santiago —. Ojalá te guste.

—Me hablaste tanto que me muero de ganas de leerla —dijo Aída —. Aquí tienes la novela del francés sobre la Revolución China.

—¿Jirón Puno, calle de Padre Jerónimo? —dice Ambrosio —. ¿Regalan plata en esa casa a los negros fregados como el que habla?

—Ahí dimos el examen de ingreso el año que entré a San Marcos —dice Santiago —. Yo había estado enamorado de chicas de Miraflores, pero en Padre Jerónimo me enamoré por primera vez de verdad.

—No parece una novela, sino un libro de historia —dijo Aída.

—Ah, qué tal —dice Ambrosio —. ¿Y ella también se enamoró de usted?

—Aunque es una autobiografía, se lee como una novela —dijo Santiago —. Ya verás el capítulo "La noche de los cuchillos largos", sobre una revolución en Alemania. Formidable; ya verás.

—¿Sobre una revolución? —Aída hojeó el libro, la voz y los ojos ahora llenos de desconfianza —. ¿Pero este Valtin es comunista o anticomunista?

—No sé si se enamoró de mí, no sé si supo que yo estaba enamorado de ella —dice Santiago —. A veces pienso que sí, a veces que no.

—Usted no supo, ella no sabía, qué enredado, ¿acaso esas cosas no se saben siempre, niño? —dice Ambrosio —. ¿Quién era la muchacha?

—Te advierto que si es anti te lo devuelvo —y la suave voz tímida de Aída se volvió desafiante —. Porque yo soy comunista.

—¿Tú eres comunista? —la miró atónito Santiago — ¿de veras eres comunista?

Todavía no eras, piensa, querías ser comunista. Sentía su corazón golpeando fuerte y estaba maravillado: en San Marcos no se estudia nada, flaco, sólo se hacía política, era una cueva de apristas y de comunistas, todos los resentidos del Perú se juntaban ahí. ]Piensa: pobre papá. Ni siquiera habías entrado a San Marcos, Zavalita, y mira lo que descubrías.

—En realidad, soy y no soy —confesó Aída —. Porque dónde andarán los comunistas aquí.

¿Cómo se podía ser comunista sin saber siquiera si existía un partido comunista en el Perú? A lo mejor Odría los había encarcelado a todos, a lo mejor deportado o asesinado. Pero si aprobaba el oral y entraba a San Marcos, Aída averiguaría en la Universidad, se pondría en contacto con los que quedaban y estudiaría marxismo y se inscribiría en el Partido. Me miraba desafiándome, piensa, a ver discúteme, su voz era suavecita y sus ojos insolentes, dime son unos ateos, ardientes, a ver niégame, inteligentes, y tú, piensa, la escuchabas asustado y admirado: eso existía, Zavalita. Piensa: ¿me enamoré ahí?

—Una compañera de San Marcos —dice Santiago —. Hablaba de política, creía en la Revolución.

—Caramba, no se enamoraría de una aprista, niño —dice Ambrosio.

—Los apristas ya no creían en la Revolución —dice Santiago —. Ella era comunista.

—Pa su diabla —dice Ambrosio —. Pa su macho, niño.

Nuevos postulantes llegaban a Padre Jerónimo, invadían el zaguán, el patio, corrían hacia las listas clavadas con tachuelas en un tablero, afanosamente revisaban sus apuntes. Un rumor atareado flotaba sobre el local.

—Te has quedado mirándome como si fuera un ogro —dijo Aída.

—Qué ocurrencia, yo respeto todas las ideas, y además, no creas, también soy de —calló, buscó, tartamudeó Santiago — ideas avanzadas.

—Vaya, me alegro por ti —dijo Aída —. ¿Daremos hoy el oral? Tanto esperar tengo una confusión terrible, no me acuerdo nada de lo que estudié.

—Repasemos un poco, si quieres —dijo Santiago —. ¿Qué te asusta más?

—Historia Universal —dijo Aída —. Sí, vamos a hacernos preguntas. Pero caminando, así estudio mejor que sentada ¿tú no?

Cruzaron el zaguán de losetas color vino con aulas a los costados, ¿dónde viviría?, había un pequeño patio con menos gente al fondo del local. Cerró los ojos, vio la casita estrecha, limpia, de muebles austeros, y vio las calles del rededor y las caras ¿recias, dignas, graves, sobrias? de los hombres que avanzaban por las veredas embutidos en overoles y sacones grises, y oyó sus diálogos ¿solidarios, parcos, clandestinos? y pensó obreros, y pensó comunistas y decidió no soy bustamantista, no soy aprista, soy comunista. Pero ¿cuál era la diferencia? No podía preguntárselo, creerá que soy idiota, tenía que sonsacárselo. Ella se habría pasado todo el verano así, los fieros ojitos clavados en los cuestionarios, yendo y viniendo por una habitación minúscula. Habría poca luz, para tomar notas se sentaría en una mesita iluminada por una lamparilla sin pantalla o por velas, movería los labios despacito, cerrando los ojos, se levantaría y paseando repetiría nombres, fechas, nocturna y voluntariosa, ¿sería su papá un obrero, una sirvienta su mamá? Piensa: ah, Zavalita. Caminaban muy despacio, las dinastías faraónicas, interrogándose en voz baja, Babilonia y Nínive, ¿habría oído hablar del comunismo en su casa?, causas de la primera guerra mundial, ¿qué pensaría cuando supiera que el viejo era odrista?, la batalla del Marne, a lo mejor no querría juntarse más contigo, Zavalita: te odio, papá. Nos hacíamos preguntas pero no nos las hacíamos, piensa. Piensa: nos estábamos haciendo amigos. ¿Habría estudiado en un Colegio Nacional? Sí, en una Unidad Escolar, ¿y él?, en el Santa María, ah en un colegio de niñitos bien. Había de todo, era un colegio malísimo, él no tenía la culpa que sus viejos lo hubieran metido ahí, hubiera preferido el Guadalupe y Aída se echó a reír: no te pongas colorado, no tenía prejuicios, qué había pasado en Verdún. Piensa: esperábamos cosas formidables de la Universidad. Estaban en el Partido, iban a la imprenta juntos, se escondían en un sindicato juntos, los metían a la cárcel juntos y los exilaban juntos: era una batalla y no un tratado, sonso, y él claro, qué sonso, y ahora ella quién había sido Cronwell. Esperábamos cosas formidables de nosotros, piensa.

—Cuando entró a San Marcos y le cortaron el pelo a coco, la niña Teté y el niño Chispas le gritaban cabeza de zapallo —dice Ambrosio —. Lo contento que se puso su papá por lo que usted aprobó el examen, niño.

Hablaba de libros y tenía faldas, sabía de política y no era hombre, la Mascota, la Pollo, la Ardilla se despintaban, Zavalita, las lindas idiotas de Miraflores se derretían, desaparecían. Descubrir que por lo menos una podía servir para algo más, piensa. No sólo para tirársela, no sólo para corrérsela pensando en ella, no sólo para enamorarse. Piensa: para algo más. Iba a seguir Derecho y también Pedagogía, tú ibas a seguir Derecho y también Letras.

—¿Te las das de vampiresa, de payasa o de qué? —dijo Santiago —. ¿Dónde tan arregladita, tan pintadita?

—¿Y en Letras qué especialidad? —dijo Aída —. ¿Filosofía?

—Donde me da la gana y a ti qué —dijo la Teté —. Y quién te habla a ti, y con qué derecho me hablas a mí.

—Creo que Literatura —dijo Santiago —. Pero todavía no sé.

—Todos los que siguen Literatura quieren ser poetas —dijo Aída —. ¿Tú también?

—Déjense de estar peleando —dijo la señora Zoila —. Parecen perro y gato, ya basta.

—Tenía un cuaderno de versos escritos a escondidas —dice Santiago —. Que nadie lo viera, que nadie supiera. ¿Ves? Era un puro.

—No te pongas colorado porque te pregunto si quieres ser poeta —se rió Aída —. No seas burgués.

—También lo volvían loco diciéndole supersabio —dice Ambrosio —. Qué peleas se agarraban entre ustedes, niño.

—Ya te puedes ir a cambiar ese vestido y a lavarte la cara —dijo Santiago —. No vas a salir, Teté.

—¿Y qué tiene de malo que la Teté vaya al cine? —dijo la señora Zoila —. De cuándo acá tan estricto con tu hermana, tú, el liberal, el comecuras.

—No está yendo al cine, sino a bailar al "Sunset" con el forajido del Pepe Yáñez —dijo Santiago —. Esta mañana la pesqué haciendo su plan por teléfono.

—¿Al "Sunset?, con el Pepe Yáñez? —dijo el Chispas —. Con el huachafo ése?

—No es que quiera ser poeta pero me gusta mucho la Literatura —dijo Santiago.

—¿Te has vuelto loca, Teté? —dijo don Fermín —. ¿Es cierto eso, Teté?

—Mentira, mentira —temblaba, fulminaba a Santiago con los ojos la Teté —. Maldito, imbécil, te odio, muérete.

—Y a mí también —dijo Aída —. En Pedagogía voy a escoger Literatura y Castellano.

—¿Crees que vas a engañar así a tus padres, pedazo de? —dijo la señora Zoila —. Y cómo se te ocurre decirle maldito a tu hermano, loca.

—No estás en edad de ir a boites, criatura —dijo don Fermín —. No sales hoy, ni mañana, ni el domingo.

—Al Pepe Yáñez le voy a romper el alma —dijo el Chispas —. Lo voy a matar, papá.

Ahora la Teté lloraba a gritos, maldito, había derramado la taza de té, por qué no se moría de una vez, y la señora Zoila loquita, loquita, tan grandazo y tan maricón, y la señora Zoila estás manchando el mantel, en vez de andar chismeando como las mujeres anda a escribir tus versitos de maricón. Se levantó de la mesa y salió del comedor y todavía gritó tus versitos de chismoso y de maricón y que se muriera de una vez, maldito. La oyeron subir las escaleras, dar un portazo. Santiago movía la cucharita en la taza vacía como si acabara de echarle azúcar.

—¿Es verdad eso que dijo la Teté? —sonrió don Fermín —. ¿Escribes versos tú, flaco?

—Los esconde en un cuadernito detrás de la Enciclopedia, la Teté y yo los hemos leído todos — dijo el Chispas —. Versitos de amor, y también sobre los Incas. No te avergüences, supersabio. Míralo cómo se ha puesto, papá.

—Tú apenas sabes leer, así que está difícil que hayas leído nada —dijo Santiago.

—No eres la única persona que lee en el mundo —dijo la señora Zoila —. No seas tan creído.

—Anda a escribir tus versitos afeminados, supersabio — dijo el Chispas.

—Qué han aprendido, para qué han ido al mejor colegio de Lima —suspiró la señora Zoila —. Se insultan como carreteros delante de nosotros.

—¿Y por qué no me has contado que escribías versos? —dijo don Fermín —. Tienes que enseñármelos, flaco.

—Mentiras del Chispas y de la Teté —balbuceó Santiago —. No les hagas caso, papá.

Ahí estaba el jurado, eran tres, en el local se había instalado un temeroso silencio. Muchachos y muchachas vieron a los tres hombres cruzar el zaguán precedidos por un conserje, los vieron desaparecer en un aula. Que yo entre, que ella entre. Brotó de nuevo el zumbido, más espeso y rumoroso que antes, Aída y Santiago volvieron al patio del fondo.

—Vas a aprobar y con notas altas —dijo Santiago —, Te sabes las balotas con puntos y comas.

—No creas, hay muchas que sé apenas —dijo Aída —. Tú sí que vas a ingresar.

—Me pasé todo el verano chancando —dijo Santiago —. Si me jalan me pego un tiro.

—Yo estoy contra el suicidio —dijo Aída —. Matarse es una cobardía.

—Cuentos de los curas —dijo Santiago —. Hay que ser muy valiente para matarse.

—A mí no me importan los curas —dijo Aída, y los ojitos piensa: a ver, a ver, atrévete —. Yo no creo en Dios, yo soy atea.

—Yo también soy ateo — —dijo Santiago, en el acto —. Por supuesto.

Reanudaron la caminata, las preguntas, a ratos se distraían, olvidaban los cuestionarios y se ponían a conversar, a discutir: coincidían, disentían, bromeaban el tiempo se iba volando y de pronto Zavala, Santiago! Apúrate, le sonrió Aída, y que le tocara una balota fácil. Atravesó una doble valla de postulantes, entró al aula del examen, y ya no te acuerdas, Zavalita, qué balota te tocó, ni las caras de los jurados, ni qué respondiste: sólo que salió contento.

—Se acuerda de la muchacha que le gustaba y lo demás ya se le borró —dice Ambrosio — Natural, niño.

Todo te gustaba ese día, piensa. El local que se caía de viejo, las caras color betún o tierra o paludismo de los postulantes, la atmósfera que hervía de aprensión, las cosas que decía Aída. ¿Cómo te sentías Zavalita? Piensa: como el día de mi primera comunión.

—Viniste porque era Santiago el que la hacía —hizo pucheros la Teté —. A la mía no viniste, ya no te quiero.

—Ven, dame un beso, no seas tontita —dijo don Fermín —. Vine porque el flaco se sacó el primer puesto, si hubieras sacado buenas notas también habría ido a tu primera comunión. Yo los quiero a los tres igual.

—Lo dices, pero no es cierto —se quejó el Chispas —. Tampoco fuiste a mi primera comunión.

—Con esta escena de celos le van a amargar el día al flaco, déjense de adefesios —dijo don Fermín —. Vengan, suban al carro.

—A la Herradura a tomar milk-shakes con hotdogs, papá —dijo Santiago.

—A la Rueda Chicago que han puesto en el Campo de Marte, papá —dijo el Chispas.

—Vamos a la Herradura —dijo don Fermín —. El flaco es el que ha hecho la primera comunión, hay que darle gusto a él.

Salió del aula sonriendo, pero antes de llegar hasta Aída, ¿daban ahí mismo las notas, preguntas largas o cortas?, tuvo que soportar el asalto de los postulantes, y Aída lo recibió sonriendo: por su cara se veía que había salido bien, qué bien, ya no tienes que pegarte un tiro.

—Antes de sacar la balota, pensé mi alma por una fácil —dijo Santiago —. Así que si el diablo existe me iré al infierno. Pero el fin justifica los medios.

—Ni el alma ni el diablo existen —a ver, a ver —. Si crees que el fin justifica los medios eres un nazi.

—Daba la contra en todo, opinaba sobre todo, discutía como si quisiera trompearse —dice Santiago.

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