Conversación en La Catedral (17 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—¿Te has olvidado que sales hoy? —dijo don Melquíades —. ¿O ya te acostumbraste aquí y no quieres salir?

—Supe que la negra se murió, por un chinchano, niño —dice Ambrosio —. Cuando yo trabajaba todavía con su papá.

—No don, no me he olvidado, don —zapateó, palmoteó Trifulcio —. Pero cómo se le ocurre, don Melquíades.

—Ya ves, Hipólito se enojó y mira lo que te pasó, mejor te vuelve la memoria de una vez —dijo Ludovico —. Fíjate que eres de los que le gustan a él.

—No responden, mienten, se echan la pelota uno a otro —dijo Lozano —. Pero no nos dormimos, don Cayo. Noches enteras sin pegar los ojos. Acabaremos con esos pasquines, le juro.

—Dame tu dedo; así, ahora pon una cruz —dijo don Melquíades —. Listo, Trifulcio, libre otra vez. ¿Te parecerá mentira, no?

—Éste no es un país civilizado, sino bárbaro e ignorante —dijo Bermúdez —. Déjese de contemplaciones con esos sujetos, y averígüeme lo que necesito de una vez.

—Pero qué flaquito habías sido tú, papacito —dijo Hipólito —. Con el saco y la camisa no se te notaba, si hasta se te pueden contar los huesos, papacito.

—¿Te acuerdas del señor Arévalo, el que te dio un sol por levantar el barril? —dijo don Melquíades —. Es un hacendado importante. ¿Quieres trabajar para él?

—Quiénes dónde y en un dos por tres —dijo Ludovico — ¿quieres que nos pasemos la noche así? ¿Y si Hipólito se enoja otra vez?

—Claro que sí, don Melquíades —asintió con la cabeza y las manos y los ojos Trifulcio —. Ahora mismo o cuando usted diga, don.

—Te vas a hacer malograr el físico y me muero de la pena —dijo Hipólito —. Porque cada vez me estás gustando más, papacito.

—Necesita gente para su campaña electoral, porque es amigo de Odría y va a ser senador —dijo don Melquíades —. Te pagará bien. Aprovecha esta oportunidad, Trifulcio.

—Ni siquiera nos has dicho cómo te llamas, papacito —dijo Ludovico —. ¿O tampoco sabes, o también se te olvidó?

—Emborráchate, busca a tu familia, burdelea un poco —dijo don Melquíades —. Y el lunes anda a su hacienda, a la salida de Ica. Pregunta y cualquiera te dará razón.

—¿Siempre tienes los huevitos tan chiquitos o es del susto? —dijo Hipólito —. Y la pichulita apenas se te ve, papacito. ¿También del susto?

—Claro que me acordaré, don, qué más quiero yo —dijo Trifulcio —. Le agradezco tanto que me recomendara a ese señor, don.

—Ya déjalo que ni te oye, Hipólito —dijo Ludovico —. Vamos a la oficina del señor Lozano. Ya déjalo, Hipólito.

El guardia le dio una palmadita en la espalda, bueno Trifulcio, y cerró el portón tras él, hasta nunca o hasta la próxima, Trifulcio. Rápidamente caminó hacia adelante, por el terral que conocía, que se divisaba desde las celdas de primera, y pronto llegó a los árboles que también había aprendido de memoria, y luego avanzó por un nuevo terral hasta los ranchos de las afueras donde en vez de detenerse apuró el paso. Cruzó casi corriendo entre chozas y siluetas humanas que lo miraban con sorpresa o indiferencia o temor.

—Y no es que haya sido mal hijo o no la quisiera, la negra se merecía el cielo, igual que usted, don —dijo Ambrosio —. Se rompió los lomos para criarme y darme de comer. Lo que pasa es que la vida no le da tiempo a uno ni para pensar en su madre.

—Lo dejamos porque a Hipólito se le fue la mano y el tipo comenzó a decir locuras y después se desmayó, señor Lozano —dijo Ludovico. Yo creo que ese Trinidad López ni es aprista ni sabe dónde está parado. Pero si quiere lo despertamos y seguimos, señor.

Siguió avanzando, cada vez más apurado y extraviado, incapaz de orientarse en esas primeras calles empedradas que furiosamente pisaban sus pies descalzos, internándose cada vez más en la ciudad tan alargada, tan anchada, tan distinta de la que recordaban sus ojos. Caminó sin rumbo, sin prisa, al fin se derrumbó en la banca sombreada por palmeras de una plaza. Había una tienda en una esquina entraban mujeres con criaturas, unos muchachos apedreaban un farol y ladraban unos perros. Despacio, sin ruido, sin darse cuenta, se echó a llorar.

—Su tío me sugirió que lo llamara, capitán; y yo también quería conocerlo —dijo Cayo Bermúdez —. Somos algo colegas ¿no?, y seguramente tendremos que trabajar juntos alguna vez.

—Era buena, se sacrificó duro, no faltaba a misa —dice Ambrosio —. Pero tenía su carácter, niño. Por ejemplo no me pegaba con la mano, sino con un palo. Para que no salgas a tu padre, decía.

—Yo ya lo conocía a usted de nombre, señor Bermúdez —dijo el capitán Paredes —. Mi tío y el coronel Espina lo aprecian mucho, dicen que esto funciona gracias a usted.

Se levantó, se lavó la cara en la pila de la plaza, preguntó a dos hombres dónde se tomaba y cuánto costaba el ómnibus a Chincha. Parándose de rato en rato a mirar a las mujeres y las cosas tan cambiadas, caminó hasta otra plaza cubierta de vehículos. Preguntó, regateó, mendigó y subió a un camión que demoró dos horas en partir.

—No hablemos de méritos que usted me deja muy atrás, capitán —dijo Cayo Bermúdez —. Sé que se jugó a fondo en la revolución comprometiendo oficiales, que ha puesto sobre ruedas la seguridad militar. Lo sé por su tío, no me lo niegue.

Todo el viaje estuvo de pie, aferrado a la baranda del camión, olfateando y mirando el arenal, el cielo, el mar que aparecía y desaparecía entre las dunas. Cuando el camión entró a Chincha, abrió mucho los ojos, y volvía la cabeza a un lado y a otro, aturdido por las diferencias. Corría fresco, ya no había sol, las copas de las palmeras de la plaza danzaban y murmuraban cuando pasó bajo ellas, agitado, mareado, siempre apurado.

—Lo de la revolución es la pura verdad y ahí no valen modestias —dijo el capitán Paredes —. Pero en la seguridad militar sólo soy un colaborador del coronel Molina, señor Bermúdez.

Pero el trayecto hacia la ranchería fue largo y tortuoso porque su memoria lo equivocaba y a cada momento tenía que preguntar a la gente dónde queda la salida a Grocio Prado. Llegó cuando ya había candiles y sombras, y la ranchería ya no era ranchería sino una aglomeración de casas firmes y en vez de comenzar los algodonales a sus antiguas orillas, comenzaban las casas de otra ranchería. Pero el rancho era el mismo y la puerta estaba abierta y reconoció inmediatamente a Tomasa: la gorda, la negra, la sentada en el suelo, la que comía a la derecha de la otra mujer.

—El coronel Molina es el que figura, pero usted el que hace andar la maquinaria —dijo Bermúdez —. También lo sé por su tío, capitán.

—Su sueño era la lotería, don —dijo Ambrosio —. Una vez se la sacó un heladero de Chincha, y ella puede que Dios la mande otra vez acá y se compraba sus huachitos con la plata que no tenía. Los llevaba a la Virgen, les prendía velitas. Nunca se sacó ni medio, don.

—Ya me imagino cómo andaría este Ministerio cuando Bustamante, los apristas por todas partes y los sabotajes al orden del día —dijo el capitán Paredes —. Pero no les sirvió de mucho a los zamarros.

Entró de un salto, golpeándose el pecho y gruñendo, y se plantó entre las dos y la desconocida dio un grito y se persignó. Tomasa, encogida en el suelo, lo observaba y de repente de su cara se fue el miedo. Sin hablar, sin pararse, le señaló la puerta del rancho con el puño. Pero Trifulcio no se fue, se echó a reír, se dejó caer alegremente al suelo y comenzó a rascarse las axilas..

—Les ha servido al menos para no dejar rastros, los archivos de la Dirección son inservibles —dijo Bermúdez —. Los apristas hicieron desaparecer los ficheros. Estamos organizando todo de nuevo y de eso quería hablarle, capitán. La seguridad militar nos podría ayudar mucho.

—¿Así que eres chofer del señor Bermúdez? —dijo Ludovico —. Mucho gusto, Ambrosio. ¿Así que vas a darnos una ayudadita en esto de la barriada?

—No hay problema, claro que tenemos que colaborarnos —dijo el capitán Paredes —. Vez que le haga falta algún dato, yo se lo proporcionaré, señor Bermúdez.

—¿A qué has venido, quién te ha llamado, quién te ha invitado? —rugió Tomasa —. Pareces un forajido así, pareces lo que eres. ¿No viste cómo mi amiga te vio y se fue? ¿Cuándo te han soltado?

—Quisiera algo más, capitán —dijo Bermúdez —. Quisiera disponer del fichero político completo de la seguridad militar. Tener una copia.

—Se llama Hipólito y es el burro más burro del cuerpo —dijo Ludovico —. Ya vendrá, ya te lo presentaré. Tampoco está en el escalafón y seguro que nunca estará. Yo espero estar algún día, con un poquito de suerte. Oye, Ambrosio, tú sí estarás ¿no?

—Nuestros archivos son intocables, están bajo secreto militar —dijo el capitán Paredes —. Le comunicaré su proyecto al coronel Molina, pero él tampoco puede decidir. Lo mejor sería que el Ministro de Gobierno dirija una solicitud al Ministro de Guerra.

—Tu amiga salió corriendo como si yo fuera el diablo —se rió Trifulcio —. Oye Tomasa, déjame comerme esto. Tengo un hambre así.

—Justamente es lo que hay que evitar, capitán —dijo Bermúdez —. La copia de ese archivo debe pasar a la Dirección de Gobierno sin que se entere ni el coronel Molina, ni el mismo Ministro de Guerra. ¿Me comprende usted?

—Un trabajo matador, Ambrosio —dijo Ludovico —. Horas perdiendo la voz, las fuerzas, y después viene cualquiera del escalafón y te requinta, y el señor Lozano te amenaza con pagarte menos. Matador para todos menos para el burro de Hipólito. ¿Te cuento por qué?

—Yo no puedo darle copia de unos archivos ultrasecretos sin que lo sepan mis superiores —dijo el capitán Paredes —. Ahí está la vida y milagros de todos los oficiales, de miles de civiles. Eso es como el oro del Banco Central, señor Bermúdez.

—Sí, te tienes que ir, pero ahora cálmate y tómate un trago, infeliz —dijo don Fermín —. Y ahora cuéntame cómo ocurrió. Déjate de llorar ya.

—Justamente, capitán, claro que sé que ese archivo es oro —dijo Bermúdez —. Y su tío lo sabe también. El asunto debe quedar sólo entre los responsables de la seguridad. No, no se trata de resentir al coronel Molina.

—Porque a la media hora de estar sonándole a un tipo, el burro de Hipólito, de repente, pum, se arrecha —dijo Ludovico —. A uno se le baja la moral, uno se aburre. Él no, pum, se arrecha. Ya lo vas a conocer, ya lo verás.

—Sino de ascenderlo —dijo Bermúdez —. Darle mando de tropa, darle un cuartel. Y nadie discutirá que usted es la persona más indicada para reemplazar al coronel Molina en la jefatura de seguridad. Entonces podremos fusionar los servicios con discreción, capitán.

—Ni una noche, ni una hora —dijo Tomasa —. No vas a vivir aquí ni un minuto. Te vas a ir ahora mismo, Trifulcio.

—Se ha metido usted al bolsillo a mi tío, amigo Bermúdez —dijo el capitán Paredes —. No hace seis meses que lo conoce y ya tiene más confianza en usted que en mí. Bueno, sí, estoy bromeando, Cayo. Podemos tutearnos ¿no?

—No mienten por valientes, Ambrosio, sino por miedo —dijo Ludovico —, ya verás si te toca entenderte con ellos alguna vez. ¿Quién es tu jefe? Fulano es, zutano es. ¿Desde cuándo eres aprista? No soy. ¿Y entonces cómo dices que fulano y zutano son tus jefes? No son. Matador, créeme.

—Tu tío sabe que la vida del régimen depende de la seguridad —dijo Bermúdez —. Todo el mundo puro aplauso ahora, pero pronto comenzarán los tiras y aflojes y las luchas de intereses y ahí todo dependerá de lo que la seguridad haya hecho para neutralizar a los ambiciosos y resentidos.

—No pienso quedarme, estoy de visita —dijo Trifulcio —. Voy a trabajar con un ricacho de Ica que se llama Arévalo. De veras, Tomasa.

—Lo sé muy bien —dijo el capitán Paredes —. Cuando ya no haya apristas, al Presidente le saldrán enemigos desde el mismo régimen.

—¿Eres comunista, eres aprista? No soy aprista, no soy comunista —dijo Ludovico —. Eres un maricón, compadre, ni te hemos tocado y ya estás mintiendo. Harás así, noches así, Ambrosio. Y eso lo arrecha a Hipólito, ¿te das cuenta qué clase de tipo es?

—Por eso hay que trabajar a largo plazo —dijo Bermúdez —. Ahora el elemento más peligroso es el civil, mañana será el militar. ¿Te das cuenta por qué tanto secreto con esto del archivo?

—Ni preguntas dónde está enterrado Perpetuo, ni si todavía vive Ambrosio —dijo Tomasa —¿Te has olvidado que tuviste hijos?

—Era una mujer alegre que le gustaba la vida, don —dijo Ambrosio —. La pobre ir a juntarse con un tipo capaz de hacerle eso a su mismo hijo. Pero claro que si la negra no se hubiera enamorado de él, yo no habría nacido. Así que para mí fue un bien.

—Tienes que tomar una casa, Cayo, no puedes seguir en el hotel —dijo el coronel Espina —. Además, es absurdo que no uses el auto que te corresponde como Director de Gobierno.

—No me interesan los muertos —dijo Trifulcio; Pero sí me gustaría verlo a Ambrosio ¿Vive contigo?

—Lo que pasa es que nunca he tenido auto, y además el taxi es cómodo —dijo Bermúdez —. Pero tienes razón, Serrano, voy a usarlo. Se debe estar apolillando.

—Ambrosio se va mañana a trabajar a Lima —dijo Tomasa —. ¿Para qué quieres verlo?

—Yo no creía eso de Hipólito, pero era cierto, Ambrosio —dijo Ludovico —. Lo vi, nadie me lo contó.

—No debes ser tan modesto, haz uso de tus prerrogativas —dijo el coronel Espina —. Estás metido aquí quince horas al día y no todo es trabajo en la vida, tampoco. Una cana al aire de vez en cuando, Cayo.

—Por pura curiosidad, para ver cómo es —dijo Trifulcio —. Lo veo a Ambrosio y palabra que me voy, Tomasa.

—Por primera vez nos dieron un tipo de Vitarte a los dos solos —dijo Ludovico —. Ninguno del escalafón para requintarnos, les faltaba gente. Y ahí lo vi, Ambrosio.

—Claro que la echaré, Serrano, pero necesito estar más aliviado de trabajo —dijo Bermúdez —. Y buscaré casa, y me instalaré con más comodidad.

—Ambrosio estaba trabajando aquí, de chofer interprovincial —dijo Tomasa —. Pero en Lima le irá mejor y por eso lo he animado a que se vaya.

—El Presidente está muy contento contigo, Cayo —dijo el coronel Espina —. Me agradece más haberte recomendado que todo lo que lo ayudé en la revolución, figúrate.

—Le daba y empezó a sudar, más y sudaba más y le dio tanto que el tipo se puso a decir disparates —dijo Ludovico —: Y de repente le vi la bragueta inflada como un globo. Te juro, Ambrosio.

—Ese que está viniendo ahí, ese hombrón —dijo Trifulcio —. ¿Ese es Ambrosio?

—Para qué le pegas si lo has dejado medio locumbeta, para qué si ya lo soñaste —dijo Ludovico —. Ni oía, Ambrosio. Arrecho, como un globo. Como te lo cuento, te juro. Ya lo conocerás, ya te lo presentaré.

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