—Lo introduciremos por la abertura y obtendremos imágenes del interior de la grieta —dijo David—. De ese modo sabremos si es seguro derribar el muro sin destruir lo que hay al otro lado.
—¿Cómo será capaz de ver el robot?
—Freddie está equipado con lentes de visión nocturna. La zona central de su armadura emite un rayo de luz infrarroja que sólo su lente puede percibir. La calidad no es muy buena, pero creo que será suficiente. Lo único que tenemos que evitar es que se atasque o vuelque. Si vuelca… se acabó.
Los primeros metros fueron los más sencillos. El tramo inicial, aunque muy estrecho, dejaba a Freddie suficiente espacio para entrar. Salvar el desnivel de la pared con el suelo fue algo más difícil. Encontraron un terreno irregular, lleno de piedras sueltas. Por suerte el robot podía mover sus cadenas individualmente, lo cual le permitía salvar escollos que no fueran muy grandes.
—Dos tercios más a la izquierda —dijo David pegado a la pantalla de control, en la que se veía poco más que un campo de piedras en blanco y negro. Tommy Eichberg manejaba los controles por decisión de David, ya que tenía un pulso excelente en sus dedos rechonchos. Cada cadena se movía con una pequeña rueda en un mando de control conectado a Freddie por dos gruesos cables que también servían para proporcionarle energía o para intentar recuperarlo tirando de él hacia atrás en caso de que algo fuese mal.
—Ya casi está. ¡Uufff!
La pantalla osciló peligrosamente, y por un instante el aparato estuvo a punto de volcar.
—¡Ten más cuidado, Tommy, joder! —gritó David.
—Eh, cálmate, muchachito. Estas ruedas son más sensibles que el clítoris de una monja. Disculpe mi lenguaje, señorita —dijo volviéndose hacia Andrea—. Tengo lengua del Bronx.
—No debe preocuparse. Yo tengo oídos de Harlem —dijo la joven, siguiéndole la broma.
—Tienes que estabilizarlo un poco más.
—Ya lo intento. ¡Ya lo intento!
Otro ligero giro a los mandos y el robot salvó el desnivel de la piedra.
—¿Alguna idea de cuánta distancia ha recorrido Freddie? —dijo Andrea.
—Unos dos metros y medio tras el muro —le respondió David, secándose el sudor que le resbalaba por la frente. Cada vez hacía más calor allí dentro debido a los generadores y los focos.
—Y tiene… ¡Espera!
—¿Qué ocurre?
—Creo que he visto algo.
—¿Estás segura? No es fácil dar la vuelta con esto.
—Tommy, vaya a la izquierda, por favor.
Eichberg miró a Pappas, quien asintió. Lentamente la pantalla comenzó a moverse, revelando un contorno circular oscuro.
—Un poco hacia atrás.
Dos triángulos de bordes finos, uno junto al otro.
Una fila de pequeños cuadrados apiñados.
—Un poco más.
Finalmente la geometría se transformó en algo reconocible.
—Oh, Señor. Es una calavera.
Andrea miró a Pappas con gesto de triunfo.
—Ahí tienes la respuesta: así consiguieron cerrar su muro por dentro, David.
El arqueólogo no la escuchaba. Miraba la pantalla muy de cerca murmurando en voz baja. Sus dos manos sujetaban la pantalla con la desesperación de un vidente loco frente a su bola de cristal. Una gota de sudor cayó de la nariz grasienta del joven y resbaló sobre la cuenca de la calavera y el lugar donde habría estado la mejilla del muerto.
Igual que una lágrima,
pensó Andrea.
—¡Rápido, Tommy! ¡Rodéela y vaya más lejos! —dijo Pappas, y su voz cada vez era menos reconocible para Andrea—. ¡Hacia la izquierda!
—Tranquilo, chico. Vamos a hacer las cosas despacio. Creo que hay un…
—¡Déjelo, lo haré yo mismo! —dijo David, abalanzándose sobre el cuadro de mandos.
—Pero ¿qué haces? —se enfadó Eichberg—. ¡Suéltalo, joder!
Eichberg y él forcejearon durante un par de segundos por el mando, accionando las ruedas en el proceso. La cara de David estaba roja como la grana y las cerdas del bigote de Eichberg subían y bajaban por la furiosa respiración de su dueño.
—¡Cuidado! —gritó Andrea, mirando la pantalla, que de nuevo se agitó locamente. Y de repente ya no se movió más.
Eichberg soltó el mando de repente, y David cayó hacia atrás, haciéndose un corte en la sien con el borde del monitor. Pero en ese momento le preocupaba mucho más lo que se veía en él que el daño que le había hecho en la cabeza.
—Es lo que trataba de decirte, chico. Había un desnivel.
—Mierda. ¿Por qué no lo has soltado? Ahora ha volcado. ¡Volcado!
—Cállate. Tú la has jodido con tus prisas.
Andrea los mandó callar de un grito.
—¡Dejen de discutir! No está del todo sobre un costado, fíjense —dijo señalando la pantalla.
Los dos se acercaron a regañadientes. Brian Hanley, que había ido a buscar algunos repuestos fuera y se estaba descolgando haciendo rapel mientras la breve pelea, se acercó también.
—Esto tiene arreglo —dijo tras estudiar la pantalla un rato—. Si damos todos a la vez un tirón del cable podría volver a colocarse sobre las cadenas. Si tiramos suave sólo conseguiríamos arrastrarlo hasta que se atascara. Tiene que ser fuerte y seco, como un latigazo.
—No servirá de nada —dijo Pappas—. Arrancaríamos el cable.
—No se pierde nada por probar, ¿verdad?
Todos se pusieron en posición, agarrando el cable con ambas manos, lo más cerca posible del agujero. Hanley tiró del cable hasta que estuvo casi tirante pero no del todo.
—A mi señal. Una, dos, ¡tres!
Los cuatro tiraron a la vez.
El cable pasó de repente a estar demasiado suelto en sus manos.
—Mierda. Lo hemos arrancado.
Hanley tiró de él hasta que consiguió sacarlo del todo.
—Pues sí que… joder, lo siento, Pappas.
Pero el joven arqueólogo no prestaba atención a nada de lo que estaba ocurriendo. Por un instante se había girado, exasperado, dispuesto a emprenderla a golpes con lo primero que encontrase. Alzó una llave de tubo para emprenderla a golpes con el monitor —tal vez una venganza atrasada por el golpe de dos minutos atrás— cuando su vista se quedó clavada en la pantalla.
Andrea se acercó curiosa, y entonces comprendió.
No.
No puedo creerlo.
Porque en realidad no lo he creído nunca, ¿verdad? Nunca creí que fuera posible que existieras.
La grabación se había quedado congelada en el último fotograma que había captado el robot. Un fotograma en el que se había vuelto a poner sobre sus cadenas antes de soltarse el cable. Libre su campo de visión de la obstrucción de la calavera, la imagen mostraba un destello que Andrea tardó en asimilar hasta que comprendió que era un exceso de luz infrarroja rebotando sobre una superficie metálica. La joven creyó distinguir el borde irregular de lo que sin duda parecía una caja grande. En lo alto se entreveía una figura, pero Andrea no podía estar segura.
Quien sí estaba seguro era Pappas, que murmuraba con la mirada perdida.
—Está ahí, profesor. La he encontrado. La he encontrado para usted…
Andrea se volvió hacia el profesor y disparó sin pensar con su cámara, ansiosa de captar su primera impresión de sorpresa y alegría, la recompensa a toda una vida de búsqueda, dedicación y aislamiento emocional. Lanzó tres instantáneas antes de mirar realmente.
En aquellos ojos no había nada, de aquella boca sólo surgía un reguero de sangre que se apelmazaba sobre la barba.
Brian se acercó corriendo.
—Mierda. Hay que sacarlo de aquí. No respira.
L
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S
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Nueva York
Diciembre de 1943
Yudel tenía tanta hambre que apenas sentía el resto de su cuerpo. Sólo era consciente de arrastrar su encogido estómago a través de las calles de Manhattan. Buscaba refugio en los portales y en los callejones, pero nunca conseguía quedarse demasiado tiempo en un sitio. Enseguida un ruido, una luz o una voz lo asustaban y corría, aferrando el maltrecho hato de ropa que constituía su única posesión en el mundo. Salvo en el intervalo de Estambul, no había conocido más hogar que los vientres seguros del zulo y la bodega del barco. La desquiciada, bulliciosa, iluminada Nueva York era para Yudel un bosque tenebroso. Bebió en fuentes y en desagües. Un mendigo borracho le arañó las piernas al pasar. Un policía lo llamó desde una esquina. Su uniforme le recordó al del monstruo con linterna que los buscaba en el portal del juez Rath. Huyó.
Caía la tarde del tercer día tras su desembarco cuando el niño se desplomó, rendido, sobre las inmundicias de un callejón de Broome Street. Sobre su cabeza, los
tenement
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bullían de gritos, ruido de cacharros, discusiones, batallas sexuales, vida. Yudel se desmayó unos minutos. Recobró el sentido sintiendo que algo le corría por la cara. Supo lo que era antes de abrir los ojos asqueado. La rata no le hizo el menor caso. Se dirigía a un cubo de basura volcado, donde había olisqueado un pedazo de pan reseco. Era un trozo grueso, demasiado para que la rata saliese corriendo con él. Lo royó con dientes apresurados.
Yudel se arrastró como pudo hasta el cubo. Con dedos vacilantes agarró una lata y la arrojó contra el roedor. Falló. La rata le miró inexpresiva, los dientes hincados aún en el mendrugo. El niño agarró a tientas el mango partido de un paraguas. Hizo ademán de lanzarlo contra la rata y ésta se dio por vencida y se escurrió en busca de restos más fáciles.
El pequeño le echó mano al mendrugo. Abrió la boca para morderlo con avidez, pero la cerró y depositó el pan de nuevo sobre su regazo. Sacó un harapo irreconocible de la mochila y cubrió su cabeza y bendijo al Señor por el regalo del pan.
—Baruch Atah Adonai, Eloheynu Melech haolam, ha motzee lechem min haaretz.
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En el callejón, una puerta se había abierto hacía un par de minutos. Un viejo rabino, inadvertido por Yudel, había presenciado el duelo con la rata. Cuando escuchó la bendición del pan de boca de aquel chiquillo famélico, una lágrima rodó por su rostro. Jamás había visto nada igual. En aquella fe no había desesperación ni dudas.
El rabino siguió mirando al niño durante un buen rato. Su sinagoga era muy pobre. Apenas lograba reunir suficientes recursos para mantenerla abierta, al límite de la lógica. Por eso ni siquiera él entendió muy bien su decisión.
Yudel se había quedado dormido entre los restos pútridos de comida y basura. No se despertó cuando el rabino lo alzó en brazos, con cuidado, y lo llevó al interior de la sinagoga.
La vieja estufa mantendrá el frío fuera aún algunas noches. Luego ya veremos,
se dijo el rabino.
Mientras sacaba al niño las ropas mugrientas y lo arropaba con su única manta, el rabino encontró la tarjeta verde azulada que le habían entregado en la Isla de Ellis, en la que lo identificaban como Raymond Kayn, con familia en Manhattan. También un sobre en el que se leía, en hebreo:
Para mi hijo, Yudel Cohen
no leer hasta tu bar mitzvah
Noviembre de 1951
El rabino rasgó el sobre, creyendo acertadamente que lo ayudaría a determinar el origen del muchacho. Lo que leyó lo dejó asombrado y confundido, pero le reafirmó en su convicción de que el mismo Piadoso había guiado los pasos de aquel niño hasta su puerta.
Afuera, la nieve comenzó a caer en grandes copos.
C
ARTA
DE
J
OSEF
C
OHEN
A
SU
HIJO
Y
UDEL
En Viena, martes 9 de febrero de 1943
Querido Yudel:
Escribo estas líneas apresuradas con la esperanza de que el cariño y el amor que sentimos por ti rellene los huecos que dejen la urgencia y la inexperiencia del corresponsal. No he sido nunca dado a efusiones, bien lo sabe tu madre. Desde que naciste, la forzada intimidad de la jaula en la que nos encerró la guerra me ha desgastado el corazón. Me entristece no haberte visto nunca jugar al sol, y ya nunca lo veré. El Eterno nos ha forjado en el crisol de una dura prueba, y no hemos dado la talla. Queda para ti cumplir aquello de lo que nosotros no hemos sido capaces.
Dentro de unos minutos marcharemos en busca de tu hermano, y no vamos a volver nunca. Tu madre no atiende a razones y no puedo dejarla ir sola. Camino a una muerte segura, soy consciente. Cuando leas esta carta tendrás doce años. Te preguntarás qué locura posee a tus padres para marchar así, en brazos del enemigo. ¿Por qué lo hacemos? Parte del motivo de esta carta es entender yo mismo la respuesta a esa pregunta. Cuando crezcas sabrás que hay empresas que es necesario acometer, aun a sabiendas de que el resultado será adverso.
El tiempo apremia y he de contarte algo muy importante. Desde hace siglos los miembros de nuestra, familia han estado dedicados a la custodia de un objeto sagrado. Se trata de la vela que te acompañó el día de tu nacimiento. Por circunstancias terribles, es lo único que nos queda hoy que tenga, un cierto valor intrínseco, y por eso tu madre me obliga a ponerla en juego para intentar rescatar a tu hermano.
Será un sacrificio tan inútil como el de nuestras vidas. No me importa. No lo haría si no quedases tú detrás, y en ti confío. Me gustaría explicarte la razón que hace esta vela tan especial, pero la desconozco. Sólo sé que guardarla incólume era mi misión, una misión que se ha transmitido de padres a hijos desde hace muchas generaciones, y en la que he fallado como en todo en la vida.
Busca la vela, Yudel. Se la entregaremos al médico que retiene a tu hermano en el Kinderspital AM Spiegelgrund. Si al menos sirviese para comprar la libertad de tu hermano, buscadla juntos. Si no, ruego al Nombre que te mantenga a salvo y que cuando leas esto la guerra por fin haya terminado.
Hay algo más. Poco queda de la vasta herencia que os correspondía a Elan y a ti. Las fábricas de tu familia están en poder de los nazis. Las cuentas corrientes que poseíamos en los bancos de Austria hace tiempo que fueron intervenidas. Nuestros pisos ardieron en la ReichsKristallnacht. Pero por suerte podemos dejarte algo. Siempre hemos conservado un fondo familiar para los imprevistos en un banco de Suiza. La fuimos engordando poco a poco, con viajes cada dos o tres meses, a veces llevando sólo unos cientos de francos. ¡Tu madre y yo apreciábamos tanto aquellas escapadas de fin de semana! No es una gran fortuna, apenas cincuenta mil francos, pero servirá para que puedas estudiar y te establezcas como y donde quieras. El dinero está depositado en una cuenta numerada, del Crédit Suisse, la 336923348927R, bajo mi nombre. El director te solicitará una contraseña. Es «Perpignan».
Nada más. Recita cada día tus bendiciones, no te apartes de la luz de la Torah y honra a tu casa y a tu pueblo.
Bendito sea el Eterno, aquel que es nuestro Único Dios, Presencia Universal, Juez Auténtico. A Él me encomiendo y te encomiendo. ¡Que Él te guarde!
Tuyo,
Josef Cohen