—Era un pájaro. Un búho o una lechuza, por los ojos. Tenía las dos alas desplegadas.
Fowler sonrió.
—Eso es algo inusual. Puede que sirva.
El sacerdote fue hasta su maletín, que había traído consigo del camarote, y extrajo un teléfono móvil; desplegó una antena gruesa y lo encendió ante las dos sorprendidas mujeres.
—Creía que estaban prohibidas todas las conexiones con el exterior —dijo Andrea.
—Lo están. Se meterá en un lío si le pillan.
Fowler estudiaba atentamente la pantalla del móvil, esperando a que alcanzase cobertura. Aquel era un teléfono vía satélite Globalstar, que no utilizaba las redes normales sino que se conectaba directamente con la red de satélites de comunicaciones. En modelos como aquel, la cobertura era del 99% de la superficie terrestre.
—Por eso era imprescindible que averiguásemos algo hoy, señorita Otero —dijo el sacerdote, marcando un número de memoria—. Ahora estamos en un núcleo urbano y una señal desde el barco pasará desapercibida con las señales de la ciudad de Aqaba. Cuando estemos en la excavación, usar el teléfono será muy arriesgado.
—Pero qué…
Fowler interrumpió a Andrea alzando un dedo. La comunicación ya se había establecido.
—Albert, necesito un favor.
E
N
ALGÚN
LUGAR
DE
F
AIRFAX
C
OUNTY
, V
IRGINIA
Miércoles, 12 de julio de 2006. 05.16
El joven sacerdote saltó de la cama medio dormido, sabiendo inmediatamente quién era. Aquel teléfono móvil sólo sonaba en casos de absoluta emergencia. Tenía una melodía diferente a las de los demás móviles que usaba, y sólo una persona en el mundo tenía el número. Una persona por la que el padre Albert hubiese dado la vida sin pestañear.
Claro que el padre Albert no siempre fue el padre Albert. Hacía doce años, cuando él tenía catorce, se llamaba
Frodo Poison,
y era el mayor ciberdelincuente de los Estados Unidos.
El pequeño Al estaba muy solo. Papá y mamá trabajaban fuera de casa y estaban demasiado ocupados con sus carreras para prestar atención a un niño rubio y delgadito, de aspecto tan frágil que incitaba a tener las ventanas de casa cerradas para que no se lo llevara una corriente de aire. Pero a Albert no le hacía ninguna falta el aire para volar a todas partes por el ciberespacio.
—No hay explicación alguna a su talento —diría horas después de su arresto uno de los agentes del FBI que se encargaba del caso—. Nadie le ha enseñado. Cuando ese crío mira un ordenador no ve veinte kilos de cobre, silicio y plástico. Simplemente puertas.
Albert había abierto unas cuantas. Sólo para distraerse un rato. Entre ellas las de las cámaras acorazadas virtuales del Chase Manhattan Bank, el Mitsubishi Tokyo Financial Group y el BNP. Había desvalijado ochocientos noventa y tres millones de dólares en las tres semanas que duró su carrera delictiva, haciendo que el programa del banco reaplicase comisiones por intermediación a un banco inexistente, el Albert M. Bank, situado en las Islas Caimán. Un banco con tan sólo un cliente. Claro que ponerle su propio nombre al banco no había sido la decisión más inteligente, pero al fin y al cabo Albert estaba en la edad del pavo. El niño se dio cuenta de ello cuando dos escuadrones completos del SWAT asaltaron la casa de sus padres a la hora de la cena, estropeando la alfombra del salón y aplastándole la cola al gato.
Albert no conocería jamás el interior de una celda, haciendo bueno el dicho de que cuanto más robas más te libras. Pero mientras estuvo esposado en una sala de interrogatorios del FBI, los escasos conocimientos del sistema penitenciario norteamericano que había adquirido en la tele se agolpaban en su cabeza. Albert tenía vagas nociones de que la cárcel era un lugar donde te pudrías y te
somonizaban.
Y aunque no estaba muy seguro de qué era lo segundo, intuía que era algo que dolía.
Los agentes del FBI miraban a aquel niño vulnerable y roto y sudaban, nerviosos. Aquel crío había sacado de sus casillas a muchísima gente. Cazarle había sido tremendamente complicado, y de no ser por su infantil error habría seguido desplumando tenazmente a los gigantes de la banca. Que no estaban nada interesados en que aquella situación llegase a juicio o a conocimiento del público, por cierto. Aquellos incidentes siempre traían desconfianza por parte de los inversores.
—¿Qué haces con una bomba atómica de catorce años? —dijo uno de los agentes.
—Enseñarle a que no explote —respondió el otro, en un alarde de creatividad.
Y así fue como pusieron el caso en manos de la CIA, que siempre daba uso a un talento en bruto como aquel. Y para hablar con el chico sacaron de la cama a un agente que en 1994 había caído en desgracia dentro de la Compañía, un maduro capellán militar de las Fuerzas Aéreas con experiencia en Psicología.
Cuando un soñoliento Fowler entró aquella madrugada en la sala de interrogatorios y le dijo a Albert que podía optar entre los barrotes o hacer seis horas de trabajo semanales para el Gobierno, el niño lloraba de agradecimiento.
Hacer de niñera de aquel espigado muchacho fue un trabajo que a Fowler se le impuso como castigo, pero que para él significó un premio. Con el tiempo se forjaría una amistad inquebrantable y una admiración mutua, que en el caso de Albert se concretó en abrazar la fe católica y entrar en el seminario. Cuando se ordenó sacerdote, Albert siguió colaborando esporádica y voluntariamente con la CIA, aunque esta vez sirviendo además de enlace con la Santa Alianza, el servicio de espionaje vaticano al que Fowler también pertenecía. Desde aquel día, Fowler le había acostumbrado a llamadas telefónicas de madrugada, en parte como venganza por aquella noche de 1994 en la que se conocieron.
—Hola, Anthony.
—Albert, necesito un favor.
—¿No sabes llamar a horas normales?
—Velad porque no sabréis el día ni la hora, dice el Señor.
—No fastidies, Anthony —dijo el joven cura, encaminando sus pasos hacia la nevera—. Estoy hecho polvo, así que habla rápido. ¿Estás ya en Jordania?
—¿Has oído hablar de una empresa de seguridad que tenga como logotipo un búho o una lechuza de color rojo y con las alas extendidas?
Albert se sirvió un vaso de leche fría y volvió al dormitorio.
—¿Estás de broma? Es el logo de GlobalInfo. Esos chicos eran la nueva estrella de la Compañía
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. Se llevaban un buen pellizco de las contratas de información del departamento de Terrorismo Islámico. También atendían consultas privadas de empresas norteamericanas, e incluso en alguna ocasión del gobierno de Tony Blair.
—¿Por qué hablas en pasado, Albert?
—Emitieron un boletín interno hace unas horas. Ayer un grupo terrorista acribilló a todos los miembros de la empresa en Washington e hizo volar por los aires su oficina. Los medios no saben nada. Van a hacer que parezca una explosión de gas. La Compañía ya ha recibido demasiadas críticas por la cantidad de trabajo antiterrorista que están derivando hacia fuentes externas. Un atentado como éste les haría parecer vulnerables.
—¿Supervivientes?
—Sólo uno, un tal Orville Watson, el jefe y dueño. Tras el atentado, Watson les dijo a los agentes que no quería la protección de la CIA y se largó. Los jefes de Langley están muy cabreados con los dos panolis que le dejaron escapar. Encontrar a Watson y ponerlo bajo discreta protección es prioritario.
Fowler guardó silencio más de un minuto. Albert ya estaba acostumbrado a las pausas de su amigo, así que simplemente esperó.
—Escucha, Albert —dijo Fowler, finalmente—. Estamos metidos en un buen lío y Watson sabe algo. Tienes que encontrarlo antes que la CIA. Su vida corre un grave peligro. Y lo que es peor, la nuestra también.
E
N
RUTA
HACIA
LA
EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Miércoles, 12 de julio de 2006. 16.15
Hubiera sido un atrevimiento llamar carretera a aquella fina línea de tierra endurecida por la que se arrastraba el convoy. A vista de pájaro o desde alguno de los riscos de arenisca que dominan este paraje desolado, los ocho vehículos parecían extrañas anomalías polvorientas. Apenas había 162 kilómetros desde Aqaba hasta el lugar de la excavación, pero el convoy tardó cinco horas en recorrerlo por la irregularidad del terreno y por la nula visibilidad de que disponían los conductores a partir del tercer vehículo por la nube de arena que formaban.
Abrían la marcha dos todoterrenos Hummer H3, cada uno de ellos con cuatro personas a bordo. Pintados de blanco, con el rojo logo de la mano abierta de Kayn Industries en las puertas, aquellos H3 pertenecían a una serie limitada creada para superar las condiciones de trabajo más complicadas sobre la faz de la tierra.
—Una maravilla de coche —iba diciendo Tommy Eichberg, al volante del segundo H3, a una aburrida Andrea—. Qué digo un coche. Esto es un tanque. Puede subir paredes verticales de 40 centímetros, o escalar una ladera con pendientes del sesenta por ciento.
—Seguro que cuesta más que mi piso —la periodista, ante la imposibilidad de sacar fotos fuera del coche, disparaba a Stowe Erling y David Pappas, que ocupaban los asientos de atrás.
—Casi 300.000 euros. Puede atravesar cualquier cosa, mientras tenga gasolina.
—¿Por eso nos hemos traído esas latas rodantes, no? —dijo David. Era un joven moreno, de nariz aplastada y tan poca frente que las cejas y el nacimiento del pelo podían rozarse si el joven abría los ojos con asombro, cosa que hacía a menudo. A Andrea le gustaba, no como Stowe, que a pesar de ser alto y atractivo, con una cuidada coleta rubia, parecía sacado de un libro de autoayuda contra la inseguridad.
—Por supuesto, David. No hagas preguntas cuyas respuestas ya conoces. Daña tu imagen. Asertividad, recuérdalo. Es la clave.
—Eres muy gallito cuando no está el profesor, Stowe —dijo David, dolido—. Creo que esta mañana, mientras te corregía por las estimaciones que le presentaste, no estabas tan asertivo.
Stowe alzó la barbilla e hizo un gesto de «¿puedes creerlo?» hacia Andrea, que lo ignoró y se limitó a cambiar la tarjeta de memoria de la cámara. En cada tarjeta de 4 gigabytes cabían seiscientas fotos a máxima resolución. Cuando llenaba una, transfería las imágenes a un disco duro portátil especial para fotógrafos con capacidad para 12.000 instantáneas y con una pantalla LCD de 7 pulgadas para previsualizarlas. Hubiera preferido llevar su portátil, pero los ordenadores estaban estrictamente prohibidos en la expedición. Los únicos permitidos eran los del equipo de Forrester.
—¿Cuánta gasolina hay ahí, Tommy? —dijo girándose hacia el conductor.
El hombre se acarició el bigote con parsimonia. A Andrea le divertía su calmosa manera de hablar, y de empezar una de cada tres frases con un alargado
«bueeeeeno».
—Los dos camiones que nos siguen transportan los suministros. Son camiones Kamaz rusos, militares. Duros como piedras. Los rusos los estrenaron en Afganistán. Bueno… después siguen los dos camiones cisterna. El de agua lleva 40.000 litros. El de gasolina es un poco más pequeño, llevará unos 35.000 litros.
—Eso es mucho combustible.
—Bueno, vamos a estar semanas ahí fuera. Necesitaremos electricidad.
—Siempre podemos recurrir al barco. Ya sabe, que manden más provisiones.
—Bueno, eso no va a pasar, chiquilla. Las órdenes son que una vez lleguemos al campamento estamos fuera. Sin contacto con el exterior.
—¿Y si hay alguna emergencia? —dijo Andrea alarmada.
—Somos bastante autosuficientes. Podríamos sobrevivir meses con lo que traemos, pero el programa considera todos los lujos. Lo sé porque como conductor y mecánico oficial me ha tocado supervisar la carga de todos los vehículos. La doctora Harel lleva un auténtico hospital ahí detrás. Y, bueno, si hay algo más que una torcedura de tobillo, estaremos sólo a 75 kilómetros del pueblo más cercano, El Mudawwarah.
—Vaya, es un alivio. ¿Cuántos habitantes tiene el pueblo? ¿Doce?
—¿Enseñan esa actitud en Periodismo? —intervino Stowe desde el asiento de atrás.
—Sí, se llama Sarcasmo 101.
—Seguro que fue su único sobresaliente.
Maldito listillo de mierda. Ojalá te dé una lipotimia excavando, a ver qué piensas tú de ponerte malo en mitad del desierto de Jordania Central, imbécil,
pensó Andrea, que nunca había sacado notas demasiado buenas. Ofendida, se sumió en un digno silencio durante un buen rato.
—Bienvenidos a Jordania Central, amigos —canturreó Tommy—. Hogar del simún. Población: nadie.
—¿Qué es el simún, Tommy? —dijo Andrea.
—Gigantescas tormentas de arena. Un fenómeno digno de verse, dicen. Miren, ya casi estamos.
El H3 disminuyó la velocidad. Los camiones comenzaron a alinearse en batería a un lado del precario camino.
—Creo que hemos llegado al desvío —dijo Tommy, señalando la pantalla del GPS en el salpicadero. Sólo quedan tres kilómetros, pero tardaremos en recorrerlos. Esas dunas tienen un desnivel enorme. Los camiones lo pasarán mal.
Cuando el polvo se asentó un poco, Andrea vio una enorme duna que formaba una colina en la arena rosada. Detrás se hallaba el cañón de la Garra, el lugar que según Forrester encerraba el Arca de la Alianza desde hacía dos milenios. Pequeños remolinos se perseguían unos a otros en lo alto de la duna, llamando a Andrea a gritos.