La Negra deslizó una zarpa hacia arriba y luego la bajó, en un intento de acuchillar al diminuto enano, de partirlo en dos para así poder dedicar toda su atención a la ceremonia de la señora suprema Roja. Pero el enano se hizo rápidamente a un lado, y sólo consiguió alcanzarlo en un costado.
Jaspe aulló y notó cómo su brazo quedaba inerte. El dolor se fue tornando insoportable, a medida que el ácido le corroía la carne.
—Tengo fe —dijo apretando los dientes—. ¡Tengo fe!
Buscó a su alrededor la presencia del espíritu de Goldmoon. Estaba allí, más fuerte que antes, tranquilizador y reconfortante.
—¡Fe! —El enano se acercó más, intentando encontrar las fuerzas necesarias para permanecer en pie y alzar el cetro con el brazo derecho, que todavía funcionaba—. ¡Muere, dragón! —escupió—. ¡Muere! —Pero el brazo le ardía por culpa del ácido.
—Tu fe es fuerte —murmuró Goldmoon—. Confía en tu fe, amigo mío.
El aire relució junto al enano, y de improviso allí estaba la imagen espectral de la sacerdotisa. El Medallón de la Fe brillaba alrededor de su cuello, y su fulgor fue en aumento a la vez que su figura adquiría cuerpo.
—Goldmoon —Jaspe apenas consiguió articular la palabra.
Ella asintió y lo rozó al pasar junto a él, la carne cálida y sólida. No era un fantasma. Ya no. Iba vestida con polainas de cuero y una túnica y llevaba los cabellos salpicados de cuentas y plumas. Estaba tal y como su tío Flint la había descrito: joven y llena de fuego, con el mismo aspecto que tenía durante la Guerra de la Lanza.
—Estoy aquí, Jaspe —dijo con suavidad y un dejo de tristeza en la voz—. Estoy realmente viva. No era mi hora de morir. Riverwind me convenció para que regresara.
«¿Cómo? —quiso preguntarle—. ¿Cómo es posible que estés aquí? ¿Los dioses? ¿Tuvieron ellos algo que ver en esto? ¿Acaso no se han ido por completo? Vi cómo Dhamon Fierolobo te mataba. Intenté salvarte, pero no tuve la fe necesaria para sustentarte y mantenerte con vida. Te fallé. Perdóname.»
Ella sonrió, como si hubiera escuchado sus pensamientos.
—No hay nada que perdonar, amigo mío —dijo—. Confía en tu fe, Jaspe. Usa tu fe.
Confió en su fe. Vio su chispa interior y de algún modo encontró fuerzas para levantar el cetro. Lo alzó por encima de su cabeza y detrás de él al tiempo que Goldmoon corría al frente con una gruesa barra.
—¡Goldmoon está viva! —chilló Jaspe mientras descargaba el cetro contra la pata del Dragón Negro—. ¡Goldmoon está viva! —Prácticamente rebosaba alegría en tanto que el dragón rugía. Negras escamas cayeron sobre el enano y sangre negra le bañó la cabeza, pero él apartó a un lado el dolor y pensó sólo en la felicidad que sentía. ¡Goldmoon estaba viva!
Volvió a echar el Puño de E'li hacia atrás, pensando ahora únicamente en la muerte del reptil, y lo abatió con más fuerza.
—¡Mi fe me protegerá!
La bestia volvió a rugir, atacando con la otra zarpa. En esta ocasión su blanco no era el enano, sino la mujer de cabellos dorados y plateados que también lo había golpeado. La bondad de la mujer enfermaba a Onysablet; era una pureza que amenazaba la perfecta hediondez y corrupción de la hembra Negra.
La garra apenas si rozó a Goldmoon; sólo una uña consiguió desgarrar un trozo de túnica. Onysablet aulló de nuevo, creyendo segura la victoria. El Dragón Negro dedicó toda su atención a la sacerdotisa. El enano iría después. Un zarpazo más, y la mujer llena de bondad habría desaparecido.
A su espalda, la ceremonia en el centro de la meseta proseguía. Sable percibía la energía que latía en los objetos mágicos, percibía la electricidad del aire. Su negro corazón tamborileaba al compás de los truenos que Khellendros invocaba sobre sus cabezas. No tardaría ni un segundo en matar a esta mujer, y luego la seguiría el enano. Hecho esto, contemplaría cómo Malystryx renacía como diosa dragón.
Khellendros se aproximó más a los tesoros, y su garra se cerró alrededor de la ardiente lanza que en una ocasión había empuñado Huma.
Malystryx acababa de recibir un segundo chorro de agua de la corona que llevaba la kalanesti, que la había empujado un poco más lejos de los objetos mágicos. El Dragón Rojo no había resultado herido; simplemente le habían hecho perder un poco el equilibrio. La Roja arrojó otra bocanada de fuego contra Feril. Esta vez la elfa la esquivó por sí misma y continuó combatiendo junto a Dhamon Fierolobo, el humano que había sido el peón más prometedor de Malystryx. El único que había osado desafiarla.
La hembra Roja emitió un rugido, y las llamas envolvieron su cabeza.
—Dhamon Fierolobo —siseó con su profunda voz inhumana, mientras se inclinaba hacia él—, pensaba matarte en cuanto me convirtiera en diosa, para castigarte por tu estúpida insolencia. Pero lo haré ahora, y así te arrebataré la gloria de verme ascender a los cielos. Te destruiré a ti y a la maldita elfa.
Malys se adelantó y extendió la cabeza al frente, los malévolos ojos entrecerrados y convertidos en refulgentes rendijas.
Detrás de ella, las zarpas de Khellendros rozaron el montón de tesoros. Se encontraba ahora en el lugar en el que había estado Malystryx. El señor supremo Azul miró al cielo, donde diminutas figuras —negras, verdes, azules, plateadas, doradas y otras más— descendían y ascendían a gran velocidad. Sus agudos ojos separaron las figuras, vieron las explosiones de mercurio que apedreaban a los Verdes, y contemplaron cómo nubes de ácido caían sobre el Dragón Dorado que iba a la cabeza. El Dorado tenía un jinete, como sucedía con muchos de los Plateados. Y aquel elemento humano convertía a ambas clases de dragones en más curiosos, más amenazadores.
Tres de los Negros atacaban a la Plateada que llevaba al elfo sobre el lomo. Khellendros observó mientras los tres dragones proyectaban chorros de ácido, pero el Dragón Plateado se escabulló en el último instante, salvándose a sí misma y a su jinete.
Tal y como Khellendros deseaba haber podido salvar la vida a Kitiara tantos años atrás.
—¡Ah, Kitiara! —musitó—. Mi reina. El cuerpo de Malystryx no es lo bastante bueno para ti. Está contaminado. Escogeré otro.
Fisura se apretaba contra la pata de Tormenta, oculto en su sombra, aumentando la esencia mágica, y pensando en El Gríseo.
—¡Khellendros! —chilló Malystryx con voz aguda. Al echar un vistazo por encima del hombro había descubierto al Azul en su lugar—. ¡Aparta! ¡La ceremonia es mía! ¡Apártate de mi tesoro!
Tormenta sobre Krynn vio cómo la Roja se volvía un poco más hacia él con una expresión furiosa pintada en la inmensa cara roja, mientras proyectaba llamaradas para quemarlo. Pero el fuego sólo ardía débilmente ahora y era menos doloroso que la lanza que empuñaba. La energía mágica que penetraba en su interior procedente del tesoro que tenía bajo las garras, y la fuerza que le concedían los rayos que descendían de las nubes y recorrían sus escamas, lo mantenían a salvo, lo hacían más poderoso.
Khellendros contempló cómo Ciclón y Hollintress avanzaban hacia Palin Majere y la mujer de cabellos plateados y ojos dorados.
Vio cómo Beryl, la señora suprema Verde, lanzaba una garra contra un enorme semiogro, y cómo un lobo de pelaje rojizo corría a colocarse ante las zarpas de la Verde y salvaba al hombretón... como él deseaba haber podido salvar a Kitiara. Cuando la zarpa de Beryl tocó al animal, éste pareció estallar en una explosión de energía, sin dejar otra cosa que un semiogro aturdido y a un Dragón Verde enojado y con una garra dolorida. Khellendros intuyó que el lobo, o lo que realmente fuera, seguía por allí todavía, recuperando su forma.
Luego Tormenta observó cómo Goldmoon, una mujer a la que reconoció como la señora de la Ciudadela de la Luz, esquivaba por muy poco las fauces de Onysablet. Gotas de ácido cayeron sobre su túnica de piel de ciervo, chisporroteando y estallando como lo había hecho la piel del enano minutos antes.
—¡Goldmoon! —chillaba el enano—. ¡Sal de ahí!
—¡Mi fe me protegerá! —le contestó ella. Había una profunda tristeza en su voz y sus ojos. Los dedos temblaron cuando alzó el bastón para golpear la garra de Onysablet que descendía sobre ella—. Mi fe. —Sollozaba sin disimulos, y las lágrimas resbalaban por sus mejillas y corrían por su cuello mojando el Medallón de la Fe que colgaba de él.
¡El Medallón! Tormenta comprendió entonces que había sido Goldmoon, no Fisura, quien había cogido el Medallón de su montón de tesoros. Había regresado de la muerte para reclamar su preciada posesión. Había regresado de la muerte, igual que haría Kitiara.
—¡Mi fe! —exclamó la sacerdotisa, exultante.
La zarpa de Onysablet rebotó inofensiva lejos de la sacerdotisa, rechazada por su sencillo bastón de madera. Pero una segunda zarpa atacaba ya, con unas uñas afiladas y relucientes como cuchillas. Garras dirigidas al corazón de Goldmoon.
Tormenta sobre Krynn escuchó la advertencia del enano y vio que éste blandía el cetro mágico para desviar el ataque de la Negra.
El Dragón Azul contempló cómo el enano reunía toda su energía y saltaba para interponerse entre Goldmoon y la garra, al tiempo que descargaba con fuerza su propia arma contra ella.
La garra atravesó el corazón del enano en lugar del de la mujer.
Pero del Puño de E'li brotó una luz deslumbrante que chamuscó a Onysablet y la arrojó en medio de la trayectoria de una serie de bien dirigidos golpes por parte del hombre de la alabarda y de una mujer de cabellos rojos. Delante de ellos había una kender, que también asestaba una lluvia de cuchilladas al dragón. Khellendros sabía que no conseguirían matar a Onysablet; pero podían mantener ocupado al dragón durante un buen rato.
Con el rostro bañado en lágrimas, Goldmoon se arrodilló junto al enano caído.
—Mi fe —murmuró—. Eras tú quien debía morir, Jaspe, en la isla de Schallsea. No yo. Tú tenías que morir ese día, mi querido, mi valioso amigo. Yo tengo alumnos a los que enseñar. Y si bien yo, sola, no puedo hacer nada contra los dragones, el conjunto de todos mis alumnos... y de otros que vendrán a mí en el futuro... sí puede hacer algo. Por eso yo tenía que regresar.
No muy lejos, Khellendros observó cómo Dhamon Fierolobo avanzaba hacia Malystryx; el hombre de cabellos negros estaba totalmente concentrado en la Roja, al igual que la elfa que marchaba a su lado. Ella usaba de nuevo la magia de la corona de coral, y un chorro de agua brotó de la diadema por tercera vez y golpeó a la Roja en el momento en que ésta abría la boca; el fuego que salía de sus fauces se transformó en vapor, pero aquello no hizo ningún daño a la gran señora suprema. Tormenta sabía que ni Dhamon ni la elfa poseían el poder para hacerlo. Ni tampoco el ataque la disuadía; en lugar de ello sólo conseguía encolerizarla más. Dhamon y la elfa no eran más que mosquitos para Malystryx. A menos que...
—¡Khellendros! —rugió Malystryx—. ¡Apártate del tesoro! ¡La ceremonia es mía! ¡Mía!
Tormenta sobre Krynn dedicó una última mirada a la tumultuosa escena que tenía lugar ante él; y entonces el Dragón Azul distinguió, sentada con tranquilidad en un pico lejano, la forma oscura de otro reptil. No era negro; más bien parecía envuelto en sombras. Mientras lo observaba, Khellendros sintió, por un brevísimo instante, un atisbo de duda, como si tuviera ante sus ojos un poder inmenso y terrible, oculto bajo una máscara fría e inescrutable.
—Kitiara —repitió Tormenta para sí.
El instante de debilidad desapareció, y el camino que debía seguir apareció claramente ante él. Situado justo detrás del altar ahora, Khellendros sintió cómo la tierra temblaba bajo el montón de objetos mágicos, cómo la energía fluía al interior de sus garras, ascendía por sus patas, penetraba en su vientre y le recorría el lomo. Echó la testa hacia atrás y disparó un grueso rayo hacia el cielo; innumerables rayos diminutos descendieron veloces para acariciarlo, para aumentar su poder. La ceremonia producía en su cuerpo los mágicos resultados esperados.
—¡No! —bramó Malystryx—. ¡Soy yo quien debe ascender! ¡Yo soy la escogida!
La hermosa visión que había dominado la mente de la señora suprema Roja se hizo añicos, como un cristal destrozado. El mundo a su alrededor se descompuso en fuego, hielo y vapor. Malys notó que su mente se desangraba y revoloteaba por la meseta en una serie infinita de sombras; no obstante, una parte siguió dentro del dragón y lanzó una mirada ominosa a los humanos que la habían atacado.
Las patas de Khellendros vibraban repletas de energía arcana. De sus cuernos saltaban chispas de poder.
—Por lo más sagrado —dijo Palin. Él y Usha miraban de hito en hito la escena. Las escamas del Dragón Azul brillaban con tanta fuerza como el sol, y sus ojos relucían como piedras preciosas.
La luz que se desprendía en forma de cascada de Tormenta sobre Krynn iluminaba la Ventana a las Estrellas y proyectaba un resplador deslumbrante sobre los dragones. El enorme señor supremo se alzó sobre las patas traseras y se irguió igual que lo haría un hombre, las alas extendidas a los costados, sujetando todavía en su garra la Dragonlance. El arma ya no le quemaba. Alrededor de sus dientes y ojos parpadeaban una serie de relámpagos que, al rebotar en las zarpas, arrancaban un brillo cegador de la lanza.
El oscuro huldre situado junto a Khellendros entrecerró los ojos y miró a lo alto, incrédulo.
—¿Tormenta? —susurró Fisura.
Beryl interrumpió su ataque al semiogro para inclinar la testa en señal de deferencia al Azul.
Onysablet dedicaba ahora toda su atención a Khellendros, sin importarle que Goldmoon se llevara el cuerpo del enano tirando de él en dirección a la desvanecida mujer de piel azulada.
—¡Khellendros! —exclamó Sable sorprendida.
Hollintress y Ciclón se volvieron hacia el Dragón Azul. Hollintress se dio cuenta del poder que emanaba ahora de éste, en tanto que Ciclón sólo comprendió que una energía mágica recubría al señor supremo y provocaba que la meseta se estremeciera violentamente.
—¡No! —gimió Malystryx—. ¡Debía ser yo! ¡Yo! —Puso los ojos en blanco, y abrió profundos surcos en el suelo ante ella con las garras. Lanzó una venenosa mirada a Dhamon Fierolobo—. ¡Humano! —escupió—. ¡Tú has provocado esto! ¡Me distrajiste! ¡Lo pagarás!
—¡Dhamon Fierolobo! —vociferó Tormenta sobre Krynn—. ¿Quieres a Malystryx, Dhamon Fierolobo?
Dhamon asintió, guiñando los ojos para ver por entre la brillante luz y los relámpagos, y vio que algo reluciente caía hacia él.