Confieso que he vivido (12 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

BOOK: Confieso que he vivido
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LA SOLEDAD LUMINOSA
Imágenes de la selva

Sumergido en estos recuerdos debo despertar de pronto. Es el ruido del mar. Escribo en Isla Negra, en la costa, cerca de Valparaíso. Recién se han calmado grandes vendavales que azotaron el litoral. El océano —que más que mirarlo yo desde mi ventana me mira él con mil ojos de espuma— conserva aún en su oleaje la terrible persistencia de la tormenta.

¡Qué años lejanos! Reconstruirlos es como si el sonido de las olas que ahora escucho entrara intermitentemente dentro de mí, a veces arrullándome para dormirme, otras veces con el brusco destello de una espada. Recogeré esas imágenes sin cronología, tal como estas olas que van y vienen.

1929. De noche. Veo la multitud agrupada en la calle. Es una fiesta musulmana. Han preparado una larga trinchera en medio de la calle y la han rellenado de brasas. Me acerco. Me enciende la cara el vigor de las brasas que se han acumulado, bajo una levísima capa de ceniza, sobre la cinta escarlata de fuego vivo.

De pronto aparece un extraño personaje. Con el rostro tiznado de blanco y rojo viene en hombros de cuatro hombres vestidos también de rojo. Lo bajan, comienza a andar tambaleante por las brasas, y grita mientras camina:

—¡Alá! ¡Alá!

El inmenso gentío devora atónito la escena. Ya el mago recorrió incólume la larga cinta de brasas.

Entonces se desprende un hombre de la multitud, se saca sus sandalias y hace con el pie desnudo el mismo recorrido. Interminablemente van saliendo voluntarios. Algunos se detienen en mitad de la trinchera para talonear en el fuego al grito de «¡Alá! ¡Alá!», aullando con horribles gestos, torciendo la mirada hacia el cielo. Otros pasan con sus niños en los brazos. Ninguno se quema; o tal vez se queman y uno no lo sabe.

Junto al río sagrado se eleva el templo de Khali, la diosa de la muerte. Entramos mezclados con centenares de peregrinos que han llegado desde el fondo de la provincia hindú, a conquistar su gracia.

Atemorizados, harapientos, son empujados por los brahmines que a cada paso se hacen pagar por algo.

Los brahmines levantan uno de los siete velos de la diosa execrable y, cuando lo levantan, suena un golpe de gong como para desplomar el mundo. Los peregrinos caen de rodillas, saludan con las manos juntas, tocan el suelo con la frente, y siguen marchando hasta el próximo velo. Los sacerdotes los hacen converger a un patio donde decapitan cabros de un solo hachazo y cobran nuevos tributos. Los balidos de los animales heridos son ahogados por los golpes de gong. Las paredes de cal sucia se salpican de sangre hasta el techo. La diosa es una figura de cara oscura y ojos blancos. Una lengua escarlata de dos metros baja desde su boca hasta el suelo. De sus orejas, de su cuello, cuelgan collares de cráneos y emblemas de la muerte. Los peregrinos pagan sus últimas monedas antes de ser empujados a la calle.

Eran muy distintos de aquellos peregrinos sumisos los poetas que me rodearon para decirme sus canciones y sus versos. Acompañándose con sus tamboriles, vestidos con sus talares ropas blancas, sentados en cuclillas sobre el pasto, cada uno de ellos lanzaba un ronco, entrecortado grito, y de sus labios subía una canción que él había compuesto con la misma forma y metro de las canciones antiguas, milenarias. Pero el sentido de las canciones había cambiado. Estas no eran canciones de sensualidad, de goce, sino canciones de protesta, canciones contra el hambre, canciones escritas en las prisiones. Muchos de estos jóvenes poetas que encontré a todo lo largo de la India, y cuyas miradas sombrías no podré olvidar, acababan de salir de la cárcel, iban a regresar a sus muros, tal vez mañana. Porque ellos pretendían sublevarse contra la miseria y contra los dioses. Esta es la época que nos ha tocado vivir. Y éste es el siglo de oro de la poesía universal. Mientras los nuevos cánticos son perseguidos, un millón de hombres duerme noche a noche junto al camino, en las afueras de Bombay. Duermen, nacen y mueren. No hay casas, ni pan, ni medicinas. En tales condiciones ha dejado su imperio colonial la civilizada, orgullosa Inglaterra. Se ha despedido de sus antiguos súbditos sin dejarles escuelas, ni industrias, ni viviendas, ni hospitales, sino prisiones y montañas de botellas de whisky vacías.

El recuerdo del orangután Rango es otra imagen tierna, que viene de las olas. En Medán, Sumatra, toqué algunas veces la puerta de aquel ruinoso jardín botánico. Ante mi asombro, era él quien vino cada vez a abrirme. Tomados de la mano recorríamos un sendero hasta sentarnos en una mesa que él golpeaba con sus dos manos y sus dos pies. Entonces aparecía un camarero que nos servía una jarra de cerveza, no muy chica ni muy grande, buena para el orangután y para el poeta.

En el zoológico de Singapur veíamos al pájaro lira dentro de una jaula, fosforescente y colérico, espléndido en su belleza de ave recién salida del edén. Y un poco más allá se paseaba en su jaula una pantera negra, aún olorosa a la selva de donde vino. Era un fragmento curioso de la noche estrellada, una cinta magnética que se agitaba sin cesar, un volcán negro y elástico que quería arrasar el mundo, un dínamo de fuerza pura que ondulaba; y dos ojos amarillos, certeros como puñales, que interrogaban con su fuego, que no comprendían ni la prisión ni al género humano.

Llegamos al extraño templo de La Serpiente en los suburbios de la ciudad de Penang, en lo que antes se llamaba la Indochina.

Este templo está muy descrito por viajeros y periodistas. Con tantas guerras, tantas destrucciones y tanto tiempo y lluvia que han caído sobre las calles de Penang, no sé si existirá todavía. Bajo el techo de tejas un edificio bajo y negruzco, carcomido por las lluvias tropicales, entre el espesor de las grandes hojas de los plátanos. Olor a humedad. Aroma de frangipanes. Cuando entramos al templo no vemos nada en la penumbra. Un fuerte olor a incienso y por allá algo que se mueve. Es una serpiente que se despereza. Poco a poco notamos que hay algunas otras. Luego observamos que tal vez son docenas. Más tarde comprendemos que hay centenares o miles de serpientes. Las hay pequeñas enroscadas a los candelabros, las hay oscuras, metálicas y delgadas, todas parecen adormecidas y saciadas. En efecto, por todas partes se ven finas fuentes de porcelana, algunas rebosantes de leche, otras llenas de huevos. Las serpientes no nos miran. Pasamos rozándolas por los estrechos laberintos del templo, están sobre nuestras cabezas, colgadas de la arquitectura dorada, duermen en la manpostería, se enroscan sobre los altares. He ahí a la temible víbora de Russell; se está tragando un huevo junto a una docena de mortíferas serpientes coral, cuyos anillos de color escarlata anuncian su veneno instantáneo. Distinguí la «fer de lance», varios grandes pitones, la «coluber derusi» y la «coluber noya». Serpientes verdes, grises, azules, negras, rellenaban la sala. Todo en silencio. De cuando en cuando algún bonzo vestido de azafrán atraviesa la sombra. El brillante color de su túnica lo hace parecer una serpiente más, movediza y perezosa, en busca de un huevo o de una fuente de leche.

¿Trajeron hasta aquí a estas culebras? ¿Cómo se acostumbraron? A nuestras preguntas nos responden con una sonrisa, diciéndonos que vinieron solas, y que se irán solas cuando les dé la gana. Lo cierto es que las puertas están abiertas y no hay rejillas o vidrios ni nada que las obligue a quedarse en el templo.

El autobús salía de Penang y debía cruzar la selva y las aldeas de Indochina para llegar a Saigón.

Nadie entendía mi idioma ni yo entendía el de nadie. Nos parábamos en recodos de la selva virgen, a lo largo del interminable camino, y descendían los viajeros, campesinos de extrañas vestiduras, taciturna dignidad y ojos oblicuos. Ya quedaban sólo tres o cuatro dentro del imperturbable carromato que chirriaba y amenazaba desintegrarse bajo la noche caliente.

De repente me sentí presa de pánico. ¿Dónde estaba? ¿A donde iba? ¿Por qué pasaba esa noche larguísima entre desconocidos? Atravesábamos Laos y Camboya. Observé los rostros impenetrables de mis últimos compañeros de viaje. Iban con los ojos abiertos. Sus facciones me parecieron patibularias. Me hallaba, sin duda, entre típicos bandidos de un cuento oriental.

Se cambiaban miradas de inteligencia y me observaban de soslayo. En ese mismo momento el autobús se detuvo silenciosamente en plena selva. Escogí mi sitio para morir. No permitiría que me llevaran a ser sacrificado bajo aquellos árboles ignotos cuya sombra oscura ocultaba el cielo. Moriría allí, en un banco del desvencijado autobús, entre cestas de vegetales y jaulas de gallinas que eran lo único familiar dentro de aquel minuto terrible. Miré a mi alrededor, decidido a enfrentar la saña de mis verdugos, y advertí que también ellos habían desaparecido.

Esperé largo tiempo, solo, con el corazón acongojado por la oscuridad intensa de la noche extranjera.

¡Iba a morir sin que nadie lo supiera! ¡Tan lejos de mi pequeño país amado! ¡Tan separado de todos mis amores y de mis libros!

De pronto apareció una luz y otra luz. El camino se llenó de luces. Sonó un tambor; estallaron las notas estridentes de la música camboyana. Flautas, tamboriles y antorchas llenaron de claridades y sonidos el camino. Subió un hombre que me dijo en inglés:

—El autobús ha sufrido un desperfecto. Como será larga la espera, tal vez hasta el amanecer, y no hay aquí dónde dormir, los pasajeros han ido a buscar una troupe de músicos y bailarines para que usted se entretenga.

Durante horas, bajo aquellos árboles que ya no me amenazaban, presencié las maravillosas danzas rituales de una noble y antigua cultura y escuché hasta que salió el sol la deliciosa música que invadía el camino.

El poeta no puede temer del pueblo. Me pareció que la vida me hacía una advertencia y me enseñaba para siempre una lección: la lección del honor escondido, de la fraternidad que no conocemos, de la belleza que florece en la oscuridad.

Congreso en la India

Hoy es un día de esplendor. Estamos en el Congreso de la India. Una nación en plena lucha por su liberación. Miles de delegados llenan las galerías. Conozco personalmente a Gandhi. Y al Pandit Motilal Nehru, también patriarca del movimiento. Y a su hijo, el elegante joven Jawahrial, recién llegado de Inglaterra. Nehru es partidario de la independencia, mientras que Gandhi sostiene la simple autonomía como paso necesario. Gandhi: una cara fina de sagacísimo zorro; un hombre práctico; un político parecido a nuestros viejos dirigentes criollos; maestro en comités, sabio en tácticas, infatigable. En tanto la multitud es una corriente interminable que toca adorativamente el borde de su túnica blanca y grita «¡Ghandiji! Ghandiji», él saluda someramente y sonríe sin quitarse las gafas. Recibe y lee mensajes; contesta telegramas; todo sin esfuerzo; es un santo que no se gasta. Nehru: un inteligente académico de su revolución.

Gran figura de aquel congreso fue Subhas Chandra Bose, impetuoso demagogo, violento antiimperialista, fascinante figura política de su patria. En la guerra del 14, durante la invasión japonesa, se unió a éstos, en contra del imperio inglés. Muchos años después, aquí en la India, uno de sus compañeros me cuenta cómo cayó el fuerte de Singapur:

—Teníamos nuestras armas dirigidas hacia los japoneses sitiadores. De pronto nos preguntamos…

¿Y por qué? Hicimos dar vuelta a nuestros soldados y las apuntamos en contra de las tropas inglesas. Fue muy sencillo. Los japoneses eran invasores transitorios. Los ingleses parecían eternos.

Subhas Chandra Bose fue detenido, juzgado y condenado a muerte por los tribunales británicos de la India, como culpable de alta traición. Se multiplicaron las protestas, impulsadas por la ola independentista.

Por fin, después de muchas batallas legales, su abogado —precisamente Nehru— logró su amnistía. Desde aquel instante se convirtió en héroe popular.

Los Dioses recostados

…Por todas partes las estatuas de Buda, de Lord Buda… Las severas verticales, carcomidas estatuas, con un dorado como de resplandor animal, con una disolución como si el aire las desgastara… Les brotan en las mejillas, en los pliegues de la túnica, en codos y ombligos y boca y sonrisa, pequeñas máculas: hongos, porosidades, huellas excrementicias de la selva… O bien las yacentes, las inmensas yacentes, las estatuas de cuarenta metros de piedra, de granito arenero, pálidas, tendidas entre las susurrantes frondas, inesperadas, surgiendo de algún rincón de la selva, de alguna circundante plataforma… Dormidas o no dormidas, allí llevan cien años, mil años, mil veces mil años… Pero son suaves, con una conocida ambigüedad metaterrena, aspirantes a quedarse y a irse… Y esa sonrisa de suavísima piedra, esa majestad imponderable hecha sin embargo de piedra dura, perpetua, ¿a quién sonríen, a quiénes, sobre la tierra sangrienta?… Pasaron las campesinas que huían, los hombres del incendio, los guerreros enmascarados, los falsos sacerdotes, los devorantes turistas… Y se mantuvo en su sitio la estatua, la inmensa piedra con rodillas, con pliegues en la túnica de piedra, con la mirada perdida y no obstante existente, enteramente inhumana y en alguna forma también humana, en alguna forma o en alguna contradicción estatuaria, siendo y no siendo dios, siendo y no siendo piedra, bajo el graznido de las aves negras, entre el aleteo de las aves rojas, de las aves de la selva… De alguna manera pensamos en los terribles Cristos españoles que nosotros heredamos con llagas y todo, con pústulas y todo, con cicatrices y todo, con ese olor a vela, a humedad, a pieza encerrada que tienen las iglesias… Esos Cristos también dudaron entre ser hombres y dioses… Para hacerlos hombres, para aproximarlos más a los que sufren, a las parturientas y a los decapitados, a los paralíticos y a los avaros, a la gente de iglesias y a la que rodea las iglesias, para hacerlos humanos, los estatuarios los dotaron de horripilantes llagas, hasta que se convirtió todo aquello en la religión del suplicio, en el peca y sufre, en el no pecas y sufres, en el vive y sufre, sin que ninguna escapatoria te librara… Aquí no, aquí la paz llegó a la piedra… Los estatuarios se rebelaron contra los cánones del dolor y estos Budas colosales, con pies de dioses gigantes, tienen en el rostro una sonrisa de piedra que es sosegadamente humana, sin tanto sufrimiento… Y de ellos mana un olor, no a habitación muerta, no a sacristía y telarañas, sino a espacio vegetal, a ráfagas que de pronto caen huracanadas, con plumas, hojas, polen de la infinita selva…

Desventurada familia humana

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