Yo he vivido entre estos cerros aromáticos y heridos. Son cerros suculentos en que la vida golpea con infinitos extramuros, con caracolismo insondable y retorcijón de trompeta. En la espiral te espera un carrusel anaranjado, un fraile que desciende, una niña descalza sumergida en su sandía, un remolino de marineros y mujeres, una venta de la más oxidada ferretería, un circo minúsculo en cuya carpa sólo caben los bigotes del domador, una escala que sube a las nubes, un ascensor que asciende cargado de cebollas, siete burros que transportan agua, un carro de bomberos que vuelve de un incendio, un escaparate en que se juntaron botellas de vida o muerte.
Pero estos cerros tienen nombres profundos. Viajar entre estos nombres es un viaje que no termina, porque el viaje de Valparaíso no termina ni en la tierra, ni en la palabra. Cerro Alegre, Cerro Mariposa, Cerro Polanco, Cerro del Hospital, de la Mesilla, de la Rinconada, de la Lobería, de las Jarcias, de las Alfareras, de los Chaparro, de la Calahuala, del Litre, del Molino, del Almendral, de los Pequeños, de los Chercanes, de Acevedo, del Pajonal, del Presidio, de las Zorras, de doña Elvira, de San Esteban, de Astorga, de la Esmeralda, del Almendro, de Rodríguez, de la Artillería, de los Lecheros, de la Concepción, del Cementerio, del Cardonal, del Árbol Copado, del Hospital Inglés, de la Palma, de la Reina Victoria, de Carvallo, de San Juan de Dios, de Pocuro, de la Caleta, de la Cabritería, de Vizcaya, de don Elías, del Cabo, de las Cañas, del Atalaya, de la Parrasia, del Membrillo, del Buey, de la Florida.
Yo no puedo andar en tantos sitios. Valparaíso necesita un nuevo monstruo marino, un octopiemas, que alcance a recorrerlo. Yo aprovecho su inmensidad, su íntima inmensidad, pero no logro abarcarlo en su diestra multicolora, en su germinación siniestra, en su altura o su abismo.
Yo sólo lo sigo en sus campanas, en sus ondulaciones y en sus nombres.
Sobre todo, en sus nombres, porque ellos tienen raíces y radícula, tienen aire y aceite, tienen historia y ópera: tienen sangre en las sílabas.
Un premio literario estudiantil, cierta popularidad de mis nuevos libros y mi capa famosa, me habían proporcionado una pequeña aureola de respetabilidad, más allá de los círculos estéticos. Pero la vida cultural de nuestros países en los años 20 dependía exclusivamente de Europa, salvo contadas y heroicas excepciones. En cada una de nuestras repúblicas actuaba una «élite» cosmopolita y, en cuanto a los escritores de la oligarquía, ellos vivían en París. Nuestro gran poeta Vicente Huidobro no sólo escribía en francés sino que alteró su nombre y en vez de Vicente se transformó en Vincent.
Lo cierto es que, apenas tuve un rudimento de fama juvenil, todo el mundo me preguntaba en la calle:
—Pero ¿qué hace usted aquí? Usted debe irse a París. Un amigo me recomendó al jefe de un departamento en el Ministerio de Relaciones. Fui recibido de inmediato. Ya conocía mis versos.
—Conozco también sus aspiraciones. Siéntese en ese sillón confortable. Desde aquí tiene una buena vista hacia la plaza, hacia la feria de la plaza. Mire usted esos automóviles. Todo es vanidad. Feliz usted que es un joven poeta. ¿Ve usted ese palacio? Era de mi familia. Y usted me tiene ahora aquí, en este cuchitril, envuelto en burocracia. Cuando lo único que vale es el espíritu. ¿Le gusta a usted Tchaikovski?
Después de una hora de conversación artística, al darme la mano de la despedida, me dijo que no me preocupara del asunto, que él era el director del servicio consular.
—Puede considerarse usted desde ya designado para un puesto en el exterior.
Durante dos años acudí periódicamente al gabinete del atento jefe diplomático, cada vez más obsequioso. Apenas me veía aparecer llamaba con displicencia a uno de sus secretarios y, enarcando las cejas, le decía:
—No estoy para nadie. Déjeme olvidar la prosa cotidiana. Lo único espiritual en este ministerio es la visita del poeta. Ojalá nunca nos abandone.
Hablaba con sinceridad, estoy seguro. Acto seguido me conversaba sin tregua de perros de raza.
«Quien no ama a los perros no ama a los niños». Seguía con la novela inglesa, después pasaba a la antropología y al espiritismo, para detenerse más allá en cuestiones de heráldica y genealogía. Al despedirme repetía una vez más, como un secreto temible entre los dos, que mi puesto en el extranjero estaba asegurado. Aunque yo carecía de dinero para comer, salía a la calle esa noche respirando como un ministro consejero. Y cuando mis amigos me preguntaban qué andaba haciendo, yo me daba importancia y respondía:
—Preparo mi viaje a Europa.
Esto duró hasta que me encontré con mi amigo Bianchi. La familia Bianchi de Chile es un noble clan.
Pintores y músicos populares, juristas y escritores, exploradores y andinistas, dan tono de inquietud y rápido entendimiento a todos los Bianchi. Mi amigo, que había sido embajador y conocía los secretos ministeriales, me preguntó:
—¿No sale aún tu nombramiento?
—Lo tendré de un momento a otro, según me lo asegura un alto protector de las artes que trabaja en el ministerio. Se sonrió y me dijo:
—Vamos a ver al ministro.
Me tomó de un brazo y subimos las escaleras de mármol. A nuestro paso se apartaban apresuradamente ordenanzas y empleados. Yo estaba tan sorprendido que no podía hablar. Por primera vez veía a un ministro de Relaciones Exteriores. Este era muy bajito de estatura y, para amortiguarlo, se sentó de un salto en el pupitre. Mi amigo le refirió mis impetuosos deseos de salir de Chile. El ministro tocó uno de sus muchos timbres y pronto apareció, para aumentar mi confusión, mi protector espiritual.
—¿Qué puestos están vacantes en el servicio? —le dijo el ministro.
El atildado funcionario, que ahora no podía hablar de Tchaikovski, dio los nombres de varias ciudades diseminadas en el mundo, de las cuales sólo alcancé a pescar un nombre que nunca había oído ni leído antes: Rangoon.
—¿Dónde quiere ir, Pablo? —me dijo el ministro.
—A Rangoon —respondí sin vacilar.
—Nómbrelo —ordenó el ministro a mi protector, que ya corría y volvía con el decreto.
Había un globo terráqueo en el salón ministerial. Mi amigo Bianchi y yo buscamos la ignota ciudad de Rangoon. El viejo mapa tenía una profunda abolladura en una región del Asia y en esa concavidad lo descubrimos.
—Rangoon. Aquí está Rangoon.
Pero cuando encontré a mis amigos poetas, horas más tarde, y quisieron celebrar mi nombramiento, resultó que había olvidado por completo el nombre de la ciudad. Sólo pude explicarles con desbordante júbilo que me habían nombrado cónsul en el fabuloso Oriente y que el lugar a que iba destinado se hallaba en un agujero del mapa.
Un día de junio de 1927 partimos hacia las remotas regiones. En Buenos Aires cambiamos mi pasaje de primera por dos de tercera y zarpamos en el «Badén». Este era un barco alemán que se decía de clase única, pero esa «única» debe haber sido la quinta. Los turnos se dividían en dos: uno para servir rápidamente a los inmigrantes portugueses y gallegos; y otro para los demás pasajeros surtidos, en especial alemanes que volvían de las minas o de las fábricas de América Latina. Mi compañero Alvaro hizo una clasificación inmediata de las pasajeras. Era un activo tenorio. Las dividió en dos grupos. Las que atacan al hombre y las que obedecen al látigo. Estas fórmulas no siempre se cumplían. Tenía toda clase de trucos para apoderarse del amor de las señoras. Cuando asomaba en el puente un par de pasajeras interesantes, me tomaba rápidamente una mano y fingía interpretar sus líneas, con ademanes misteriosos. A la segunda vuelta las paseantes se detenían y le suplicaban que les leyera el destino. En el acto les tomaba las manos acariciándoselas excesivamente y siempre el porvenir que les leía les pronosticaba una visita a nuestro camarote.
Por mi parte, el viaje de pronto se transformó y dejé de ver a los pasajeros que protestaban ruidosamente por el eterno menú de «Kartoffel»; dejé de ver el mundo y el monótono Atlántico para sólo contemplar los ojos oscuros y anchos de una joven brasileña, infinitamente brasileña, que subió al barco en Río de Janeiro, con sus padres y sus dos hermanos.
La Lisboa alegre de aquellos años con pescadores en las calles y sin Salazar en el trono, me llenó de asombro. En el pequeño hotel la comida era deliciosa. Grandes bandejas de fruta coronaban la mesa. Las casas multicolores; los viejos palacios con arcos en la puerta; las monstruosas catedrales como cascarones, de las que Dios se hubiera ido hace siglos a vivir a otra parte; las casas de juego dentro de antiguos palacios; la multitud infantilmente curiosa en las avenidas; la duquesa de Braganza, perdida a razón, andando hierática por una calle de piedras, seguida por cien chicos vagabundos y atónitos; ésa fue mi entrada a Europa. Y luego Madrid con sus cafés llenos de gente; el bonachón Primo de Rivera dando la primera lección de tiranía a un país que iba a recibir después la lección completa. Mis poemas iniciales de
Residencia en la tierra
que los españoles tardarían en comprender; sólo llegarían a comprenderlos más tarde, cuando surgió la generación de Alberti, Lorca, Aleixandre, Diego. Y España fue para mí también el interminable tren y el vagón de tercera más duro del mundo que nos dejó en París. Desaparecíamos entre la multitud humeante de Montparnasse, entre argentinos, brasileños, chilenos. Aún no soñaban el aparecer los venezolanos, sepultados entonces bajo el reino de Gómez. Y más allá los primeros hindúes con sus trajes talares. Y mi vecina de mesa, con su culebrita enrollada al cuello, que tomaba con melancólica lentitud un café créme. Nuestra colonia sudamericana bebía cognac y bailaba tangos, esperando la menor oportunidad para armar alguna colosal trifulca y pegarse con medio mundo.
Para nosotros, bohemios provincianos de la América del Sur, París, Francia, Europa, eran doscientos metros y dos esquinas:
Montparnasse, La Rotonde, Le Dome, La Coupole y tres o cuatro cafés más. Las boites con negros comenzaban a estar de moda. Entre los sudamericanos, los argentinos eran los más numerosos, los más pendencieros y los más ricos. A cada instante se formaba un tumulto y un argentino era elevado entre cuatro garzones, pasaba en vilo sobre las mesas y era rudamente depositado en plena calle. No les gustaban nada a nuestros primos de Buenos Aires esas violencias que les desplanchaban los pantalones y, más grave aún, que los despeinaban. La gomina era parte esencial de la cultura argentina en aquella época.
La verdad es que en esos primeros días de París, cuyas horas volaban, no conocí un solo francés, un solo europeo, un solo asiático, mucho menos ciudadanos del África y de la Oceanía. Los americanos de lengua española, desde los mexicanos hasta los patagónicos, andaban en corrillos, contándose los defectos, disminuyéndose los unos a los otros, sin poder vivir los unos sin los otros. Un guatemalteco prefiere la compañía de un vagabundo paraguayo, para perder el tiempo en forma exquisita, antes que la de Pasteur.
Por esos días conocí a César Vallejo, el gran cholo; poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas.
Por cierto que tuvimos una pequeña dificultad apenas nos conocimos. Fue en La Rotonde. Nos presentaron y, con su pulcro acento peruano, me dijo al saludarme:
—Usted es el más grande de todos nuestros poetas. Sólo Rubén Darío se le puede comparar.
—Vallejo —le dije—, si quiere que seamos amigos nunca vuelva a decirme una cosa semejante. No sé dónde iríamos a parar si comenzamos a tratarnos como literatos.
Me pareció que mis palabras le molestaron. Mi educación antiliteraria me impulsaba a ser mal educado. El, en cambio, pertenecía a una raza más vieja que la mía, con virreinato y cortesía. Al notar que se había resentido, me sentí como un rústico inaceptable.
Pero aquello pasó como una nubecilla. Desde ese mismo momento fuimos amigos verdaderos. Años más tarde, cuando me detuve por un tiempo mayor en París, nos veíamos diariamente.
Entonces lo conocí más y más en intimidad. Vallejo era más bajo de estatura que yo, más delgado, más huesudo. Era también más indio que yo, con unos ojos muy oscuros y una frente muy alta y abovedada. Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad. Vanidoso como todos los poetas, le gustaba que le hablaran así de sus rasgos aborígenes. Alzaba la cabeza para que yo la admirara y me decía:
—Tengo algo, ¿verdad? —y luego se reía sigilosamente de sí mismo.
Era muy diferente su entusiasmo al que expresaba a veces Vicente Huidobro, poeta antípoda de Vallejo en tantas cosas. Huidobro se dejaba caer un mechón en la frente, metía los dedos en el chaleco, erguía el busto y preguntaba:
—¿Notan mi parecido con Napoleón Bonaparte? Vallejo era sombrío tan sólo externamente, como un hombre que hubiera estado en la penumbra, arrinconado durante mucho tiempo. Era solemne por naturaleza y su cara parecía una máscara inflexible, cuasi hierática. Pero la verdad interior no era ésa. Yo lo vi muchas veces (especialmente cuando lográbamos arrancarlo de la dominación de su mujer, una francesa tiránica y presumida, hija de concerge), yo lo vi dar saltos escolares de alegría. Después volvía a su solemnidad y a su sumisión.
De pronto surgió de las sombras de París ese mecenas que siempre estuvimos esperando y que nunca llegaba. Era un chileno, escritor, amigo de Rafael Alberti, de los franceses, de medio mundo.
También, y como cualidad aún más importante, era el hijo del dueño de la compañía naviera más grande de Chile. Y famoso por su prodigalidad.
Aquel mesías recién caído del cielo quería festejarme y nos condujo a todos a una boite de rusos blancos llamada La Bodega Caucasiana. Las paredes estaban decoradas con trajes y paisajes del Caucas.
Pronto nos vimos rodeados de rusas, o falsas rusas, ataviadas como campesinas de las montañas.
Condón, que así se llamaba nuestro anfitrión, parecía el último ruso de la decadencia. Frágil y rubio, pedía inagotablemente champaña y daba saltos enloquecidos, imitando los bailes de cosacos que no había visto jamás.
—¡Champaña, más champaña! —e inesperadamente se desplomó nuestro pálido y millonario anfitrión—. Quedó depositado bajo la mesa, profundamente dormido, como el cadáver exangüe de un caucasiano exterminado por un oso.