Confieso que he vivido (45 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

BOOK: Confieso que he vivido
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Pasan los años. Uno se gasta, florece, sufre y goza. Los años le llevan y le traen a uno la vida. Las despedidas se hacen más frecuentes; los amigos entran o salen de la cárcel; van y vuelven de Europa; o simplemente se mueren.

Los que se van cuando uno está muy lejos del sitio donde mueren, parece que se murieran menos; continúan viviendo dentro, de uno, tal como fueron. Un poeta que sobrevive a sus amigos se inclina a cumplir en su obra una enlutada antología. Yo me abstuve de continuarla por temor a la monotonía del dolor humano ante la muerte. Es que uno no quiere convertirse en un catálogo de difuntos, aunque éstos sean los muy amados. Cuando escribí en Ceilán, en 1928, «Ausencia de Joaquín», por la muerte de mi compañero el poeta Joaquín Cifuentes Sepúlveda, y cuando más tarde escribí «Alberto Rojas Jiménez viene volando», en Barcelona, en 1931, pensé que nadie más se me iba a morir. Se me murieron muchos. Aquí al lado, en las colinas argentinas de Córdoba, yace sepultado el mejor de mis amigos argentinos: Rodolfo Araos Alfaro, que dejó viuda a nuestra chilena Margarita Aguirre.

En este año que acaba de concluir, el viento se llevó la frágil estatura de Eya Ehremburg, amigo queridísimo, heroico defensor de la verdad, titánico demoledor de la mentira. En el mismo Moscú enterraron este año al poeta Ovadi Savich, traductor de la, poesía de Gabriela Mistral y de la mía, no sólo con exactitudy belleza sino con resplandeciente amor. El mismo viento de la muerte se llevó a mis hermanos poetas Nazim Hikinet y Semion Kirsanov. Y hay otros.

Amargo acontecimiento fue el asesinato oficial del Che Guevara en la muy triste Bolivia. El telegrama de su muerte recorrió el mundo como un calofrío sagrado. Millones de elegías trataron de hacer coro a su existencia heroica y trágica. En su memoria se derrocharon, por todas las latitudes, versos no siempre dignos de tal dolor. Recibí un telegrama de Cuba, de un coronel literario, pidiéndome los míos. Hasta ahora no los he escrito. Pienso que tal elegía debe contener, no sólo la inmediata protesta, sino también el eco profundo de la dolorosa historia. Meditaré ese poema hasta que madure en mi cabeza y en mi sangre.

Me conmueve que en el diario del Che Guevara sea yo el único poeta citado por el gran jefe guerrillero. Recuerdo que el Che me contó una vez, delante del sargento Retamar, cómo leyó muchas veces mi Canto general a los primeros, humildes y gloriosos barbudos de Sierra Maestra. En su diario transcribe, con relieve de corazonada, un verso de mi «Canto a Bolívar»: «su pequeño cadáver de capitán valiente…».

El Premio Nobel

Mi Premio Nobel tiene una larga historia. Durante muchos años sonó mi nombre como candidato sin que ese sonido cristalizara en nada.

En el año de 1963 la cosa fue seria. Los radios dijeron y repitieron varias veces que mi nombre se discutía firmemente en Estocolmo y que yo era el más probable vencedor entre los candidatos al Premio Nobel. Entonces Matilde y yo pusimos en práctica el plan nº 3 de defensa doméstica. Colgamos un candado grande en el viejo portón de la Isla Negra y nos pertrechamos de alimentos y vino tinto. Agregué algunas novelas policiales de Símenon a estas perspectivas de enclaustramiento.

Los periodistas llegaron pronto. Los mantuvimos a raya. No pudieron traspasar aquel portón, salvaguardado por un enorme candado de bronce tan bello como poderoso. Detrás del muro exterior rondaban como tigres. ¿Qué se proponían? ¿Qué podía decir yo de una discusión en la que sólo tomaban parte académicos suecos en el otro lado del mundo? Sin embargo, los periodistas no ocultaban sus intenciones de sacar agua de un palo seco.

La primavera había sido tardía en el litoral del Pacífico Sur. Aquellos días solitarios me sirvieron para intimar con la primavera marina que, aunque tarde, se había engalanado para su solitaria fiesta. Durante el verano no cae una sola gota de lluvia; la tierra es gredosa, hirsuta, pedregosa; no se divisa una brizna verde. Durante el invierno, el viento del mar desata furia, sal, espuma de grandes olas, y entonces la naturaleza luce acongojada, víctima de aquellas fuerzas terribles.

La primavera comienza con un gran trabajo amarillo. Todo se cubre de innumerables, minúsculas flores doradas. Esta germinación pequeña y poderosa reviste laderas, rodea las rocas, se adelanta hacia el mar y surge en medio de nuestros caminos cotidianos, como si quisiera desafiarnos, probarnos su existencia.

Tanto tiempo sostuvieron esas flores una vida invisible, tanto tiempo las apabulló la desolada negación de la tierra estéril, que ahora todo les parece poco para su fecundidad amarilla.

Luego se extinguen las pequeñas flores pálidas y todo se cubre de una intensa floración violeta. El corazón de la primavera pasó del amarillo al azul, y luego al rojo. ¿Cómo se sustituyeron unas a otras las pequeñas, desconocidas, infinitas corolas? El viento sacudía un color y al día siguiente otro color, como si entre las solitarias colinas cambiara el pabellón de la primavera y las repúblicas diferentes ostentaran sus estandartes invasores. En esta época florecen los cactus de la costa. Lejos de esta región, en los contrafuertes de la cordillera andina, los cactus se elevan gigantescos, estriados y espinosos, como columnas hostiles.

Los cactus de la costa, en cambio, son pequeños y redondos. Los vi coronarse con veinte botones escarlatas, como si una mano hubiera dejado allí su ardiente tributo de gotas de sangre. Después se abrieron. Frente a las grandes espumas blancas del océano se divisan miles de cactus encendidos por sus flores plenarias.

El viejo agave de mi casa sacó desde el fondo de su entraña su floración suicida. Esta planta, azul y amarilla, gigantesca y carnosa, duró más de diez años junto a mi puerta, creciendo hasta ser más alta que yo. Y ahora florece para morir. Erigió una poderosa lanza verde que subió hasta siete metros de altura, interrumpida por una seca inflorescencia, apenas cubierta por polvillo de oro. Luego, todas las hojas colosales del Agave Americana se desploman y mueren.

Junto a la gran flor que muere, he aquí otra flor titánica que nace. Nadie la conocerá fuera de mi patria; no existe sino en estas orillas antárticas. Se llama chachual (Puya Chilensis). Esta planta ancestral fue adorada por los araucanos. Ya el antiguo Araucano no existe. La sangre, la muerte, el tiempo y luego los cantos épicos de Alonso de Ercilla, cerraron la antigua historia de una tribu de arcilla que despertó bruscamente de su sueño geológico para defender su patria invadida. Al ver surgir sus flores otra vez sobre siglos de oscuros muertos, sobre capas de sangriento olvido, creo que el pasado de la tierra florece contra lo que somos, contra lo que somos ahora. Sólo la tierra continúa siendo, preservando la esencia.

Pero olvidé describirla.

Es una bromelácea de hojas agudas y aserradas. Irrumpe en los caminos como un incendio verde, acumulando en una panoplia sus misteriosas espadas de esmeralda. Pero, de pronto, una sola flor colosal, un racimo le nace de la cintura, una inmensa rosa verde de la altura de un hombre. Esta señera flor, compuesta por una muchedumbre de florecillas que se agrupan en una sola catedral verde, coronada por el polen de oro, resplandece a la luz del mar. Es la única inmensa flor verde que he visto, el solitario monumento a la ola.

Los campesinos y los pescadores de mi país olvidaron hace tiempo los nombres de las pequeñas plantas, de las pequeñas flores que ahora no tienen nombre. Poco a poco lo fueron olvidando y lentamente las flores perdieron su orgullo. Se quedaron enredadas y oscuras, como las piedras que los ríos arrastran desde la nieve andina hasta los desconocidos litorales. Campesinos y pescadores, mineros y contrabandistas, se mantuvieron consagrados a su propia aspereza, a la continua muerte y resurrección de sus deberes, de sus derrotas. Es oscuro ser héroe de territorios aún no descubiertos; la verdad es que en ellos, en su canto, no resplandece sino la sangre más anónima y las flores cuyo nombre nadie conoce.

Entre éstas hay una que ha invadido toda mi casa. Es una flor azul de largo, orgulloso, lustroso y resistente talle. En su extremo se balancean las múltiples florecillas infra-azules, ultra-azules. No sé si a todos los humanos les será dado contemplar el más excelso azul. ¿Será revelado exclusivamente a algunos? ¿Permanecerá cerrado, invisible, para otros seres a quienes algún dios azul les ha negado esa contemplación? O ¿se tratará de mi propia alegría, nutrida en la soledad y transformada en orgullo, presumida de encontrarse este azul, esta ola azul, esta estrella azul, en la abandonada primavera?

Por último, hablaré de las docas. No sé si existen en otras partes estas plantas, millonariamente multiplicadas, que arrastran por la arena sus dedos triangulares. La primavera llenó esas manos verdes con insólitas sortijas de color amaranto. Las docas llevan un nombre griego: aizoaceae. El esplendor de Isla Negra en estos tardíos días de primavera son las aizoaceae que se derraman como una invasión marina, como la emanación de la gruta verde del mar, como el zumo de los purpúreos racimos que acumuló en su bodega el lejano Neptuno.

Justo en este momento, la radio nos anuncia que un buen poeta griego ha obtenido el renombrado premio. Los periodistas emigraron.

Matilde y yo nos quedamos finalmente tranquilos. Con solemnidad retiramos el gran candado del viejo portón para que todo el mundo siga entrando sin llamar a las puertas de mi casa, sin anunciarse. Como la primavera.

Por la tarde me vinieron a ver los embajadores suecos. Me traían una cesta con botellas y delicatessen. La habían preparado para festejar el Premio Nobel que consideraban como seguro para mí. No estuvimos tristes y tomamos un trago por Seferis, el poeta griego que lo había ganado. Ya al despedirse, el embajador me llevó a un lado y me dijo:

—Con seguridad la prensa me va a entrevistar y no sé nada al respecto. ¿Puede usted decirme quién es Seferis?

—Yo tampoco lo sé —le respondí sinceramente.

La verdad es que todo escritor de este planeta llamado Tierra quiere alcanzar alguna vez el Premio Nobel, incluso los que no lo dicen y también los que lo niegan.

En América Latina, especialmente, los países tienen sus candidatos, planifican sus campañas, diseñan su estrategia. Esta ha perdido a algunos que merecieron recibirlo. Tal es el caso de Rómulo Gallegos. Su obra es grande y decorosa. Pero Venezuela es el país del petróleo, es decir el país de la plata, y por esa vía se propuso conseguírselo. Designó un embajador en Suecia que se fijó como suprema meta la obtención del premio para Gallegos. Prodigaba las invitaciones a comer; publicaba las obras de los académicos suecos en español, en imprentas del propio Estocolmo. Todo lo cual ha debido parecer excesivo a los susceptibles y reservados académicos. Nunca se enteró Rómulo Gallegos de que la inmoderada eficacia de un embajador venezolano fue, tal vez, la circunstancia que lo privó de recibir un título literario que tanto merecía.

En París me contaron en cierta ocasión una historia triste, ribeteada de humor cruel. En esta oportunidad se trataba de Paul Valéry. Su nombre se rumoreaba y se imprimía en Francia como el más firme candidato al Premio Nobel de aquel año. La misma mañana en que se discutía el veredicto en Estocolmo, buscando apaciguar el nerviosismo que le producía la inmediata noticia, Valéry salió muy temprano de su casa de campo, acompañado de su bastón y su perro.

Volvió de la excursión al mediodía, a la hora del almuerzo. Apenas abrió la puerta, preguntó a la secretaria:

—¿Hay alguna llamada telefónica?

—Sí, señor. Hace pocos minutos lo llamaron de Estocolmo.

—¿Qué noticia le dieron? —dijo, ya manifestando abiertamente su emoción.

—Era una periodista sueca que quería saber su opinión sobre el movimiento emancipador de las mujeres.

El propio Valéry refería la anécdota con cierta ironía. Y la verdad es que tan grande poeta, tan impecable escritor, jamás obtuvo el famoso premio.

Por lo que a mí concierne, deben reconocerme que fui muy precavido. Había leído en un libro de un erudito chileno, que quiso enaltecer a Gabriela Mistral, las numerosas cartas que mi austera compatriota dirigió a muchos sitios, sin perder su austeridad pero impulsada por sus naturales deseos de acercarse al Premio. Esto me hizo ser más reticente. Desde que supe que mi nombre se mencionaba (y se mencionó no sé cuántas veces) como candidato, decidí no volver a Suecia, país que me atrajo desde muchacho, cuando con Tomás Lago nos erigimos en discípulos auténticos de un pastor excomulgado y borrachín llamado Gosta Berling.

Además, estaba aburrido de ser mencionado cada año, sin que las cosas fueran más lejos. Ya me parecía irritante ver aparecer mi nombre en las competencias anuales, como si yo fuera un caballo de carrera. Por otro lado los chilenos, literarios o populares, se consideraban agredidos por la indiferencia de la academia sueca. Era una situación que colindaba peligrosamente con el ridículo.

Finalmente, como todo el mundo lo sabe, me dieron el premio Nobel. Estaba yo en París, en 1971, recién llegado a cumplir mis tareas de embajador de Chile, cuando comenzó a aparecer otra vez mi nombre en los periódicos. Matilde y yo fruncimos el ceño. Acostumbrados a la anual decepción, nuestra piel se había tornado insensible. Una noche de octubre de ese año entró Jorge Edwards, consejero de nuestra embajada y escritor, al comedor de la casa. Con la parsimonia que lo caracteriza, me propuso cruzar una apuesta muy sencilla. Si me daban el Premio Nobel ese año, yo pagaría una comida en el mejor restaurant de París, a él y a su mujer. Si no me lo daban, pagaría él la de Matilde y la mía.

—Aceptado —le dije—. Comeremos espléndidamente a costa tuya. Una parte del secreto de Jorge Edwards y de su aventurada apuesta, comenzó a descorrerse al día siguiente. Supe que una amiga lo había llamado telefónicamente desde Estocolmo. Era escritora y periodista. Le dijo que todas las posibilidades se habían dado esta vez para que Pablo Neruda ganase el Premio Nobel.

Los periodistas comenzaron a llamar a larga distancia. Desde Buenos Aires, desde México y sobre todo desde España. En este último país lo consideraban un hecho. Naturalmente que me negué a dar declaraciones, pero mis dudas comenzaron a asomar nuevamente.

Aquella noche vino a verme Artur Lundkvist, el único amigo escritor que yo tenía en Suecia. Lundkvist era académico desde hacía tres o cuatro años. Llegaba desde su país, en viaje hacia el sur de Francia. Después de la comida le conté las dificultades que tenía para contestar por teléfono internacional a los periodistas que me atribuían el Premio.

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