Me sorprende -aunque en el fondo no me sorprenda mucho- que la noticia haya pasado casi inadvertida: un pequeño recuadro en las páginas deportivas de un par de diarios, con foto. Y en la foto se ve a Manolo -Atlético de Madrid B, me parece, aunque no sé mucho de ligas y campeonatos y divisiones- en pleno regate. Manolo es un jugador joven, modesto, con esperanzas, lejos todavía de las cifras millonarias y las páginas de las revistas del corazón y toda esa parafernalia que rodea a los ídolos del fútbol. Y no fue noticia por haber metido un gol, sino por no meterlo. La cosa ocurrió en el minuto ochenta y nueve. Empate a cero. Al equipo de Manolo le faltaban tres puntos para entrar en la liguilla de ascenso. Y en esas el balón llegó a sus pies, y ahí se vio el hombre con el terreno despejado hacia la portería enemiga. Pero cuando se disponía a avanzar y chutar, vio a un rival tendido en el suelo. Entonces se paró en seco, dudó medio segundo y envió la pelota fuera. Sorpresa. Silencio mortal. Fin del partido. Si las miradas matasen, Manolo habría caído asesinado por sus compañeros, su entrenador, los hinchas de su equipo. Pero salió del estadio con la cabeza alta. Entiendo que se enfaden, dijo. Pero hice lo que tenía que hacer.
No sé qué habrá sido de Manolo. Ignoro si en el futuro lo fichará el Barcelona o acabará oscuramente sus días deportivos. Ni siquiera conozco su apellido. Tampoco sé si es un deportista genial o mediocre. Desde mi absoluta ignorancia futbolera -como experto ya tienen a mi vecino el perro inglés- le deseo a Manolo veinte ligas en primera división, y selecciones nacionales, y una pasta gansa, y fotos con la top model más potente que pueda echarse a la cazuela. Pero lo consiga o no, si un día me lo encuentro por la calle y soy capaz de reconocerlo, que no creo, me gustaría decirle que con ese balón que echó fuera consiguió algo más difícil que meter un gol: demostrar que en el tablero todavía hay peones capaces de jugar el juego de la vida con dignidad y con vergüenza. Porque no es lo mismo hacer lo que él hizo cuando eres rico y famoso, en un partido retransmitido por la tele y embolsándote mil kilos al año, que siendo un anónimo tiñalpa, en un modesto encuentro ante unos pocos cientos de espectadores, arriesgándote a que el entrenador te deje en el banquillo o te echen a la calle para el resto de tu puta vida.
En el mundo en que vivimos sobran mitos de jujana. Cuando veo a los analfabetos de Gran Hermano firmando autógrafos, o a Belén Esteban -cielo santo- ocupando portadas de revistas porque se ha ido a Senegal a echar un polvo, comprendo que la chusma en que nos hemos convertido tiene los mitos y los héroes que se merece. Por eso me gustaría agradecerle a Manolo no sus dotes de futbolista, que me importan un carajo, sino que con ese balón que echó fuera demostrara que todavía quedan héroes. Me refiero a héroes de verdad, en el sentido clásico del término: con valores morales cuya observación e imitación pueden hacernos mejores y más nobles. Gente capaz de jugarse el interés inmediato, el lucro fácil, la ocasión, el pelotazo sin escrúpulos que ahora todo cristo busca ciegamente en cualquier estadio de la vida, por mantener algunos principios personales básicos. Por demostrar, aunque sea en un pequeño estadio de fútbol, que aún quedan seres humanos capaces de dar lecciones. De probar que la hidalguía no es un lujo que se permiten a veces los poderosos -a ellos suele salirles gratis-, sino una actitud personal, unas maneras vinculadas a la honradez y a la coherencia: las únicas virtudes admirables que van quedando en este mundo que entre todos, por activa o pasiva, hacemos cada día más infame. Ya he dicho que no sé el futuro que le espera a Manolo. Con ese tipo de gestos dudo que llegue lejos, en esta España envilecida donde a don Quijote lo desterramos o lo acuchillamos en tropel en cuanto anda caído por tierra -mientras cabalga nadie se atreve- y donde quienes de verdad consiguen una ínsula Barataria para recalificar el suelo y llenarla de apartamentos son los ruines sanchopanzas, los eternos supervivientes conchabados con los bancos y las cajas de ahorro, los políticos sin pudor, los alcaldes golfos y los tenderos mafiosos. Pero a pesar de todo eso, o tal vez exactamente por eso, me gustaría decirle a Manolo algo así como oye, chaval, nunca te disminuyas. Porque tú tenías razón, Lo que hiciste en aquel partido no fue una estupidez, ni un gesto inútil, ni una locura. Fue un heroico instante de gloria. Fue -te lo juro- la leche. Así que tómate algo. Estoy seguro de que algunos chicos que sueñan con ser futbolistas, o abogados, o fontaneros, te vieron echar fuera ese balón. Y a lo mejor, en un momento de su vida futura, alguno de ellos imita tu gesto, aunque ya se haya olvidado de ti y ni siquiera recuerde aquel lejano domingo. El último héroe nunca es el último.
El Semanal, 27 Mayo 2001
Hace tiempo, teniendo en casa a un colega norteamericano que estuvo en Vietnam, me contaba éste lo chachis que eran los pilotos de helicóptero de aquella guerra. Unos virtuosos del molinillo, decía. Aterrizando y despegando y tal. Así que, harto de oírlo tirarse pegotes aeronáuticos, para cerrarle la boca le puse una cinta de video rodada hace doce años a bordo del helicóptero del Servicio de Vigilancia Aduanera de Algeciras, persiguiendo a planeadoras contrabandistas de noche y a cinco palmos del agua. Tus pilotos, le dije al gringo, eran una puñetera mierda. Chaval. Este es un piloto.
Hace un par de días volví a ver a ese piloto. Entre otras cosas, porque lo veo de vez en cuando. Se llama Javier Collado, tiene cuarenta y pocos años, y es un hombre introvertido, modesto, silencioso, con nervios de acero templado en horchata. No bebe, ni fuma. Hasta es guapo todavía, el muy cabrán. Y de Cáceres. También tiene 11.000 horas de vuelo persiguiendo a traficantes en el estrecho de Gibraltar. Y es mi amigo. En realidad somos más que amigos, pues nos une cierta complicidad singular y fiel, fruto de antiguas aventuras. Por eso sé que si Javier vuela de día y de noche es porque le va la marcha: porque volar es su pasión y su vida. Porque es feliz allá arriba, lejos de una tierra firme que lo incomoda y en la que parece casi tímido. Sin embargo, cuando vuela se transforma en otro hombre, y hace con un helicóptero cosas que nadie hizo nunca. Ignoro si llegará a viejo; pero como él mismo dice, nadie lo sabe. Quizá por eso sube a jugársela a diario suspendido en el cielo, y sus tácticas personalísimas de rastreo y caza, combinadas con la actuación de los otros pilotos y las turbolanchas aduaneras del SVA, son pieza clave en la lucha contra el contrabando de droga en el Estrecho.
En aquel ambiente de tipos duros, tanto entre los teóricamente buenos como entre los teóricamente malos, Javier es leyenda viva: de los que entran en un bar donde hay contrabandistas y éstos dicen joder, y se dan con el codo, y alguno hasta le manda una copa que nunca se bebe. He visto a curtidos traficantes hablar con respeto de "eze hihoputa de ahí jarriba", y a un piloto de planeadoras al que apresó en una playa llamarlo Javi, en plan familiar, como si lo conociera de toda la vida. Alberto, un joven gibraltareño que después pasaría años de pesadilla en una cárcel marroquí, me contó una vez la impresión que sentía cuando a toda velocidad, en mitad del mar y la noche —
«como un ghost», fueron sus palabras—, aparecía el helicóptero detrás de su planeadora. Javier localizaba las lanchas contrabandistas y se pegaba como una lapa, acosándolas y desconcertando a sus pilotos mientras las turbolanchas del SVA acudían para abordarlas antes de que se refugiaran en Gibraltar. Algunos de ustedes lo recordarán de la tele: persecuciones increíbles a ras del agua, a cuarenta y tantos nudos, a oscuras y con la única luz del foco oscilante, los rostros de los contrabandistas mirando atrás, los fardos arrojados por la borda, el aguaje de la planeadora cegando al helicóptero, la adrenalina, el miedo, la caza… En fin. Ahora escribo novelas. Qué tiempos.
Tengo en mi casa dos objetos preciosos, directamente relacionados con Javier. Uno es su casco de piloto, que me regaló la última vez que volamos juntos. La otra es un trozo de antena de una planeadora a la que perseguimos durante una noche negra de cojones, con Valentín —el cámara de TVE— filmando con medio cuerpo fuera del helicóptero, tan a flor de agua que la estela de la Phantom nos empapaba a todos. Aquella noche tocamos con un patín una ola, y estuvimos a punto de irnos todos a tomar por saco, y se disparó un flotador y todas las alarmas, y Javier nos subió de allí con una sangre fría que todavía hoy me deja patedefuá. La misma sangre fría que en otra ocasión —fuerte marejada, a oscuras y en mitad del Estrecho—, le permitió casi meter la panza del helicóptero en el mar mientras su observador de a bordo, de pie en un patín, sacaba del agua a los marroquíes de una patera naufragada —ya se había ahogado la mitad cuando los encontraron en plena noche— que al subir a bordo lo besaban, muá, muá. La misma sangre fría con la que otro día, dejando la palanca al copiloto, Javier se tiró al agua para salvar a un contrabandista cuya ancha había zozobrado, aunque ahí llegó tarde y al pobre lo sacó ya tieso. O la que le hizo aterrizar hace pocas semanas en una playa persiguiendo a otro traficante, varar el malo su ancha y salir zumbando entre las dunas, bajarse Javier del helicóptero, correr tras él y darse de hostias —esta vez ganó el bueno—, como quien deja un coche con las puertas abiertas en mitad de la calle.
Así que ya lo saben. Ése es Javier, mi amigo. Y seguro que se mosqueará conmigo cuando publique esta página. Pero me da igual. A lo mejor, dentro de algunos años, alguien lee este recorte y dice: ése era mi papi.
El Semanal, 03 Junio 2001
Hay cosas que lo reconcilian a uno con las cosas. Y con las personas. Tengo delante El legado de Jorge Juan: un magnífico libro-catálogo editado por el Ayuntamiento de Novelda y la Caja de Ahorros del Mediterráneo -que supongo aflojó la pasta- con motivo de la exposición permanente que esa ciudad dedica a la memoria de uno de sus más dignos hijos, el importante marino y científico del XVIII don Jorge Juan y Santacilia: personaje fundamental para comprender su siglo en Europa, y prototipo de esos ilustrados -e ilustradas, que añadiría el lendakari- que de vez en cuando levantaron y aún levantan la cabeza para dar a este país miserable la oportunidad de cambiar a bien. Eso, claro, hasta que llegan los de siempre, le sacuden un estacazo en la cresta al ilustrado o ilustrada -cuando no es un paseo hasta las tapias del cementerio-, y todo vuelve a quedar como siempre, entre curas reaccionarios y políticos analfabetos sin un ápice de vergüenza, que, eso sí, aluden siempre a sus ciudadanos sin olvidar a las ciudadanas, y ahora, además, también han puesto de moda decir esa estupidez de escenario, en vez de situación, que es, creo recordar, la palabra de toda la vida. El escenario cultural de los españoles y las españolas es una piltrafa, dicen, por ejemplo -aunque en realidad no vale como ejemplo, porque eso no lo dicen-, en vez de la situación es una piltrafa. Modernos que te rilas, o sea. Tan políticamente correctos, tan angliparlos y tan viajados ellos. Los soplapollas.
Pero a lo que iba. Hablaba de Jorge Juan, y de que el Ayuntamiento de Novelda se ha apuntado un tanto de campanillas, sobre todo por lo raro que resulta en España que alguien invierta un duro en rescatar la memoria histórica que explica nuestro presente y nuestro - ¿esperpéntico?- futuro como nación con 3.000 años de historia en las alforjas. Así que es bueno, e insólito, que una caja de ahorros o un banco, en vez de subvencionar a los compadres y los golfos trincones de toda la vida, gaste la viruta en algo decente, útil y memorable. Porque rescatar la memoria del marino que junto a Antonio de Ulloa les quitó el protagonismo a los gabachos en la medición del grado del meridiano para determinar la forma de la Tierra, que impulsó la construcción naval europea y la ciencia de la navegación, y que fue respetado hasta por los enemigos -el almirante inglés Howe se detuvo en Cádiz para hacerle una visita y charlar un rato-, resulta mucho más que una iniciativa municipal aseadita. En esta España sin memoria y sin gana de tenerla, es una verdadera hazaña. Así que si pasan por Novelda, háganme el favor de darse una vuelta por el museo-casa modernista de la ciudad. La simple visita será una forma de agradecimiento a quienes la han hecho posible.
Por cierto que, con Jorge Juan de por medio, no deja de tener su triste guasa que el evento alicantino coincida en el tiempo con la destrucción, en Cartagena, del histórico dique construido en el arsenal de esta ciudad por ese mismo caballero y marino. Porque allí, después de que la alcaldesa Pilar Barreiro y sus presuntos concejales de presunta cultura -esos intelectuales del Pepé ante cuya gestión resulta inevitable preguntarse si alguno tiene el bachillerato- hayan dejado la ciudad y el puerto y media muralla de Carlos III hechos una mierda a base de ignorancia, torpeza y diseño, nuestra Marina de guerra acaba de echarle una manita al equipo municipal, cargándose por el morro una joya dieciochesca que en su momento fue la más avanzada del mundo en materia de ingeniería náutica: el primer dique naval sin mareas -había uno en Tolón, pero se drenaba con la marea baja-, vaciable mediante el uso de la bomba de fuego, lo que ahorró la vida de cientos de galeotes que debían hacer, hasta entonces, ese duro trabajo a mano. Un ingenio técnico milagrosamente conservado durante dos siglos y medio, que la Armada española del siglo XXI acaba de triturar -apenas pueden rescatarse ya algunos trozos de madera y parte de la antigua clavazón- para la construcción de unos nuevos atraques para submarinos. Pero claro. Uno comprende que la preservación de un patrimonio cultural único tiene hoy menos importancia que la vigorosa -qué digo vigorosa: gallarda- defensa de nuestra hegemonía naval y nuestras costas y nuestros pesqueros y nuestros intereses marítimos. Y que gracias a esos atraques para submarinos, que debían construirse precisamente así, y no de cualquier otra manera, seguiremos siendo el terror de los mares, como hasta la fecha, y podremos seguir torpedeando audazmente si es menester, sin que nos tiemble el pulso, con viril decisión y con la más avanzada tecnología adquirida mediante leasing, lo mismo a esquinados marroquíes que a perros ingleses o a narcotraficantes malosos. En suma, a cuantos nos tocan la flor y la soberanía. Paseando bien paseado ese respetado pabellón nuestro, que no se puede aguantar, por la gloria de mi madre.
El Semanal, 10 Junio 2001