Les cuento todo esto porque me lo encontré hace unos meses, en una esquina de la calle de Alcalá, pidiendo limosna. Estaba sentado en un banco que hay allí, con una caja de cartón y unas monedas a los pies. Me quedé tan estupefacto que no pude menos que preguntarle: «Pero hombre, ¿qué hace usted aquí?». Mi cara de sorpresa era tal, y el tono tan crispado, que debió de sonarle a reproche, porque pareció avergonzarse, y levantó las palmas de las manos corno si se excusara porque lo viese de aquella manera. Ya sabe, dijo. Lo de siempre. Le pregunté qué era lo de siempre, y me contó a retazos, en efecto, lo de siempre: una historia confusa de amarguras y mala suerte que nada tenía de original tratándose del país miserable en que vivimos. Una maniobra de un banco, un cierre y la jodía calle. Por suerte, contó, el dueño tuvo el detalle de arriarle alguna viruta, y ponerlo en el paro. Pero el sonante y el paro se habían acabado, y tenía hijos, creo, y una legítima; y a los sesenta años ya me contarán quién le va a dar trabajo a un inválido devuelto al corral. Así que aquí estoy, buscándome la vida en el mismo barrio. Recordando mejores tiempos. De cualquier manera —se reía con mala leche bajo su bigotillo de ratón derrotado— dicen que España va bien. Le di lo más que pude de lo que llevaba encima, y estreché la mano que me ofrecía antes de irme. Más avergonzado yo mismo que él. Desde entonces lo vuelvo a ver siempre que paso por esa esquina, y cada vez me saluda, me detengo, cambiamos unas palabras, le estrecho la mano y deslizo en ella un talego. Pero es una situación incómoda; y me deja tanta desazón dentro, que a veces procuro evitar esa esquina y doy un rodeo para no encontrármelo. Y bien sabe Dios, o quien sepa de esta mierda, que no es por ahorrarme un Hernán Cortés, sino por otra cosa que resulta difícil explicar aquí. Yo sé lo que me digo. Sin embargo, a veces, cuando eludo esa esquina varias veces seguidas, me siento peor aún. Entonces vuelvo a pasar, y a detenerme, y a estrechar su mano. Y mientras charlamos unos segundos, igual que si se tratara de un gesto casual de los viejos tiempos, vuelvo a ponerle en ella un billete. Lo hago casi furtivamente, entre nosotros, igual que hace años le dejaba en los dedos cinco duros al traerme la vuelta del paquete de tabaco. La verdad es que no me atrevo a dejarlo al pasar, en la caja de cartón que hay en el suelo, junto a sus extraños zapatos de cuero deforme. Hacerlo de ese modo sería darle limosna. Y yo a ese hombre no le he dado limosna nunca.
El Semanal, 30 Julio 2000
No sé qué será peor, si la enfermedad o el remedio. Me alegra imaginar el debate sobre la enseñanza y las humanidades, cuando se reanude el curso político. No se trata de que unos tengan razón y otros no, porque las cosas nunca son simples. Lo inquietante es que el problema existe desde hace tiempo, y a ningún gobernante ni miembro de la oposición pareció preocupar nunca lo más mínimo hasta que, ale hop, por necesidades tácticas sale ahora a relucir con el daño ya hecho. De cualquier modo, es sospechoso que ese rifirrafe sobre los trileros de pueblo que engañan a los niños en el cole no se haya planteado antes. Porque no pretenderán convencernos, los sucesivos ministros de Educación y Cultura de los últimos quince o veinte años, de que ellos acaban de saber hace dos días de que en algunos libros de texto el Ebro nace en tierra extraña, y Felipe II era un genocida o cosa así. Lo que me preocupa es que, ya en el conflicto planteado a principios de verano con el informe de la Academia de la Historia, a cada perro se le vio la oreja. Quiero decir que, del mismo modo que la cultura ha sido siempre aquí instrumento manipulable por los golfos de turno, en el debate que se avecina florecerá una vez más la semilla de la guerra civil que este país de hijos de puta lleva en el alma. Ya ahora, según el periódico que uno se eche a la cara o la radio que oiga, es posible advertir ajustes de cuentas, maniobras de desmarque o aprovechamiento de los huecos para meter el pasteleo, la larga cambiada y la mala leche de cada cual. En previsión de que se exijan responsabilidades, los que gobernaron durante trece años y se fueron de rositas dejando la educación y la cultura patas arriba, ahora matizan cautos que ojo, mejor analfabetos que afiliados al club de fans del Cid Campeador, como si no existieran las distancias medias. Al otro lado están los que se pasaron esos trece años en la oposición, calladitos mientras Solana y Maragall nos dejaban sin memoria y sin vergüenza; y ahora llevan legislatura y pico gobernando igual de mudos, no vayan a llamarlos fascistas por hablar de Indíbil o de Almanzor o de Blas de Lezo; y sólo cuando tienen holgura parlamentaria osan, tímidamente, hablar de la conveniencia, quizás, que por su parte no quede, por supuesto de modo nunca coactivo —no sé por qué cojones no puede coaccionarse cuando se hacen las cosas con derecho legítimo, consenso general y cordura— de devolver a los libros de texto cuando aquellos irresponsables, ayudados por el silencio cómplice de la propia derecha, o centro derecha, o lo que carajo sea ahora, y de todos los demás, quitaron, o dejaron quitar a cambio de votos para ir tirando de legislatura en legislatura. Mejor gobernar una España desmantelada, se decían, que no gobernar nada de nada. Y ahí quedó eso.
Lo malo es que sobre los libros de texto revisados por bandos vencedores ya tuvimos unos cuantos ejemplos en el pasado reciente; y no sabes qué es peor, si esto o aquel folletín excluyente de esencias patrias, reyes buenos, curas santos y conquistadores heroicos y piadosos. Para agravar el panorama, y resueltos a sacar partido del envilecimiento de unos y otros, están los caciques de pueblo con eruditos a sueldo dispuestos a reescribir la historia a su gusto, a ponerles en el catre a su señora, o a lo que se tercie: mierdecillas que plagian una leyenda negra que ni siquiera tuvieron el talento de inventar ellos —quien no pare Césares mal puede tener Plutarcos— y tan mediocres en su fanatismo que, a su lado, fray Prudencio de Sandoval o el padre Mariana eran Tácito y Suetonio. El caso es que, con el hueso de las humanidades disputado por la jauría habitual —imagínense a ciertos diputados (y diputadas), con esa sintaxis y esa fluidez retórica que los caracteriza, defendiendo las Etimologías de San Isidoro—, mucho me temo que quien no tendrá voz ni voto en estos asuntos será la gente decente: los historiadores que exigen una revisión crítica pero rigurosa, que se sienten asqueados con la coexistencia de 17 historias de España diferentes, y que defienden una disciplina educativa que no sólo consiste en fechas, reyes y emperadores, sino que pasa también por los museos, las bibliotecas, los teatros: por la huella que todo el pasado, sin exclusión, dejó en nuestro presente. Por la noble complejidad que nos permite comprender que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Pero ya verán como no. Verán como el debate será estéril y ahondará el daño, al pretender contentar a los tres vértices de ese triángulo viciado y miserable: la insolidaria mezquindad y mala fe de los caciques provincianos, el nefasto refranero y el casticismo noventayochista de una derecha elemental y analfabeta, y el bobo psicologismo educativo de los imbéciles que pretenden igualarnos a todos en la cultura de la nada.
El Semanal, 06 Agosto 2000
Pues eso. Que Abel trabajaba como un auténtico hijo de puta, dale que te pego, todo el día con el rebaño para arriba y para abajo, esquilando, y ordeñando, y levantándose con el canto del gallo para irse a currar a los campos de su padre. Tenía callos en las manos y agujetas en los ijares, y el sudor le goteaba por la nariz, clup, clup; con aquel solanero que le caía en la espalda como una manta de plomo. Luego, cuando volvía a casa a las tantas, estaba tan hecho polvo que no le quedaban ganas ni de ver Cine de Barrio, ni de cumplir con la parienta ni de nada, y la verdad es que al pobre le importaba un pimiento que el humo de los sacrificios subiera recto al cielo, se desparramara por la tierra, o se pareciera a las señales en morse de los apaches. Pasaba mucho. Era un currante nato, vaya. Un estajanovista.
Caín era todo lo contrario. Tenía una jeta que se la pisaba, había salido más vago que el peluquero de Ronaldo, y no es que el humo de los sacrificios a Yahvé le saliera por la tangente; es que ni humo, ni sacrificios, ni nada de nada. Se pasaba el día tumbado a la bartola y tocándose los huevos. Su parcela ni la pisaba, y estaba toda sin sembrar y hecha un asco de zarzas y matojos, porque además Caín se había hecho enlace sindical —que en España es título vitalicio— y con tanta asamblea y tanto agobio y tanto luchar por los compañeros y compañeras, hacía años que se había olvidado de para qué sirven un legón y un arado.
Total. Que Adán, el padre, estaba encantado con Abel y hasta las narices de Caín, y tenía unas broncas espantosas con Eva, su legítima. Al mayor lo has malcriado con tanto mimo y tanta puñeta, decía. Estoy a punto de jubilarme y ya ves el panorama agropecuario, maldita sea mi estampa: lo de las ovejas va medio bien, pero la cosa hortofrutícola es un desastre, que si no fuera por los moros de las pateras ya me contarás quién cojones iba a ocuparse de los tomates y las lechugas, leñe, que tu Caincito no da palo al agua, y yo estoy a punto de jubilarme, y como en los años del Edén no coticé a la seguridad social, resulta que vamos a quedarnos con lo justo. Eso largaba el paterfamilias, muy mosqueado. Así que para ajustarle las cuentas al viva la virgen del hijo mayor, resolvió ir a un notario y hacer testamento dejándole a Abel, además de las ovejas y los chotos, las mejores tierras, las de adentro; con hierbas para pastar y campos para arar. Y a Caín, para darle por saco, le dejó las secas y áridas que estaban junto al mar, arenales llenos de sal, donde no había llovido nunca, ni llovería aunque cayera un Diluvio. Y luego de testar, Adán fue y se murió, descojonándose de risa. A ése le he jugado la del chino, decía. Ja, ja. La del chino.
Ha pasado el tiempo, y Abel sigue allí, sudando la gota gorda. Se pasa el día encima del tractor. La sequía le ha arruinado seis cosechas, las lluvias torrenciales cuatro, los girasoles que había plantado este año para trincar subvenciones comunitarias se los ha dejado hechos una mierda la plaga de la cochinilla de la pipa, y además, para redondear la temporada, la enfermedad de las ovejas clónicas locas le ha vuelto majara a la mitad del rebaño. Para más inri, su mujer lo obliga a veranear un mes entero en La Manga, y encima le ha salido un hijo neonazi y una hija finalista del concurso Miss top Model 2001 de Almendralejo del Canto.
Pero lo que peor lleva es lo de su hermano. Porque, con aquellas tierras secas y salinas que heredó casi en la orilla del mar, Caín fue a conchabarse con un constructor del Pesoe y con un alcalde del Pepé tan analfabetos como él, pero listos y trincones que te cagas, y las hizo parcelas, y consiguió permisos de construcción masiva y se inventó playas donde no las había, y en poco tiempo lo llenó todo de adosados y de bloques de pisos hasta el horizonte. Y aunque no hay agua, ni cañerías, ni cloacas, ni infraestructura adecuada; y todo cristo bebe agua del mismo tubo y chupa luz del mismo enchufe, aquello, hasta que reviente, parece Manhattan, con manadas de guiris y veraneantes y abueletes jubilados, ingleses con una cerveza en la mano y treinta en el estómago, alemanes que —como honrados alemanes—, denuncian al vecino porque el perro ladra, y subnormales nacionales que conducen con las ventanillas abiertas para que se oiga bien la música de bakalao en diez kilómetros a la redonda. Y de vez en cuando, para restregárselo por el morro, Caín invita a su hermano a comerse una paella en el club náutico del que es presidente fundador, y le enseña el último Mercedes comprado con dinero B que acaba de traerle uno de sus socios de Zurich, y a bordo del yate le pone los videos grabados en la casa que tiene en Miami, justo al lado de la de Julio Iglesias, hey. Y Abel mira a su alrededor; desesperado, preguntándose dónde carajo puede conseguirse a estas alturas una quijada de asno.
El Semanal, 13 Agosto 2000
Estoy seguro de que el otro día los huesos de Barbanegra y el Olonés se revolvieron en sus tumbas, y la cofradía de fantasmas de los Hermanos de la Costa sin Dios ni amo, gimió indignada desde la penumbra verde de su cementerio marino, entre votos a Belcebú y al Chápiro Verde. Porque era un atardecer tranquilo y mediterráneo, con el cielo rojo, la mar rizada y el levante campanilleando suave con las drizas contra el mástil de los veleros amarrados en el puerto. Era exactamente eso, y yo estaba a la puerta de un bar, mirando ese mar que fue camino de naves negras, de legiones romanas y de héroes zarandeados por los mezquinos dioses. Era uno de esos momentos en que la vida lo reconcilia a uno con la vida, y en que todo lo que leíste y viviste y soñaste encuentra su lugar en el mundo, encajando en él de modo asombroso. Estaba así, digo, cuando al otro lado del pantalán empezó a oírse una música atronadora e infame, —pumba, pumba, hacía la música—, y vi que acababa de abarloarse al muelle una zodiac con seis o siete individuos que en ese momento saltaban a tierra. La zodiac remolcaba una de esas repugnantes motos de agua que tan famosas ha hecho el intrépido cuñadísimo Marichalar Junior, llevaba una antena alta, y en ella ondeaba una bandera pirata con su calavera y sus dos tibias. Pero no fue el insólito pabellón, prohibido a bordo de embarcaciones en cualquier puerto del mundo, el que más me llamó la atención, sino el aspecto de los recién llegados y su parafernalia general. La música y la bandera se completaban con una colección selecta de tipos veraniegos de los que a mí me hacen tilín: cuarentones, bañadores floridos multiuso, camisetas ad hoc sobre orondas tripas cerveciles, chanclas, riñoneras, gafas de sol de diseño anatómico forense, aretes en las orejas y pañuelos piratescos en las cabezas, tipo Espartaco Santoni que en paz descanse. Y yo me dije: anda, tú. Qué feroces y qué miedo. De dónde habrá salido esta banda de gilipollas. Luego, viéndolos sentarse a mi lado en el bar, pensé hay que ver. Qué dirían ahora el capitán Blood o Pedro Garfio o el Corsario Negro o El Cachorro, o, ya metidos en veras, el capitán Kidd, Edward Thatch, el pelirrojo Morgan, Natty el limpio, las mujeres filibusteras Anne Bonny y Mary Read, el tímido Rackam, o incluso el fraile Caracciolo y el capitán Misson, los piratas buenos del Índico, de este deplorable espectáculo. Sea usted hace tres o cuatro siglos un cabrón como Dios manda, asalte galeones españoles, saquee Maracaibo, cuelgue a capitanes enemigos del palo mayor, pase a los prisioneros por la tabla o por la quilla, viole a la sobrina del gobernador de Jamaica, abandone a tripulantes amotinados en una isla desierta, vuele su barco desarbolado para no caer en manos de los jueces del rey, o termine sus días como digno pirata, ahorcado, y ponga tan amena y edificante biografía bajo la bandera negra de los bucaneros, para que esa misma enseña, cuya vista antes helaba la sangre, termine en número de circo, enarbolada por media docena de Cantinflas de playa.