El Semanal, 07 Febrero 1999
Pues lo siento, pero no trago. Lamento muchísimo ir de aguafiestas, pero el arriba firmante se niega a sumarse al folklore milenarista que se nos viene encima. Ya pueden cantar misa poniéndose de acuerdo los grandes almacenes, y las cadenas hoteleras, y las agencias de viajes, y las televisiones y los periódicos, pero no me sale literalmente de los cojones celebrar en la Nochevieja de 1999 la despedida del siglo XX y el advenimiento del XXI. Entre otras cosas, porque eso es mentira.
Se diría, pardiez, que todo el mundo se ha vuelto idiota. Uno comprende que en estos tiempos de consumo y jarana, la gente ande loca por una conmemoración, un centenario o la celebración de un nuevo siglo. El deseo es comprensible, a falta de cosas mejores que celebrar. También me hago cargo de que los vendedores de motos pintadas de verde, o sea, los que viven de la memez ajena, necesitan argumentos para vender más cosas, y fabricar tartas de cumpleaños y cumplesiglos, y organizar eventos por cuya comisión se embolsen una pasta. Y si se festeja el nuevo siglo un año antes, y luego resulta que no, Manolo, que no está claro, que vamos a celebrarlo también este año por si las moscas, ocurre que te facturan dos minutas con el pretexto de una. Todo eso lo entiendo, porque de bobos y de tenderos sin escrúpulos está el mundo lleno. Lo que no me cabe en el coco es la estupidez colectiva, ni el silencio, ignoro si cómplice o desalentado, de quienes saben de qué va el asunto. A lo mejor es que les consta que la estupidez siempre gana, y se dicen para qué vamos a dar la brasa, colega. Total, aquí no quedará nadie para celebrar el siguiente milenio. Déjalos que ganen un año y que disfruten.
Y en realidad todo es tan sencillo como irse a cualquier biblioteca, propia o ajena, y abrir un par de libros (del latín liber, libri: conjunto de muchas hojas de papel ordinariamente impresas donde se explican cosas). Porque resulta que todo está allí, y que este absurdo empeño de convertir en fin del siglo el último día de 1999 no tiene otro fundamento que la cretinez sin fronteras y el encefalograma plano universal, convertidos en norma gracias a la puta tele y a su colonización por parte del país más poderoso y analfabeto de la Tierra.
El tercer milenio, según esos libros al alcance de cualquiera, no empieza el 1 de enero del año 2000, sino doce meses después, o sea, el 1 de enero del año 2001. El diccionario Espasa, en la página 911 del tomo 5, cita los años terminados en 00 como anal de siglo, no como comienzo de siglo. Y hasta un desastre para las matemáticas como lo soy yo puede, si quiere, echar cuentas: del mismo modo que la decena termina en el 10, y lo incluye, y el 11 corresponde a la segunda decena, la centena termina en el 100, y lo incluye, y el 101 corresponde a la segunda centena. Y del mismo modo, un millar, o un milenio, termina en 1000, y lo incluye, y el 1001, el 2001 y los equivalentes corresponden ya al siguiente millar, o milenio; y así es, por períodos completos de 10, 100 y 1000, como se cuenta en cronología.
Además, el diccionario de la RAE define el siglo como espacio de cien años, no de noventa y nueve. Y el calendario occidental, por el que se rige nuestro cotarro, empezó a contar con el año 1 del siglo I de Jesucristo, y no con el año 0; entre otras cosas porque ese año 0 no existe en cronología, aunque si en astronomía. Fue un monje llamado Dionisio Exiguo quien propuso contar los años ab incarnatione Domini, a partir de la encarnación de Cristo, que calculaba un 25 de marzo. Y de ese modo, el año 754 del calendario juliano, que era el romano reformado por Julio César, se convirtió en año 1 -que no año 0- del nuevo calendario cristiano. Posteriormente, la fecha en que debía comenzar el año se trasladó al 25 de diciembre, para terminar en el 1 de enero. Después vino Kepler y dijo que el amigo Dionisio erró en 5 años; pero la convención ya estaba establecida, y así quedó. En cuanto a la histeria milenarista medieval de 999, nunca tuvo fundamento cronológico ni astronómico serio, sino que fue un movimiento supersticioso–religioso de incultura y terror frente a la cifra redonda del año 1000.
Ahora, superstición y religión pesan menos, gracias a Dios, pero la histeria sigue. Y pese a todo, no les quepa a ustedes la menor duda de que la próxima noche de San Silvestre todo el mundo despedirá el siglo con champaña y matasuegras, yupi, yupi, brindando por el asunto un año antes de tiempo. Y es que han pasado mil años —ó 999—, pero seguimos igual de gilipollas.
El Semanal, 14 Febrero 1999
Tengo delante la fotografía de un periódico, en la que hay un cadáver desnudo de tamaño natural, modelado en gelatina, con nueces, melocotón en almíbar y fruta dentro. La cosa ha aparecido en las páginas de cultura de varios diarios de tirada nacional; porque, según el pie de foto, no se trata de un pastel, ojo, sino de una obra de arte. Para rubricarlo, el artista, de nacionalidad mejicana, aparece junto a su obra también desnudo y con un delantal de cocina, cubierto el rostro con un pasamontañas modelo subcomandante Marcos y un micrófono autónomo como aquéllos que puso en circulación Madonna. Sostiene en la mano un cuchillo, y se dedica a trinchar el fiambre de pastel, sirviendo raciones en platos de plástico a una multitud de imbéciles que se agolpan alrededor, todos con su plato en la mano, sonrientes y con cara de estar encantados de encontrarse allí, ansiosos por participar en el suculento ritual antropofágico. Hay fotógrafos, faltaría más, y jóvenes con pinta de intelectuales precoces de esos que cuando piden la palabra hablan dos horas y te cuentan su vida, y damas de aspecto teóricamente respetable con collares de perlas, y damiselas tiernas, y marujonas con un pretendido toque snob, y la peña habitual en este tipo de eventos. Y se empujan unos a otros junto a las axilas peludas del artista, levantando los platos en alto, impacientes por no perderse el bocado inolvidable, el momento histórico. En realidad, dicen sus expresiones felices, uno frecuenta presentaciones de libros y exposiciones y conciertos y cosas así para que un fulano en pelotas y con pasamontañas te haga comprender que el arte es comestible. Para que te toque en suerte el cojón de gelatina con frutas y comértelo extasiado en un plato de plástico. Para vivir orgasmos culturales como éste.
No había ningún ministro cerca -por esas fechas se celebraba el congreso del Pepé- pero no me cabe la menor duda de que, de haber tenido un ratito, alguno se habría dejado caer por allí, apuntándose al bombardeo de turno ante las cámaras de la tele y los fotógrafos, con su plato en la mano y la boca manchada de nata, diciendo está riquísimo y es cojonudo esto de desacralizar el arte, darle un toque informal, comérselo, etc. Cuanto más analfabetos son los políticos -en España esas dos palabras casi siempre son sinónimos- más les gusta salir en las páginas de cultura de los periódicos. Páginas en las que, por otra parte, cabe cualquier cosa. Porque ahora, señoras y señores, todo es cultura. Lejos ya de aquella arcaica división entre sociedad, cultura y espectáculos de la prensa de antaño, la eficaz gestión realizada durante décadas por iletrados de diseño da variopintos frutos, y ese concepto fascista, apolilladísimo, de la cultura en términos clásicos -las nueve musas, ya saben, y toda la parafernalia- ha perdido su razón de ser. El que no trague es un reaccionario y un cabrón; y buena parte de los jefes de sección y los redactores jefes y los directores de los diarios y los informativos de la radio y la tele, incluido El Semanal, lo van entendiendo como se debe. Ahora el mejicano del pasamontañas y un desfile de moda con Naomi Campbell en la pasarela Cibeles, y la última receta de bacalao al pil-pil de Arguiñano, y el vino de la ribera del Duero, y hasta el último hijo de Rociíto son, ¿por qué no?, cultura oficial. Tan respetable, o más, que los frescos de Piero della Francesca, un concierto de Albéniz o la última novela de Miguel Delibes. Y el otro día vi, en un diario de gran tirada, lo que me faltaba por ver: una corrida de toros en las páginas de cultura. Con Jezulin. De ahí a que pronto se incluya el fútbol -incuestionable cultura de masas- sólo media el canto de un duro.
La palabra cultura sigue en boca de los de siempre. Y los de siempre, pocamierdas iletrados que lo mismo valen para Industria que para Exteriores o Educación y Cultura, o para secretarios generales de la OTAN, marcan el tono. Y el tono lo registra, con admirable sintonía, toda la cuerda de oportunistas, y retrasados mentales, y caraduras que viven del morro. Y el entorno, y los medios, y la madre que los parió a todos, por no verse descolgados de la moda, por no quedar fuera de lo políticamente correcto en relación con la cultura o con lo que sea, aplauden y jalean el asunto con la fe exaltada del converso. El resultado está a la vista: una multitud de analfabetos de diseño, de sinvergüenzas y de tontosdelculo aplaudiendo, como en aquel viejo cuento, el admirable traje nuevo del rey desnudo.
El Semanal, 21 Febrero 1999
La verdad es que tienen razón. Cuando hace unas semanas escribí aquello de las mujeres de bandera, de las jacas de rompe y. rasga por las que un hombre, antes, era capaz de buscarse la ruina, empalmar la chaira y comerse veinte años en el Puerto de Santa María, me lamentaba de que uno ya no se tropiece con hembras así en el celuloide. En vez de señoras de tronío –decía- como María Félix, Ava Gardner o Kim Novak, ahora sólo hay pijoniñas de teleserie y chochitos desnatados. Y como se venía de venir, que dice mi amigo Ángel Ejarque, algunas damas se me han tirado a la yugular. Unas se han ciscado directamente en mis muertos, y otras coinciden en decir que bueno, que vale, que de acuerdo. Que es verdad que el ganado flojea mucho de trapío, y que ahora a cualquier quinceañera anoréxica, con menos gracia que un chiste de Chiquito de la Calzada contado por Iñaki Anasagasti, la convierte Hollywood en sex-symbol por el morro. Eso me lo concede la mayor parte de mis amables comunicantes. Pero algunas argumentan que tampoco los tordos son como para ponerse a tirar cohetes. Y que a ver qué pasa con los gachós.
Eso, las cosas como son, es poner el dedo en la llaga. Porque, como el arriba firmante decía, si Sandra Bullock o Wynona Ryder son el non plus ultra de la tentación carnal y entonces apaga y vámonos, a ver dónde carajo -me preguntan estas señoras-, están los tíos de antaño. A ver dónde, quitando a Harrison Ford, encuentra una ahora un Humphrey Bogart, un Clark Gable, un Kirk Douglas, un Sean Connery, un Gary Cooper o un Burt Lancaster. A ver dónde se echa una al cuerpo, en blanco y negro o en color, con palomitas o sin ellas, a un jambo como Dios manda, un fulano de esos de los de antes, machote, duro, de casta, que hacían que te temblaran las piernas cuando los veías en la pantalla decir adiós, muñeca. Ahora a lo máximo que se puede aspirar es a sucedáneos tipo Kevin Costner o Mel Gibson, que no están mal pero que ya no son lo mismo. Se trata de duros de pastel con fecha de caducidad, guapitos de cara tipo Paul Newman y Robert Redford, de los que por cierto ya no se acuerda ni su padre. Morralla coyuntural que es pan para hoy, y hambre para mañana. Y es que, como dice una amiga mía, con Robert Redford se jodió el invento.
Por eso digo que tienen razón. Háganme un ramillete, si no, con los tiñalpas que ahora las histerizan. Keanu Reeves, Brad Pitt, Tom Cruise y los otros pijolandios de diseño que pegan taquillazos en el cine serán todo lo yogurcitos que ustedes quieran, pero no hay color. Y Leonardo di Caprio, que sí, de acuerdo, sale en Titanic tan guapo que a las prójimas les produce escalofríos, y con razón, no es más que un mantequillas blandas al que la cámara -porque las cámaras de cine son muy suyas- ama con locura. Es un magnífico actor, como también lo es Johnny Depp, y ellos dos y algunos otros llenan la pantalla de un modo que apabulla. Pero aunque uno los vea en camiseta y con pistola, a puñetazos, haciendo de camioneros, o de policías, o de terroristas, o de mineros, o de capitanes de submarino alemán, salta a la vista que todos son duritos de jujana. Luego te los encuentras en el Diez Minutos, en la playa con los michelines fofos, o con esas pedorras que algunos se echan de novias, o al natural en chándal y con una gorra puesta del revés, y dices hay que joderse, colega. Ninguno tiene ni media hostia.
Así que no tengo más remedio que estar de acuerdo con el Comité de Erizas en Pie de Guerra. Ya no hay jacas como aquéllas, pero tampoco maromos de toma pan y moja. Quizá los que tenemos ahora son simples reflejos a la medida de una sociedad descafeinada, desnicotinizada y mierdecilla a la que ya no imprimen carácter, sino que emanan de ella. O a lo mejor, o también, es que la proximidad que nos proporcionan la tele, y las revistas, y todo el tinglado de ahora, les quita encanto. Lo mismo pasa con ellas. Porque es muy posible que aquellos fulanos que sólo por su manera de moverse o encender un cigarrillo acojonaban, aquellas jacas gloriosas que daba miedo mirarlas y te cortaban la respiración con un susurro, basaran su misterio y su fuerza en un alejamiento que ahora el exceso de información hace imposible. Hoy los conocemos demasiado bien. Los fabricamos nosotros mismos, con nuestra propia levedad y estupidez —también la estupidez puede ser democrática—. Y los grandes mitos, como los sueños y los dioses, sólo sobreviven en la distancia.
El Semanal, 28 Febrero 1999
Llevo desde la semana pasada dándole vueltas a la cabeza con el asunto de los hombres como Dios manda; de los tíos que, como decía mi abuela, se visten por los pies. El caso, no sé si recuerdan, era que el Comité de Erizas en Pie de Guerra se lamentaba, y con razón, de que salvo Harrison Ford ya no quedan en el cine tíos de verdad, y que a las niñas yogurcitos frescos, ya las otras que ya no lo son tanto, les hace el asunto agua de limón la presencia de fulanos insustanciales, duritos de pastel que andan en la pantalla marcando paquete, pero que en cuanto miras o te acercas, se convierten en mierdecillas de diseño. y en la calle y en la vida real ocurre tres cuartos de lo mismo.
Conozco a una señora rubia, guapa, con cuarenta y dos espléndidos tacos y capaz de llevar unos tejanos como no los lleva ninguna guapita de teleserie, que ha pasado la vida tomándose cafés en los bares; entre otras cosas porque un café de bar y un cigarrillo son, dice, una de las pocas cosas que merecen la pena en esta vida perra. La dama en cuestión, que es lo bastante inteligente como para que cualquier varón adulto se sienta una auténtica cagarruta a los cinco minutos de conversación con ella, tiene auténtica predilección por los bares cutres, de esos con calendarios de garaje con fulana, y fotos de equipos de fútbol, y mostrador de zinc y mesas de formica, y albañiles comiendo judías con fideos a mediodía, sobre manteles de papel con vino y gaseosa. Cada día, cuando sale del taller de encuadernación del viejo Madrid donde le pone tapas de piel y guardas de papel veneciano a la Poética de Aristóteles o a la Vida de Benvenuto Cellini, ella evita cuidadosamente los bares elegantes del barrio y callejea en busca de una tasca chusmosa y auténtica. y allí, entre el emigrante negrata que vende baratijas, el borrachín de la casa de enfrente y los empleados del taller de chapa y pintura que hacen descanso para una cerveza, enciende un cigarrillo, a su aire y sin dirigirle a nadie la palabra, y se siente la mujer más a gusto de la tierra.