Faulkner alcanza una originalidad radical en
Mientras agonizo
, que en mi opinión es su obra maestra incluso por encima de
Luz de agosto
,
Santuario
,
El ruido y la furia
y
¡Absalón, Absalón!
La misma originalidad asiste a
Miss Lonelyhearts
, la novela breve de Nathanael West, y
La subasta del lote 49
, de Thomas Pynchon. Una originalidad aterradora es la marca distintiva de Cormac McCarthy en
Meridiano de sangre
, que en el umbral del siglo xxi me parece la obra imaginativa más fuerte entre todas las de escritores norteamericanos vivos. Siempre difícil después de Shakespeare y Cervantes, la verdadera originalidad resulta particularmente ardua para nuestra literatura de los dos últimos siglos. No hago profecías respecto al veintiuno pero, puesto que los Estados Unidos ya son el País del Atardecer de la alta cultura occidental, será difícil evadir cierta sensación de retraso.
Starbuck le dice a Ahab que la caza de
Moby-Dick
contraviene los designios de Dios. Ahora bien, ¿quién es exactamente el Dios de Melville, o el de sus sucesores: Faulkner, West, Pynchon, McCarthy? Como Prometeo en la literatura antigua y la romántica, como el Satán de Milton, Ahab se opone al dios del cielo, aun si queremos dar a ese dios el nombre de Yahveh o Jehová. Parece como si Ahab se hubiera convertido del cristianismo cuáquero a una versión parsi del maniqueísmo, en la cual dos deidades rivales se disputan el cosmos. El demónico capitán del
Pequod
ha embarcado de contrabando un grupo de parsis (zoroastrianos persas de la India) para que tripule su barca ballenera personal, con Fedalá como arponero. Fedalá es el doble sombrío de Ahab; al final del gran capítulo 132, «La sinfonía», Ahab contempla el océano y observa que «allí, en el agua, hay reflejados dos ojos de mirada fija». Son los ojos de Fedalá, pero también los de Ahab.
Melville no era cristiano, y tendía a identificarse con la antigua herejía gnóstica, en la cual el Dios — creador es un impostor torpe, mientras que el Dios verdadero, llamado el Extraño o el Ajeno, está exiliado en algún lugar de las regiones exteriores del cosmos. El Faulkner temprano y más grande es una especie de gnóstico sin saberlo; cada uno a su modo, West, Pynchon y McCarthy lo son sin duda a sabiendas. Mi asunto es cómo leer la mejor ficción de estos escritores, y por qué, y no instruir a mis lectores en heterodoxias antiguas (¡al menos no aquí!), pero la primera serie de novelas que he elegido (cuatro), en la estela de Melville, alcanzan un esplendor negativo en modos, según veremos, paralelos a los de las visiones gnósticas.
En el Libro de Job, Yahveh se jacta ante el desdichado Job del poder que tiene sobre la humanidad el Leviatán, al que Melville llama Ballena Blanca: Moby Dick. Mutilado por Moby-Dick, Ahab afirma su orgullo y su derecho a la venganza, la posesión de una chispa, en el capítulo 119, titulado «Las candelas»:
—¡Ah, tú, claro espíritu del claro fuego, a quien en estos mares yo adoré antaño como persa, hasta que me quemaste tanto en el acto sacramental que sigo llevando ahora la cicatriz! Te conozco, y ahora sé que tu auténtica adoración es el desafío. No has de ser propicio ni al amor ni a la reverencia; e incluso al odio no puedes sino matarlo, y todos caen muertos por ti. No hay ahora necio temerario que te haga frente. Yo confieso tu poder mudo y sin lugar, pero hasta el último hálito de mi terremoto la vida disputará el señorío incondicional e integral sobre mí. En medio de lo impersonal personificado, aquí hay una personalidad. Aunque sólo un punto, como máximo: de donde quiera que haya venido; adonde quiera que vaya; pero mientras vivo terrenalmente, esa personalidad, como una reina, vive en mí y siente sus reales derechos. Pero la guerra es dolor y el odio es sufrimiento. Ven en tu más baja forma de amor y me arrodillaré ante ti y te besaré; pero en tu punto más alto, ven como mero poder de arriba; y aunque botes armadas de mundos cargados hasta los topes, hay algo aquí que sigue indiferente. Ah, claro espíritu, de tu fuego me hiciste y, como auténtico hijo, te lo devuelvo en mi aliento.
[11]
”
Según Ahab, la manera correcta de adorar el fuego es afirmando la propia identidad en contra de él. «¡Golpearía al sol si me insultara!», exclama el prometeico capitán, estableciendo un patrón de desafío que ninguno de sus seguidores ha igualado.
He limitado mi lectura de
Moby-Dick
a un breve análisis del capitán Ahab porque es el precursor de todos los buscadores norteamericanos que estudiaré en este capítulo. Pero no puedo abandonar la epopeya de Melville, libro que venero desde la infancia, sin elogiar su extraordinario aliento narrativo. Ahab nos cautiva aunque su monomanía nos espante. Es norteamericano hasta la médula, feroz en su deseo de vengarse pero siempre extrañamente libre, quizá porque ningún norteamericano se siente libre de verdad si por dentro no está solo.
El mejor comienzo de toda la novela norteamericana del siglo veinte pertenece a
Mientras agonizo
(1930), la obra maestra de William Faulkner. El libro consiste de cincuenta y nueve monólogos interiores, cincuenta y tres de ellos de miembros de la familia Bundren. Los Bundren son un orgulloso clan de blancos pobres que entre inundaciones y fuegos pugnan heroicamente por llevar el ataúd que contiene el cadáver de Addie, la madre, al cementerio de Jefferson, Mississippi, donde ella deseaba que la enterraran junto a su padre. Diecinueve secciones, incluida la primera, son habladas por el notable Darl Bundren, un visionario que finalmente cruza la frontera de la locura. Al comienzo de la novela oímos la conciencia de Darl mientras va con su hermano enemigo, Jewel, hasta la casa en donde está muriendo Addie:
Jewel y yo subimos del campo, siguiendo el sendero en fila de uno. Aunque yo voy cinco metros por delante, cualquiera que nos mire desde la barraca del algodonal verá el raído y roto sombrero de paja de Jewel una cabeza por encima de la mía.
Al subir la cuesta, Darl oye a su hermano carpintero, Cash, serrando madera para el ataúd de la madre y hace esta observación desapasionada:
Buen carpintero. Imposible que Addie Bundren encuentre uno mejor ni una caja mejor donde estar. Le dará confianza y consuelo.
Sin el amor de Addie, el disociado Darl insiste en que él no tiene madre y su extraordinaria conciencia refleja la convicción. Severo, sencillo, digno, sugestivo, el comienzo de
Mientras agonizo
presagia la originalidad de la novela más sorprende del autor. Los rivales de Faulkner no escribieron nada parecido.
El gran Gatsby
de Scott Fitzgerald empieza con el padre de Nicle Carraway diciéndole: «Sólo recuerda que no todos en este mundo han tenido las ventajas que tuviste tú», admonición muy saludable de no criticar a los demás pero francamente lejana a la sublimidad de Faulkner. Por su pare, Hemingway empieza Fiesta con la siguiente ironía: «En un tiempo Robert Cohn había sido en Princeton campeón de boxeo peso mediano». Faulkner también está mucho más allá de esto. Creo que el único rival posible para el comienzo de
Mientras agonizo
, dentro de su tipo, es el de la pasmosa
Meridiano de sangre
(1985), de Cormac McCarthy, donde el narrador nos presenta al Chico, protagonista trágico a quien finalmente destruirá el siniestro y «yaguesco» juez Holden:
Vean al niño. Es pálido y flaco, lleva una camisa de hilo delgada y harapienta. Alimenta el ruego de la cocina. Afuera se extienden campos ensombrecidos con jirones de nieve y más allá bosques oscuros que todavía albergan algunos de los últimos lobos. Viene de una familia de talladores de madera y constructores de acequias pero en verdad su padre ha sido maestro. Se apoya en la bebida, cita poetas que ya nadie conoce. Acuclillado frente al fuego el muchacho lo mira.
En esta gran prosa se funden los acentos de Hermán Melville y de William Faulkner. Pero, como me ocupo de
Meridiano de sangre
al final de esta serie, vuelvo de momento a
Mientras agonizo
. El título se refiere a Addie Bundren, que muere poco después de que empiece el libro —un deliberado
tour-de-force
—, pero Faulkner citaba de memoria las amargas palabras que el espectro de Agamenón dice a Ulises en la Odisea (libro xi, el Descenso a los muertos):
Y la cara de perra, enviándome al Hades, no se dignó siquiera cerrarme los ojos mientras agonizaba.
Asesinado por su mujer y el amante de ésta, tanto Agamenón como su destino tienen poco que ver con la novela. Faulkner quería más la frase que el contexto y la tomó, aunque acaso también haya querido sugerir que la falta de amor entre Addie Bundren y su hijo tiene alguna semejanza con la relación de Clitemnestra con Orestes y Electra. Clitemnestra es la «cara de perra» que envía a Agamenón al Hades sin cerrarle los ojos, y en todo caso Addie es más desagradable aún que ella.
Aunque Faulkner no numera los cincuenta y nueve monólogos interiores que constituyen el libro, sugiero al lector que por comodidad, y en bien de las referencias bibliográficas, lo haga en su ejemplar de bolsillo. Addie sólo dice una sección, la cuadragésima, pero le alcanza para enajenar a cualquiera:
Me acuerdo que mi padre siempre decía que la razón de vivir era prepararse a estar mucho tiempo muerto. Y como yo tenía que mirarlos un día tras otro, cada cual con su secreto y su pensamiento egoísta, y con la sangre extraña a la sangre del otro y a la mía, y pensaba que al parecer para mí ese era el único modo de prepararme para estar muerta, odiaba a mi padre por haber tenido la idea de plantarme. No veía la hora de que cometieran una falta para poder azotarlos. Cuando caía el látigo lo sentía en mi carne; cuando abría y laceraba la que corría era mi sangre, y con cada latigazo pensaba: ¡Ahora os enteráis de que existo! Ya soy algo en vuestra vida secreta y egoísta, ahora que os he marcado la sangre con mi sangre para siempre…
Uno empieza a comprender por qué esta mujer sádicamente perturbada quiere que la entierren junto al padre. Muerta, Addie es una maldición mayor aún que cuando vivía; esto vemos a medida que se nos cuenta la saga grotesca, heroica, a veces cómica y siempre atroz de los cinco hijos y el marido que cruzan fuegos y torrentes para llevar el cadáver hasta el deseado lugar de reposo. Farsa trágica,
Mientras agonizo
tiene, no obstante, inmensa dignidad estética y es una sostenida pesadilla de lo que, sombríamente, Freud llamó «novela familiar». Ciertos críticos píos han tratado de interpretarla como afirmación de los valores familiares cristianos, pero creo que semejante juicio dejará al lector perplejo. Como en otros momentos de su gran década (1929 — 1939), la visión novelística de Faulkner se basa en un horror de familias y comunidades y ofrece como valor único la paciencia estoica, que en este caso no basta para salvar al dotado Darl Bundren del loquero.
Las tonalidades de los monólogos interiores —sobre todo de los diecinueve de Darl— son tan irónicas, que al principio el lector puede sentir que Faulkner prescinde demasiado de guiarle la respuesta. No hay género que pueda asistirnos para comprender esta epopeya de blancos pobres de Mississippi cumpliendo el último deseo de una madre espantosa. Prácticamente el único principio que une a los Bundren es el honor familiar, ya que el padre, Anse, es a su modo tan destructivo como Addie. Los tres monólogos que se le dan a Anse —los número 9, 26 y 28 (si uno los numera)— lo establecen como un manipulador caprichoso, terco y taimado, tan egoísta como la mujer.
Dewey Dell, única hija, tiene su dignidad; pero no encuentra fuerzas para llorar a la madre porque, como blanca pobre soltera y embarazada, está obligada a buscar en vano un modo de abortar en secreto. El niño Vardaman simplemente niega la muerte de Addie; hace agujeros en el ataúd para que respire y al fin la identifica con un gran pez que atrapó mientras ella agonizaba: «Mi madre es un pez». Faulkner centra la novela en la conciencia de Darl Bundren y en los actos heroicos de los otros hijos, Cash el carpintero y Jewel el jinete (hijo natural de Addie, fruto de una relación adúltera con el reverendo Whitfield).
Jewel es feroz, temerario y sólo capaz de expresarse mediante la acción intensa. Su único monólogo (el 4), una protesta contra Cash por la confección del ataúd, concluye con una visión posesiva: él protegerá a la madre moribunda de la familia y el mundo entero:
… no será con todos los cabrones de la comarca viniendo a mirarla porque si hay un Dios para qué demonios está. Será con ella y yo solos en lo alto de una colina y yo tirándoles a la cara las piedras de la colina, levantando piedras y arrojándoselas colina abajo a la cara y los dientes y todo por Dios hasta que ella esté tranquila…
Jewel y Darl se odian con pasión mutua y entre Darl y Dewey Dell hay una hostilidad oscura, implícitamente incestuosa. Cash, que mantiene un vínculo cálido con todos los hermanos, es simple, directo y heroicamente resistente, y como Jewel un hombre de valor físico irreflexivo. Pero Darl es el corazón y la grandeza de
Mientras agonizo
, y claramente el narrador sustituto de Faulkner.
Darl acaba en algo parecido a la esquizofrenia, pero es de una singularidad y un poder visionario imposibles de reducir a la locura. Todos los monólogos interiores son notables. He aquí el final del décimo séptimo de los diecinueve:
…y como el sueño es no-es y la lluvia y el viento son era, eso no es. Pero la carreta es, porque cuando la carreta sea era, Addie Bundren no será. Y Jewel es, así que Addie Bundren tiene que ser. Y entonces yo tengo que ser, si no no podría vaciarme para dormir en una habitación extraña. Y entonces si todavía no me he vaciado es que soy es.
Cuántas veces me he acostado con lluvia bajo un techo extraño, pensando en casa.
Dudoso de su identidad, Darl tiene una percepción shakesperiana de la nada que es una versión del nihilismo de Faulkner (siempre en la gran etapa de 1929 — 1939), y de su experiencia durante la guerra, que consistió en entrenarse como piloto de la Fuerza Aérea Británica pero no volar nunca. A Darl, que estuvo en la Primera Guerra Mundial, la experiencia apenas le ha marcado la conciencia. Como le repugna la terrible odisea de llevar el cadáver en carreta hasta donde Addie nació, casi sabotea el esfuerzo prendiendo fuego a un granero; pero sólo consigue inspirar en Jewel un heroísmo renovado.